Agosto de 1940

Había una guerra en el mundo, pero Thomas James Lloyd no tenía nada que ver con ella. La guerra era un inconveniente y un impedimento, pero en verdad nada le preocupaba menos. La mala suerte lo había llevado a una época de violencia, y esas crisis no le concernían. Vivía aparte, a la sombra.

Ahora estaba en Richmond, en el puente del Támesis; con las manos apoyadas en el parapeto, clavaba los ojos en el sur a lo largo del río. El sol reverberaba sobre las aguas. De un estuche metálico que llevaba en el bolsillo sacó las gafas oscuras y se las puso.

La noche era el único alivio para las escenas de tiempo congelado; durante el día los anteojos de sol remedaban ese alivio.

Thomas Lloyd no tenía la impresión de que hubiera transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había estado allí, libre de preocupaciones, en ese mismo puente. El recuerdo del día era vivido, un momento de tiempo congelado, indeleble. Recordaba que había estado allí con su primo, observando los esfuerzos de cuatro jóvenes de la ciudad que trataban de remontar la corriente en una chalana.

Richmond, el distrito mismo, había cambiado desde aquellos años de juventud, pero allí, a la orilla del río, el paisaje era casi igual a como él lo recordaba. Aunque había más edificios en las riberas, los prados al pie de Richmond Hill estaban intactos, y Thomas Lloyd alcanzaba a ver la rambla costera que desaparecía en el recodo del río hacia Twickenham.

Por el momento la ciudad estaba en calma. Unos minutos antes había sonado una alarma de ataque aéreo, y aunque todavía circulaban por las calles algunos vehículos, la mayor parte de los peatones había ido a buscar un refugio temporario en las tiendas y oficinas.

Lloyd se había alejado de ellos para internarse una vez más en el pasado.

Era un hombre alto, de buena complexión, que parecía joven en años. Los desconocidos solían tomarlo por un muchacho de veinticinco, y Lloyd, de carácter reservado y taciturno, no corregía el error. Por detrás de las gafas oscuras, le brillaban aún en los ojos las esperanzas de la juventud, pero unas arrugas diminutas en las comisuras de los párpados y la coloración un tanto amarillenta de la piel indicaban que era mayor en años. No obstante, ni siquiera esos detalles permitían sospechar la verdad. Thomas Lloyd había nacido en 1881, y estaba por cumplir los sesenta.

Sacó el reloj del bolsillo del chaleco, miró la hora y vio que eran un poco pasadas las doce. Dio media vuelta con la intención de encaminarse a la taberna de la carretera de Isleworth, pero de pronto reparó en un hombre detenido en el sendero del río. Aun llevando las gafas de sol, que velaban las imágenes más inoportunas del pasado y el futuro, Lloyd reconoció a uno de los hombres que él llamaba congeladores. Este era un individuo joven, más bien gordo y con una calvicie prematura. Había visto a Lloyd, porque cuando Lloyd lo miró, dio una ostensible media vuelta y se alejó. Lloyd no tenía ahora nada que temer de los congeladores, pero andaban siempre alrededor, y nunca dejaban de inquietarlo.

A lo lejos, en la dirección de Barnes, oyó el zumbido de alarma de otra sirena.