La escena representa el saloncito y cuarto de estar de una vieja casa de la calle de Hortaleza, en Madrid. Una casa burguesa y amplia que quizá fuera lujosa hace sesenta años, pero en la actualidad resulta recargada y divertidamente pasada de moda, ya que en todos estos años no se ha cambiado ni un mueble, ni una cortina, ni un pañito, ni un cachivache. Y, sin embargo, todo está limpio, lustroso y como nuevo, y en todos los detalles se aprecia el femenino esmero con que el piso es cuidado. En el foro hay una amplia puerta que da a un pequeño recibidor. Y, frente a esta puerta, debemos ver bien la de entrada al piso, con su correspondiente mirilla y cerrojo de seguridad. Tras esta segunda puerta —que juega—, forillo de escalera. Por el pequeño recibidor, a la izquierda, hay paso para que los personajes entren y salgan, suponiéndose que por este lado está el pasillo que conduce al resto de las habitaciones. En el lateral izquierda, una puerta cerrada, que comunica con otra habitación. Y a la derecha, haciendo chaflán con el foro, un espacioso mirador de cristales, dentro del cual hay sitio suficiente para una mesita, una butaca y dos jaulas. Una con canarios y la otra con una cotorra. Retratos al óleo familiares. Viejas fotografías. Y como muebles principales para el juego escénico, tendremos un piano pegado al paño de la izquierda. Una mesa redonda, colocada hacia la derecha y rodeada de tres sillas. Y hacia la izquierda, un sofá, una sillita dorada, muy ligera, y una mesa pequeña, sobre la que hay un moderno tocadiscos, que es el único objeto que rompe el equilibrio de austeridad que 131 da clima a la escena. Estamos a principios de verano y son las siete de la tarde. Las persianas de paja del mirador están echadas para que no entre el resplandor ni el calor de la calle. Antes de levantarse el telón, y ya con la batería encendida, oímos un rock-and-roll interpretado por Elvis Presley. Y cuando el telón se alza vemos a doña Paula que escucha este disco, arrobada y feliz, sentadita junto al gramófono.
Doña Paula es una limpia y simpática viejecita que puede tener muchísimos años. El cabello blanco y bien peinado. El vestido negro y severo con algún encaje. El abanico colgando de una cadena que lleva al cuello. El porte y el empaque de una verdadera señora de la clase media acomodada.
Y junto a la mesa redonda, sentados en dos sillas, hay una visita que también escucha: doña Vicenta y don Fernando. Un matrimonio insignificante, con aire modesto, aunque van bien arregladitos. De cincuenta a sesenta años cada uno. Y mientras escuchan el disco, sin demasiado interés, van comiendo chocolatinas de una caja de cartón que hay sobre la mesa.
El disco termina, y doña Paula, entusiasmada, se dirige al matrimonio, que durante toda la escena mantendrá un gesto indiferente y como distante.)
Doña Paula:
¿Qué? ¿Qué les ha parecido?
Don Fernando:
Precioso.
Doña Vicenta:
Y muy fino.
Doña Paula:
Pues me lo ha traído mi hermana, que ha salido a la calle, y que desde que está aquí se obstina en hacerme regalitos casi constantemente. Y es que es una santa, una verdadera santita. Tan es así, que a pesar de ser mi única hermana, yo la quiero muchísimo… Ahora la cocerán ustedes. Ha ido a cambiarse de vestido y en seguida vendrá. Claro que yo hubiera preferido que en lugar de este rock-and-roll de Elvis Presley, me hubiera traído un blue de Louis Armstrong; pero por lo visto no había en la tienda. Y es que la música moderna se agota en seguida… ¡Es tan líricamente emocionante! (Se levanta con el disco en las manos, que ha quitado del plato.) Con el permiso de ustedes, voy a meterlo en la bolsa, para que no coja pelusa… Son tan delicados estos microsurcos de cuarenta y cinco revoluciones, que se deterioran por cualquier bobada. (Y va hacia un mueblecito que hay al fondo.) Y ya lo colocaré en mi discoteca, que por cierto va creciendo como la espuma. Con este disco ya casi tengo tres… (Y cuando está colocando el disco en el mueblecito, aparece en la puerta del fondo, saliendo por la izquierda, su hermana Matilde. Más o menos de la misma edad, y más o menos igual vestida.) ¡Ah! Aquí está mi querida hermana… Pasa, pasá, no te quedes ahí… (Y la coge de un brazo y la lleva hasta la mesa donde está el matrimonio, que se levanta para saludar.) Les voy a presentar a ustedes a mi querida hermana Matilde.
Doña Matilde:
Mucho gusto.
Doña Paula:
Y esta visita tan agradable, compuesta de este señor y esta señora.
Doña Vicenta:
Encantada de conocerla.
Don Fernando:
Lo mismo digo.
Doña Paula:
Siéntate aquí, Matilde, siéntate… (Y le señala un sitio a un lado, en el sofá de la izquierda, y las dos se sientan sonrientes, mientras se dirige a doña Vicenta y a don Fernando.) Y ustedes también pueden sentarse…
Doña Vicenta:
Gracias.
Don Fernando:
Gracias.
(Y también se sientan sonrientes.)
Doña Paula:
Les he hecho oír el precioso disco de Elvis Presley, y no sabes los elogios tan entusiastas que me han hecho de él. Todo lo que te diga es poco…
Doña Matilde:
Me alegro mucho de que les haya agradado.
Doña Paula:
Y por cierto, ¿dónde has ido a comprarlo, mi querida Matilde?
Doña Matilde:
Pues he ido a comprarlo a una tienda de la calle Fuencarral.
Doña Paula:
(Asombrada.) ¿No me digas? ¿Pero has ido hasta la calle de Fuencarral?
Doña Matilde:
Pero si vivimos en la calle de Hortaleza, mujer…
Doña Paula:
De todos modos has tenido que cruzar de acera a acera… ¡Pero qué horror, Matilde! ¡No debes hacer esas locuras! (Al matrimonio.) Yo vivo hace sesenta años en esta misma casa de la calle de Hortaleza, y nunca me he atrevido a llegar hasta la calle de Fuencarral… ¡Y eso que me han hablado tanto de ella! (A doña Matilde.) ¿Cuál de las dos es más bonita? Cuéntame, cuéntame…
Doña Matilde:
Son dos estilos diferentes. No pueden compararse…
Doña Paula:
¿Pero tiene árboles? ¿Estatuas? ¿Monumentos?
Doña Matilde:
Si he de decirte la verdad, no me he fijado bien. Sólo crucé la calle, entré en la tienda, compré a Elvis Presley y me volví a casa… Pero a mi juicio, es más estrechita…
Doña Paula:
¿Cuál de las dos? ¿Ésta o aquélla?
Doña Matilde:
De eso precisamente es de lo que no me acuerdo yo muy bien…
Doña Paula:
¡Ah! Siendo así no he perdido nada con no verla… (Al matrimonio, que sigue picando de las chocolatinas.) ¿Y les gustan a ustedes las chocolatinas? Son de la fábrica de mi hermana…
Doña Matilde:
Mi marido al morir me dejó la fábrica, y mi hijo ahora está al frente de ella. ¡Ah! Las famosas chocolatinas «Terrón e Hijo». Producimos poco, pero en calidad nadie nos aventaja… Ustedes mismos habrán comprobado que son verdaderamente exquisitas…
Doña Paula:
La fábrica está emplazada en un pequeño pueblo de la provincia de Cuenca, a ciento y pico de kilómetros de Madrid, y junto a la fábrica, en un chalet, vive mi hermana con su hijo, que a la vez es mi sobrino, y a quien también quiero bastante… Un chico verdaderamente encantador: fino, agradable, educado y amante del trabajo. Para él sólo existe su fábrica y su mamá. Su mamá y sus chocolatinas… Y ésta es toda su vida.
