12
El caballero de Tralfamadore

«Para decirlo de una manera puntual, adiós».

WINSTON NILES RUMFOORD

SATURNO TIENE NUEVE LUNAS, la más grande de las cuales es Titán.

Titán es sólo un poco más pequeña que Marte.

Titán es la única luna del Sistema Solar que tiene una atmósfera. Hay mucho oxígeno para respirar.

La atmósfera de Titán se parece a la que hay junto a la puerta trasera de una panadería de la Tierra en una mañana de primavera.

Titán tiene en su centro un horno químico natural que mantiene una temperatura ambiente uniforme de veintitrés grados.

Hay tres mares en Titán, cada uno del tamaño del lago Michigan de la Tierra. Las aguas de los tres son dulces y de un esmeralda claro. Los nombres de los tres son Winston, Niles y Rumfoord.

Existe un racimo de noventa y tres estanques y lagos que son el comienzo de un cuarto mar. El racimo es conocido con el nombre de Kazak.

Tres grandes ríos unen el Winston, el Niles, el Rumfoord y los Kazak. Estos ríos, con sus afluentes, son caprichosos, ya rugientes, ya tranquilos, ya precipitados. Su carácter está determinado por la complicada influencia fluctuante de ocho lunas iguales y por la prodigiosa influencia de Saturno que tiene noventa y cinco veces la masa de la Tierra. Los tres ríos son conocidos con el nombre de río Winston, río Niles y río Rumfoord.

Hay bosques, praderas y montañas.

La más alta es el monte Rumfoord, que tiene dos mil novecientos cuarenta metros de altura.

Titán brinda una vista incomparable de la belleza más asombrosa del Sistema Solar: los anillos de Saturno. Esas bandas deslumbrantes tienen sesenta y cinco mil kilómetros de largo y son apenas más gruesas que una hoja de afeitar.

En Titán los anillos se llaman el Arco Iris de Rumfoord.

Saturno describe un círculo alrededor del Sol.

Lo hace en veintinueve años y medio terrestres.

Titán describe un círculo alrededor de Saturno.

Titán describe, en consecuencia, una espiral alrededor del Sol.

Winston Niles Rumfoord y su perro Kazak eran fenómenos ondulatorios pulsando en espirales deformadas, con su origen en el Sol y su terminal en Betelgeuse. Toda vez que un cuerpo celeste interceptaba sus espirales, Rumfoord y su perro se materializaban en ese cuerpo.

Por razones aún misteriosas, las espirales de Rumfoord, Kazak y Titán coincidían exactamente.

De manera que Rumfoord y su perro estaban permanentemente materializados en Titán.

Rumfoord y Kazak vivían allí en una isla a un kilómetro y medio de la costa del mar Winston. Su casa era una reproducción impecable del Taj Mahal, en la India terrestre.

Había sido construida por mano de obra marciana.

Por un capricho perverso, Rumfoord llamó Dun Roamin[3] a su casa en Titán.

Antes de la llegada de Malachi Constant, Beatrice, Rumfoord y Crono, había una sola persona en Titán. Esa otra persona se llamaba Salo. Era viejo. Salo tenía once millones de años terrestres.

Salo era de otra galaxia, de la Pequeña Nube Magallánica. Medía un metro cuarenta de estatura.

La piel de Salo era de la textura y el color de la cáscara de una mandarina terrestre.

Salo tenía tres piernas finas como de gamo, y unos pies de diseño extraordinario; cada uno era una esfera inflable. Inflando esas esferas hasta el tamaño de una pelota de fútbol, Salo podía caminar sobre el agua. Reduciéndolas al tamaño de pelotas de golf, podía saltar por superficies duras a gran velocidad. Al desinflarlas del todo, sus pies se convertían en ventosas succionadoras. Salo podía trepar por las paredes.

Salo no tenía brazos. Tenía tres ojos, que podían percibir no sólo el llamado espectro visible, sino también los rayos infrarrojos y ultravioletas. Era puntual, es decir, vivía un momento por vez, y solía decir a Rumfoord que prefería ver los maravillosos colores de los extremos del espectro antes que el pasado o el futuro. Esto era un cuento porque Salo había visto, viviendo un momento por vez, mucho más del pasado y mucho más del Universo que Rumfoord. Recordaba también más de lo que había visto.

La cabeza de Salo era redonda y colgaba suspendida como una esfera de Cardán.

Su voz era como una bocina de bicicleta. Hablaba cinco mil lenguas, cincuenta de ellas terrestres, treinta y tres de las cuales eran lenguas muertas.

Salo no vivía en un palacio, aunque Rumfoord le había ofrecido construirle uno. Vivía al aire libre, cerca de la nave espacial que lo había llevado a Titán doscientos mil años antes. Su nave espacial era un plato volador, el prototipo de la flota de invasión marciana.

Salo tenía una historia interesante.

En el año terrestre 483441 antes de Cristo, había sido elegido por entusiasmo telepático popular como el espécimen más hermoso y el más sano, física y mentalmente, de su pueblo. La ocasión era el cien millonésimo aniversario del gobierno de su planeta natal en la Pequeña Nube Magallánica. El nombre de su planeta natal era Tralfamadore, que como el viejo Salo había traducido en una ocasión a Rumfoord, significaba todos nosotros y el número 541.

La duración de un año en su planeta natal, según sus propios cálculos, era 36.162 veces la duración de un año terrestre, de modo que la celebración en la que participaba era en realidad en honor de un gobierno de 361.620.000 años terrestres. En una ocasión Salo describió a Rumfoord esta forma durable de gobierno como anarquía hipnótica, pero se abstuvo de explicar su funcionamiento. «O entiendes en seguida lo que es», le dijo a Rumfoord, «o no tiene sentido tratar de explicártelo, viejo».

Su deber, al ser elegido representante de Tralfamadore, era llevar un mensaje sellado de «un confín del Universo al otro». Los que habían planeado la ceremonia no creían engañosamente que la proyectada ruta de Salo abarcaba el Universo. La imagen era poética, como la expedición de Salo. Salo tomaría el mensaje e iría tan rápido y tan lejos como lo permitiera la tecnología de Tralfamadore.

El mensaje mismo era ignorado por Salo. Había sido preparado por lo que Salo describió a Rumfoord como «una especie de universidad, sólo que nadie va. No hay ningún edificio, no hay ninguna facultad. Está todo el mundo y no está nadie. Es como una nube a la que cada uno ha soplado una bocanada de niebla y entonces la nube se encarga de los pensamientos pesados de todo el mundo. No quiero decir que sea realmente una nube. Quiero decir solamente que es algo así. Si no entiendes de qué estoy hablando, viejo, no vale la pena tratar de explicártelo. Todo lo que puedo decir es que no hay reuniones».

El mensaje estaba contenido en un estuche de plomo sellado, de cinco centímetros de lado y medio centímetro de espesor. El estuche mismo estaba contenido en una red de malla de oro que colgaba de una banda de acero inoxidable encajada en el tallo que podía llamarse el cuello de Salo.

