Dejé atrás la guerra y viajé a la costa tropical del norte del continente. Tenía delante de mí cincuenta días de licencia por enfermedad, y el bolsillo del pantalón me abultaba repleto de billetes de alta denominación en pago de sueldos atrasados. Hubiera podido ser un período de tranquila convalecencia después de la larga temporada en el hospital militar, pero me habían dado de alta demasiado pronto y aún seguía afectado por el gas sinestésico del enemigo que había inhalado. Todas mis percepciones estaban alteradas. El tren traqueteaba a través de las ciudades y los campos devastados, y me parecía paladear la música del dolor, palpar los colores vivos, danzantes del sonido.

Mientras esperaba en el puerto el ferry para cruzar al Archipiélago de Sueño, traté de comprender y racionalizar mis alucinaciones como me habían enseñado las enfermeras. Las casas de ladrillo, que en mis intervalos de percepción normal eran de un terracota brillante a causa de la arenisca que abundaba en la región, se transformaban en monstruosidades sinestésicas: una carcajada cínica, un sonido profundo y palpitante, y frío al tacto como acero templado. Las barcas de pesca amarradas al muelle eran menos desagradables: un leve zumbido que se oía apenas. El hostal del ejército, donde pasé la noche, era una algarabía de sabores y olores asociativos: los pasillos me sabían a polvo de carbón, las paredes estaban empapeladas con jacinto, la ropa de cama me envolvía como una boca rancia. Dormí mal, despertándome a menudo con sueños vividos. Uno en particular era una pesadilla persistente, y lo había soñado todas las noches desde que me alejara de la línea de fuego: soñaba que estaba todavía con mi unidad en las trincheras, avanzando y retrocediendo, instalando un equipo monitor para luego desmantelarlo, una y otra vez, interminablemente.

Por la mañana, mi sinestesia parecía estar otra vez en receso. Durante las últimas semanas había pasado unos pocos días sin recaídas, y me dieron de alta asegurándome que me habían curado.

Salí del hostal y fui a pie hasta el puerto, donde no tardé en encontrar el muelle del ferry. Como había una hora y media de espera, me dediqué a pasear apaciblemente por las calles de los alrededores del puerto, y observé que la ciudad era un verdadero centro de importación de abastecimientos civiles y militares. Me permitieron entrar en uno de los depósitos y me mostraron unas pilas de cajones que contenían granadas alucinógenas y gases neurodisociadores.

El día era caluroso y sofocante y el cielo estaba nublado. En el muelle, junto con un centenar de personas, esperé el momento de subir a bordo. El ferry era un barco viejo, impulsado por motores diesel, aparentemente pesadísimo, que parecía cabalgar por el agua. Cuando puse el pie en la cubierta mi reacción sinestésica fue perfectamente natural: el olor del aceite diesel caliente, las cuerdas de amarre tiesas de sal y el entarimado del puente resecado por el sol me trajeron el recuerdo nostálgico y vivido de un viaje de mi infancia a lo largo de las costas del país. La experiencia del gas enemigo me había enseñado a reconocer estas reacciones y casi al instante pude recordar, con mucho detalle, mis pensamientos, actos y ambiciones de aquel tiempo.

Hubo una demora y un contratiempo cuando fui a pagar mi pasaje. El dinero del ejército les pareció aceptable, pero el valor de los billetes era demasiado alto. Tuve que cambiar un poco de dinero, y el malhumorado patrón del barco me obligó a esperarlo. Cuando al fin pude explorar la vetusta embarcación, estábamos en alta mar, y el continente en guerra que había abandonado era un contorno negro en el horizonte del sur.

Volvía, por fin, al Archipiélago de Sueño. En los días atormentados del hospital militar, cuando la comida parecía insultarme a gritos, y la luz cantaba melodías discordantes para mis ojos, y mi boca sólo balbuceaba sufrimiento y dolor, me consolaba pensando en el Archipiélago de Sueño. Había estado allí una vez, de paso para la guerra, y me urgía, me urgían, volver.

—Visite la isla de Salay —me había dicho a menudo un asistente de rehabilitación—. En Salay la comida es la más exótica del mundo. O Muriseay. O Paneron. ¿Recuerda las mujeres de Paneron?