Doña Matilde:
Y ahora hemos venido a pasar una temporada aquí, a casa de mi hermana Paula, para ver si el chico encuentra novia en Madrid y por fin se casa. Porque allí, en aquella provincia, es decir, en el pueblo donde tenemos la fábrica y donde vivimos, figúrense qué clase de palurdas se pueden encontrar… Chicas anticuadas en todos los aspectos, tanto física como moralmente…
Doña Paula:
Y ya conocen ustedes nuestras ideas avanzadas. Nada de muchachas anticuadas y llenas de prejuicios, como éramos nosotras… ¡Qué horror de juventud la nuestra! Porque si yo no he salido a la calle hace sesenta años, desde que me quedé viuda, no ha sido por capricho, sino porque me daba vergüenza que me vieran todos los vecinos que estaban asomados a los balcones para criticar a las que salían…
Doña Matilde:
¡Qué época aquella en que todo lo criticaban! ¡El sombrero, el corsé, los guantes, los zapatos!
Doña Paula:
Había un sastre en un mirador, siempre observando con un gesto soez, que me llenaba de rubor… Y después empezaron los tranvías y los automóviles, y ya me dio miedo que me atropellaran, y no salí. Y aquí lo paso tan ricamente, escuchando música de baile y escribiendo a los actores de cine de Norteamérica para que me manden autógrafos.
Doña Matilde:
Por eso, para mi hijo, yo quiero una muchacha moderna, desenvuelta, alegre y simpática que llene de alegría la fabrica de chocolatinas.
Doña Paula:
Una muchacha de las de ahora. Empleada, mecanógrafa, enfermera, hija de familia, no importa lo que sea… Rica o pobre, es igual…
Doña Matilde:
El caso es que pertenezca a esta generación maravillosa… Que tenga libertad e iniciativas…
Doña Paula:
Porque mi sobrino es tan triste, tan apocado, tan poquita cosa… Un provinciano, ésa es la palabra…
Doña Matilde:
Es como un niño, figúrense. Siempre sin separarse de mis faldas…
Doña Paula:
Pero por lo visto ya ha encontrado la pareja ideal.
Doña Matilde:
Y él solito, no crean…
Doña Paula:
Como yo no tengo relaciones sociales, porque las viejas me chinchan y las jóvenes se aburren conmigo, no he podido presentarle a nadie. Pero el niño se ha ambientado en seguida y parece ser que ha conocido a una señorita monísima, muy moderna y muy fina, y a lo mejor la trae esta tarde para presentárnosla.
Doña Matilde:
¡Y tenemos tanta ilusión por conocerla!…
Doña Paula:
Siempre hemos odiado nuestra época y hemos admirado esta generación nueva, fuerte, sana, valiente y llena de bondad…
Doña Matilde:
¡Qué hombres los de antes, que se morían en seguida!
Doña Paula:
A mí, el mío me duró solamente un día y medio. Nos casamos por la mañana, pasamos juntos la noche de bodas y a la mañana siguiente se murió.
Doña Matilde:
Y es que se ponían viejos en seguida. Yo tuve la suerte de que el mío me durase un mes y cinco días, a base de fomentos. Pero ya te acordarás, Paula. Tenía veintidós años y llevaba una barba larga, ya un poco canosa… Y tosía como un condenado.
Doña Paula:
Según dice mi médico, ahora también se mueren antes que las mujeres, pero no en semejante proporción.
Doña Matilde:
Yo creo que lo que les sucede es que hacer el amor les sienta mal. Doña Paula. Y los pobres se obstinan en hacerlo, creyendo que con ello nos complacen… ¡Pobrecillos!
Doña Matilde:
¡Por presumir de hombres y contarlo luego en el Casino, son capaces hasta de morir!
Doña Paula:
En efecto, en efecto… (Y de repente doña Paula se dirige al matrimonio, que sigue en el mismo sitio, imperturbable, y les dice:) ¡Ah! ¿Pero se van ustedes ya? ¡Huy! ¡Pero qué lástima!
Doña Matilde:
Que pronto, ¿verdad?
Doña Paula:
(Se levanta.) Nada, nada, si tienen ustedes prisa no queremos detenerles más.
Doña Matilde:
(Se levanta.) Claro que sí… A lo mejor se les hace tarde. (Y el matrimonio entonces no tiene más remedio y también se levanta.)
Doña Paula:
Pues les agradecemos mucho su visita.
Doña Matilde:
Hemos tenido un verdadero placer.
Doña Paula:
(Ha sacado de un bolsillo un billete de cincuenta pesetas, que le entrega a doña Vicenta.) ¡Ah! Y aquí tienen las cincuenta pesetas.
Doña Vicenta:
Muchísimas gracias, doña Paula.
Doña Paula:
No faltaba más.
Don Fernando:
Buenas tardes, señores…
Doña Matilde:
Buenas tardes.
(Y doña Paula les ha ido acompañando hasta la puerta de salida, por donde hacen mutis doña Vicenta y don Fernando. Cierra la puerta y vuelve con su hermana.) Muy simpáticos, ¿verdad?
Doña Matilde:
Mucho. Muy amables.
Doña Paula:
Una gente muy atenta
Doña Matilde:
¿Y quiénes son?
Doña Paula:
Ah, no lo sé… Yo les pago cincuenta pesetas para que vengan de visita dos veces por semana.
Doña Matilde:
No está mal el precio. Es económico.
Doña Paula:
A veinticinco pesetas la media hora… Pero te da mejor resultado que las visitas de verdad, que no hay quien las aguante y que en seguida te dicen que les duele una cosa o la otra… Éstos vienen, se quedan callados, y durante media hora puedes contarles todos tus problemas, sin que ellos se permitan contarte los suyos, que no te importan un pimiento…
Doña Matilde:
Viviendo sola, como vives, es lo mejor que puedes hacer…
Doña Paula:
Y el día de mi santo, les pago una tarifa doble; pero tienen la obligación de traerme una tarta y venir acompañados de un niño vestido de marinero, que siempre hace mono… ¿No crees?
Doña Matilde (que se ha sentado en una silla junto a la mesa, se queda callada y pensativa):
¿Por qué te callas? ¿En qué piensas?…
Doña Matilde:
No. No pensaba en nada. Pero yo creo que debíamos ir preparando las cosas…
Doña Paula:
¿Qué cosas?
Doña Matilde:
El niño no tardará en venir, ¡y si a lo mejor viene con ella!
Doña Paula:
¡Es verdad! ¡Mira que si a lo mejor viene con ella! ¿Qué tenemos que hacer?
Doña Matilde:
(Haciendo lo que dice.) Ante todo, subir un poco las persianas del mirador para que entre más luz. Esto está un poco oscuro, y si ella viene y ve todo tan triste…
Doña Paula:
Me parece muy bien… Son cerca de las siete y el calor va pasando ya…
Doña Matilde:
(Que está junto a la cotorra.) ¿Y la cotorra, Paula?
Doña Paula:
¿Qué hay de la cotorra?
Doña Matilde:
¡Si a ella no le gustase!
Doña Paula:
¿Por qué no iba a gustarle? ¡Es verde y tiene plumas! Y a mí me acompaña.
Doña Matilde:
Pero una cotorra da vejez a una casa. Y las chicas modernas prefieren los perros, que son alegres y dan saltos.
Doña Paula:
(Que ha ido, conmovida, junto a su cotorra.) Todo te lo consiento menos que me quites la cotorra… Eso no, Matilde.
Doña Matilde:
Bueno. Como tú quieras… ¿Mandaste a la asistenta que subiese ginebra?
Doña Paula:
Sí, ya está todo preparado en la cocina para hacer el gin-fizz.
Doña Matilde:
¿Y los ceniceros? ¿Los buscaste?
Doña Paula:
(Saca del cajón de un mueble unos ceniceros.) Sí. Aquí los tengo para repartirlos por las mesas.