Salo tenía órdenes de no abrir la red y el estuche hasta que no llegara a destino. Su destino no era Titán. Su destino estaba en una galaxia que empezaba a dieciocho millones de años luz más allá de Titán. Los planeadores de las ceremonias en las que había participado Salo no sabían qué iba a encontrar Salo en la galaxia.

Salo no ponía en tela de juicio el buen sentido de su misión porque, como todos los tralfamadorianos, era una máquina. Como máquina debía hacer lo que se suponía que era su objetivo.

De todas las órdenes que Salo había recibido antes de despegar de Tralfamadore, la más importante era la de que no debía abrir el mensaje en el camino, por ningún motivo.

Tanto se había insistido en esa orden, que se convirtió en el núcleo mismo del ser del pequeño mensajero tralfamadoriano.

En el año terrestre 203117 antes de Cristo, Salo se vio obligado a bajar al Sistema Solar debido a dificultades mecánicas. Lo obligó la total desintegración de una pequeña parte de la central eléctrica de su nave espacial, parte del tamaño de un abridor de latas de cerveza. Salo no tenía inclinación por la mecánica y tenía apenas una vaga idea de cómo era o debía ser la parte que faltaba. Como la nave de Salo era propulsada por VULLS, la Voluntad Universal de Llegar a Ser, su central energética no se prestaba a los chapuceos de un mecánico aficionado.

No es que la nave de Salo estuviera totalmente fuera de uso. Todavía funcionaba, pero renqueando, a sólo unas sesenta y ocho mil millas por hora. Podía hacer cortos saltos alrededor del Sistema Solar, aun mutilado, y copias de la nave estropeada prestaron inestimables servicios al esfuerzo bélico de Marte. Pero la nave mutilada era de una lentitud imposible para los propósitos de la gestión intergaláctica de Salo.

De modo que el viejo Salo saltó a Titán y mandó a Tralfamadore noticias de su trance. Envió el mensaje con la velocidad de la luz, lo cual significaba que tardaría ciento cincuenta mil años terrestres en llegar a Tralfamadore.

Se dedicó a distintos hobbies que lo ayudaron a pasar el tiempo. El principal era la escultura, el cultivo de margaritas titánicas y la observación de las diversas actividades de la Tierra. Podía hacerlo mediante el visor del tablero de comando de la nave, hecho añicos. El visor era suficientemente potente como para que Salo pudiera seguir las actividades de las hormigas terrestres, si así lo deseaba.

A través de ese visor obtuvo la primera respuesta de Tralfamadore. La respuesta estaba escrita en la Tierra con grandes piedras en una llanura de lo que ahora es Inglaterra. Las ruinas de la respuesta aún existen, y son conocidas con el nombre de Stonehenge. El significado de Stonehenge en tralfamadoriano, visto desde arriba es el siguiente: «Sustituir parte aplastada a mayor velocidad posible».

Stonehenge no era el único mensaje que había recibido el viejo Salo.

Había habido otros cuatro, todos ellos escritos en la Tierra.

La Gran Muralla China, vista desde arriba, significaba en tralfamadoriano: «Sé paciente. No te hemos olvidado».

La Casa Dorada del emperador romano Nerón significaba: «Estamos haciendo lo mejor que podemos».

El significado del Kremlin, en Moscú, cuando se hicieron las primeras murallas, era: «Estarás en camino antes de lo que piensas».

El significado del Palacio de la Liga de las Naciones en Ginebra, Suiza, era el siguiente: «Alista tus cosas y prepárate para partir a corto plazo».

La simple aritmética revelará que estos mensajes llegaron todos a velocidades muy superiores a la velocidad de la luz, y que tardaron ciento cincuenta mil años en llegar a Tralfamadore. Salo había recibido una respuesta de Tralfamadore en menos de cincuenta mil años.

Para alguien tan primitivo como un terráqueo es grotesco explicar cómo se efectuaron esas rápidas comunicaciones. Baste decir, para tan primitiva compañía, que los tralfamadorianos eran capaces de hacer rebotar ciertos impulsos de la Voluntad Universal de Llegar a Ser en la arquitectura abovedada del Universo a una velocidad unas tres veces superior a la de la luz. Y eran capaces de enfocar y modular esos impulsos para influir en criaturas muy, muy alejadas, e incitarlas a servir a los fines de Tralfamadore.

Era una manera maravillosa de conseguir que se hicieran las cosas en lugares muy, muy alejados de Tralfamadore. Era con mucho la manera más rápida.

Pero no resultaba barato.

El viejo Salo no estaba equipado para comunicar y conseguir que las cosas se hicieran de esa manera, aun a distancias cortas. El mecanismo y la cantidad de Voluntad Universal de Llegar a Ser utilizados en el proceso eran colosales, y exigían los servicios de miles de técnicos.

Y aun el poderoso aparato tralfamadoriano, de poderosa energía y poderosa dotación, no era particularmente preciso. El viejo Salo había observado muchas fallas en las comunicaciones con la Tierra. En la Tierra empezaban a florecer las civilizaciones, y los participantes empezaban a construir tremendas estructuras que evidentemente serían mensajes en tralfamadoriano, y entonces las civilizaciones se desinflaban sin haberlas terminado.

El viejo Salo había visto ocurrir eso cientos de veces.

El viejo Salo le había dicho a su amigo Rumfoord una cantidad de cosas interesantes sobre la civilización de Tralfamadore, pero nunca le había hablado de los mensajes y las técnicas de envío.

Todo lo que le había dicho a Rumfoord era que había enviado a su patria un mensaje para avisar que estaba en dificultades y que esperaba que de un momento a otro llegara una pieza de repuesto. La mente del viejo Salo era tan diferente de la de Rumfoord, que éste no podía leer en su pensamiento.

Salo estaba agradecido a esa barrera existente entre sus pensamientos, porque tenía un miedo mortal de lo que Rumfoord diría al descubrir que las gentes de Salo habían tenido mucho que ver en el emporcamiento de la historia de la Tierra. Aunque Rumfoord había sido infundibulado cronosinclásticamente y cabía esperar que tuviera una visión más amplia de las cosas, Salo había descubierto que seguía siendo un terráqueo sorprendentemente provinciano en el fondo del corazón.

El viejo Salo no quería que Rumfoord descubriera lo que los tralfamadorianos estaban haciendo a la Tierra, porque estaba seguro de que se ofendería, de que se volvería contra Salo y contra todos los tralfamadorianos. Y Salo no podía soportarlo, porque amaba a Winston Niles Rumfoord.

No había nada ofensivo en este amor. Es decir, no era homosexual. No podía serlo, pues Salo no tenía sexo.

Era una máquina, como todos los tralfamadorianos.

Estaba armado con clavijas, grampas, tuercas, pernos e imanes. Su piel color mandarina que era tan expresiva cuando estaba emocionalmente perturbado, se podía poner o sacar como una camiseta. Un cierre relámpago magnético la mantenía cerrada.

Según Salo, los tralfamadorianos se manufacturaban el uno al otro. Nadie sabía con certeza cómo había llegado a la existencia la primera máquina.

