Santo y seña
Kurt pasea con la mujer a la que apenas conoce. Le urge disponer de una primera carta de navegación, un mínimo sistema de orientaciones para adentrarse en su territorio. Toma su mano, la acaricia, y, en seguida, la lleva a sus labios. Un primer beso en la mano, convencional y sin intención, es una petición de permiso. Luego un segundo beso es con la parte interna de los labios, y paseando la punta de la lengua por la piel de la zona elegida. La tercera aproximación es una suma de pequeños besos, con los labios cerrados, de los que hacen muac muac. La cuarta es mordiendo el lateral carnoso de la mano con la boca muy abierta. Deja pasar un momento y pregunta, de las cuatro formas, cuál prefiere. La cuarta, dice ella pronto. ¿Y en segundo lugar? La segunda. Ya no tiene interés para Kurt seguir haciendo preguntas. Sabe lo imprescindible para no perderse cuando, un poco después, tenga ante sí el cuerpo de la mujer, un continente por descubrir, que ahora late lleno de calor al fondo de la ropa. Lo que Kurt ignora: ella también sabe lo bastante de él.