La suma sabiduría
De aquella mujer le quedan a Kurt no muchas cosas. Con cierto atractivo físico, inteligente, ardiente, sensible, culta, le faltaba, no obstante, piedad, y también olor. Por más que Kurt la explorara, buscando un rastro, una senda por la que ir adentrándose, a través de ella o del propio cerebro, en los territorios hondos de la mujer, no la hallaba. Era una carne sin secreciones, o de inocuo olor, una carne, por tanto, muerta, un terreno baldío, y sin ella el espíritu sólo conducía a la bella amistad que tampoco llegó a ser. Pero le quedan sus ojos, dotados de una rara alegría, fruto —le parecía a Kurt— de una muerte siempre presentida, de unos últimos días. Y, sobre todo, una boca que, al cabo del tiempo, había acertado en ayudarle a recorrer, al encerrar en ella su polla, los últimos metros del placer, cuando este se afila y puede cortar las paredes del pequeño universo propio para abrirse un instante al otro. Conocía, pues, el arte de los confines (si es que hay arte que no suceda en ellos).