(Yo no recordaba nada en ese entonces, sólo las agonías de veinticinco años de vida, morbosamente trasmutadas en colores y olores y dolor.)

Recordé a las mujeres de Paneron cuando estaba sentado en la cubierta del ferry, pero no tenía ganas de pensar en ellas. Ni en ninguna otra mujer que fuese fácilmente accesible. Había una sentada cerca de mí, una mujer joven. Yo había estado observándola, casi sin darme cuenta, y ella lo notó, y me devolvió la mirada. Yo no había estado con una mujer desde hacía mucho tiempo, y aquélla era la primera que me llamaba la atención. Miré para otro lado, porque quería elegir, no aceptar a la primera que me miraba a los ojos.

Volvía por fin al Archipiélago de Sueño, y ya sabía a dónde iría. No a Paneron, aunque había estado allí y con mujeres, ni a Salay, ni a ninguna de las islas que las tropas visitaban con más frecuencia. No porque me consideraba superior a los demás, ni buscase alguna experiencia esotérica, sino porque estaba transitando otra vez por el sendero de un recuerdo por completo olvidado, un recuerdo que el delirio de mi enfermedad me había devuelto.

En la isla de Winho había una muchacha que hablaba como el almizcle, que se reía con la textura de un manantial, y que amaba en bermellón intenso.

Hacía cinco años que había estado en Winho. El buque transporte había pasado una noche en la cala de reparaciones de Winho, y a algunos de los oficiales se nos permitió bajar a tierra. Aquella noche había estado con una prostituta, se la había ganado en una apuesta a un hombre del lugar, y con mi estipendio de soldado había pagado por ella el doble de la tarifa ordinaria. Pensé durante un tiempo en la hora que pasé con ella, pero desde entonces había tenido a muchas otras, y ya no la recordaba demasiado. En mi enfermedad, no obstante, la había recordado otra vez, más fascinante ahora a causa de las imágenes asociativas de la sinestesia.

La encontraría en Winho, en el Archipiélago de Sueño. Se llamaba Slenje, y yo quería volver a tenerla.

Pero Slenje había muerto.

La ciudad de Winho había estado ocupada cuando las tropas enemigas abrieron durante varios meses un nuevo frente en el Archipiélago. Había sido liberada junto con las otras islas, pero cuando nuestras tropas entraron a sangre y fuego en Winho, Slenje había muerto.

La idea de encontrarla me obsesionaba, y durante dos días recorrí las calles de la ciudad, buscándola y preguntando por ella. La respuesta era siempre la misma: Slenje había muerto, había muerto.

El segundo día tuve otro ataque de sinestesia. Las casitas pintadas de blanco, y la vegetación lujuriosa, y las calles de barro seco se transformaron en una pesadilla de olores y sabores engañosos, sonidos aterradores y texturas extrañas. Estuve una hora en la calle principal de la ciudad, convencido de que Slenje había sido devorada: los edificios dolían como dientes cariados, el camino era blando y velludo como la superficie de una lengua, las flores y los árboles tropicales parecían comida a medio mascar, y el viento cálido que soplaba del océano era como un aliento fétido.

Cuando el ataque pasó bebí dos grandes vasos de cerveza en una cafetería y luego fui a la guarnición y encontré a un oficial de mi mismo rango.

—Te durará toda la vida —me dijo el oficial.

—¿La sinestesia?

—Tendrían que darte de baja como inválido.

—Ahora estoy con licencia por enfermedad —le expliqué.

Cruzábamos el patio del castillo que acuartelaba las tropas. Al sol el calor era sofocante, ya que ni un soplo de viento podía llegar a aquel patio cerrado. Los muros almenados eran patrullados por piquetes de soldados jóvenes de uniforme azul oscuro que los recorrían con lentitud, siempre atentos a un posible regreso del enemigo. Estos guardias llevaban avíos completos de combate, incluso las pesadas caperuzas anti-gas que les cubrían la cabeza y la cara.

—Estoy tratando de encontrar a una mujer —dije.

—Las hay a montones en la ciudad.