Doña Matilde:
Pues ya podemos ir haciéndolo, porque el niño me ha dicho que ella fuma muchísimo…
Doña Paula:
(Con un tono triste y apenado.) ¿Y nadar? ¡También sabrá nadar!
Doña Matilde:
(Con el mismo tono.) No hay que pensar en eso, Paula. Y, además, posiblemente sepa… (Y entre las dos reparten los ceniceros por la mesa.)
Doña Paula:
Qué maravilla, ¿verdad? ¡Mira que si por fin viniese hoy!
Doña Matilde:
¡Vendrá, vendrá! Estoy segura de que vendrá… El niño es tímido, desde luego, y ya sabes que las muchachas de hoy se burlan un poco de los chicos tímidos…
Pero ya ha hablado con ella varias veces, y esto significa haber ganado la batalla.
Doña Paula:
(Con tristeza.) ¡Y pensar que a mí esta batalla me da un poco de miedo!
Doña Matilde:
Vamos, mujer… No debes preocuparte. Lo que pasó una vez no tiene por qué volver a repetirse…
(Estas frases finales las han dicho sentadas junto a la mesa redonda, de espaldas a la puerta del foro. Y se ha producido un silencio, durante el cual, sin hacer ruido, ha entrado por la puerta de la escalera Marcelino, que tiene llavín. Marcelino puede tener treinta y cinco o cuarenta años. Viste pulcramente, pero el traje, de confección, no le sienta demasiado bien. Se queda mirando a las viejas, desde la puerta de la habitación, y dice:)
Marcelino:
¡Mamá! (Las viejas se vuelven hacia él que, a su vez, avanza.)
Doña Matilde:
¡Hijo mío!
Doña Paula:
¡Marcelino!
Marcelino:
¡Tía!
(Y se besan.)
Doña Matilde:
Pero ¿vienes solo? ¿Qué te pasa?
Doña Paula:
¿Estás malo?
Marcelino:
No. No me pasa nada… Estoy perfectamente bien.
Doña Paula:
¿Y la chica, entonces?
Marcelino:
Vendrá ahora. En seguida.
Doña Matilde:
¿Es posible?
Marcelino:
Sí, claro.
Doña Paula:
¿Y por qué no ha venido contigo?
Marcelino:
Ha ido a acompañar a una amiga a no sé qué sitio, muy cerca de aquí, y ahora mismo vendrá.
Doña Matilde:
¿Ella sola o con su amiga?
Marcelino:
No sé. Me ha parecido mal preguntárselo. El caso es que va a venir y que estoy muy contento.
Doña Paula:
¿Le has dado bien las señas de la casa?
Marcelino:
Sí. Claro que sí… Se llama Maribel, ¿sabéis?
Doña Matilde:
Es muy bonito nombre… ¡Maribel!
Marcelino:
Y ella es tan simpática…
Doña Matilde:
Dime, hijo mío… ¿Y ya le has dicho que estás enamorado? ¿Que quieres hacerla tu mujer?
Marcelino:
No me he atrevido, la verdad… Ya conoces mi manera de ser… Mi torpeza para estas cuestiones… Le he hablado de muchas cosas, qué sé yo… De lo mismo que hemos hablado los demás días que nos hemos visto… De vaguedades, de tonterías, de nada en concreto… Y es que el ruido de ese bar donde nos encontramos me descompone y me ataca los nervios… Todo el mundo habla y habla, y chilla, y pide cosas… Y yo no estoy acostumbrado a estos ambientes, que me aturden…
Doña Paula:
¿Y le has dicho que le vas a presentar a tu familia?
Marcelino:
He preferido no decirle nada para que no se vaya a poner nerviosa o a vestirse de tiros largos. Me gusta como va: sencilla, moderna, elegante. Y es alegre, ¿sabéis? Se ríe por todo, se divierte por todo… (Suplicante.) ¡Tenéis que ayudarme a que sea mi mujer! ¡A que se venga a vivir con nosotros!
Doña Matilde:
(Conmovida.) Sí, hijo mío… Claro que te ayudaremos…
Doña Paula:
(Igual.) ¿Qué no vamos a hacer por ti, mi querido?
Marcelino:
A veces me da tanta vergüenza y tanta rabia el ser como soy…
Doña Matilde:
Pero no debes preocuparte por eso. Hay muchos otros como tú.
Doña Paula:
Ahora, con ella, ya todo te parecerá distinto… Y estarás más alegre.
Doña Matilde:
Y te irás acostumbrando a salir y a entrar… Y a desenvolverte igual que los demás muchachos…
(Suena el timbre de la puerta.)
Marcelino:
Han llamado. Debe de ser ella.
(Y los tres se miran emocionados. Hablan en voz baja.)
Doña Matilde:
Recíbela tú, mientras que Paula y yo nos arreglamos un poquito.
Doña Paula:
Y así le vas hablando de nosotras.
Marcelino:
Sí, sí. Es mejor.
Doña Paula:
Vamos, Matilde.
Doña Matilde:
Sí, vamos, vamos.
(Y silenciosamente, las dos hermanas hacen mutis por el pasillo de la puerta del foro. El timbre suena nuevamente.)
(Marcelino se arregla un poco la corbata, nervioso, y abre la puerta de la escalera. Entra Maribel. Es joven, pero sin una edad determinada. Todo su aspecto, sin lugar a dudas, sin la más mínima discusión, es el de esas muchachas que hacen «la carrera» sentadas en las barras de los bares americanos. Es una profesional, y no trata de disimularlo para no tener que perder el tiempo. Vestido llamativo. Zapatos llamativos. Peinado llamativo. Ni simpática, ni antipática. Natural. Va a lo suyo.)
Maribel:
Hola.
Marcelino:
Hola, Maribel… Pasa, pasa por aquí.
Maribel:
¿Qué hacías? He llamado dos veces.
Marcelino:
No oí la primera… Estaba asomado al mirador.
Maribel:
(Ha pasado. Mira todo extrañada.) ¡Anda! ¡Qué piso!
Marcelino:
¿Te gusta?
Maribel:
Bueno, tú… ¿Pero qué es esto? ¿Un museo o qué?
Marcelino:
No. No es ningún museo… Es mi casa… Bueno, mejor dicho… Yo vivo aquí ahora.
Maribel:
Pues hijo… Podíamos haber ido a cualquier otro lado…
Marcelino:
¿Y a qué otro lado podríamos haber ido?
Maribel:
Bueno… ¡pues que no conozco yo sitios mejores! Incluso en mi pensión me dejan recibir a algún amigo… En plan discreto, ¿eh? No vayas a pensar… Y mi pensión es mucho más alegre… ¡Menuda habitación tengo yo ahora que han puesto cortinas de cretona en la ventana!… De ésas de flores, ¿sabes? Y a base de limpio, no creas… Yo pensé que vivías en un departamento… ¡Pero qué burrada! ¡Qué de chismarracos!… ¡Jolín! ¡Pero si hay hasta un loro!
Marcelino:
No es un loro. Es una cotorra. Se llama Susana.
Maribel:
¿Susana? ¿No te digo? Oye, tú… A mí esta casa no me gusta nada. De verdad, guapo…
Marcelino:
¿Pero por qué?
Maribel:
No sé. Que no me encuentro a gusto… Que me da un poco de miedo tanto cuadro y tanto pajarraco. (Mira uno de los cuadros que hay en la pared.) ¿Quién es este señor de los bigotes?
Marcelino:
Mi abuelo materno.
Maribel:
¡Vaya una facha, hijo! (Mira un segundo cuadro.) ¿Y ése de ahí?
Marcelino:
Otro antepasado.
Maribel:
¡Pues vaya un plan! (Y en su recorrido por la habitación se fija en el tocadiscos.) Menos mal que tienes tocadiscos.
Marcelino:
¿Te gusta la música?
Maribel:
Cuando voy de excursión. (Coge una caracola que hay sobre cualquier mueble.) ¡Pero si hay hasta caracolas! ¡Es que no falta ni un detalle! (Se la lleva al oído.) ¿Se escucha con esto el ruido del mar?