La leyenda era la siguiente:

Hubo una época en que en Tralfamadore había criaturas que no eran como máquinas. No eran dependientes. No eran eficientes. No eran dignas de confianza. No eran duraderas. Y esas pobres criaturas estaban obsesionadas por la idea de que todo lo que existía debía tener una finalidad y que algunas finalidades eran más elevadas que otras.

Esas criaturas se pasaban la mayor parte del tiempo tratando de descubrir cuál era su finalidad. Y cada vez que encontraban lo que parecía ser una finalidad de ellos, parecía tan baja que las criaturas se llenaban de asco y vergüenza.

Y antes de servir una finalidad tan baja, las criaturas hacían una máquina que la sirviera. Así las criaturas quedaban libres de ponerse al servicio de finalidades más elevadas. Pero cada vez que encontraban una finalidad elevada, resultaba que no era lo bastante.

Entonces se hacían máquinas para ponerlas al servicio de finalidades aún más elevadas.

Y las máquinas lo hacían todo con tanta pericia que finalmente se les confió la tarea de descubrir cuál debía ser la finalidad más elevada de las criaturas.

Las máquinas informaron con toda honestidad que no lo sabían realmente.

A continuación las criaturas empezaron a asesinarse entre sí, porque detestaban por encima de todo las cosas sin finalidad.

Y descubrieron que ni siquiera servían para asesinar. De modo que confiaron ese trabajo a las máquinas, también. Y las máquinas terminaron el trabajo en menos tiempo del que se tarda en decir «Tralfamadore».

Por medio del visor del tablero roto de su nave espacial, el viejo Salo observaba ahora el acercamiento a Titán de la nave espacial que transportaba a Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono. La nave estaba preparada para aterrizar automáticamente en la orilla del mar Winston.

Debía aterrizar entre dos millones de estatuas del tamaño de seres humanos. Salo había hecho las estatuas a un ritmo de unas diez por año terrestre.

Las estatuas estaban concentradas en la región del mar Winston porque estaban hechas de turba titánica. La turba titánica abunda junto al mar Winston, a sólo centímetros bajo la superficie del suelo.

La turba titánica es una sustancia curiosa y, para un escultor natural y sincero, atractiva.

Al extraerla, la turba titánica tiene la consistencia de la masilla terrestre.

Después de una hora de exposición a la luz y el aire de Titán, la turba tiene la cohesión y la dureza del yeso de París.

Después de dos horas de exposición, es dura como el granito y debe ser trabajada con escoplo.

Después de tres horas de exposición, nada sino el diamante raya la superficie de la turba titánica.

Para hacer tantas estatuas Salo se había inspirado en las llamativas conductas de los terráqueos. Lo que inspiraba a Salo no era tanto lo que los terráqueos hacían, sino cómo lo hacían.

Los terráqueos se comportaban en todas las ocasiones como si hubiera un gran ojo en el cielo y como si ese gran ojo estuviera ansioso de diversión.

El gran ojo tenía un hambre glotona de gran teatro. El gran ojo era indiferente a que los espectáculos de la Tierra fueran comedia, tragedia, farsa, sátira, atletismo o vaudeville. Su exigencia, que al parecer los terráqueos consideraban tan irresistible como la gravedad, era que los espectáculos fuesen grandes.

La exigencia era tan poderosa que los terráqueos casi no hacían otra cosa que actuar para satisfacerla, noche y día, incluso en sus sueños.

El gran ojo era el único público que a los terráqueos les interesaba realmente. Las actuaciones más fantásticas que Salo había visto eran las de terráqueos que estaban terriblemente solos. Imaginaban que el gran ojo era su único público.

Salo, con sus estatuas duras como el diamante, había tratado de conservar algunos de los estados mentales de esos terráqueos que habían montado los espectáculos más interesantes para el gran ojo imaginado.

No menos sorprendentes que las estatuas eran las margaritas titánicas que abundaban junto al mar Winston. Cuando en el año 203117 antes de Cristo, Salo llegó a Titán, las margaritas titánicas eran flores minúsculas, estrelladas, amarillas, de apenas medio centímetro de diámetro.

Entonces Salo comenzó a hacer un cultivo selectivo.

Cuando Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono llegaron a Titán, la típica margarita titánica tenía un tallo de un metro veinte de diámetro y una flor lavanda manchada de rosa de más de una tonelada.

Salo, que había observado la cercanía de la nave espacial de Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono, infló sus pies hasta darles el tamaño de pelotas de fútbol. Caminó por las aguas esmeralda claro del mar Winston, cruzándolas hasta el Taj Mahal de Winston Niles Rumfoord.

Entró en el patio cerrado del palacio, dejó salir el aire de los pies. El aire silbó. El silbido repercutió en las paredes.

La reposera lavanda de Winston Niles Rumfoord estaba vacía junto a la piscina.

—¿Skip? —llamó Salo. Usaba el más íntimo posible de todos los nombres de Rumfoord, el de su infancia, a pesar de que a Rumfoord le fastidiaba que lo usara. No lo usaba para hacerlo sufrir. Lo usaba para afirmar la amistad que sentía por Rumfoord, para probar un poco la amistad y verla triunfar elegantemente de la prueba.

Había una razón para que Salo sometiera la amistad a una prueba de colegial. Nunca había visto, nunca había oído hablar de la amistad antes de llegar al Sistema Solar. Era una novedad fascinante para él. Tenía que jugar con ella.

—¿Skip? —llamó Salo de nuevo.

El aire tenía un sabor desusado. Salo lo identificó a tientas como ozono. Era incapaz de explicarlo.

Aún ardía un cigarrillo en el cenicero junto a la silla, de modo que no hacía mucho que Rumfoord se había ido.

—¿Skip? ¿Kazak? —llamó Salo. Era insólito que Rumfoord no estuviera dormitando en su silla, que Kazak no dormitara a su lado. El hombre y el perro se pasaban la mayor parte del tiempo junto a la piscina, controlando las señales procedentes de sus otros yoes a través del espacio y del tiempo. Rumfoord estaba por lo general inmóvil en su silla, con los dedos de una mano lánguida, colgante, enterrada en el pelo de Kazak. Kazak por lo general se quejaba y contraía en sueños.

Salo miró el agua de la piscina rectangular. En el fondo de la piscina, en ocho metros de agua, estaban las tres sirenas de Titán, las tres hermosas hembras humanas que habían sido ofrecidas al lascivo Malachi Constant hacía tanto tiempo.

Eran estatuas hechas por Salo con turba titánica. De los millones de estatuas hechas por Salo, sólo estas tres estaban pintadas con colores naturales. Había sido necesario pintarlas para darles importancia dentro del ambiente suntuoso, oriental, del palacio de Rumfoord.

—¿Skip? —llamó Salo de nuevo.

Kazak, el sabueso del espacio, respondió a la llamada. Salió del edificio abovedado y con minaretes que se reflejaba en la piscina. Emergió calladamente de las sombras de encaje de la gran cámara octogonal.

Parecía envenenado.

Se estremeció y miró fijo un punto a un lado de Salo. No había nada.

Se detuvo, como si se preparara para el terrible dolor que le costaría un paso más.

