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Riada

Kurt hace el amor, después de tiempo de abstinencia, con una furia que creía perdida. El puro placer, en el que otras veces trataba de detenerse, separando tiempos, investigando secretas pulsiones, viene rodeado esta vez de oscuros materiales, torpes y agresivos, unas aguas densas, con sangre y excrementos flotando en ellas. Al penetrar a la mujer, tratando de ir más allá de sus límites, de transgredir su cuerpo y violarlo, se siente ariete de fuerzas que pasan a través de él, un ancho poder cósmico que se afila en su polla, incandescente como un pararrayos que descarga en lugar de recibir. Esa corriente de vigor arrastra alrededor, imantados por ella, como un cortejo, imágenes antiguas, trozos de vida, abyectas fantasías, líquidos de náusea, crímenes, historias posibles que dejó fuera de la suya, sucesos (no ocurridos) de espanto y belleza. Al caer del trance siente que sale de esa ciénaga, que él queda atrás y está hecho de olvido. ¡Qué estúpido eufemismo es «hacer el amor»!, piensa.