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Touch

Kurt está cerca del orgasmo, y, en fracciones ínfimas de tiempo, se pregunta sobre los últimos instantes. La mujer le ha llevado hasta allí (no importa que se trate de una felación, una penetración o una caricia) ajustando movimientos a las ondas del hombre, buscando el vigor en sus reductos, obligándolo a salir de donde estaba. Pero la intensidad tiene su ley: cuando el placer se afila, y el ardor se hace luz, hay, o no, un movimiento justo, el punto de exactitud, de perfección. Kurt siente ya subir la lava y crepitar los diques del placer, que empiezan a romperse. Entonces, con la cascada doblando la cornisa, percibe en las entrañas un gesto tenue, casi un matiz, un pañuelo en el aire, un músculo sutil, apenas un amago, que abre otras compuertas y lo lanza arriba, a las estancias altas de la memoria. Cuando mucho después (unos segundos) desciende, se va distribuyendo de nuevo por el cuerpo, y descubre otra vez frío y calor, busca los ojos de la mujer para que ella lea en los suyos lo que ha sido. Los de ella tienen otra complacencia más, como de dueña. A Kurt se le ocurre esto: la importancia de los últimos metros.