Creo que mis padres iban al Parque desde el año en que se casaron, pero mi primer recuerdo preciso de un picnic se remonta al tiempo en que yo tenía siete años. Fuimos en familia año tras año hasta que tuve quince. Durante nueve veranos que aún puedo recordar el picnic fue el día más feliz del año, fundido en mi memoria en un día único, pues esos picnics eran todos muy parecidos, con tanto celo orquestaba Papá la fiesta. Y sin embargo, hubo un día que se distinguió de todos los otros a causa de un momento de malicia y desobediencia, y a partir de entonces aquellas jornadas estivales en el Parque del Fluido Magnético nunca volvieron a ser las mismas.
Sucedió cuando yo tenía diez años. El día había comenzado como cualquier otro día de picnic, y cuando llegó el taxi ya los criados se nos habían adelantado a reservar un compartimiento en el tren para nosotros. En el momento en que trepábamos al carruaje, la cocinera corrió hasta la puerta de la casa a saludarnos con la mano, y nos dio a los tres una zanahoria recién pelada para mordisquearla en el camino. Yo me metí la mía entera en la boca, distendiendo los carrillos, y chupándola y masticándola despacio, hasta reducirla a un bocado pulposo. Mientras traqueteábamos rumbo a la estación, noté que Papá me miraba de soslayo un par de veces, como si fuera a decirme que no hiciera tanto ruido con la boca… pero aquel era un día de descanso de todo, y no habló.
Mi madre, sentada frente a nosotros en el carruaje, aconsejaba como siempre a mis hermanas.
—Salleen —mi hermana mayor—, tendrás que vigilar a Mykle. Ya sabes como es de travieso. —Yo, chupando mi zanahoria, le hice una morisqueta a Salleen, hinchando un carrillo con la zanahoria y bizqueando—. Y tú, Therese, te quedarás conmigo. Que ninguno de vosotros se acerque demasiado al Canal.
Las instrucciones de Mamá era prematuras; el viaje en tren tenía un interés secundario, pero estaba entre nosotros y el Parque.
Yo me divertí en el tren, oliendo el humo ennegrecido y observando la espiral de vapor que se rizaba más allá de la ventanilla del compartimiento como un blanco espectro que nos acompañaba, pero mis hermanas, sobre todo Salleen, no estaban acostumbradas al traqueteo y se marearon. Mientras Mamá atendía a las chicas y mandaba llamar a los criados que viajaban en un compartimiento de otro coche, Papá y yo nos quedamos solemnemente sentados, uno junto a otro. Cuando se llevaron a Salleen del compartimiento y Therese se calmó, yo empecé a moverme intranquilo en mi asiento, estirando el cuello para escudriñar el camino, buscando aquella primera y mágica aparición de la cinta plateada del Canal.
—Papá, ¿qué puente vamos a cruzar esta vez? —Y—: ¿Podemos cruzar dos puentes hoy, como el año pasado?
Siempre la misma respuesta:
—Lo decidiremos cuando lleguemos. Quédate quieto, Mykle.
Y así llegamos, tironeando de las manos de nuestros padres para que se dieran prisa, esperando ansiosos junto al portón a que pagaran las entradas. Luego la primera carrera barranca abajo por la hierba verde de los jardines del Parque, esquivando los árboles y saltando para tratar de ver el Canal, y en seguida los gritos de desencanto porque ya había allí demasiada gente, o aún no bastante. Papá nos miraba con una sonrisa radiante y encendía la pipa, sacudiéndose los faldones de la levita y metiendo los pulgares en el chaleco; luego echaba a andar al lado de Mamá, que lo había tomado del brazo. Mis hermanas y yo caminábamos o corríamos hacia el Canal, de acuerdo con la constitución física de cada uno, aunque aflojando el paso atemorizados cuando estábamos cerca. Mirando atrás, veíamos que Papá y Mamá nos hacían señas desde la sombra de los árboles, alertándonos sin necesidad contra los peligros posibles.