—Una mujer determinada —dije—. Una prostituta, los lugareños dicen que la mataron.

—En ese caso búscate otra. O usa una de las nuestras. Tenemos veinte en la guarnición. Cuídate de las nativas.

—¿Enfermedades? —pregunté.

—En cierto sentido. Para nosotros son cosa prohibida. No perdemos demasiado.

—Explícame eso.

—Estamos en guerra —dijo el oficial—. La ciudad está llena de enemigos infiltrados.

Lo miré con atención advirtiendo la cara inexpresiva con que me había respondido.

—Eso es parte de la política oficial del ejército —dije—. ¿Cuál es la verdad?

—No hay otra.

Seguimos caminando alrededor del patio, y yo resolví no marcharme hasta haber oído una explicación más completa. El oficial hablaba de su participación en la campaña del Archipiélago, y yo lo escuchaba con fingido interés. Me dijo que la ciudad de Winho había estado ocupada por el enemigo durante cerca de doscientos días, y me narró en detalle algunas de las atrocidades que se habían cometido. Lo escuché con verdadero interés.

—El enemigo hizo… experimentos aquí —dijo el oficial—. No con gases sinestésicos, con otras cosas. Los laboratorios fueron desmantelados.

—¿Por vosotros?

—Por los oficiales del Estado Mayor.

—¿Y qué pasó con las mujeres?

—Había muchos infiltrados entre los nativos —respondió el oficial, y aunque seguimos recorriendo el patio recalentado por el sol durante otra hora, no pude enterarme de nada más. En el momento en que me marchaba del castillo, uno de los guardias de capucha negra que patrullaban los muros se desmayó a causa del calor.

Caía la noche cuando volví a la ciudad, y muchos de los pobladores se paseaban lentamente por las calles. Ahora que mi búsqueda de Slenje había terminado, podía ver con una nueva claridad, y observé la ciudad más objetivamente que antes. El anochecer tropical era calmo y agobiante, y la brisa había cesado, pero el calor opresivo no bastaba para explicar por qué las gentes iban y venían de ese modo. Todos los que yo veía se paseaban lenta y penosamente, arrastrando los pies como inválidos. La noche calurosa parecía amplificar los ruidos, pero fuera de las voces ocasionales y de la música melancólica que llegaba de un restaurante, no se oía otra cosa que aquellos pasos penosos.

Mientras esperaba en la calle, detenido en el mismo sitio de antes, pensé que en esa etapa de mi recuperación ya no me atemorizaba la sinestesia. No me parecía raro que yo visualizara cierto tipo de música como hebras de luces coloreadas; que yo pudiera imaginar los circuitos del equipo monitor del ejército como una forma geométrica; que las palabras tuviesen texturas palpables, como peludas o metálicas; que los desconocidos exudaran para mí coloraciones emotivas o de hostilidad sin ni siquiera echarme una mirada.

Un chiquillo cruzó la calle a todo correr y fue a refugiarse detrás de un árbol. Desde su escondite me miraba fijamente. Un pequeño desconocido: no mostraba el nerviosismo que podía esperarse de su actitud, sino curiosidad y picardía.

Por último salió y se acercó a mí, mirando al suelo.

—¿Eres tú el hombre que anduvo preguntando por Slenje? —dijo, y se rascó la ingle.

—Sí —dije, y en ese instante el niño escapó. Fue el único movimiento rápido de la calle.

Pasaron algunos minutos, y yo seguí esperando. Vi de nuevo al chico, que cruzaba otra vez la calle, zigzagueando entre los lerdos transeúntes. Corrió hacia una casa, y entró. Poco después vi dos muchachas que caminaban con lentitud calle abajo, tomadas del brazo. Venían en línea recta hacia mí. Ninguna de ellas era Slenje… pero yo no había esperado otra cosa. Creía lo que me habían dicho, y sabía que estaba muerta.

Una de las muchachas, de cabellos largos y negros, dijo:

—Te costará cincuenta.

—De acuerdo.

Mientras hablaba, alcancé a verle la dentadura. Algunos de los dientes parecían rotos, y le daban un aspecto siniestro, demoníaco. Era más gorda que la otra y parecía que no se había lavado el pelo. Miré a la segunda muchacha, que era menuda, de cabello castaño claro.

