La confesión definitiva
Ella le cuenta a Kurt que tenía sólo quince años cuando, a través de la rejilla de madera del confesionario, estaba siendo sometida por el sacerdote a una prolija indagación sobre sus hábitos sexuales. Al cura no le bastaba con que la joven arrodillada ante él, pared de madera por medio, dejara constancia de sus masturbaciones adolescentes; pedía detalles, hora, atuendo, lugar, posturas, modos, pensamientos. De pronto, algo la puso sobre aviso, pensó que aquello no iba bien, se levantó y, sin despedirse, salió de la iglesia. Desde entonces experimenta una invencible repugnancia hacia los curas, y, aunque no descarta que a fin de cuentas Dios exista, no tiene práctica religiosa alguna, ni pisa una iglesia. Supone que aquella fue su primera decisión adulta, y desde tal momento no ha dejado de sentirse mujer ni un solo día de su vida. Kurt le dice que también él le pregunta detalles sobre sus costumbres sexuales, y eso no la repugna. Pero tú eres mi hombre, contesta ella, mirándole de abajo arriba —está arrodillada ante él— con sus ojos transparentes, limpios, plenos, como dos lunas.