I

Durante los veranos de mi niñez, la mejor de todas las fiestas era nuestro picnic anual en el Parque del Canal Magnético, a unos setenta y cinco kilómetros de casa. Como mi padre era un hombre de hábitos rutinarios y para él ningún picnic sería digno de ese nombre sin el acompañamiento de una pieza de jamón asado frío, el primer indicio para nosotros, los niños, era siempre el momento en que la cocinera comenzaba con los preparativos. Yo me daba maña para escabullirme hasta el sótano todos los días a fin de contar los jamones que colgaban en el techo de unos ganchos de acero, y ni bien descubría que faltaba uno, corría a participar la noticia a mis hermanas. Al día siguiente la casa se llenaba del aroma suculento del jamón asado con especias, y nosotros, los niños, nos entreteníamos representando una charada intrincada: por dentro ardíamos de impaciencia ante la perspectiva de la aventura, pero al mismo tiempo nos conteníamos tratando de actuar con naturalidad, ya que el anuncio de Papá, durante el desayuno del día señalado, era parte fundamental de la fiesta.

Crecimos con el respeto y el temor a nuestro padre, que era un hombre reservado y estricto. Durante los meses de invierno, cuando el trabajo lo absorbía todavía más, casi no lo veíamos, y todo cuanto sabíamos de él eran las instrucciones que nos transmitía por medio de Mamá o del preceptor. En los meses de verano prefería en cambio mantenerse a distancia; sólo compartía con nosotros las comidas y se pasaba las noches encerrado en el estudio. Sin embargo, una vez por año mi padre se ablandaba, y ese solo hecho hubiera bastado para que las excursiones al Parque fuesen un motivo de alegría. Papá conocía la excitación con que nosotros esperábamos el paseo, y montaba todo un espectáculo, revelando un verdadero instinto de director o actor.

Algunas veces empezaba simulando que nos regañaba o castigaba por una fechoría imaginaria, o le hacía a Mamá una pregunta equívoca, como por ejemplo si no era ése el día de salida de la servidumbre, o se hacía el distraído; y mientras tanto nosotros nos estrujábamos las rodillas por debajo de la mesa, sabiendo lo que iba a venir. Entonces, por fin, pronunciaba las palabras mágicas «Parque del Canal Magnético», y nosotros, los niños, renunciábamos aliviados a nuestra charada; chillábamos de contento y corríamos a abrazar a Mamá; los criados se apresuraban a levantar la mesa del desayuno y se oía el ruido de los platos que se entrechocaban y del cestón de mimbre en la cocina… y al fin, al cabo de un rato la grava del camino de entrada crujía bajo los cascos y las ruedas con llantas de acero: el carruaje de alquiler llegaba para llevarnos a la estación.