«Dime una cosa buena que hayas hecho alguna vez en tu vida».
WINSTON NILES RUMFOORD
Y ASÍ CONTINUÓ EL SERMÓN.
—Estamos asqueados de Malachi Constant —dijo Winston Niles Rumfoord desde lo alto del árbol— porque empleó los fantásticos frutos de su fantástica buena suerte para financiar una interminable demostración de que el hombre es un cerdo. Rodó entre parásitos. Rodó entre mujeres indignas. Rodó en entretenimientos lascivos, alcohol y drogas. Rodó en toda forma conocida de depravación voluptuosa.
»En la cima de su buena suerte, Malachi Constant valía más que los estados de Utah y North Dakota juntos. Y sin embargo, me atrevo a decir que su valor moral no llegaba a la altura del ratón más pequeño y más corrompido de cualquiera de esos dos estados.
»Estamos enojados con Malachi Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol—, porque no hizo nada para merecer sus miles de millones y porque no hizo nada generoso o imaginativo con sus miles de millones. Era tan benévolo como María Antonieta, tan creador como un profesor de cosmetología de un instituto de embalsamamiento.
»Odiamos a Malachi Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol— porque aceptó los fantásticos frutos de su fantástica buena suerte sin un escrúpulo, como si la buena suerte fuese la mano de Dios. ¡Para nosotros, los de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente, no hay nada más cruel, más peligroso, más blasfemo que un hombre que cree que… que la suerte, buena o mala, es la mano de Dios!
»La suerte, buena o mala —dijo Rumfoord en lo alto del árbol— no es la mano de Dios.
»La suerte —dijo Rumfoord en lo alto del árbol— es la forma en que el viento se arremolina y el polvo se asienta después de haber pasado Dios.
»¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord desde lo alto del árbol.
El Vagabundo del Espacio no le prestaba una estricta atención. Su capacidad de concentración era escasa, posiblemente porque había estado demasiado tiempo en las cuevas, o había tomado las bolas de aire demasiado tiempo, o había estado demasiado tiempo en el Ejército de Marte.
Estaba mirando las nubes. Eran una cosa preciosa, y el cielo en que bogaban era, para el Vagabundo del Espacio hambriento de color, de un azul estremecedor.
—¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord de nuevo.
—Tú, el del traje amarillo —dijo Bee. Le dio un codazo—. Despierta.
—¿Qué pasa? —dijo el Vagabundo del Espacio.
—¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord.
El Vagabundo del Espacio atendió de golpe.
—¿Sí, señor? —gritó a la bóveda de verdura. El tono era ingenuo, alegre y divertido. Un micrófono en la punta de una vara se balanceaba delante de él.
—¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord, y estaba enojado ahora, pues el curso del ceremonial se veía perturbado.
—¡Aquí estoy, señor! —gritó el Vagabundo del Espacio. Su respuesta resonó hendiendo los oídos, resonó por los altoparlantes.
—¿Quién eres? —dijo Rumfoord—. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—No sé cuál es mi verdadero nombre —dijo el Vagabundo del Espacio—. Me llamaban Unk.
—¿Qué te pasó antes de que volvieras a la Tierra, Unk? —dijo Rumfoord.
El Vagabundo del Espacio se puso radiante. Lo inducían a repetir la sencilla declaración que había provocado tantas risas, danzas y cantos en Cape Cod.
—He sido víctima de una serie de accidentes, como todo el mundo —dijo.
Esta vez no hubo risas ni danzas ni cantos, pero la multitud estaba decididamente de acuerdo con lo que el Vagabundo del Espacio había dicho. Se alzaron las barbillas, se abrieron los ojos, las narices se ensancharon. No hubo gritos porque la multitud deseaba saber absolutamente todo lo que Rumfoord y el Vagabundo del Espacio podían decir.
—Víctima de una serie de accidentes, ¿verdad? —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol—. De todos los accidentes, ¿cuál considerarías el más importante?
El Vagabundo del Espacio levantó la cabeza.