—Me quedo contigo —le dije.

—También son cincuenta —dijo la primera.

—Lo sé.

La muchacha de los dientes rotos besó a la otra en las mejillas y se alejó arrastrando los pies.

Seguí a la segunda muchacha que avanzaba por la calle hacia el minúsculo puerto.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—¿Importa acaso? —dijo hablando por primera vez.

—No, no tiene importancia —le dije—. ¿Conocías a Slenje?

—Claro que la conocía.

Doblamos por una callejuela lateral que subía por una de las colinas, alrededor del puerto. Ningún vehículo con ruedas venía jamás por ese camino, cruzado a veces por unos escalones bajos.

La muchacha subía con lentitud, descansando en los peldaños. Respiraba con dificultad en el aire húmedo. Intenté tomarle el brazo, pero ella tironeó desprendiéndolo; no lo había hecho por hostilidad, sin embargo, sino por orgullo, pues poco después me miró con una sonrisa fugaz. Nos detuvimos en la entrada de una casa vieja y ella dijo:

—Me llamo Elva.

Abrió la puerta y entró.

Me disponía a seguirla cuando noté que había un número pintado en la puerta: 14. Me llamó la atención; desde mi enfermedad los números despertaban en mí vividas asociaciones cromáticas. El número 14 estaba estrechamente asociado al azul…, pero éste estaba pintado de blanco. Me sentí desconcertado, pues mientras miraba el número pareció cambiar del blanco al azul, y de nuevo al blanco. Comprendí que era otro ataque de sinestesia, y previendo lo peor, entré de prisa en la casa y cerré la puerta de tras de mí, como si el hecho de que no viera el número pudiera impedir el ataque.

Cuando la muchacha encendió la luz, se me aclaró la mente y el ataque de sinestesia se desvaneció. Rechazaba una y otra vez las imágenes perturbadoras de las recaídas, pero ya eran parte de mí. Subí detrás de la muchacha por una escalera (ella iba con lentitud, apoyando un pie y luego el otro en cada peldaño) y recordé los juegos amorosos de Slenje, en bermellón. Traté perversamente de permitir que el ataque volviese, como si la enajenación de la sinestesia pudiese agregar algo nuevo al acto sexual.

Llegamos a una alcoba pequeña en lo alto de la escalera; aunque cerrada y sofocante a causa del calor, estaba limpia y ordenada. La alumbraba una sola lamparilla, que refulgía inclemente contra las paredes pintadas de blanco.

Elva, la muchacha, dijo:

—Quisiera ahora los cincuenta.

Era la primera vez que me hablaba mirándome de frente, y pude verle el interior de la boca. Como la muchacha de cabellos negros, Elva tenía los dientes rotos y mellados. Me aparté mentalmente, sin saber a ciencia cierta, ante aquella repulsión repentina, lo que había estado esperando. Elva advirtió sin duda mi reacción, pues me sonrió descubriendo las encías. Entonces vi que los dientes no estaban carcomidos por las caries o por la falta de cuidado, sino que todos, los superiores y los inferiores, habían sido recortados en una línea regular, como con un instrumento quirúrgico.

No dije nada, recordando que el enemigo había ocupado la ciudad.

Metí la mano en el bolsillo y saqué el dinero.

—Tengo sólo cien —dije; retiré del fajo uno de los billetes y guardé el resto en el bolsillo.

Ella tomó el billete.

—Tengo cambio —dijo, y abrió un cajón.

Durante unos segundos buscó en el interior, y mientras me daba la espalda, le estudié apreciativamente el cuerpo.

A pesar de la endeblez física, que la obligaba a moverse como una anciana, era muy joven, y tuve piedad por ella, mezclada con el deseo sexual que ya se hacía sentir, aun en ese momento.

Por fin dio media vuelta y me mostró cinco monedas de plata de diez. Las ordenó en una pila sobre el tocador.

—Elva —le dije—, guárdate el dinero, por favor. Tengo que marcharme.

Me avergonzaba verla en ese estado de degradación, me avergonzaba pensar que yo estaba utilizándola.

