Había un rugido de motores en el cielo.
Aunque los aviones no se conocían en la época de Thomas Lloyd, él ya se había acostumbrado. No ignoraba que antes de la guerra había aviones civiles —grandes naves voladoras que iban a la India, a África, al Lejano Oriente—, pero él nunca los había visto, y desde que estallara la guerra los únicos que descubría eran militares. Como toda la gente de entonces conocía bien aquellas formas negras que surcaban el cielo, y el zumbido curioso, pulsátil, de los bombarderos enemigos. Todos los días había algún combate aéreo en el sudeste de Inglaterra; algunas veces los bombarderos penetraban en la isla, otras veces no.
Echó una mirada al cielo. Mientras había estado en la taberna, las estelas de vapor que viera más temprano se habían desvanecido, pero unas nuevas sombras blancas aparecían ahora un poco más al norte.
Lloyd siguió caminando por la orilla del río, del lado de Middlesex. Mirando hacia la margen opuesta por encima del agua, podía ver cuánto había crecido la ciudad; los árboles del lado de Surrey, que en otro tiempo ocultaran las casas, habían sido reemplazados por comercios y oficinas. De este lado, donde las casas se habían levantado a cierta distancia del río, había otras nuevas junto a la orilla. Pero la casilla de madera de los botes se conservaba todavía intacta, y necesitaba urgentemente una mano de pintura.
Lloyd estaba en la encrucijada del pasado, el presente y el futuro; sólo la casilla de los botes y el río mismo eran tan nítidos como el propio Lloyd. Los congeladores, venidos de un ignoto período del futuro, tan etéreos para el común de los hombres como un pensamiento ilusorio, se movían como sombras a través de la luz, apresando breves momentos. Las escenas mismas, congeladas, aisladas, insustanciales, parecían esperar en una eternidad de silencio a que las generaciones futuras vinieran a verlas.
Y enmarcándolo todo, un presente turbulento, obsesionado por el fantasma de la guerra.
Thomas Lloyd, que no pertenecía al pasado ni al presente, se veía a sí mismo como un producto de los dos y como una víctima del futuro.
De pronto, desde el alto cielo de la ciudad, llegó el estrépito de una explosión y un rugido de motores, y el presente irrumpió en la conciencia de Lloyd. Un avión de caza británico se alejaba escorado rumbo al sur, mientras un bombardero alemán caía envuelto en llamas. Al cabo de unos segundos dos hombres saltaron de la nave; los paracaídas se abrieron.