Y entonces ardió y crepitó en un fuego de San Telmo.

El fuego de San Telmo es una descarga eléctrica luminosa y la criatura afectada por él no sufre más molestia que la que le causaría el cosquilleo de una pluma. De todos modos, es como si la criatura se incendiara y no es extraño que se desmaye.

La descarga luminosa de Kazak era horrible de ver. Y renovó el tufo de ozono.

Kazak no se movió. Su capacidad de sorpresa ante la asombrosa exhibición se había agotado hacía mucho tiempo. Toleraba la hoguera con fatigado pesar.

La hoguera se extinguió.

Rumfoord apareció en el portal. También él parecía desaliñado y apático. Una banda de desmaterialización, una banda de nada de un ancho de treinta centímetros pasó por Rumfoord de la cabeza a los pies. A ésta le siguieron dos bandas estrechas separadas por dos centímetros y medio.

Rumfoord mantuvo las manos en alto, con los dedos separados. De las puntas de los dedos salían rayos de fuego de San Telmo rosa, violeta, verde pálido. En el pelo le chisporroteaban breves rayos de oro pálido, poniéndole un halo de oropel.

—Paz —dijo Rumfoord débilmente.

El fuego de San Telmo se extinguió en Rumfoord.

Salo estaba despavorido.

—Skip… —dijo—. ¿Qué… qué pasa, Skip?

—Las manchas del sol —dijo Rumfoord. Se arrastró hasta la reposera lavanda, tendió en ella su gran corpachón, y se cubrió los ojos con una mano floja y blanca como un pañuelo mojado.

Kazak yacía a su lado. Estaba temblando.

—Nunca… nunca te he visto así hasta ahora —dijo Salo.

—Nunca ha habido en el Sol una tormenta como ésta hasta ahora —dijo Rumfoord.

A Salo no le sorprendió saber que las manchas del sol afectaban a sus amigos infundibulados cronosinclásticamente. Muchas veces había visto a Rumfoord y Kazak enfermos por las manchas del sol, pero el síntoma más grave había sido una náusea pasajera. Las chispas y las bandas de desmaterialización eran nuevas.

Ahora que Salo observaba a Rumfoord y Kazak, se volvieron por un momento bidimensionales, como figuras pintadas en banderas ondulantes.

Se estabilizaron, se volvieron otra vez redondas.

—¿Puedo hacer algo, Skip? —dijo Salo.

Rumfoord gruñó.

—¿La gente nunca dejará de hacer esas preguntas horribles? —dijo.

—Lo siento —dijo Salo. Sus pies estaban tan desinflados que eran cóncavos, convertidos en ventosas. Hacían un ruido de succión en el pavimento pulido.

—¿No puedes dejar de hacer ruido? —dijo Rumfoord de mal humor.

El viejo Salo quiso morirse. Era la primera vez que su amigo Winston Niles Rumfoord le decía palabras desagradables. Salo no podía soportarlo.

El viejo Salo cerró dos de sus tres ojos. El tercero estaba presa en dos manchas azules abigarradas en el cielo. Las manchas eran dos pájaros, dos azulejos de Titán suspendidos en el aire.

La pareja había encontrado un sostén.

Ninguno de los dos grandes pájaros agitaba un ala.

Ni un solo movimiento, ni siquiera el de una pluma, era inarmónico. La vida era un sueño suspendido en el aire.

—Gro —dijo socialmente un azulejo de Titán.

—Gro —convino el otro.

Los pájaros cerraron las alas simultáneamente y cayeron desde la altura como piedras.

Parecían desplomarse en una muerte segura fuera de las paredes de Rumfoord. Pero se remontaron de nuevo, iniciando otro ascenso largo y fácil.

Esta vez subieron a un cielo rayado por la huella de vapor de la nave espacial en que viajaban Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono. La nave estaba por aterrizar.

—¿Skip? —dijo Salo.

—¿Tienes que llamarme así? —dijo Rumfoord.

—No —dijo Salo.

—Entonces no lo hagas —dijo Rumfoord—. No me gusta ese nombre, a menos que lo use alguien que me conoce desde chico.

—Pensé que… como amigo tuyo… —dijo Salo—, yo podía…

—¿Por qué no terminamos con esta falsa amistad? —dijo Rumfoord cortante.

Salo cerró el tercer ojo. La piel de su torso se estiró.

—¿Falsa?

—¡Tus pies están haciendo ese ruido otra vez! —dijo Rumfoord.

—¡Skip! —exclamó Salo. Rectificó esa insoportable familiaridad—. ¡Winston, es como una pesadilla que me estés hablando así! Creí que éramos amigos.

—Digamos que nos hemos ingeniado para ser de alguna utilidad el uno para el otro, y que quede en eso —dijo Rumfoord.

La cabeza de Salo se meció suavemente sobre sus cojinetes a bolilla.

—Pensé que había habido algo más que eso —dijo al fin.

—Digamos —dijo Rumfoord ácido— que hemos descubierto el uno en el otro un medio para nuestros fines distintos.

—Yo… yo estaba contento de ayudarte… y confío en haberte ayudado de verdad —dijo Salo. Abrió los ojos. Tenía que ver la reacción de Rumfoord. Seguramente se mostraría amistoso de nuevo, porque Salo realmente lo había ayudado con generosidad.

—¿No te he dado la mitad de mi VULLS? —dijo Salo—. ¿No te dejé copiar mi nave para Marte? ¿No despaché las primeras misiones de reclutamiento? ¿No te ayudé a calcular la manera de controlar a los marcianos, para que no causaran trastornos? ¿No me pasé los días y los días ayudándote a concebir la nueva religión?

—Sí —dijo Rumfoord—. ¿Pero qué hiciste después por mí?

—¿Qué? —dijo Salo.

—Nada —dijo Rumfoord cortante—. Es la última línea de una vieja broma que hacen en la Tierra, y no muy divertida, en estas circunstancias.

—Ah —dijo Salo—. Conocía una cantidad de bromas de la Tierra, pero esa no.

—¡Esos pies! —gritó Rumfoord.

—¡Perdón! —gritó Salo—. Si pudiera llorar como un terráqueo, lo haría. —No podía controlar sus molestos pies. Siguieron haciendo los ruidos que Rumfoord de pronto detestaba tanto—. ¡Lo siento por todo! Lo que sé es que he tratado siempre de ser un verdadero amigo, y que nunca pedí nada en cambio.

—¡No tenías por qué pedir! —dijo Rumfoord—. No tenías por qué pedir nada. Todo lo que debías hacer era sentarte y esperar a que te cayera en la mano.

—¿Qué es lo que yo quería que me cayera en la mano? —dijo Salo incrédulo.

—La pieza de repuesto de tu nave espacial —dijo Rumfoord—. Ya está casi aquí. Está llegando, señor. El chico de Constant la tiene, lo llama su amuleto, como si tú no lo supieras.

Rumfoord se sentó, se puso verde, hizo una seña pidiendo silencio.

—Perdóname —dijo—, me siento mal de nuevo.