La única respuesta de ella fue inclinarse al costado de la cama y tocar un conmutador. Un ventilador eléctrico zumbó en redondo, lanzando una bienvenida ráfaga por la habitación sofocante. Cuando ella se irguió, la corriente de aire le aplastó la blusa contra el pecho, y vi que los pezones estaban erectos debajo de la tela.

Empezó a desabrocharse la blusa.

—Elva, no puedo quedarme contigo.

Se interrumpió y me miró.

—¿Entonces lamentas tu elección?

Antes que yo pudiera responderle, antes que tuviera que responderle, oímos los dos un llanto repentino que venía de un sitio muy próximo. Elva se separó de mí con rapidez y fue hasta una puerta en la pared opuesta de la alcoba. Entró por ella, dejándola abierta.

Vi que más allá de la puerta había otro cuarto, pequeño y oscuro, con una cama diminuta y en el que zumbaban quejosos los insectos. Una criatura se había caído de la cama y estaba tirada en el suelo, llorando. Elva levantó a la criatura desnuda —no podía tener más de un año— y la estrechó contra el pecho, tratando de calmarla. Durante unos minutos el niño siguió inconsolable, y las lágrimas le caían por la cara brillante y sonrosada, la barbilla lustrosa de saliva. Elva lo besaba.

Comprendí que había caído sobre una mano, porque cuando Elva se la tocó, el niño gritó de dolor. Elva le besó entonces la mano.

Le besó los dedos y le besó la palma… y le besó también la muñeca menuda e hinchada.

Abrió la boca, y por algún reflejo de la luz de la alcoba, los dientes blancos y mellados le centellearon un momento. Alzó la mano del niño y le succionó los dedos adelantando los labios, hasta que al fin tuvo la mano entera dentro de la boca. Mientras tanto le acariciaba el brazo, y canturreaba, consolándolo.

Por fin el pequeño dejó de llorar y cerró los ojos. Elva lo puso en la camita, estiró sobre él las mantas y las arrebujó por debajo del colchón.

Volvió a la alcoba, cerrando la puerta.

Elva se quitó la ropa, y también yo me desnudé. Trepamos a la cama y en seguida hicimos el amor. Elva me besaba apasionadamente mientras nos excitábamos, y yo le exploraba la boca con la lengua, descubriendo que le habían afilado los bordes de todos los dientes. Me mordía dulcemente la lengua y los labios, como había mordido la mano del pequeño, y había en ella una gran ternura.

Sollozó cuando terminamos, tendida en la cama, dándome la espalda, y yo le acaricié los cabellos y los hombros, pensando que tendría que marcharme. Nuestra unión había sido breve pero memorable para mí, al cabo de meses de forzada abstinencia. No había sido la pasión bermellón de Slenje, porque la sinestesia me había dejado en paz, pero Elva se había mostrado experta y aparentemente afectuosa. Tendido en la cama con los ojos cerrados, me preguntaba si volvería a ella alguna vez.

Desde el cuarto contiguo llegó un sonido quejoso y apagado, y Elva saltó en seguida de la cama y abrió la puerta de comunicación. Espió al niño, pero pareció satisfecha y cerró otra vez la puerta. Volvió a la cama, donde yo ya estaba sentado, listo para vestirme.

—No te vayas —dijo.

—Ya pasó mi hora —dije, aunque no lo pensaba.

—No estás aquí por horas —dijo ella, y me empujó otra vez a la cama.

Me montó a horcajadas, besándome el cuello y el pecho, abriendo en la piel unas heridas diminutas e indoloras con aquellos dientes estropeados.

Me excité de nuevo, y traté de darla vuelta en la cama para tenerla a mi lado, pero ella seguía sobre mí, y me besaba y me mordía.

Y me pareció sentir, en el momento en que la boca de Elva encontró mi miembro rígido, un placer repentino color limón, y los ruidos líquidos y succionantes de la boca se transformaron en un lago ardiente de voces estancadas que giraban sin cesar.

