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Alien

Kurt la tiene ante sí, desnuda y descompuesta, con la cabeza hundida en las rodillas. Lamenta que el sexo no pueda ser para ella una mera función fisiológica, nada más que placentera, como el comer o el dormir. Kurt le explica que el sexo promiscuo no existe entre los animales, que en general no lo trivializan. Si nos salimos de su reino, tampoco la razón es excitante entre personas: el territorio humano del sexo discurre por una oscura e incierta frontera, la que separa nuestra superficie de sus fondos, un paisaje formado por mitos y fantasías, regresiones, delirios, e incluso el más humano y moderno de los mitos: el amor. Pero Kurt adivina de pronto que esto es lo que ella sabe bien, y de lo que huye: de un amor mítico aún latente, que no está a la vista, pero que se ha refugiado en un reducto de ella, el más secreto, a las puertas mismas del placer, y allí detiene en seco a los intrusos. Lo siento, le dice entonces, tu enfermedad es incurable. Sólo está a tu alcance cambiar un guardián por otro.