Marcelino:
Sí, creo que sí.
Maribel:
Aquí no se oye nada. Esto está descompuesto… (Y la deja en su sitio.) Dame un pitillo.
(Marcelino saca del bolsillo un paquete y le ofrece un cigarrillo a Maribel.)
Marcelino:
Toma.
Maribel:
Gracias. ¿Y tú?
Marcelino:
No fumo. Ya lo sabes.
Maribel:
¿Por qué llevas tabaco entonces?
Marcelino:
Para dártelo a ti.
Maribel:
Eres un chico fino. (Se sienta. Fuma. Se queda mirando a Marcelino sonriente.) Bueno, ¿y qué dices?
Marcelino:
Ya ves.
Maribel:
Explícame una cosa.
Marcelino:
¿Qué?
Maribel:
¿Cómo es que por fin te has decidido?
Marcelino:
¿Decidirme a qué?
Maribel:
A esto. A traerme. Desde el primer día que caíste por el bar, yo noté que te había gustado. ¿Es verdad o no?
Marcelino:
Ya lo sabes que sí.
Maribel:
Pero como sólo te acercabas para hablar de simplezas y nunca concretabas… Y yo no soy como esas otras que en seguida avasallan… ¡Hala! ¡A lo bruto! Yo no. Yo seré todo lo que quieras, pero sé quedarme en mi sitio. Y eso que me caes bien. Pareces un buen chico… (Él sonríe, sin hablar.) Hablas poco, ¿eh?
Marcelino:
Te escucho a ti, Y, además, es que soy un poco tímido. Ya lo habrás observado.
Maribel:
Sí, eso sí que se nota… Bueno, en fin… (Se levanta.) ¿Y la alcoba?
Marcelino:
Los dormitorios están al final del pasillo. Esta casa es muy grande.
Maribel:
¿Y cómo vives aquí solo? A mí todo esto me da la sensación de una película de cine en relieve… ¿Tú no has visto ninguna? De esas que te dan unas gafas al entrar, con un ojo azul y otro encarnado, o no sé qué líos. Mira. Me acuerdo de una que vi, y me moría de risa… Era de esas de miedo, ¿sabes?… Y es que yo no puedo remediarlo… A mí lo terrorífico me da una risa… (Y se ríe. Él también. Dejan de reírse. Hay una pausa.) Bueno… ¿qué hacemos?
Marcelino:
Lo que quieras.
Maribel:
(Insinuante.) Enséñame tu casa, ¿no?
Marcelino:
Ésta no es mi casa. Ésta es la casa de mi tía.
Maribel:
Mira qué bien… Y aprovechas que está de veraneo para traerte aquí chicas…
Marcelino:
No, no está de veraneo… Ella no sale nunca, ni siquiera a la calle. Está aquí, con mi madre.
Maribel:
¡Qué bromista, hombre!
Marcelino:
No es ninguna broma, Maribel… Estaban aquí, en esta habitación, cuando tú has llamado y han ido a arreglarse un poco y ahora saldrán y te las presentaré.
Maribel:
(Inquieta, se separa de su lado.) ¡Oye, tú! ¡Guasas no!
Marcelino:
¿Por qué van a ser guasas? No te lo he dicho antes, por si te violentaba conocerlas… O por si te molestaba este plan de visita…
Maribel:
(Seriamente enfadada.) Bueno… ¿Pero tú eres tonto o qué te pasa?
Marcelino:
¿Por qué voy a ser tonto? ¿No es natural que te presente a mi familia? (Maribel deja el pitillo en un cenicero y coge el bolso.)
Maribel:
¡Me marcho! ¡Abre la puerta!
(Marcelino se acerca a ella, intentando detenerla.)
Marcelino:
¡No debes hacer eso, Maribel!
Maribel:
¿Quieres dejarme en paz y no tocarme?
(Y en este momento aparece doña Matilde por el foro.)
Doña Matilde:
¿Pero qué le sucede a usted, hijita?
(Maribel se queda quieta, sin saber qué hacer. Marcelino la presenta.)
Marcelino:
Es mi madre, Maribel:
Doña Matilde:
Muchísimo gusto en saludarla, señorita… Es para nosotros un gran placer recibirla en esta casa. Mi hijo me ha hablado tantísimo de usted, que no sabe los deseos que tenía de conocerla personalmente… Pero siéntese, siéntese…
(Maribel mira a uno y a otro sin saber qué partido tomar. Pero las buenas maneras y el aspecto distinguido de doña Matilde no la permiten dar el escándalo que ella deseara.)
Maribel:
Es que tengo un poco de prisa, la verdad.
Marcelino:
Vamos, Maribel… No debes ser así… Mamá tenía muchos deseos de charlar contigo.
Doña Matilde:
¡Pues claro que sí! ¡Tenemos que hablar de tantas cosas!
Maribel:
(A la defensiva.) ¿De qué cosas, oiga?
Doña Matilde:
Pues ¡de qué va a ser! De sus amores con mi hijo…
Maribel:
Yo no tengo amores con su hijo, señora…
Y si él me ha traído aquí…
Doña Matilde:
Ya sé que, de momento, sólo ha habido entre ustedes un ligero flirteo…, ¿no es así? Pero todo llegará, andando el tiempo… Y yo estoy segura de que van ustedes a ser muy felices… Y es más. Quiero decirle una cosa, que seguramente le halagará… Mi hijo me había hecho muchos elogios de usted. Pero todos son pocos, ante la realidad. Es usted una criatura realmente encantadora… Pero siéntese, siéntese…
(Maribel vuelve a mirar a los dos, que están sonrientes y felices. Y, tímidamente, se sienta, estirándose las faldas para que no se le vean demasiado las piernas.)
Maribel:
Con su permiso.
(Y de nuevo se levanta cuando escucha la voz de doña Paula, que ha salido por la puerta del foro.)
Doña Paula:
¡Ay, qué bien! ¡Si por fin ha venido! ¡Si por fin ha venido!
Marcelino:
Pasa, tía. Mira, Maribel:
Te voy a presentar a mi tía Paula, la hermana de mi madre… Ella es la dueña de esta casa, donde mamá y yo estamos pasando unos días.
Doña Paula:
¡Encantada! ¡Encantada! ¡Pero qué mona! ¡Pero si es una chica preciosa! Muchísimo gusto en conocerla, hija mía… Muchísimo gusto…
Maribel:
Lo mismo le digo.
Doña Matilde:
Pero siéntese, siéntese.
Maribel:
Con su permiso.
(Y vuelve a sentarse, acobardada. Lo más recatadamente posible.)
Doña Paula:
¡Y qué moderna va vestida! Pero ¿te has fijado qué zapatos, Matilde? Son elegantísimos.
Doña Matilde:
Claro que me he fijado… Pues ¿y la blusita? ¿Y el peinado?… ¡Y todo! Una verdadera monería.
Marcelino:
Ya os dije yo que os iba a gustar mucho…
Doña Matilde:
¿Cómo mucho? ¡Una barbaridad! ¡Es una criatura encantadora!
Doña Paula:
Ya sabemos que ha congeniado usted con mi sobrino, y no sabe lo que lo celebramos… Y ahora, después de tener el gusto de conocerla, mucho más… Parece que han nacido el uno para el otro, ¿verdad, Matilde?
Doña Matilde:
Claro que sí, Paula.
Doña Paula:
Y nosotras, ¿qué le parecemos?
Maribel:
Pues qué sé yo… Así, al pronto…
Marcelino:
La encontraréis un poco cohibida, pero es que se ha llevado una sorpresa cuando le he dicho que os iba a presentar… Creyó, incluso, que se trataba de una broma.
Maribel:
Es que una no está acostumbrada a estas cosas, la verdad… Y vamos…
Doña Paula:
Las chicas modernas ya se sabe… Se puede decir que viven un poco al margen del hogar y, por consiguiente, no son muy propicias a las reuniones familiares.
