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El suplente

Mientras fuma un cigarrillo, medio recostada sobre la almohada, con la luz de la tarde en retirada, le cuenta lo que más detesta de su hombre, y hace que esté con Kurt: no pierde nunca la compostura; piensa que lo hace así para que ella no se acerque al centro de él. Como se trata de un encuentro ocasional, e ignora todo de la mujer, Kurt la valora en poco, y no la entiende. El hombre en cuestión, le explica ella, le hace un amor convencional, no en las técnicas, sino en los gestos que aplica al propio cuerpo, que nunca se descomponen ni pierden coherencia, ritmo, estilo: jamás parece inerme, poseído. El amor físico, añade, si es hondo, es una caída, un traspiés, una pérdida de estilo, un abandono al mal gusto, que es lo que queda de nosotros cuando el espíritu sale fuera. Su espíritu, en cambio, nunca abandona el barco, y no es posible abordar este a la deriva, vacío de sí, lleno sólo de sus fantasmas. ¿Y yo, hago eso acaso?, pregunta algo asustado Kurt. Tú lo finges muy bien, responde ella, eso me excita, y me basta; no deseo conocerte.