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Principio del recato

Ella le ha regalado a Kurt un pequeño cirio. Dice que es para, cuando quiera, encenderlo y abrir un camino hacia la persona que desea. ¿Tendré que mirar a la llama?, pregunta Kurt. No hace falta. ¿Tal vez enredar la vista en el humo? Tampoco, basta con que pienses en la persona mientras, a tu lado, se va consumiendo la cera. Al rato Kurt la besa y una tormenta se desata en ella: penetra de inmediato en su boca con la lengua, se sube a él, lo derriba, lo desnuda, es un cuerpo enfurecido por el deseo. Kurt no sabe qué hacer. Querría, ahora, ir buscando lentamente los caminos que, a lo largo y ancho del cuerpo de la mujer, vayan llevándola a la cumbre del placer, con la parsimonia y majestad de una cima ganada paso a paso, desatando uno a uno los nudos, juntando pequeños demonios de todos sus rincones, hasta hacerlos legión. Pero el huracán lo ha derribado, y, puestas así las cosas, ¿qué le queda sino fingirse también él tempestad? Lo hace con pundonor, quedan ambos cumplidos, y Kurt piensa luego, cuando llega el remanso, si tanto gusto de la mujer por los ritos, las ceremonias, los aniversarios, los juegos blancos, no serán sino el sutil decorado, el tejido de encaje, flores, tules, para ocultar un huésped del que se avergüenza. Y así nace en ella el pudor.