Como siempre, fuimos de prisa a los puestos de peaje, ya que los puentes del tiempo que atravesaban el Canal eran el verdadero motivo de la excursión. Una fila de gente esperaba en cada una de las casillas, avanzando con lentitud para pagar la entrada: familias como nosotros, con niños que brincaban de impaciencia, parejas jóvenes tomadas de la mano, hombres y mujeres solos que se echaban miradas especulativas. Contamos a las personas que esperaban en cada puesto, cotejamos rápidamente los resultados, y corrimos de vuelta a donde estaban nuestros padres.
—¡Papá, sólo hay veintiséis personas en el Puente de Mañana!
—¡No hay ni una sola en el Puente de Ayer! —Salleen exageraba como de costumbre.
—¿Podemos cruzar a Mañana, Mamá?
—Ya lo hicimos el año pasado. —Salleen, irritada aún por el percance del tren, me pateó débilmente—. ¡Mykle siempre quiere ir a Mañana!
—No, no es verdad. ¡La cola para Ayer es más larga!
Mamá, conciliadora:
—Lo decidiremos después de la merienda. A esa hora habrá menos gente.
Papá, observando a los criados que tendían el mantel bajo un cedro añoso y sombrío, dijo entonces:
—Caminemos un rato, querida. Los niños pueden venir también.
—Almorzaremos dentro de una hora, más o menos.
Nuestra segunda exploración del Parque, esta vez bajo la mirada atenta de Papá, fue más ordenada. Caminamos de nuevo hasta las cercanías del Canal, que ahora con nuestros padres allí parecía menos peligroso, y tomamos uno de los senderos que corrían junto a la orilla. Mirábamos con curiosidad a la gente que ya estaba del otro lado.
—Papá, ¿están en Ayer o en Mañana?
—No sé decirlo, Mykle. Podría ser cualquiera.
—¡Están más cerca del Puente de Ayer, estúpido! —dijo Salleen, dándome un empujón.
—¡Eso no quiere decir nada, estúpida! —Le di un codazo.
El sol se reflejaba en la superficie plateada del fluido (a veces le llamábamos agua, para desesperación de mi padre), que rutilaba y centelleaba como ondas de mercurio. Mamá no quiso mirarlo, dijo que el resplandor le lastimaba los ojos, ya que aquella presencia tenía siempre algo de pavoroso y nadie podía contemplarla demasiado tiempo. En los remansos, en esos tramos donde las engañosas corrientes invisibles permitían que la superficie se aquietara un momento, veíamos a veces las imágenes invertidas de los que estaban en la orilla opuesta.
Más tarde: Dejamos atrás los puestos de peaje, donde las filas de gente eran ahora más largas, y seguimos caminando por la orilla hacia el este.
Más tarde aún: Volvimos a la sombra y a los árboles, y nos sentamos tranquilos en la hierba mientras se servía el almuerzo. Mi padre trinchó el jamón con la precisión de un cocinero experto: un corte transversal hacia el hueso, otro horizontal a lo largo del hueso, y un criado retiró el trozo de carne en una fuente. Luego Papá, lento y minucioso, trinchó por debajo del corte, una loncha después de otra, cada una un poco más grande y redonda que la anterior.
Ni bien terminamos de almorzar nos encaminamos a las casillas de peaje, e hicimos la cola junto con los otros. A esa hora de la tarde siempre había menos gente esperando, algo que a nosotros nos sorprendía, pero que mis padres consideraban natural. Ese día habíamos elegido el Puente de Mañana; cualesquiera que fuesen nuestras preferencias, Papá siempre tenía la última palabra. Lo cual no impidió, sin embargo, que Salleen se enfurruñase, ni que yo la desafiase mostrando las alegrías de la victoria.
Aquel día en particular era la primera vez que yo iba al Parque con alguna idea clara acerca del Canal Magnético y de su verdadero propósito. A comienzos del verano el preceptor nos había enseñado los rudimentos de la física del espaciotiempo… aunque él no la llamaba así. A mis hermanas, el tema les había parecido tedioso (era cosa de muchachos, decían), pero a mí me fascinaba enterarme de cómo y por qué había sido construido el Canal.