Winston Niles Rumfoord y su perro Kazak estaban enfermos otra vez, más violentamente que antes. El pobre y viejo Salo pensó que ahora desaparecerían chisporroteando o estallarían.

Kazak aulló en una bola de fuego de San Telmo.

Rumfoord se mantuvo derecho, los ojos desorbitados, como una columna orgullosa.

Este ataque también pasó.

—Discúlpame —dijo Rumfoord con mordaz corrección—. ¿Decías…?

—¿Qué? —dijo Salo desanimado.

—Estabas diciendo algo o por decirlo —dijo Rumfoord. Sólo el sudor de sus sienes traicionaba el hecho de que acabara de pasar por un tormento. Puso un cigarrillo en una larga boquilla de hueso, lo encendió. Proyectó la mandíbula. La boquilla apuntó hacia arriba—. No volveremos a ser interrumpidos durante tres minutos —dijo—. ¿Decías?

Salo tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el tema de la conversación. Cuando se acordó, se sintió más perturbado que nunca. Le había ocurrido la peor de las cosas posibles. Rumfoord no sólo había descubierto, al parecer, la influencia de Tralfamadore en los asuntos de la Tierra, lo cual lo hubiera ofendido bastante, sino que se consideraba a sí mismo, de algún modo, una de las principales víctimas de esa influencia.

Salo había tenido de vez en cuando la incómoda sospecha de que Rumfoord estaba bajo la influencia de Tralfamadore, pero había expulsado el pensamiento de su mente porque no podía hacer nada al respecto. Ni siquiera lo había discutido, porque discutirlo con Rumfoord hubiera significado sin duda la ruina inmediata de su hermosa amistad. Muy débilmente, Salo exploró la posibilidad de que Rumfoord no supiera tanto como parecía.

—Skip… —dijo.

—¡Por favor! —dijo Rumfoord.

—Mr. Rumfoord… —dijo Salo—, ¿usted cree que lo he usado de alguna manera?

—Tú no —dijo Rumfoord—. Las máquinas como tú, allá en tu precioso Tralfamadore.

—Ajá —dijo Salo—. ¿Te… te parece… que has sido usado, Skip?

—¡Tralfamadore —dijo Rumfoord con amargura—, llegó al Sistema Solar, me pescó y me usó como a un monigote!

—Si podías verlo en el futuro —dijo Salo lastimero—, ¿por qué no lo mencionaste antes?

—A nadie le gusta pensar que lo están usando —dijo Rumfoord—. Uno se niega a admitirlo hasta último momento. —Torció la boca—. Quizá te sorprenda saber que siento cierto orgullo, por estúpido y errado que pueda ser, en adoptar mis propias decisiones por mis propias razones.

—No me sorprende —dijo Salo.

—¿Ajá? —dijo desagradablemente Rumfoord—. Pensé que era una actitud demasiado sutil para que una máquina la pescara.

Éste era, sin duda, el punto débil de su relación. Salo era una máquina, porque había sido diseñado y manufacturado. Él no lo ocultaba. Pero hasta entonces Rumfoord nunca había usado el hecho como un insulto. Ahora lo usaba decididamente como un insulto. A través de un fino velo de noblesse oblige, Rumfoord dio a entender a Salo que ser una máquina era ser insensible, no tener imaginación, ser vulgar, era ser tenaz sin una pizca de conciencia.

Salo era patéticamente vulnerable a esta acusación. Que Rumfoord supiera tan bien cómo herirlo era un tributo a la intimidad espiritual que ambos habían compartido alguna vez.

Salo cerró de nuevo dos de sus tres ojos, contempló de nuevo los azulejos de Titán suspendidos en el aire. Los pájaros eran grandes como águilas terrestres.

Salo deseó ser un azulejo de Titán.

La nave espacial donde viajaban Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono se meció sobre el palacio y aterrizó en la orilla del mar Winston.

—Te doy mi palabra de honor —dijo Salo—, yo no sabía cómo te usaban, y no tenía la menor idea de lo que…

—Máquina —dijo Rumfoord con desprecio.

—Dime, ¿para qué has sido usado, por favor? —dijo Salo—. Palabra de honor, no tengo la más vaga…

—¡Máquina! —dijo Rumfoord.

—Si piensas tan mal de mí, Skip… Winston… Mr. Rumfoord —dijo Salo—, después de todo lo que he hecho e intentado en el solo nombre de la amistad, seguramente nada de lo que yo pueda decir o hacer cambiará tu opinión.

—Precisamente lo que una máquina diría —dijo Rumfoord.

—Es lo que una máquina dijo —replicó Salo humildemente. Infló sus pies hasta el tamaño de pelotas de fútbol, preparándose a salir del palacio de Rumfoord y caminar sobre las aguas del mar Winston, para no volver nunca. Sólo cuando sus pies estuvieron completamente inflados advirtió el desafío que contenían las palabras de Rumfoord. Contenían una clara insinuación de que el viejo Salo aún podía hacer algo para arreglar de nuevo las cosas.

A pesar de ser una máquina, Salo era lo bastante sensato como para saber que preguntar de qué se trataba hubiera sido rebajarse. Se puso rígido. En nombre de la amistad, se rebajaría.

—Skip… —dijo—, dime qué debo hacer. Todo… absolutamente todo.

—Dentro de muy poco —dijo Rumfoord— una explosión hará volar la terminal de mi espiral, borrándola del Sol, borrándola del Sistema Solar.

—¡No! —gritó Salo—. ¡Skip! ¡Skip!

—No, no, nada de compasión, por favor —dijo Rumfoord, retrocediendo por temor a que lo tocaran—. Es algo muy bueno, de veras. Veré una cantidad de cosas nuevas, de criaturas nuevas. —Trató de sonreír—. Uno se cansa, sabes, de estar preso en la monótona relojería del Sistema Solar. —Se rió ásperamente—. Después de todo —dijo—, no es como si me muriera o algo por el estilo. Todo lo que ha sido será siempre, y todo lo que será siempre ha sido. —Sacudió la cabeza rápidamente y dejó caer una lágrima que sin saberlo le colgaba del párpado.

»Aunque el pensamiento infundibulado cronosinclásticamente es consolador —dijo—, de todos modos me gustaría saber cuál ha sido el punto principal de este episodio del Sistema Solar.

—Tú… tú lo has resumido mucho mejor de lo que nadie podría en tu Breve Historia de Marte —dijo Salo.

—La Breve Historia de Marte —dijo Rumfoord— no menciona el hecho de que he sido poderosamente influido por fuerzas emanadas del planeta Tralfamadore. —Hizo rechinar los dientes.

»Antes que mi perro y yo estallemos en el espacio como chinches —dijo Rumfoord— me gustaría mucho saber cuál es el mensaje que tú llevas.

—No… no sé —dijo Salo—. Está sellado. Tengo órdenes…

—Contra todas las órdenes de Tralfamadore —dijo Winston Niles Rumfoord—, contra todos tus instintos de máquina, pero en nombre de nuestra amistad, Salo, quiero que abras el mensaje y me lo leas ahora.

Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y el joven Crono, el niño salvaje, comían de mal talante a la sombra de una margarita titánica, a orillas del mar Winston. Cada miembro de la familia tenía una estatua para apoyarse.