Doña Matilde:
Fiestas, cócteles, espectáculos… ¿Es cierto, o no?
Maribel:
SÍ. Algo de eso hay.
Doña Matilde:
Y hace usted muy bien, hijita mía. Si nosotras, en nuestra época, hubiéramos podido disfrutar de esta libertad que ustedes disfrutan…
Doña Paula:
¡Pero los prejuicios y la estrecha moralidad, con todas sus monsergas, nos impedían toda clase de iniciativas!
Doña Matilde:
A propósito. ¿Quiere usted que pongamos un poco de música? Tenemos música moderna.
Maribel:
No, gracias… Me voy a ir en seguida.
Marcelino:
Pero por Dios, Maribel:
Si es tempranísimo.
Maribel:
(Con rabia.) Tú te callas, ¿quieres?
Marcelino:
Perdona.
Doña Paula:
¿Quiere usted probar una chocolatina?
(Y se levanta para ir a buscar una caja de chocolatinas, que después ofrece, abierta, a Maribel.)
Doña Matilde:
Son de nuestra fábrica. Supongo que mi hijo le habrá dicho que poseemos una fábrica de chocolatinas.
Maribel:
No, no me ha dicho nada. ¡Qué va a decir éste!
Doña Matilde:
¡Pero cómo eres, hijo!
Marcelino:
Me ha parecido mejor que se lo dijerais vosotras…
Doña Matilde:
Tiene usted que disculparle, pero ya se habrá dado cuenta de que es un poco vergonzoso y, sobre todo, tiene muy poca costumbre de tratar con señoritas modernas, así como es usted.
Maribel:
Sí, eso ya se nota…
(Y ya no puede contener la risa. Se ríe a carcajadas.)
Doña Paula:
¿De qué se ríe usted?
Maribel:
(Y se contiene, avergonzada.) No, de nada. Ustedes perdonen.
Doña Matilde:
NO tenemos nada que perdonar, tiene usted una risa simpatiquísima.
Doña Paula:
¡Y qué alegre! ¡Es un cascabel!
Marcelino:
Ya os lo había dicho.
Maribel:
(Siempre guardándole rencor a Marcelino) ¿Tú quieres callarte?
Marcelino:
Discúlpame.
Doña Matilde:
Como el pobre no sale apenas de la fábrica, de la que está al frente, y viene tan pocas veces a la capital, es un poco inocente.
Maribel:
(Empieza a darse cuenta.) Ah, claro, ya…
Doña Paula:
Y es que la fábrica la tienen en un pueblecito en donde apenas se puede hablar con nadie. Gentes rústicas, ¿sabe?… Aunque, en el fondo, buenas, según dicen…
Doña Matilde:
Ahora, eso sí… Es un pueblecito precioso, rodeado de montañas… Y muy cerca hay un lago… ¡Un gran lago, tranquilo…!
(Al hablar del lago todos quedan un poco tristes. Maribel los observa. Y doña Paula, para romper el silencio que se produce, vuelve a ofrecerte la caja con las chocolatinas.)
Doña Paula:
¿Pero por qué no prueba una?
Maribel:
(Se decide.) Bueno. Gracias.
Doña Paula:
¿Le gustan?
Maribel:
Sí. Están muy ricas… (Y como todos la miran sonrientes y naturales, va recobrando la tranquilidad.) Claro que a mí todo lo que sea chocolate me gusta muchísimo. Y es que no lo puedo remediar. Además, como tengo la ventaja de que no engordo coma lo que coma, pues me pongo verde de comer dulces.
Doña Paula:
Así le sienta de bien la ropa. ¿Quién le ha hecho ese vestido?
Maribel:
Remedios. La que me cose siempre a mí. Una costurera que trabaja muy bien. Y, además, económica. Claro que yo le doy las ideas, porque para esto de la ropa soy muy personal. Y no vayan a creer que copio de esos figurines de las revistas. Ni hablar del asunto. Se me ocurren a mí, así de pronto, y voy a la modista y se lo explico. Y entonces ella, que ya me conoce… (Hablando de la ropa se ha olvidado de la situación y ha recobrado su aplomo y su personalidad. Y ahora se da cuenta y mira un poco avergonzada a todos.) Bueno, ustedes perdonen… Pero yo me tengo que marchar. No me puedo quedar aquí tanto tiempo.
Doña Paula:
¿Pero por qué? Si todavía es muy pronto…
Marcelino:
No seas impaciente, Maribel:
Doña Matilde:
¿La espera la familia, acaso?
Maribel:
¿La familia? No. Yo no tengo familia.
Doña Paula:
¡Pobrecita! ¿Es posible?
Maribel:
Bueno, tenerla sí la tengo. Pero es lo mismo que si no la tuviese. Cada uno anda por su lado y no nos ocupamos los unos de los otros.
Doña Paula:
¿No te digo? Hasta en esto es una muchacha de su tiempo. Cada uno viviendo su vida, como debe ser, sin estarse dando la lata mutuamente. Justo lo que siempre hemos envidiado nosotras.
Doña Matilde:
Y lo que andábamos buscando.
Maribel:
(Y un poco cargada.) Bueno, ¿pero ustedes qué es lo que buscaban?
Marcelino:
Cállate, Maribel:
Déjalas hablar a ellas…
Maribel:
¡Pero es que yo quiero saber a qué viene toda esta historia!
Doña Matilde:
¡Qué carácter tan vivo tiene!
Doña Paula:
¡Y cuando se enfurruña se pone más salada!…
Marcelino:
¿Habéis visto cómo frunce las cejas?
Doña Paula:
Claro que sí… Y le sienta divinamente.
Doña Matilde:
Y dígame, ¿vive usted sola, entonces?
Maribel:
Sí. ¿Qué pasa con eso?
Doña Matilde:
Nada… ¡Qué va a pasar! Lo encontramos muy lógico.
Doña Paula:
Es exactamente igual que hacen las chicas en Francia y Alemania, que se independizan en seguida… Y así se van acostumbrando a los avatares de la vida.
Doña Matilde:
Vivirá usted en alguna residencia de señoritas, ¿no?
Maribel:
Yo vivo de pensión.
Doña Matilde:
¡Huy! ¡Pobrecita!
Maribel:
¿Por qué pobrecita? Pues menuda habitación tengo.
Marcelino:
Me ha dicho antes que en su cuarto tiene cortinas de cretona…
Maribel:
Y la colcha también, haciendo juego.
Doña Paula:
¡Ah! Siendo así, ya es distinto.
Doña Matilde:
¿Y qué estudia? ¿Idiomas?
Maribel:
No. De eso, nada.
Doña Matilde:
¿Trabaja usted?
Maribel:
Pues le diré… Por las tardes busco trabajo.
Doña Matilde:
¿Y no lo encuentra?
(Maribel ya no sabe qué contestar. Está a punto de perder la paciencia. Y se vuelve a Marcelino.)
Maribel:
Oye, tú, ya está bien. Yo me voy a marchar.
Marcelino:
Por favor, espera, Maribel… (Secamente a su madre.) Es que le haces demasiadas preguntas, mamá, y esto la está poniendo nerviosa.
Doña Paula:
Indudablemente, Matilde, no sé a qué viene someterla a este interrogatorio…
Doña Matilde:
Debe perdonarme, señorita… Pero quería enterarme de su vida privada antes de ponemos a hablar de sus relaciones con Marcelino.
Maribel:
¿Quién es Marcelino?
Doña Matilde:
Mi hijo… ¿Es que ni siquiera le habías dicho cómo te llamas?
Marcelino:
(A Maribel) Claro. Si te lo dije ayer.
Maribel:
Yo creí que eso de Marcelino era una broma.
Doña Matilde:
Si no la agrada Marcelino puede llamarle Marcel, como le llamaba su padrino… Y casi resulta más bonito y parece un nombre francés.
