Imposible objetividad
Hasta hace muy poco era una niña, un subproducto social que asumía a regañadientes el papel asignado a la edad: ser objeto de reproches, vigilancias, reprimendas, bromas. Pero ha bastado una primavera para que le broten las formas y cambien de pronto los ojos que la miran. Profesores, vecinos, sacerdotes, viandantes, guardias, deslizan el deseo por su cuerpo: sus ojos son lenguas de aire que se enroscan en él, lo escudriñan, husmean sus esquinas y pliegues, penden de sus posturas, unos de forma directa, otros de reojo, con el rabillo, o incluso sin mirarla; da igual, sabe que la ven. Las mujeres fingen no enterarse, como si aún fuera niña–niña, pero hay ya desconfianza en su mirada, un odio pequeño en la voz, un respeto en las manos que acarician su cara. Kurt, al verla por la calle, codiciada por el mundo que ayer no la miraba, dueña ya de un lugar y un territorio, el suyo, obligada a improvisar todas las artes de defensa, pero aún con lenguaje y gustos de niña, rodeada de hombres que querrían olería y penetrarla, hundirse en ella, señora de un ancho poder que administrar, siente inmensa ternura por su desvalimiento, casi amor. Pero, al pensar esto, descubre que se le ha puesto dura.