El barbudo Malachi Constant, playboy del Sistema Solar, usaba todavía el traje amarillo brillante con los signos de interrogación anaranjados. Era el único traje que tenía.

Constant se apoyó en una estatua de San Francisco de Asís. San Francisco estaba tratando de amistarse con dos enormes pájaros hostiles y aterradores, al parecer dos águilas calvas. Constant no podía identificar correctamente a los pájaros como azulejos, porque aún no había visto un azulejo titánico. Había llegado a Titán apenas una hora antes.

Beatrice, que parecía una reina gitana, se consumía al pie de la estatua de un joven estudiante de física. A primera vista, el científico con su guardapolvo de laboratorio, parecía un perfecto servidor de la verdad y nada más que la verdad. A primera vista, uno quedaba convencido de que nada sino la verdad podía agradarle allí sonriente ante su tubo de ensayo. A primera vista uno pensaba que estaba tan por encima de las preocupaciones bestiales de la humanidad como los harmoniums en las cuevas de Mercurio. Allí, a primera vista, había un joven sin vanidad, sin codicia, y uno aceptaba al pie de la letra el título que Salo había grabado en la estatua: Descubrimiento de la Energía Atómica.

Y entonces uno advertía que el joven buscador de la verdad estaba en erección de una manera chocante.

Beatrice todavía no se había dado cuenta.

El joven Crono, moreno y peligroso como su madre, ya estaba cometiendo o intentando su primer acto de vandalismo. Estaba tratando de inscribir una mala palabra terrena en la base de la estatua en la cual se había apoyado. Intentaba hacerlo con la punta aguda de su amuleto.

La turba titánica estacionada, casi tan dura como el diamante, fue la que en cambio melló la punta.

La estatua en la que Crono estaba trabajando era un grupo familiar, un hombre de Neanderthal, su compañera y su hijo. Era una obra muy conmovedora. Las criaturas achaparradas, andrajosas y desvalidas eran tan feas que resultaban hermosas.

Su importancia y universalidad no quedaba menoscabada por el título satírico que Salo había dado a la obra. Había puesto títulos terribles a todas sus estatuas, como para proclamar desesperadamente que no se tomaba en serio, ni un solo instante, como artista. El título de la familia de Neanderthal derivaba del hecho de que el niño estaba contemplando un pie humano asándose en un tosco asador.

El título era Este lechón chiquitito.

—Ocurra lo que ocurra, sea hermoso, o triste, o feliz, o aterrador —decía Malachi Constant a su familia allí en Titán—, que me cuelguen si respondo. Cuando parece que algo o alguien quiere que yo actúe de una manera determinada, me echo a temblar. —Lanzó una mirada a los anillos de Saturno. Frunció los labios—. ¿No es demasiado hermoso para decirlo con palabras? —Escupió en el suelo.

»Si alguien espera alguna vez utilizarme de nuevo en algún plan tremendo —dijo Constant—, que se prepare para una gran decepción. Será mucho mejor que trate de despertar a una de esas estatuas.

Escupió de nuevo.

—Por lo que a mí se refiere —dijo Constant—, el Universo es un depósito de chatarra, en el que todo está sobrevalorado. Yo voy hurgando entre los montones de trastos, buscando una ganga. Todas las llamadas gangas —dijo Constant— han sido conectadas con finos cables a un ramillete de dinamita.

Escupió de nuevo.

—Renuncio —dijo Constant.

»Me retiro —dijo Constant.

»Abandono —dijo Constant.

La pequeña familia de Constant asintió sin entusiasmo. El buen discurso de Constant era mercadería rancia. Lo había pronunciado varias veces durante los diecisiete meses de viaje de la Tierra a Titán, y era, al fin y al cabo, una filosofía de rutina para todos los veteranos de Marte.

En realidad Constant no hablaba para su familia. Lo hacía en voz alta, de modo que su voz llegara a cierta distancia del bosque de estatuas y del mar Winston. Estaba pronunciando una declaración política para beneficio de Rumfoord o de cualquier otro que anduviera por allí cerca espiando.

—¡Hemos participado por última vez —dijo Constant en voz alta— en experimentos, peleas y festivales que no nos gustan o no entendemos!

«¡Entendemos!» dijo el eco que devolvió la pared de un palacio construido en una isla, a cien metros de la costa. El palacio era, desde luego, Dun Roamin, el Taj Mahal de Rumfoord. A Constant no le sorprendió verlo allí. Lo había descubierto al desembarcar de su nave espacial, brillando como la Ciudad de Dios de San Agustín.

—¿Qué sucede a continuación? —preguntó Constant al eco—. ¿Todas las estatuas empiezan a vivir?

«¿Vivir?» dijo el eco.

—Es el eco —dijo Beatrice.

—Ya sé que es el eco —dijo Constant.

—Yo no sabía si tú sabías que era el eco o no —dijo Beatrice. Era distante y cortés. Había sido extremadamente correcta con Constant, no lo criticaba nunca, no esperaba nada de él. Una mujer menos aristocrática podía haberle hecho la vida imposible, criticándolo por todo y pidiendo milagros.

Durante el viaje no habían hecho el amor. Ni a Constant ni a Beatrice les había interesado. A los veteranos de Marte nunca les interesaba eso.

Inevitablemente, el largo viaje había hecho que Constant se acercara a su mujer y a su hijo más de lo que habían estado en el dorado sistema de tablados, rampas, escalas, púlpitos, gradas y escenarios en Newport. Pero el único amor en la unidad familiar seguía siendo el del joven Crono y Beatrice. Aparte del amor entre madre e hijo, sólo había cortesía, compasión malhumorada y una indignación contenida por haberse visto obligados a formar una familia.

—Ah, diablos —dijo Constant—, la vida es divertida cuando uno deja de pensarlo.

El joven Crono no sonrió cuando su padre dijo que la vida era divertida.

El joven Crono era el miembro de la familia menos indicado para pensar que la vida era divertida. Beatrice y Constant, después de todo, podían reírse amargamente de los feroces incidentes a los que habían sobrevivido. Pero el joven Crono no podía reírse con ellos, porque él mismo era un feroz incidente.

No es de sorprender que los principales tesoros de Crono fueran un amuleto y una navaja automática.

El joven Crono sacó su navaja automática, abrió como al descuido la hoja. Entrecerró los ojos. Se preparaba para matar, si matar fuera necesario. Miraba en dirección a una barca de remos dorada que salía del palacio de la isla.

La que remaba era una criatura de color mandarina. El remero era, naturalmente, Salo. Acercaba el bote para transportar a la familia hasta el palacio. Salo era un mal remero, nunca había remado. Tomó los remos con las ventosas de los pies.

Tenía una ventaja con respecto a los remeros humanos: el ojo en la parte posterior de la cabeza.

El joven Crono hizo espejear la luz en el ojo del viejo Salo, la hizo relampaguear con la brillante hoja de la navaja.

El ojo posterior de Salo pestañeó.