Maribel:
Yo he tenido un amigo francés. Pero se llamaba Luis.
Doña Paula:
¿No sería Luis XV?
Maribel:
(Se ríe con todas sus ganas.) ¡Mira, esto sí que ha estado bien! ¡Tiene gracia tu tía! ¡Mira que preguntar si era el Luis ese! De verdad, hombre… Que me cae a mí simpática esta señora. (Y se da cuenta de que su risa es excesiva y desproporcionada, cuando todos la miran extrañados.) Bueno. Ustedes perdonen… Me voy a marchar ya. (Y se levanta para irse.) Con permiso.
Marcelino:
¿Otra vez, Maribel?
Maribel:
¿Pero qué pinto yo aquí? ¿Me quieres explicar?
Doña Matilde:
(Entusiasmada.) ¡Quédese de pie! ¡Quédese de pie! Y tú ponte junto a ella, Marcelino. (Marcelino se aproxima a ella y quedan de pie, uno al lado del otro. A doña Paula.) ¿Pero no ves la buena pareja que hacen? Delgados los dos… Altos los dos…
Doña Paula:
Una pareja estupenda, de verdad…
Doña Matilde:
Parece que ya los veo entrar en la iglesia cogidos del brazo…
Maribel:
¿En qué iglesia?
Doña Matilde:
Mire usted, hija mía. Nosotros veríamos con muy buenos ojos que se casara usted con Marcelino.
Maribel:
¿Que yo me casara con éste?
Doña Paula:
Siéntese, hágame el favor…
Maribel:
Con permiso.
(Y vuelve a sentarse, sin comprender nada, pero decidida a comprenderlo.)
Doña Matilde:
Mi hijo ha venido a Madrid, dispuesto a encontrar una novia para casarse, y formar un hogar. Una chica fina, educada y moderna, que le alegre un poco la vida, ya que al lado de un vejestorio como yo, el pobre se aburre bastante. Y se ha enamorado de usted, que reúne todas esas condiciones. Y aunque, según parece, su situación económica no es demasiado boyante, eso no nos preocupa lo más mínimo, ya que, afortunadamente, mi hijo dispone de unos bienes bien saneados.
Doña Paula:
Comprendemos perfectamente que se sienta extrañada el ser nosotras las que tratemos de este asunto, en lugar de ser él quien se haya declarado, como es corriente entre muchachos y muchachas.
Doña Matilde:
Pero él es como un niño, ¿sabe? Vergonzoso, apocado, sin iniciativa…
Marcelino:
(Molesto.) ¡No tanto mamá! Maribel va a creerse que soy un tonto o un inútil…
Doña Matilde:
Ni lo uno ni lo otro, pero tu cortedad no podemos negarla, porque es evidente.
Doña Paula:
No olvides que has estado siempre muy mimado y muy consentido y que desde niño estás acostumbrado a que todas las cosas te las solucione tu madre.
Doña Matilde:
Por eso he querido hablar yo con usted, hija mía. Por eso quise que mi hijo la trajera a nuestra casa.
Maribel:
Bueno, pero señora…
Doña Matilde:
No me llames señora. Llámame mamá.
Doña Paula:
Y a mí, llámame tía. Tía Paula. Y dame un beso.
(Y se acerca a ella, y le da un beso.)
Doña Matilde:
Y a mí otro, ¿quieres?
(Y también se acerca a ella para besarla. Las dos viejas, después, se abrazan. Marcelino va junto a Maribel, que no sabe qué decir.)
Marcelino:
¿Estás emocionada, Maribel?
Maribel:
(Tímidamente.) Me gustaría hablar contigo a solas.
Marcelino:
¿Habéis oído, mamá?
Doña Matilde:
Pues naturalmente.
Doña Paula:
No faltaría más. Estáis en vuestra casa.
Doña Matilde:
Además, entre unos prometidos que van a casarse próximamente…
(Y cuando van hacia la puerta del foro suena el timbre de la puerta.)
Doña Paula:
¡Huy! ¡Han llamado! ¿Quién será?
(Marcelino se separa de Maribel nervioso, y un poco irritado.)
Marcelino:
¡Eso digo yo! ¿Quién tiene que venir ahora? ¿Por qué llaman?
Doña Paula:
Pues no sé. Pero tampoco tiene tanta importancia que hayan llamado a la puerta.
Marcelino:
Me molesta que nos interrumpan en este preciso momento, cuando estábamos hablando con Maribel.
Maribel:
(Que está un poco sorprendida por el tono de la conversación.) Si quieren ustedes yo me marcho…
Doña Matilde:
Por favor, hija mía, nada de eso.
Marcelino:
Es absurdo, tía Paula, que sólo tengas una asistenta por las mañanas, en lugar de tener una muchacha todo el día.
Doña Paula:
Ya sabes que me gusta mucho vivir sola.
Marcelino:
Para tener que abrir la puerta a todo el mundo, ¿no es eso?
Doña Paula:
Bueno… ¿Abro o no?
Marcelino:
Sí, claro, abre.
(Maribel ha escuchado todo sorprendida y acobardada y con muchos deseos de marcharse. Doña Paula va a la puerta del foro y la abre. Entra Luis Roldán. Unos treinta y cinco años. Aire juvenil y simpático. Alegre. Optimista.)
Doña Paula:
¡Ah! ¡Pero si es el doctor! ¡Pase, pase usted!…
Don Luis:
¡Mi querida doña Paula! Buenas noches, señores… Beso a usted la mano, doña Matilde… ¿Qué tal, don Marcelino?
Marcelino:
Encantado, doctor.
Doña Paula:
Ya no me acordaba que tenía usted que venir a ponerme la inyección.
Doña Matilde:
Y nos ha sorprendido tanto que llamasen a estas horas…
Don Luis:
Realmente hoy me he retrasado un poquito.
Doña Paula:
Mira, Maribel, te voy a presentar a nuestro médico de cabecera, el doctor don Luis Roldán. Y aquí la señorita Maribel, casi, casi, la prometida de mi sobrino.
Don Luis:
¡Ah! ¡Muchísimo gusto! (A Marcelino) No ha podido usted encontrar una novia más seductora, don Marcelino. (A Maribel, después de mirarla detenidamente.) ¿Es usted española o extranjera?
Maribel:
(Acobardada por esta mirada.) De aquí.
Don Luis:
Lo decía porque tiene usted un cierto aire exótico que la llena de encanto.
Doña Matilde:
¿Verdad que sí, doctor?
Don Luis:
Les doy mi más cordial enhorabuena… (A Marcelino.) Ya le dije que en Madrid encontraría usted una buena novia para casarse. Y no ha podido usted ser más afortunado.
Doña Paula:
(A Maribel.) El doctor Roldán es un hombre amable y tiene la gentileza de venir a visitarme para vigilar un poco mis achaques.
Don Luis:
¡Nada de achaques, doña Paula! (A Maribel.) Más que profesionalmente, pudiéramos decir que vengo en visita de cortesía, pues doña Paula se encuentra en perfecto estado de salud.
Doña Matilde:
Y es que, gracias a Dios, en casa todos hemos sido muy robustos hasta que nos hemos muerto.
Don Luis:
Siempre tan ocurrente, doña Matilde…
Doña Paula:
Y ahora, cada dos días, viene a ponerme un inyectable, pues parece ser que tengo un poco baja la tensión.
Don Luis:
Pero como da igual un día que otro, si hoy están ustedes tan bien acompañados, yo no quisiera interrumpirles.
Doña Paula:
Por Dios… Maribel es ya como si fuera de la familia… Y el doctor en seguida termina… No te importa esperar un momento, ¿verdad?
Doña Matilde:
Eso. Y después seguiremos hablando… Hay que ultimar todos los detalles.
Doña Paula:
Voy a ir preparando las cosas en mi alcoba. ¿Me acompañas, Matilde? Y así, de paso, preparamos también el cóctel.
Don Luis:
¿El cóctel?