Yo había crecido comprendiendo de algún modo que vivíamos en un mundo en el que nuestros antepasados habían inventado muchas cosas maravillosas que nosotros ya no utilizábamos ni necesitábamos. Esa comprensión, vislumbrada en mis conversaciones con los pocos niños que yo conocía, encerraba hazañas sorprendentes y milagrosas y era, como cabía esperar, extravagante e inexacta. Creía, por ejemplo, que el Canal Magnético había sido construido en unos pocos días, que los aviones de propulsión a chorro podían dar la vuelta al mundo en unos pocos minutos, y que las cosas, los automóviles y los trenes, podían ser fabricados en unos pocos segundos. La verdad, desde luego, era muy diferente, y las lecciones sobre la era científica y su historia siempre me interesaban.
En el caso del Canal Magnético, al cumplir los diez años supe que habían tardado en construirlo más de dos décadas y que había costado numerosas vidas humanas, poniendo a prueba los recursos y la inteligencia de muchos países.
Además, ya se sabía cómo y por qué funcionaba el Canal, aunque ya no lo usábamos para los fines a los que había sido destinado.
Vivíamos en la era de la astronáutica, pero en la época en que yo nací la humanidad había perdido hacía tiempo el deseo de viajar por el espacio.
El preceptor nos había mostrado una película en cámara lenta del lanzamiento de la nave que había volado hacia los astros; la superficie ondulante del Canal Magnético y la astronave que se movía en las profundidades como una enorme ballena que pretendiera navegar por una acequia; luego la giba del casco irrumpía en la superficie como una explosión de espuma centelleante y las olas que golpeaban las orillas del Canal desaparecían; y entonces, en el verdadero lanzamiento, la nave se elevaba hacia el cielo, dejando en el aire una larga estela de gotas resplandecientes.
Todo esto había ocurrido en menos de una décima de segundo; la onda expansiva habría matado a cualquiera que estuviese a menos de cuarenta kilómetros, y dicen que el fragor retumbó en todos los países de la Unión Neuropea. Sólo unas cámaras automáticas de alta velocidad registraron el lanzamiento, los hombres y mujeres que tripulaban la nave —con las funciones metabólicas paralizadas durante la mayor parte del vuelo— no hubieran sentido esa aceleración tan tremenda ni aunque hubiesen estado conscientes; el campo magnético distorsionaba el tiempo y el espacio, modificaba la naturaleza de la materia. La nave fue lanzada a una velocidad relativa tan elevada que cuando los técnicos regresaron al Canal Magnético ya estaba fuera del sistema solar. En la época en que yo nací, setenta años después, la nave estaría… ¿quién sabe dónde?
Debajo, turbulento y arremolinado de misterio temporal, el Canal Magnético se extendía atravesando ciento cincuenta kilómetros de tierra, una cinta de luz centelleante, deslumbradora, como una fisura en la corteza del mundo, un ojo abierto a otra dimensión.
No hubo más naves después de aquella primera que nunca regresó. Cuando las turbulencias del lanzamiento al fin se calmaron y el campo magnético ya no fue una amenaza para la seguridad de los hombres, habían construido en una parte de las orillas las estaciones que aprovechaban la electricidad. Pocos años después, cuando el campo magnético se estabilizó por completo, adornaron con jardines la región, convirtiéndola en el Parque, e instalaron los puentes del tiempo.
Uno de esos puentes atravesaba el Canal en un ángulo de noventa grados, y cruzarlo no era diferente a pasar un puente cualquiera sobre un río común.
Otro de los puentes estaba construido en un ángulo ligeramente obtuso, y cruzarlo equivalía a subir por la rampa temporal del campo magnético; cuando uno emergía del otro lado del Canal habían transcurrido veinticuatro horas.
La posición del tercer puente era en ángulo ligeramente agudo, y cruzar al otro lado era retroceder veinticuatro horas en el pasado. En la orilla opuesta del Canal Magnético estaban el Ayer, el Hoy y el Mañana, y uno podía pasearse a voluntad entre ellos.