Lo que Crono hacía no era cosa de broma. Era una artimaña de la selva, una artimaña calculada para poner incómoda a cualquier criatura con ojos. Era una de las miles de artimañas que el joven Crono y su madre hablan aprendido en el año que pasaran juntos en la Selva Amazónica Húmeda.

La mano morena de Beatrice tomó una piedra.

—Moléstalo de nuevo —dijo suavemente a Crono.

El joven Crono mandó de nuevo la luz al ojo del viejo Salo.

—Su cuerpo parece la única parte blanda —dijo Beatrice sin mover los labios—. Si no puedes dar en el cuerpo, procura que sea en un ojo.

Crono asintió.

Constant se quedó helado viendo la eficiente unidad defensiva que formaban su mujer y su hijo. Él no estaba incluido en sus planes. No lo necesitaban.

—¿Qué debo hacer? —murmuró Constant.

—¡Shh! —dijo Beatrice bruscamente.

Salo desembarcó en la playa con su barca dorada. Hizo rápidamente un torpe nudo marinero en la muñeca de una estatua junto al agua. La estatua era una mujer desnuda tocando el trombón. Se titulaba, enigmáticamente, Evelyn y su violín mágico.

Salo estaba demasiado perturbado por la pena para preocuparse de su propia seguridad, para entender incluso que alguien podía darle un susto. Se paró un momento en un bloque de turba titánica estacionada, cerca del lugar de desembarco. Sus molestos pies succionaron la piedra húmeda. Los levantó con un tremendo esfuerzo.

En ese momento los relámpagos del cuchillo de Crono lo deslumbraron.

—Por favor… —dijo.

Una piedra voló del resplandor del cuchillo.

Salo bajó la cabeza. Una mano lo atrapó por el cuello delgado y lo derribó.

El joven Crono estaba ahora montado en el viejo Salo, la punta de su cuchillo apuntando al pecho de Salo. Beatrice se arrodilló junto a la cabeza, suspendiendo sobre ella una piedra capaz de deshacerla.

—Adelante… mátenme —dijo Salo roncamente—. Me harán un favor. Desearía estar muerto. Ojalá nunca me hubieran fabricado y puesto en funcionamiento, ante todo. Mátenme, acaben con mi desdicha y después vayan a verlo. Quiere que usted vaya.

—¿Quién? —dijo Beatrice.

—Su pobre marido, el que fue mi amigo, Winston Niles Rumfoord —dijo Salo.

—¿Dónde está? —dijo Beatrice.

—En ese palacio de la isla —dijo Salo—. Se está muriendo, solo, salvo su fiel perro. La está llamando… —dijo Salo—, los llama a todos. Y dice que no quiere volver a poner los ojos en mí.

Malachi Constant vio que los labios plomizos besaban silenciosamente el aire tenue. Detrás de los labios la lengua hizo un chasquido infinitesimal. De pronto los labios se contrajeron, mostrando los dientes perfectos de Winston Niles Rumfoord.

Constant a su vez mostraba los dientes, preparándose a hacerlos crujir convenientemente a la vista de este hombre que le había hecho tanto daño. No los hizo crujir. En primer lugar, nadie estaba mirando, nadie lo vería hacerlo y lo entendería. Por otra parte, Constant descubrió que no tenía odio.

Sus preparativos para hacer rechinar los dientes terminaron en un abrir la boca como un papanatas, el gesto del que está en presencia de una espectacular enfermedad mortal.

Winston Niles Rumfoord yacía, completamente materializado, de espaldas en la reposera lavanda junto al estanque. Sus ojos se dirigían al cielo, sin pestañear y como ciegos. Una hermosa mano colgaba junto a la silla, los esbeltos dedos enroscados en la ajustada cadena de Kazak, el sabueso del espacio.

No había nada en el extremo de la cadena.

Una explosión del Sol había separado al hombre de su perro. Un Universo planeado con misericordia los hubiera mantenido juntos.

El Universo habitado por Winston Niles Rumfoord y su perro no estaba planeado con misericordia. Kazak había sido enviado antes que su amo a la gran misión a nada y ninguna parte.

Kazak había partido aullando en una bocanada de ozono y luz pálida, en un zumbido como de enjambre de abejas.

Rumfoord dejó que la cadena se le deslizara de los dedos. La cadena expresaba muerte, hizo un sonido informe y un montón informe; era una despreciable esclava de la gravedad, nacida con la espina dorsal rota.

Los labios plomizos de Rumfoord se movieron.

—Hola, Beatrice, mujer —dijo sepulcralmente.

»Hola, Vagabundo del Espacio —dijo. Esta vez su voz era afectuosa—. Muy amable de tu parte haber venido. Vagabundo del Espacio, a aceptar una chance más conmigo.

»Hola, joven e ilustre portador del ilustre nombre de Crono —dijo Rumfoord—. Salve, estrella del béisbol alemán, salve, dueño del amuleto.

Los tres a quienes hablaba estaban justo pegados a la pared. Entre ellos y Rumfoord se encontraba el estanque.

El viejo Salo, a quien no se le había concedido la gracia de morir, penaba en el timón de la barca dorada, en la orilla, del otro lado de la pared.

—No me estoy muriendo —dijo Rumfoord—, simplemente me despido del Sistema Solar. Y ni siquiera eso. De acuerdo con el criterio grande, intemporal, infundibulado cronosinclásticamente, siempre estaré aquí. Siempre estaré allí donde haya estado.

»Estoy pasando la luna de miel contigo, Beatrice —dijo—. Lo estoy llevando todavía al cuartito debajo de la caja de la escalera en Newport, Mr. Constant. Sí, y jugando al escondite en las cavernas de Mercurio con usted y con Boaz. Y Crono… —dijo—, te estoy observando mientras juegas tan bien al béisbol alemán en la cancha de hierro, en Marte.

Gimió. Fue un gemido muy leve, y tan triste.

El aire dulce, suave de Titán se llevó el leve gemido.

—Todo lo que hayamos dicho, amigos, todo lo que estamos diciendo, tal como fue, tal como es, tal como será —dijo Rumfoord.

El leve gemido volvió de nuevo.

Rumfoord lo miraba irse como si fuera un anillo de humo.

—Hay algo que deben saber sobre la vida en el Sistema Solar —dijo—. Por haber sido infundibulado cronosinclásticamente, lo he sabido todo el tiempo. Sin embargo, es algo tan nauseabundo que he pensado en ello lo menos posible.

»Esa cosa nauseabunda es la siguiente:

»Todo lo que cada terráqueo ha hecho siempre ha sido urdido por criaturas de un planeta situado a ciento cincuenta mil años luz de distancia. El nombre del planeta es Tralfamadore.

»Cómo nos controlan los tralfamadorianos, no lo sé. Pero sí con qué fin nos controlan. Nos controlan de modo tal para hacernos entregar una pieza de repuesto a un mensajero tralfamadoriano que se estableció aquí en Titán.

Rumfoord señaló con el dedo al joven Crono.

—Tú, muchacho… —dijo—. Tú la tienes en el bolsillo. En tu bolsillo está la culminación de toda la historia terrestre. En tu bolsillo está ese algo misterioso que todo terráqueo ha tratado con tanta desesperación, con tanto fervor, tan a tientas, con tanta fatiga, producir y entregar.