—Tendría que pensarlo… —dijo.
—Te ahorraré el trabajo —dijo Rumfoord—. El accidente más importante que te ha sucedido es haber nacido. ¿Podrías decirme cómo te llamabas cuando naciste?
El Vagabundo del Espacio vaciló sólo un momento, y lo que le hacía vacilar era el miedo a estropear una carrera ceremonial muy satisfactoria diciendo lo que no debía.
—Hágalo usted, por favor —dijo.
—Te llamabas Malachi Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol.
En la medida en que las multitudes pueden ser algo bueno, las multitudes que atraía Winston Niles Rumfoord a Newport eran buenas. No tenían mentalidad de multitud. Sus miembros seguían siendo dueños de su propia conciencia, y Rumfoord nunca los invitaba a que participaran como una sola persona en ningún caso, menos aún en el aplauso o la reprobación.
Cuando cayó sobre la multitud el hecho de que el Vagabundo del Espacio era el repugnante, tedioso y odioso Malachi Constant, sus miembros reaccionaron con tranquilidad, lamentándolo, cada uno a su manera, que en general era compasiva. En sus conciencias por lo general honestas sabían, después de todo, que habían colgado a Constant en efigie en sus casas y lugares de trabajo. Y si bien habían colgado las efigies con bastante alegría, muy pocos pensaban que Constant en persona merecía en realidad ser colgado. Colgar a Malachi Constant en efigie era un acto de tanta violencia como adornar un árbol de Navidad o esconder huevos de Pascua.
Y Rumfoord desde lo alto del árbol no dijo nada para disuadirlos de su compasión.
—Ha tenido usted el singular accidente, Mr. Constant —dijo con simpatía—, de convertirse en un símbolo central de mala cabeza para una secta religiosa verdaderamente enorme.
»No sería atractivo para nosotros como símbolo, Mr. Constant —dijo— si nuestros corazones no lo compadecieran, hasta cierto punto. Tenemos que compadecerlo porque todos sus extravagantes errores son los que han cometido los seres humanos desde el comienzo de los tiempos.
»Dentro de unos pocos minutos, Mr. Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol— usted va a bajar por los tablados y rampas hasta aquella larga escalerilla dorada, y subirá por la escalerilla, y entrará en la nave espacial, y volará hacia Titán, una luna cálida y fecunda de Saturno. Vivirá allí con seguridad y confort, pero exiliado de su Tierra natal.
»Y lo hará voluntariamente, Mr. Constant, para que la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente pueda contar con un drama de autosacrificio digno de recordar y meditar todo el tiempo.
»Nos imaginamos, para nuestra satisfacción espiritual —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol—, que usted se llevará todas las ideas equivocadas sobre el significado de la suerte, toda la riqueza y el poder pervertidos, y el repugnante tiempo pasado.
El hombre que había sido Malachi Constant, que había sido Unk, que había sido el Vagabundo del Espacio, el hombre que era Malachi Constant de nuevo, ese hombre sintió muy poco al ser declarado nuevamente Malachi Constant. Posiblemente habría sentido algunas cosas interesantes si la sincronización de Rumfoord hubiera sido diferente. Pero Rumfoord le dijo cuál iba a ser su prueba sólo unos segundos después de decirle que era Malachi Constant, y la prueba era suficientemente terrible como para atraer toda la atención de Constant.
La prueba había sido prometida no para dentro de unos años o meses o días, sino minutos. Y como cualquier criminal condenado, Malachi se puso a estudiar, con exclusión de todo lo demás, el sistema dentro del cual había de desempeñarse.
Curiosamente, su primera preocupación fue la de tropezar, la de pensar demasiado en el simple hecho de caminar y la de que sus pies dejarían de moverse con naturalidad y tropezarían en las patas de madera.
—Usted no tropezará, Mr. Constant —dijo Rumfoord en lo alto del árbol, leyendo el pensamiento de Constant—. No le queda ningún otro lugar a donde ir, ninguna otra cosa que hacer. Poniendo un pie delante del otro, mientras lo miramos en silencio, usted hará de sí mismo el ser humano más memorable, magnífico y significativo de los tiempos modernos.
