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La estación de las flores

De mañana, camino del trabajo, Kurt tiene ante sí a la mujer. Acaba de romper la primavera y ella viste pantalón fino. Las caderas son anchas, expresan el poder de la mujer sobre la tierra, un centro de gravedad próximo al suelo, a la materia. Kurt, caminando tras ella, trata de indagar, bajo el pantalón, el lugar de la braga. Lo encuentra al fin: ciñe sólo el triángulo central de las nalgas, que rebosan de sus bordes un volumen amplio. Ya no ve el pantalón (Kurt está bajo él), podría asegurar la textura de la braga, y su relación con la carne: no es la adhesión del algodón, ni la distancia de la fibra, es un intermedio, que ciñe lo justo pero dejando exenta la percepción táctil de la piel. Imagina ahora, siente casi, el olor, tenue, de sexo recién lavado, en el vértice mismo, como el centro de una flor, de aquel juego de triángulos. Ante el cristal de una esquina en chaflán, ve que ella le ve, y le adivina. La mujer sigue andando, y Kurt percibe en ella, en su culo, un matiz muy sutil, una palpitación, un gusto, como si entrara en el juego.