De pronto la sinestesia me aterrorizó, sabiendo que me impedía distinguir lo real de lo falso. Tuve una visión de la boca de Elva, flanqueada de navajas diminutas, cerrándose alrededor de mí, cortándome la piel. La lengua, que me lamía y acariciaba, tenía la consistencia del mercurio. La miré: vi la cabeza que se sacudía, el pelo enmarañado esparcido sobre mi cuerpo, y en mi tormento sinestésico me pareció un animal monstruoso que me devoraba las entrañas.

Era la imagen más repulsiva de la mujer. Luchando contra la locura de mis visiones, estiré la mano y la apoyé en la nuca de Elva; los cabellos me cubrieron la mano como la piel hirsuta de un animal enorme, pero se los acaricié, palpando la forma de la cabeza y el cuello, concentrándome en la realidad de la joven.

Y al cabo de un momento descubrí que podía distinguir la realidad de mis otras sensaciones. Elva me estaba besando con una dulzura infinita; recordé la mano del niño, recordé el roce delicado de los dientes cuando me recorrían el pecho.

Empecé a amarla, en cierto modo, y muy pronto llegué al orgasmo.

Me vestí y le dije:

—Quédate con los cien.

—Cincuenta, fue lo convenido.

—No por esto.

Estaba acostada todavía, boca abajo, y el soplo fresco del ventilador eléctrico le movió los cabellos. Noté que le habían lastimado la piel del dorso de las piernas: tenía una red de cicatrices en los muslos y en el hueco de las rodillas.

Miré las cinco monedas de plata sobre el tocador.

—Las dejaré aquí de todos modos. Cómprale algo al niño.

Elva se sentó en la cama y se acercó a mí lentamente, la piel pálida del cuerpo enrojecida en las partes en que había estado apoyada. Tomó las cinco monedas y las deslizó resueltamente en el bolsillo de mi camisa.

—Cincuenta.

Y dio por terminada la cuestión.

Desde el cuarto contiguo oí otra vez los ruidos del pequeño, que estaba despertando. Parloteaba contento consigo mismo. Elva también lo oyó, miró brevemente hacia la puerta.

—¿Tienes marido? —le pregunté, y ella asintió—. ¿Dónde está?

—Se lo llevaron las rameras.

—¿Las rameras?

—El enemigo. Se lo llevaron cuando se fueron de aquí, las muy perras.

Había habido mil seiscientos soldados femeninos en la ciudad de Winho durante la ocupación, y habían apresado a todos los hombres. Cuando nuestras tropas liberaron la ciudad, el enemigo se los había llevado. Sólo dejaron a los muy ancianos o a los demasiado jóvenes.

—¿Vive todavía? —pregunté cuando Elva terminó de hablar.

—Supongo que sí… ¿cómo puedo saberlo?

Estaba sentada, todavía desnuda, en el borde de la cama. Pensé que iba a llorar otra vez, pero tenía los ojos secos.

—¿Quieres que me quede? —dije.

—No… vete, por favor.

—¿Quieres que venga otra vez?

—Si tú lo deseas.

En el cuarto contiguo el pequeño empezaba a llorar. Abrí la puerta, bajé la escalera y un momento después estaba fuera de la casa.

Al día siguiente descubrí que un ferry haría escala en el puerto por la tarde, y decidí marcharme de Winho. Mientras esperaba, caminaba lentamente por las callejuelas de la ciudad, preguntándome si vería a Elva.

El día era húmedo, y me desabroché los botones de la camisa para que mi piel pudiera respirar más desahogadamente. Fue entonces cuando advertí que una red de finas raspaduras me cubrían todo el cuerpo, y recordé los dientes afilados de Elva, jugueteando delicadamente en mi piel. Toqué con el dedo una de las incisiones más largas, pero aunque era de un rojo brillante, y sobresalía como un cardenal, no sentí ningún dolor.

La ciudad, lánguida en el día caluroso, parecía mojada y blanda, y el aire de alrededor me envolvía como una piel de animal. Sólo cuando llegué al puerto, mientras esperaba en el embarcadero la llegada del ferry, advertí el nuevo ataque de sinestesia. Parecía leve, y traté de no darle importancia.

Caminé de uno a otro extremo del embarcadero, procurando sentir la sustancia real de la superficie de hormigón a través de la textura elástica, mullida, de la sinestesia. La garganta y la boca me ardían con un sabor escarlata, y los genitales me dolían, como apretados en una prensa de tornillo.