Constant se volvió para mirar a sus oscuros mujer e hijo. Sus miradas eran directas. Por ellas Constant supo que Rumfoord había dicho la verdad, que no tenía por delante otra salida que no fuera la nave espacial. Beatrice y el joven Crono eran supremamente cínicos en cuanto a las festividades, pero no en cuanto al comportamiento valiente que presenciaban.
Desafiaron a Malachi Constant a comportarse bien.
Constant se frotó el pulgar y el índice izquierdos en un cuidadoso movimiento de rotación. Contempló esta tarea sin objeto durante quizá diez segundos.
Y luego dejó caer las manos a los costados, alzó la mirada y caminó con firmeza hacia la nave espacial.
Cuando el pie izquierdo tocó la rampa, la cabeza se le llenó de un sonido que hacía tres años terrestres que no oía. El sonido venía de la antena que tenía en la coronilla. Rumfoord, en lo alto del árbol, estaba enviando señales a Constant por medio de una cajita que tenía en el bolsillo.
Estaba haciendo que la larga y solitaria marcha de Constant fuera más soportable llenándole la cabeza con el sonido de un tambor.
El tambor le decía esto:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan.
¡Plan rataplán!
¡Plan rataplán!
¡Rataplán, rataplán, plan, plan!
El tambor se calló cuando la mano de Malachi Constant se cerró por primera vez sobre el travesaño dorado de la escala más larga del mundo. Miró hacia arriba y, en la perspectiva, la cima de la escalerilla parecía minúscula como una aguja. Constant apoyó la frente un momento contra el peldaño al que se había aferrado su mano.
—¿Quisiera decir algo, Mr. Constant, antes de subir por la escala? —dijo Rumfoord en lo alto del árbol.
Un micrófono en la punta de una pértiga se balanceaba ahora delante de Constant. Constant se lamió los labios.
—¿Va a decir algo, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.
—Si va a hablar —dijo a Constant el técnico encargado del micrófono—, hágalo con un tono absolutamente normal y mantenga los labios a unos quince centímetros del micrófono.
—¿Va a hablarnos, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.
—Probablemente… probablemente no vale la pena decirlo —dijo Constant tranquilamente—, pero igual me gustaría decir que no he entendido una sola cosa de lo que me ha ocurrido desde que llegué a la Tierra.
—¿No ha tenido ese sentimiento de participación? —dijo Rumfoord en lo alto del árbol—. ¿Es eso?
—No importa —dijo Constant—. Igual subiré por la escala.
—Bueno —dijo Rumfoord en lo alto del árbol—, si le parece que estamos cometiendo aquí una especie de injusticia con usted, supongamos que usted nos dice algo realmente bueno que haya hecho en algún momento de su vida, y decidamos entonces si ese acto de bondad puede librarlo de lo que hemos planeado para usted.
—¿Un acto de bondad? —dijo Constant.
—Sí —dijo Rumfoord expansivo—. Dígame una cosa buena que haya hecho alguna vez en su vida, que usted pueda recordar.
Constant pensó intensamente. Sus recuerdos principales eran de correteos por los interminables corredores de las cavernas. Había habido pocas oportunidades de lo que hubiera podido pasar por un acto de bondad con Boaz y los harmoniums. Pero Constant no podía decir honradamente que había aprovechado esas oportunidades para ser bueno.
Después pensó en Marte, en todas las cosas contenidas en su carta a sí mismo. Desde luego, entre todos aquellos puntos, había algo sobre su propia bondad.
Y entonces recordó a Stony Stevenson, su amigo. Había tenido un amigo, lo cual era sin duda algo bueno.
—Tuve un amigo —dijo Malachi Constant delante del micrófono.
—¿Cuál era su nombre? —dijo Rumfoord.
—Stony Stevenson —dijo Constant.
—¿Sólo un amigo? —dijo Rumfoord desde el árbol.