Doña Paula:
Queremos ofrecer un aperitivo a nuestra querida Maribel. Aperitivo al que, naturalmente, queda usted invitado…
Don Luis:
Muchísimas gracias, señoras…
Doña Matilde:
Hasta ahora mismo.
Doña Paula:
Hasta ahora mismo.
(Y las dos señoras hacen mutis por el foro.)
Don Luis:
Por fortuna, ahora puedo hacer visitas más largas, y que la mayor parte de la clientela se ha ido de veraneo.
Marcelino:
Y usted pronto se irá también, según nos dijo.
Don Luis:
En efecto. Dentro de una semana. ¿Y qué tal la fábrica, don Marcelino?
Marcelino:
Deseando volver lo antes posible. Estos negocios, como usted sabe, no se pueden abandonar durante mucho tiempo.
(Y Maribel sentada tímidamente en el sofá, mira a uno y a otro, sin saber qué decir ni qué hacer.)
Don Luis:
¡Ah! Se me olvidaba darles las gracias por las cajas de chocolatinas que tuvo la amabilidad de enviarme, y que son realmente exquisitas. A mi esposa le gustaron muchísimo.
Marcelino:
Por favor, no vale la pena…
Don Luis:
Supongo, señorita, que habrá usted tenido la satisfacción de probarlas…
Maribel:
(Cada vez más violenta.) Sí. Son buenas.
Marcelino:
La pobre Maribel se encuentra un poco cohibida, porque hoy, por primera vez, la he traído a casa para presentarles a mamá y a tía Paula.
Don Luis:
Estará usted encantada con ellas…
Maribel:
Sí. Son muy simpáticas, ¿verdad?
Don Luis:
Y unas buenísimas personas… Y aunque a don Marcelino sólo he tenido el placer de saludarle dos o tres veces, también me ha causado excelente impresión.
Marcelino:
Es usted muy amable.
Don Luis:
No hago otra cosa que ser sincero.
(Y ahora, por la puerta del foro, aparece Doña Matilde.)
Doña Matilde:
Marcelino.
Marcelino:
¿Qué quieres, mamá?
Doña Matilde:
Si puedes venir un momento, te lo agradecería. Quisiera consultarte algo sobre el aperitivo.
Marcelino:
Perdonen ustedes, pero la tía Paula se ha empeñado en hacer un cóctel, cosa de la que no tiene la menor idea.
Don Luis:
No faltaba más…
Marcelino:
Vuelvo en seguida, Maribel. (Y va hacia la puerta del foro, donde se ha quedado esperando doña Matilde.) ¿Vamos, mamá?
Doña Matilde:
Al instante estamos aquí…
(Y hacen mutis los dos. Don Luis y Maribel quedan solos. Se miran. Don Luis va hacia ella sonriente, y ella se levanta cohibida, como temiendo que él pueda conocerla de la barra del bar. Pero don Luis se limita a decir una frase trivial.)
Don Luis:
Parece que este verano se presenta poco caluroso…
(Maribel respira tranquila, no contesta y va hacia la puerta del foro para cerciorarse de que no hay nadie. Después se acerca a don Luis.)
Maribel:
Oiga.
Don Luis:
(Sorprendido de todas estas cosas.) Dígame.
Maribel:
Usted es el médico, ¿verdad?
Don Luis:
Sí. Claro… ¿Por qué?…
Maribel:
Y esta gente…, ¿está bien de la cabeza?
Don Luis:
¿Cómo que si están bien de la cabeza?
Maribel:
Vamos, quiero decir que si…
(Y se toca la sien con el índice.)
Don Luis:
Sí, sí. Lo comprendo perfectamente… Pero es que no me explico porqué hace usted esa pregunta, señorita.
Maribel:
(Ya un poco nerviosa.) Pero usted no es de pueblo, ¿verdad? Vamos, quiero decir que usted tiene aspecto de salir a la calle, y de andar por el mundo, y de saber lo que es la vida…
Don Luis:
Sí, claro. ¿Y qué?
Maribel:
Sí anda usted por el mundo, ¿cómo se explica entonces que me hayan dicho que si me quiero casar con el hijo?
Don Luis:
¿Y no le parece a usted natural? Él es joven y rico y tiene deseos de casarse. Usted también es joven y bonita. ¿Qué puede extrañarle?
Maribel:
(Ganada por la tranquilidad y la sinceridad del doctor.) Entonces, ¿está usted seguro que…, que de locos, nada?
Don Luis:
¿Pero cómo puede usted pensar una cosa así? Conozco desde hace muchos años a doña Paula, y ahora, últimamente, he tenido oportunidad de tratar a su hermana Matilde y a su hijo. Y puedo asegurarle que son unas bellísimas personas. Bien es verdad que doña Paula tiene algunas inocentes manías, como eso de empeñarse en vivir sola, sin tener un servicio fijo, y de no salir a la calle, y de alquilar visitas…
Maribel:
¡Ah! ¿Alquila visitas?
Don Luis:
Sí, para distraerse. Pero comprenda usted que, aunque no los represente, ni muchísimo menos, tiene ya cerca de ochenta años, y que estas pequeñas —diríamos chocheces, para ser más claros— son propias de su edad. Pero de loca, nada. Y de tonta, nada. En absoluto. Lo que pasa es que ahora a las personas inocentes y buenas se las llama locas o maniáticas, porque la verdadera bondad, por ser poco corriente, no la comprende nadie.
Maribel:
(Mirando al doctor con aire sospechoso.) ¡Ah! Claro… Y dígame. ¿Y usted tampoco está así…?
Don Luis:
¿Así? ¿Cómo?
Maribel:
Así, como un poquito majareta…
Don Luis:
(Un poco seco.) ¿Pero qué le pasa, señorita? ¿Por qué esa manía de que en esta casa todos estamos locos?
Maribel:
(Se sienta fatigada, sin comprender nada.) No, no. Perdóneme, por favor, no vaya a decirles que yo le he hecho todas estas preguntas… ¿Me lo promete?
Don Luis:
Puede usted estar tranquila, señorita. Considere esta conversación como una consulta de tipo profesional. (Y don Luis la mira extrañado. Y ella saca un espejo del bolso y se mira la cara por un lado y por otro. Y por el foro entra Marcelino con una bandeja de emparedados.)
Marcelino:
Aquí traigo estos emparedados que ha hecho mamá. (Y deja la bandeja sobre la mesa.) ¡Ah, Maribel! Están encantadas contigo, ¿sabes? Todos los elogios que han hecho delante de ti no son nada comparados con los que ahora, a solas, me acaban de hacer. (Y se vuelve a médico.) Perdón, doctor… Mi tía me ha dicho que ya tiene todo dispuesto para la inyección y que puede usted pasar a su dormitorio.
Don Luis:
Voy en seguida. Hasta ahora mismito.
Marcelino:
¿Le acompaño?
Don Luis:
Por Dios, conozco el camino perfectamente. (Y hace mutis por la puerta del foro. Marcelino va hacia la llave de la luz.)
Marcelino:
Voy a encender la luz. Ya es casi de noche.
Maribel:
(Angustiada.) ¡No! ¡No enciendas la luz!
Marcelino:
¿Pero qué ocurre con la luz?
Maribel:
(Triste. Apocada.) Con la luz se me notará.
Marcelino:
¿Qué es lo que se va a notar? No digas tonterías… (Y enciende. Maribel baja la cabeza avergonzada, como si se sintiera desnuda. Marcelino va hacia ella.) Con la luz estás más guapa todavía.
Maribel:
(Suplicante.) Yo quiero hablarte en serio.
Marcelino:
Ya está todo hablado, Maribel.
Maribel:
¡Pero esto es absurdo! ¡Yo no me puedo casar contigo!
Marcelino:
¿Por qué?
Maribel:
(Casi a punto de echarse a llorar.) ¿Pero no lo comprendes? ¿Es que vas a obligarme a… a hablar claro?