Cuando me miré el pecho, descubrí que algunas de las lastimaduras se habían abierto, tenía manchas de sangre en los sitios en que la camisa me rozaba la piel.

Por fin llegó el ferry, y me encaminé al muelle con los otros pasajeros. Sabiendo que tendría que pagar el pasaje, metí la mano en el bolsillo trasero del pantalón para sacar el fajo de billetes, pero de pronto recordé el problema que había tenido en el viaje de ida con los billetes de alta denominación. Tenía aún las cinco monedas de plata que me había dado Elva, y metí la mano en el bolsillo de la camisa.

Algo suave y tibio se enroscó alrededor de mis dos dedos, y los saqué con rapidez.

¡Había una mano que me aferraba los dedos!

Era una mano pequeña, perfecta. La mano de un niño. Una mano rosada a la clara luz del día, y seccionada a la altura de la muñeca.

Di un paso atrás, sacudiendo la mano, enloquecido de horror.

La mano del niño me apretó con más fuerza.

Dejé escapar un grito de terror y sacudí el brazo frenéticamente, tratando de desprenderme de aquella manita, pero cuando volví a mirar estaba todavía allí. Me alejé del bullicio de los otros viajeros, la tomé con la mano libre y traté de arrancármela. Tironeé y tironeé, traspirando de horror y tensión… pero nada de lo que pude hacer consiguió aflojar la presión de los dedos. Alcancé a ver en la manita misma los efectos del esfuerzo: una palidez en los nudillos y debajo de las uñas diminutas.

Nadie se ocupaba de mí, mientras los otros pasajeros iban de un lado a otro. Miré angustiado alrededor, sintiendo que nunca podría librarme de la pesadilla de la mano cortada.

No hice ningún nuevo intento de liberarme tironeando con mi otra mano, pero de pronto, desesperado, apoyé mis dedos prisioneros en la superficie de hormigón del muelle y les puse la bota encima. Me incliné hacia adelante apretando la mano con todo el peso que yo era capaz de soportar. La mano del niño se aflojó un poco, y yo saqué los dedos de un tirón. De pronto libre, di un salto atrás.

La mano del pequeño yacía en el muelle, todavía cerrada en un puño.

De repente los dedos se abrieron y la mano empezó a arrastrarse hacia mí como una araña gorda y rosada.

Me precipité hacia adelante y le planté la bota encima con todo mi peso. La pisé otra vez, y otra vez, y otra vez.

Hubo una nueva discusión en el barco, y para eludirla dejé que el patrón se quedara con el billete sin darme la vuelta. No estaba en condiciones de discutir con él: me sacudía un temblor convulsivo, y el dolor que empezara a sentir más temprano en la boca y el pecho, y en los genitales, aumentaba minuto a minuto. Cuando el asunto del pasaje quedó resuelto, fui a la popa y me senté a solas, trémulo y aterrorizado. El mar estaba límpido: sereno y azul y transparente en la calma chicha del calor.

Ahora tenía la camisa manchada de sangre en varios puntos, y me la saqué. Palpé por fuera el bolsillo del pecho para ver si aún estaban allí las monedas. No me arriesgué a sondearlo otra vez metiendo los dedos. Por último me incliné sosteniendo el bolsillo abierto sobre la cubierta, pero nada cayó.

Cuando el barco se hizo a la mar, y dejamos atrás la isla de Winho, me senté al sol con el pecho desnudo, observando una por una las lastimaduras que rezumaban sangre en mi pecho. No me atrevía a hablar con nadie; mi boca era una fosa abierta de dolor.

El barco navegó de una isla del Archipiélago a la otra, pero no desembarqué hasta el anochecer. Para entonces estábamos en la isla de Salay, y bajé a tierra. Esa noche dormí en el acantonamiento regional, en una sala grande junto con otros dieciséis oficiales. Tuve sueños profusos, tramados de angustia, de colores extravagantes, y un indomable y frustrado deseo sexual. Por la mañana la sangre que manaba de mis heridas había endurecido las sábanas.