—Sólo uno —dijo Constant. Su pobre alma se llenó de placer al comprender que un amigo era todo lo que un hombre necesitaba para estar bien provisto de amistad.
—Su pretensión de bondad se confirmará o invalidará realmente —dijo Rumfoord en lo alto del árbol— en la medida de lo buen amigo que usted haya sido del tal Stony Stevenson.
—Sí —dijo Constant.
—¿Recuerda usted una ejecución en Marte, Mr. Constant —dijo Rumfoord en lo alto del árbol— en que usted era el verdugo? Usted estranguló a un hombre en la picota delante de tres regimientos del Ejército de Marte.
Éste era un recuerdo que Constant había hecho todo lo posible por suprimir. Lo había conseguido en gran medida, y la exploración que hizo en su mente era ahora sincera. No podía estar seguro de que la ejecución hubiese ocurrido.
—Creo… creo que me acuerdo —dijo Constant.
—Bueno… ese hombre que usted estranguló era su gran y buen amigo Stony Stevenson —dijo Winston Niles Rumfoord.
Malachi Constant lloró mientras subía por la escala dorada. Se detuvo en la mitad y Rumfoord lo llamó de nuevo por los altoparlantes.
—¿Se siente ahora un participante vitalmente interesado, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.
Mr. Constant asintió. Comprendía ahora toda su indignidad y sentía una amarga simpatía por quien considerara bueno tratarlo con aspereza.
Y cuando llegó a lo alto, Rumfoord le dijo que no cerrara todavía la escotilla, pues su mujer y su hijo subirían en seguida.
Constant se sentó en el umbral de su nave espacial, en lo alto de la escala, y escuchó el breve sermón de Rumfoord sobre la morena compañera de Constant, la mujer tuerta y con dientes de oro llamada Bee. Constant no escuchó muy atentamente el sermón. Sus ojos veían un sermón más amplio, más reconfortante en el panorama de la ciudad, la bahía y las islas, que se extendía abajo hasta tan lejos.
—Les hablaré ahora —dijo Winston Niles Rumfoord en lo alto del árbol, tan lejos por debajo de Malachi Constant— sobre Bee, la mujer que vende Malachis del otro lado de la puerta, la mujer morena que con su hijo nos mira ahora severamente a todos.
»Mientras iba camino de Marte hace tantos años, Malachi Constant la violó y engendró en ella este hijo. Antes de eso, era mi mujer y la dueña de esta propiedad. Su verdadero nombre es Beatrice Rumfoord.
Un gemido ascendió desde la multitud. ¿Era de maravillarse que las polvorientas marionetas de otras religiones hubieran sido dejadas de lado por falta de público, que todos los ojos se volvieran hacia Newport? El jefe de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente no sólo era capaz de predecir el futuro y combatir las desigualdades más crueles de todas: las desigualdades de la suerte, sino que su provisión de nuevas sensaciones pasmosas era inagotable.
Estaba tan bien provisto de materia prima que podía arrastrar la voz en el momento en que anunciaba que la mujer tuerta de los dientes de oro era su mujer, y que Malachi Constant le había puesto los cuernos.
—Los invito ahora a desdeñar el ejemplo de la vida de ella como durante tanto tiempo han desdeñado el ejemplo de la vida de Malachi Constant —dijo suavemente desde lo alto del árbol—. Cuélguenla junto con Malachi Constant en los postigos de las ventanas y en las lámparas, si quieren.
»Los excesos de Beatrice eran excesos de aversión —dijo Rumfoord—. De joven se sentía tan exquisitamente criada que no hacía nada ni permitía que se lo hicieran, por miedo a la contaminación. La vida para Beatrice cuando era joven, estaba tan llena de gérmenes y de vulgaridad que no podía sino ser intolerable.
»Nosotros los de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente la condenamos tan rotundamente por haberse negado a arriesgar viviendo su imaginada pureza, como condenamos a Malachi Constant por haberse revolcado en la inmundicia.