Marcelino:
¡Ah, ya! ¿Tienes acaso otro novio?
Maribel:
¡Tengo muchos novios! ¡Muchos! ¿Te enteras?
Marcelino:
Eso es natural, viviendo en una ciudad como ésta, y con la independencia con que tú vives… Pero a ésos que tú llamas novios, y que serán simplemente chicos para salir y divertirse, los dejarás ahora, ¿sabes? Los dejarás para casarte en seguida conmigo. ¿O es que…? ¿O es que no te gusto?
Maribel:
Eso me es igual. No se trata de que me gustes, o no me gustes…
Marcelino:
(Cambia de tono. Se aleja de ella.) Nunca he tenido suerte con las mujeres, y quizá a eso sea debido mi timidez, ¿comprendes? Desde muy joven empecé a sufrir pequeños fracasos amorosos, que a mí me parecían grandes, enormes, y que me torturaban y me dejaban triste años y años… Por eso, cuando entré por primera vez en aquel bar, y te vi en la barra, y noté que tú me mirabas y me sonreías…
Maribel:
(Casi gritando.) ¡Miro a todos! ¡Sonrío a todos!
Marcelino:
(Se acerca de nuevo, cariñoso.) Vamos, Maribel. No vayas a presumir ahora de coqueta o de mujer mala… Yo estoy seguro que a mí me sonreíste de una manera especial. Me miraste como nunca me había mirado ninguna otra mujer… Y yo lo noté y sentí algo… Bueno…, algo que es muy difícil de explicar. Por eso te quiero. Por eso deseo casarme contigo. ¿Quieres darme un beso, Maribel?
Maribel:
(Se separa de él avergonzada.) ¡No! ¡Déjame!
(Y por el foro, momentos antes, ha aparecido doña Matilde con una coctelera en la mano.)
Doña Matilde:
¡Pero Marcelino! ¿Cómo te atreves a querer besar a tu prometida en tu propia casa? Eso está muy feo, hijo. Y me alegra mucho que Maribel se haya negado, lo que demuestra que en esta época, a pesar de tanto modernismo, las mujeres son tan decentes como en nuestros tiempos.
Maribel:
(Decidida.) Yo tengo que irme, doña Matilde.
Doña Matilde:
Perdónale, Maribel. Para estas cosas es un chiquillo. Vamos, no debes enfadarte.
Marcelino:
No he querido ofenderte. Debes disculparme.
Doña Matilde:
Y, sobre todo, no puedes despreciar una copita de este cóctel que estoy batiendo, y que se llama gin-fizz. (Y agita la coctelera con ademán de «barman».)
Marcelino:
¿Quieres antes ir probando un emparedado?
Maribel:
No, muchas gracias. No me apetece nada.
Doña Matilde:
Ya te apetecerá… (Y le da la coctelera a Marcelino mientras ella hace lo que va diciendo.) Sigue batiendo esto, Marcelino, mientras yo preparo el disco de Elvis Presley para hacérselo oír al doctor. (A Maribel.) Ya verás cómo también te gusta a ti. Es un disco precioso… ¡Ah! ¿Y qué te ha parecido el doctor? Simpatiquísimo, ¿verdad? Y además un médico estupendo. Una verdadera notabilidad.
Marcelino:
¿Por qué no tomas un sandwich, Maribel?
Maribel:
(Suplicante. En voz baja.) Dame una copa antes. ¡Pronto! ¡Quiero beber algo!
Doña Matilde:
Será más correcto que esperemos a que vengan Paula y el doctor, ¿no os parece?
Marcelino:
Desde luego, mamá.
Doña Matilde:
(Que está cerca de la puerta del foro.) ¡Ah, ya están aquí! (Y por la puerta del foro entra doña Paula, seguida del doctor.)
Doña Paula:
¡Ah! ¿Habéis encendido? Qué bien. (Y Maribel procurando que nadie se dé cuenta, se toma de un trago el contenido de una copa.) El doctor me ha puesto la inyección y me ha tomado el pulso y esas cosas, y dice que estoy maravillosamente.
Marcelino:
¿De verdad, doctor? ¿Encuentra bien a la tía Paula?
Don Luis:
Doña Paula, de tener algo, sólo tiene aprensión.
Doña Paula:
Bien, en ese caso, ya ha llegado la hora de que tomemos una copita. ¿No es verdad, Maribel?
Maribel:
(Dócil.) Sí. Lo que ustedes quieran.
Marcelino:
Os estábamos esperando.
Doña Paula:
¿Has preparado el disco, Matilde?
Doña Matilde:
Sí. Ya está todo dispuesto.
Don Luis:
¿Y por qué en lugar de poner un disco no toca usted el piano, doña Paula? Usted es una consumada profesora.
Doña Paula:
¡Por Dios! ¡Qué horror! ¡Pero si sólo sé tocar cosas de mi época! Y a Maribel a lo mejor, esas cosas no le gustan nada.
Don Luis:
Hay cosas antiguas mucho más bonitas que las modernas. ¿No opina usted igual, señorita?
Maribel:
Sí, sí. Lo que ustedes prefieran.
Doña Paula:
Está bien. Si Maribel quiere que toque el piano, tocaré el piano. Yo no soy de las que se hacen de rogar… Pero antes bebamos el cóctel.
(Marcelino ha ido sirviendo los vasos de «gin-fizz» y la familia los va repartiendo. Maribel el suyo, se lo bebe de un trago. Y los demás brindan con acento tierno y emocionado.)
Doña Matilde:
Por la felicidad de nuestros hijos.
Doña Paula:
Porque sean todo lo dichosos que merecen.
Doña Matilde:
Por su bienestar.
Don Luis:
Por su salud…
Maribel:
(En voz baja a Marcelino.) Dame otro.
Marcelino:
¿Te gusta?
Maribel:
Sí. Mucho. Dame otro.
(Y mientras Marcelino se lo da, y Maribel se lo bebe de un trago, doña Paula habla; muy en plan de visita todos ellos.)
Doña Paula:
Por cierto, doctor, que no le he preguntado por sus niños. ¿Siguen tan guapos?
Don Luis:
Ya los he mandado a la Sierra, porque el calor de Madrid no les conviene nada.
Doña Paula:
¡Si vieras los niños que tiene el doctor, Maribel! ¡Una preciosidad! Un niño y una niña, los dos rubios, que son una verdadera monería.
Doña Matilde:
¿Te gustan a ti los niños, Maribel?
Maribel:
No sé…
Doña Paula:
¿NO sabes?
Maribel:
(Las dos copas la han animado un poco. Y quiere hablar. Hablar como hablan los demás.) Bueno, una amiga mía tiene uno, pero nunca lo veo. Pero a mi amiga sí le gustan, ¿sabe? Y los domingos no sale a lo suyo, y se lo dedica a él y lo saca a paseo. Y yo un día le compré una pelota de colores, de esas grandes, y su madre se la llevó, y dice que se puso muy contento… Pero yo no estoy segura, claro. Son cosas que se dicen por cumplir, ¿verdad?
Doña Paula:
Sí, a veces.
Maribel:
(Ya lanzada, quiere seguir.) Y la portera de mi casa, bueno, de la casa en donde está la pensión en que estoy viviendo, también tiene un sobrino… Pero ése es más travieso… ¡Jolín!
Doña Matilde:
(La interrumpe, ofreciéndola la bandeja.) ¿Un emparedado?
Maribel:
No. (A Marcelino.) Mejor otra copa… (Y vuelve a beber. Doña Paula ha ido a sentarse al piano. Los demás, mientras, observan con curiosidad a Maribel. Hay un silencio que Maribel rompe.) Bueno, tía Paula… ¿Y qué hace usted que no toca el piano?
Doña Paula:
(Solemne.) Sí, hija mía, sí. Para ustedes, y con todo mi cariño. «Para Elisa», de Beethoven. (Y empieza a tocar. Y todos escuchan, mientras va cayendo el
TELÓN.