Agosto de 1940

La señal de fuera de peligro no había sonado, pero la ciudad parecía estar volviendo a la vida. El tránsito cruzaba otra vez por el Puente de Richmond, y no lejos de allí, en la carretera de Isleworth, la gente se agrupaba a las puertas de una tienda de comestibles, mientras un coche de reparto se detenía en la calle. Ahora que había iniciado al fin su paseo cotidiano, Thomas Lloyd se sentía más cómodo entre las escenas; se quitó por última vez las gafas y las guardó en el estuche.

En el centro del puente estaba el carruaje volcado. El cochero, un hombre enjuto de edad madura, enfundado en una librea verde y con un sombrero de copa negro y lustroso, tenía el brazo izquierdo levantado. La mano sujetaba el fuste, y la tralla serpenteaba en una curva grácil por encima del puente. La mano derecha estaba soltando ya las riendas y se tendía hacia la superficie sólida de la carretera, en un intento desesperado por amortiguar el impacto de la caída. En el compartimiento abierto del carruaje había una vieja dama, profusamente empolvada y velada, con un abrigo de terciopelo negro. Al quebrarse el eje de las ruedas, la dama había sido desplazada a un costado del asiento, y alzaba aterrorizada las manos. De los dos caballos enganchados al carruaje, uno parecía no haber notado el accidente, y había quedado congelado en pleno trote. El otro, en cambio, había echado la cabeza hacia atrás y se levantaba en dos patas. Tenía los ollares dilatados, y los ojos en blanco detrás de las anteojeras.

En el momento en que Lloyd cruzaba el camino, un coche de la Dirección General de Correos atravesó la escena, y el conductor no se inmutó.

Dos congeladores se habían detenido a esperar en lo alto de la rampa del paseo ribereño, y cuando Lloyd echó a andar por el sendero que llevaba a los prados más distantes, los dos hombres caminaron un rato detrás de él.