III

Mientras esperábamos en la fila junto a la casilla de peaje, discutimos otra vez la decisión de Papá de cruzar a Mañana. La administración del Parque había puesto una pizarra sobre el mostrador de pago, describiendo las condiciones climáticas de la orilla opuesta. Había vientos, nubes bajas, chaparrones. Mi madre dijo que ella no quería mojarse; Salleen, mirándola de reojo, repitió en voz baja que ya habíamos ido a Mañana el año anterior. Yo callaba, mirando a través del Canal hacia la otra orilla.

(Allí el tiempo parecía igual que aquí; un cielo alto y claro, un sol radiante. Pero lo que yo alcanzaba a ver era Hoy: el Mañana de ayer, el Ayer de mañana, el Hoy de hoy.)

Detrás de nosotros la cola empezaba a menguar a medida que algunos, menos intrépidos, se encaminaban a los otros puentes. Yo estaba contento, porque el único que no me interesaba era el Puente de Hoy, pero, disfrutando de mi victoria fortuita, le susurré a Salleen que hacía buen tiempo en la orilla de Ayer. Ella, que no estaba de humor para perversidades sutiles, me pateó las piernas y nos peleamos como tontos mientras mi padre iba a la casilla.

Era un hombre importante; oí que el empleado le decía:

—Pero no tendría que haber esperado, señor. Nos sentimos honrados por la visita de usted.

Soltó el retén del molinete, y pasamos uno tras otro.

Entramos en el pasadizo cubierto, un túnel largo y oscuro de madera y metal, iluminado a intervalos por débiles lámparas incandescentes. Me adelanté a la carrera, sintiendo en el cuerpo un hormigueo eléctrico familiar a medida que avanzaba por el campo magnético.

—¡Mykle! ¡Quédate con nosotros! —Mi padre, que me llamaba desde atrás.

Acorté el paso, y me volví a esperar. Vi al resto de la familia que venía hacia mí, y los contornos de los cuerpos parecían como difusos; un efecto del campo. Cuando me alcanzaron, y llegaron así a la zona en que yo me encontraba, las figuras se definieron nítidamente una vez más.

Dejé que se adelantaran y seguí caminando detrás de ellos. Salleen, que iba a mi lado, me pateaba los tobillos.

—¿Por qué me pateas?

—¡Porque eres un cerdo!

No le hice caso. Allá adelante podíamos ver el final del pasadizo. Había oscurecido un poco después que empezáramos a cruzar el puente —anunciando el anochecer del día que dejábamos atrás—, pero ahora brillaba de nuevo la luz del sol, y yo veía el cielo azul pálido de la mañana y los contornos brumosos de los árboles. Me detuve un momento y observé las siluetas de mis padres y mis hermanas recortadas contra la luz. Therese iba de la mano de Mamá, pero Salleen, a quien yo adoraba en secreto, se pavoneaba orgullosamente detrás de Papá, afirmando su independencia. No sé si fue a causa de Salleen, o quizá de la luz matinal que brillaba en el extremo del túnel, lo cierto es que me quedé allí inmóvil, mientras el resto de la familia continuaba avanzando.

Moví las manos, observando cómo el campo magnético me borroneaba las puntas de los dedos, y luego me adelanté poco a poco. En aquel momento mi familia, oscurecida por el fluido magnético, era casi invisible. De pronto, me encontré solo en el campo magnético, y sentí cierto temor. Me apresuré. Vi que las figuras espectrales salían a la luz y se perdían de vista (Salleen se volvió para echarme una miraba furtiva), y apuré aún más el paso.

En el momento en que llegaba a la salida del pasadizo, el día había madurado y había una luz de media tarde; unas nubes bajas eran arrastradas por un viento constante. Cayó un chubasco pasajero y me resguardé en el puente, y miré buscando a mi familia. Estaban cerca, corriendo hacia uno de los pabellones que habían construido allí las autoridades del Parque. Observé el cielo y vi que no muy lejos había una ancha franja azul, y supe que el chaparrón duraría poco. No sentía frío y no me importaba mojarme, pero titubeé antes de salir a campo abierto. Por qué me quedé allí, no lo recuerdo ahora, pero siempre me había deleitado sentir el campo magnético y detenerme en el sitio donde termina el pasadizo cubierto y el puente continúa sobre una parte del Canal.

Me quedé allí junto al borde del puente y me asomé a mirar el fluido magnético. Observado directamente desde arriba, era como un agua transparente (aunque no se alcanzaba a ver el fondo), y sin ese brillo metálico ni ese aspecto azogado que parecía tener cuando se lo contemplaba desde la orilla. Había claros brillantes en la superficie, que refulgían cuando el fluido se agitaba, como si estuviera recubierto por una película de aceite.

Mis padres habían llegado al pabellón —de tejas y colores abigarrados que le daban una extraña apariencia bajo la lluvia melancólica— y se apretujaban con las dos niñas entre la gente que procuraba hacerles sitio; alcancé a ver el sombrero de copa negro de mi padre, bamboleándose detrás del gentío.

Salleen se había dado vuelta y me miraba, envidiando tal vez mi soledad, y le saqué la lengua. Me estaba dando importancia. Caminé hasta el borde del puente, donde ya no había barandilla, y me incliné precariamente sobre el fluido. El campo magnético hormigueó alrededor de mí. Vi que Salleen le tironeaba el brazo a Mamá, y que Papá avanzaba un paso hacia la lluvia. Me balanceé y salté hacia la orilla por encima del estrecho canal. Un rugido me trepidó en los oídos, me quedé ciego un instante, y la carga del campo magnético me envolvió como un capullo eléctrico.

Aterricé de pie en la orilla fangosa, y miré alrededor como si nada raro hubiese ocurrido.