Una ramita chisporroteante de electricidad brotó de la punta del dedo acusador de Rumfoord.

—¡Eso que tú llamas tu amuleto —dijo Rumfoord— es la pieza de repuesto por la cual ha estado esperando tanto tiempo el mensajero tralfamadoriano!

»El mensajero —dijo Rumfoord— es la criatura color mandarina que está ahora acurrucada ahí afuera. Su nombre es Salo. Yo había confiado en que el mensajero daría a la humanidad un atisbo del mensaje que llevaba, puesto que la humanidad le daba un buen impulso en el camino. Por desgracia, tiene órdenes de no mostrar el mensaje a nadie. Es una máquina, y como tal no puede sino considerar que las órdenes son órdenes.

»Le pedí cortésmente que me mostrara el mensaje —dijo Rumfoord—. Desesperadamente se negó.

La ramita de electricidad del dedo de Rumfoord creció formando una espiral alrededor de su figura. Rumfoord contempló la espiral con triste desprecio.

—Pienso que quizá es esto —dijo de la espiral.

Y lo era. La espiral se condensó ligeramente, haciendo una reverencia. Y entonces empezó a girar alrededor de Rumfoord, hilando un capullo continuo de luz verde, susurrando.

—Todo lo que puedo decir —dijo Rumfoord desde el interior del capullo— es que he hecho todo lo que he podido para bien de mi Tierra natal mientras servía a los irresistibles deseos de Tralfamadore.

»Quizá ahora que la pieza de repuesto ha sido entregada al mensajero tralfamadoriano, Tralfamadore abandone el Sistema Solar a sí mismo. Quizá los terráqueos sean ahora libres de desarrollar y seguir sus propias inclinaciones como no lo han sido durante miles de años. —Estornudó—. La maravilla es que los terráqueos hayan sido capaces de lograr tanta coherencia como lo han hecho —dijo.

El capullo verde se alzó del suelo, quedó suspendido sobre la cúpula.

—Recuérdenme como a un caballero de Newport, la Tierra y el Sistema Solar —dijo Rumfoord.

Parecía sereno otra vez, en paz consigo mismo, y por lo menos igual a cualquier criatura que pudiera encontrarse en cualquier parte.

—Para decirlo de una manera puntual —se oyó que decía Rumfoord con su gorgorito de tenor desde el capullo—, adiós.

El capullo y Rumfoord desaparecieron con un pft.

Rumfoord y su perro nunca más fueron vistos.

El viejo Salo llegó brincando al patio justo en el momento en que Rumfoord y su capullo desaparecían.

El pequeño tralfamadoriano estaba desatado. Con un pie ventosa se había arrancado el mensaje de la banda que rodeaba su garganta. Un pie seguía siendo ventosa y en él estaba el mensaje.

Miró el lugar donde el capullo se había elevado.

—¡Skip! —gritó al cielo—. ¡Skip! Te diré el mensaje ¡El mensaje! ¡Skiiiiiiiiiiiiiiiip!

La cabeza le dio un gran salto en los bulones.

—Se fue —dijo con voz vacía. Susurró—: Se fue.

»¿Una máquina? —dijo Salo. Hablaba tartamudeando, tanto para sí mismo como para Constant, Beatrice y Crono—. Máquina soy, y también lo es mi gente —dijo—. Fui diseñado y manufacturado sin reparar en gastos ni economizar talento para hacerme digno de confianza, eficaz, predecible y duradero. Yo era la mejor máquina que podía hacer mi pueblo.

»¿Hasta dónde he demostrado ser una buena máquina? —preguntó Salo.

»¿Digna de confianza? —dijo—. Se confiaba en que yo guardaría el mensaje sellado hasta llegar a destino, y ahora lo he abierto.

»¿Eficaz? —dijo—. Al perder a mi mejor amigo en el Universo, me cuesta ahora más energía pisar una hoja seca de lo que me costó una vez saltar sobre el monte Rumfoord.

»¿Previsible? —dijo—. Después de observar a los seres humanos durante doscientos mil años terrestres, me he vuelto tan caprichoso y sentimental como la más tonta de las colegialas de la Tierra.

»¿Duradera? —dijo opacamente—. Ya lo veremos.

Dejó el mensaje que había llevado durante tanto tiempo sobre la reposera lavanda, que Rumfoord había dejado vacía.

—Aquí está… amigo —dijo en recuerdo de Rumfoord—, y ojalá te sirva de consuelo, Skip. Mucho dolor le cuesta a tu viejo amigo Salo. Para dártelo, aunque sea demasiado tarde, tu viejo amigo Salo tiene que luchar contra el centro de su ser, contra su naturaleza misma de máquina.

»Le pediste lo imposible a una máquina —dijo Salo— y la máquina ha cumplido.

»La máquina ya no es una máquina —dijo Salo—. Los contactos de la máquina están corroídos, el alcance reducido, y sus engranajes hechos trizas. Su cerebro zumba y estalla como el cerebro de un terráqueo, chisporrotea y se recalienta con las ideas de amor, honor, dignidad, derechos, logro, integridad, independencia…

El viejo Salo recogió de nuevo el mensaje de la reposera de Rumfoord. Estaba escrito en un fino cuadrado de aluminio. El mensaje era una sola tilde.

—¿Les gustaría saber cómo he sido usado, en qué se ha consumido mi vida? —dijo—. ¿Les gustaría saber cuál es el mensaje del que he sido portador durante casi medio millón de años terrestres, el mensaje del que yo debía ser portador durante otros dieciocho millones de años?

Sostuvo el cuadrado de aluminio con un pie ventosa.

—Una tilde —dijo.

»Una sola tilde —dijo.

»El significado de una tilde en tralfamadoriano —dijo el viejo Salo— es…

»Saludos.

La maquinita de Tralfamadore, después de revelarse el mensaje a sí mismo, a Constant, a Beatrice y a Crono desde una distancia de ciento cincuenta mil años luz, de un salto brusco salió del patio y llegó a la playa.

Allí se mató. Se desmontó a sí mismo y arrojó sus piezas en todas direcciones.

Crono salió solo a la playa y erró pensativo entre los pedazos de Salo. Crono siempre había sabido que su amuleto tenía poderes extraordinarios y un significado extraordinario.

Y siempre había sabido que alguna criatura superior vendría en su momento a reclamarle el amuleto como propio. Era característico de los amuletos realmente eficaces el que los seres humanos nunca fueran sus dueños absolutos.

Simplemente se hacían cargo de ellos, se beneficiaban de ellos, hasta que llegaran los verdaderos dueños, los dueños superiores.

Crono no tenía el sentido de la futilidad y el desorden.

Todo le parecía en un orden perfecto.

Y el chico mismo participaba ajustadamente de ese orden perfecto.

Sacó el amuleto del bolsillo, lo dejó caer sin pesar en la arena, entre las partes dispersas de Salo.

Crono creía que tarde o temprano las fuerzas mágicas del Universo lo armarían todo de nuevo.

Siempre lo hacían.