El mundo estaba en paz y el tiempo era caluroso. Thomas James Lloyd, recién regresado de Cambridge, veintiún años, bigotudo y de paso vivo, caminaba animadamente por entre los árboles que crecían en la ladera de Richmond Hill.
Era domingo y el paseo estaba muy concurrido. Ese mismo día, más temprano, en compañía de su padre, su madre y su hermana, Thomas había asistido al servicio religioso, sentado en el banco tradicionalmente reservado en la iglesia para los Lloyd de Richmond. La mansión de la Colina había pertenecido a los Lloyd durante más de doscientos años, y William Lloyd, que era a la sazón el jefe de la familia, poseía la mayor parte de las casas del distrito Sheen de la ciudad y administraba asimismo una de las empresas comerciales más importantes del Condado de Surrey. Una familia acaudalada por cierto, y Thomas James vivía con el convencimiento de que algún día esos bienes pasarían a pertenecerle por herencia.
Aseguradas de este modo las cuestiones materiales, Thomas se sentía en libertad de consagrar sus afanes a actividades de naturaleza más trascendente: a saber, Charlotte Carrington y su hermana Sarah.
Que un día habría de casarse con una de las hermanas era un hecho incuestionable sancionado desde tiempo atrás por ambas familias, pero el problema de por cuál de las dos se decidiría, había ocupado durante muchas semanas los pensamientos de Thomas.
Había una gran diferencia entre las dos —o al menos eso pensaba Thomas—, pero si hubiese podido elegir libremente, el joven se habría sentido más tranquilo. Por desgracia para él, los padres de las muchachas le habían dado a entender a las claras que era Charlotte la esposa que más convenía a un futuro industrial y terrateniente, y en muchos sentidos no se equivocaban.
El problema consistía en que Thomas se había enamorado perdidamente de Sarah, la hermana menor, hecho que a los ojos de la señora Carrington carecía por completo de importancia.
Charlotte, de veinte años, era sin lugar a dudas una joven atrayente, y Thomas disfrutaba de su compañía. Parecía dispuesta a aceptar de él una proposición de matrimonio, y estaba dotada en verdad de mucha gracia e inteligencia, pero en las diversas oportunidades en que habían estado juntos, ninguno de los dos había encontrado nada demasiado interesante que decir. Charlotte era una joven ambiciosa y emancipada —de lo que se preciaba ella misma— y se pasaba la vida leyendo opúsculos históricos. No parecía tener otra pasión que visitar las iglesias de Surrey y tomar calcos en bronce de los grabados. Thomas, un joven liberal y comprensivo, se alegraba de que hubiese encontrado una ocupación absorbente, pero no podía decir con sinceridad que él compartiera ese interés.
Sarah Carrington era muy distinta. Dos años menor que su hermana y aún no en edad de casarse, de acuerdo con el criterio de su madre (o aún no, en todo caso, hasta que Charlotte hubiese encontrado marido), Sarah era una criatura codiciable para Thomas, puesto que parecía inaccesible, y al mismo tiempo una personalidad seductora por mérito propio. Cuando Thomas comenzó a frecuentar a Charlotte, Sarah no había salido aún de la escuela, pero él, interrogando con astucia a Charlotte y a su propia hermana, había averiguado que a Sarah le gustaba jugar al tenis y al croquet, que era una ciclista entusiasta y que conocía al dedillo los pasos de baile más novedosos. Una ojeada subrepticia al álbum fotográfico de la familia le había revelado que era, por añadidura, asombrosamente hermosa. Este último aspecto de la joven lo había confirmado con sus propios ojos en un primer encuentro, y pronto se había enamorado de ella. Desde entonces había procurado transferir a Sarah sus atenciones, y no sin cierto éxito. Dos veces ya había hablado a solas con ella, una hazaña nada desdeñable si se considera el entusiasmo con que la señora Carrington propiciaba los encuentros de Thomas con Charlotte. En una oportunidad lo habían dejado unos minutos a solas con Sarah en el salón de los Carrington, y la segunda vez había conseguido cambiar con ella unas palabras durante un picnic familiar. Pese a ese trato tan breve, Thomas había llegado al convencimiento de que jamás tomaría por esposa a otra mujer que Sarah.
Así pues aquel domingo el alma de Thomas rebosaba de luz, ya que gracias a una treta de lo más sencilla se había asegurado no menos de una hora a solas con Sarah.
El instrumento de esa treta era un tal Waring Lloyd, un primo de Thomas. A Thomas, Waring siempre le había parecido un perfecto papanatas, pero recordando que en una ocasión Charlotte había opinado favorablemente sobre él (y sospechando que pudieran ser el uno para el otro), había propuesto para la tarde un paseo por la orilla del río. Waring, puesto confidencialmente al tanto de la situación, se demoraría con Charlotte durante el paseo, permitiendo así que Thomas y Sarah se les adelantaran.
Thomas, que había llegado a la cita con unos minutos de anticipación, se paseaba esperando a su primo. La brisa era más fresca a la orilla del río, pues los árboles crecían hasta el borde mismo del agua, y algunas de las señoras que discurrían por el sendero más allá de la caseta de los botes, habían cerrado las sombrillas y se abrigaban los hombros con chales.
Cuando por fin llegó Waring, los dos primos se saludaron con simpatía —más que en otras ocasiones del pasado reciente— y deliberaron acerca de si cruzarían el río en el ferry, o si irían a pie tomando el camino largo por el rodeo del puente. Tenían tiempo de sobra, de modo que optaron por la segunda alternativa.
Thomas le recordó a su primo lo que habría de ocurrir durante el paseo y Waring le confirmó que había entendido. El plan le convenía también a él; Charlotte le parecía no menos adorable que Sarah, y encontraría sin duda muchas cosas que decirle a la hermana mayor.
Un poco más tarde, cuando cruzaban el Puente de Richmond hacia la margen Middlesex del río, Thomas se detuvo y apoyó las manos en el parapeto de piedra. Estaba observando a cuatro jóvenes que luchaban en vano con una chalana, tratando de llevarla a un lado contra la corriente, mientras desde la ribera dos hombres de más edad les vociferaban instrucciones contradictorias.