»Estaba implícita en todas las actitudes de Beatrice la idea de que era intelectual, moral y físicamente lo que Dios pretendía de los seres humanos perfectos, y que el resto de la humanidad necesitaba otros diez mil años para lograrlo. Tenemos de nuevo aquí el caso de un Dios Todopoderoso ensalzado, adornando de todas las perfecciones a una persona común y sin capacidad creadora. La proposición de que Dios Todopoderoso admiraba a Beatrice por su educación de mírame y no me toques es por lo menos tan discutible como la proposición de que Dios Todopoderoso quería que Malachi Constant fuera rico.
»Mrs. Rumfoord —dijo Winston Niles Rumfoord desde lo alto del árbol—, ahora la invito a usted y a su hijo a seguir a Malachi Constant y a entrar en la nave espacial destinada a Titán. ¿Quisiera decir algo antes de partir?
Hubo un largo silencio en el cual madre e hijo se acercaron aún más y miraron, hombro contra hombro, un mundo muy cambiado por las noticias del día.
—¿Tiene usted el propósito de hablarnos, Mrs. Rumfoord? —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol.
—Sí —dijo Beatrice—, pero no me llevará mucho tiempo. Creo que todo lo que usted dice de mí es cierto, porque rara vez miente. Pero cuando mi hijo y yo caminemos juntos hacia esa escala y la subamos, no lo haremos por usted o por su tonta multitud. Lo haremos por nosotros mismos, y nos probaremos a nosotros mismos y a todo el que quiera mirar, que no tenemos miedo de nada. Nuestros corazones no se desgarrarán cuando abandonemos este planeta. Nos asquea por lo menos tanto como nosotros, bajo la guía de usted, lo asqueamos.
»No recuerdo los viejos tiempos —dijo Beatrice— en que yo era el ama de esta propiedad, en que no podía soportar el hacer nada o que se me hiciera nada. Pero me gusté a mí misma en el instante en que usted me dijo que yo había sido así. La raza humana es una cosa despreciable, y lo mismo la Tierra, y usted también.
Beatrice y Crono caminaron rápidamente por los entarimados y rampas hasta la escala, y subieron por ella. Rozaron al pasar a Malachi Constant que estaba en la puerta de la nave espacial, sin hacerle ningún saludo. Desaparecieron en el interior.
Constant los siguió y se unió a ellos que estaban examinando las instalaciones.
El estado de las instalaciones era una sorpresa, y lo hubiera sido sobre todo para los guardianes de la propiedad. La nave espacial al parecer inviolable en lo alto de una columna situada en precintos sagrados bajo el control de guardianes, había sido evidentemente el escenario de una o quizá varias orgías.
Las literas estaban todas deshechas. Las sábanas estaban arrugadas, retorcidas y revueltas. Tenían manchas de lápiz labial y betún de zapatos.
Almejas fritas crujían grasientas bajo los pies.
Desparramadas en la nave había dos botellas de Mountain Moonlight, una pinta de Southern Comfort y una docena de latas de cerveza Narragansett Lager, todas vacías.
En la pared blanca, junto a la puerta, había dos nombres escritos con lápiz labial: Bud y Sylvia. Y de un reborde de la columna central de la cabina colgaba un corpiño negro.
Beatrice recogió las botellas y las latas de cerveza. Las arrojó por la puerta. Sujetó el corpiño que quedó flotando del otro lado de la puerta, a la espera de un viento favorable.
Malachi Constant, suspirando, meneando la cabeza y lamentándose por Stony Stevenson, utilizó los pies como escobas. Barrió las almejas fritas hacia la puerta.
El joven Crono se sentó en una cucheta, frotando su amuleto.
—Vamos, mamá —dijo severamente—, si te pones a llorar así, nos vamos.
Beatrice dejó ir el corpiño. Una ráfaga lo llevó hacia la multitud y lo suspendió de un árbol, cerca del que ocupaba Rumfoord.
—Adiós a todos, gentes limpias, juiciosas y encantadoras —dijo Beatrice.