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Una era de milagros

«Oh, Altísimo Señor, Creador del Cosmos, Hilandero de las Galaxias, Alma de las Ondas Electromagnéticas, Inhalador y Exhalador de Inconcebibles Volúmenes de Vacío, Esculpidor de Hierro y Roca, Despilfarrador de Milenios, ¿qué podríamos hacer por Ti que Tú no pudieras hacer por Ti mismo un octillón de veces mejor? Nada. Oh Humanidad, regocíjate de la apatía de nuestro Creador, porque nos hace libres y veraces y dignos al fin. Un insensato como Malachi Constant ya no puede señalar un ridículo accidente de buena suerte y decir: “Hay alguien allá arriba a quien le gusto”. Y un tirano ya no puede decir: “Dios quiere que ocurra esto o lo otro, y el que no contribuya a que ocurra esto o lo otro está contra Dios”. ¡Oh, Altísimo Señor, qué arma gloriosa es Tu Apatía, pues la hemos desenvainado, hemos embestido y tajeado con ella, y el golpe de teatro que tan a menudo nos ha esclavizado o conducido al manicomio yace muerto!».

REVERENDO C. HORNER REDWINE

ERA UN MARTES POR LA TARDE. En el hemisferio norte de la Tierra, era primavera.

La Tierra estaba verde y húmeda. El aire de la Tierra era bueno de respirar, suculento como crema.

La pureza de las lluvias que caían sobre la Tierra se podía gustar. El sabor de la pureza era delicadamente picante.

La tierra estaba caliente.

La superficie de la Tierra jadeaba y bullía en fecunda inquietud. La Tierra era más fértil donde más muerte había.

La lluvia delicadamente picante caía en un lugar verde donde había mucha muerte. Caía en un cementerio de iglesia del Nuevo Mundo. El cementerio estaba en West Barnstable, Cape Cod, Massachusetts, U.S.A. El cementerio estaba lleno, los espacios entre los muertos de muerte natural llenos hasta hundirse de los honrados muertos de guerra. Marcianos y terráqueos yacían juntos.

No había un país en el mundo que no tuviera cementerios donde los terráqueos y los marcianos no yacieran juntos. No había un solo país en el mundo que no hubiese librado una batalla en la guerra de toda la Tierra contra los invasores de Marte.

Todo se había olvidado.

Todos los seres vivientes eran hermanos, todos los seres muertos lo eran aún más.

La iglesia, acurrucada entre las piedras tumbales como una gallina mojada, había sido en diversos tiempos presbiteriana, congregacionista, unitaria y apocalíptica universal. Ahora era la iglesia de Dios, el Absolutamente Indiferente.

Había un hombre de apariencia salvaje que estaba en el cementerio, maravillado ante el aire cremoso, lo verde, lo húmedo. Estaba casi desnudo, y tenía la barba retinta y el pelo largo, enmarañado y salpicado de gris. Lo único que llevaba era un taparrabos de harapos sujeto con un alambre.

La prenda le cubría las vergüenzas.

La lluvia le bajaba por las rudas mejillas. Echó hacia atrás la cabeza para beberla. Posó la mano en una lápida sepulcral, más para sentirla que para apoyarse. Estaba habituado al tacto de las piedras, estaba mortalmente habituado al contacto de las piedras ásperas, secas. Pero piedras que fuesen húmedas, piedras que fuesen musgosas, piedras que estuviesen talladas y escritas por hombres, esas piedras hacía mucho, mucho tiempo que no las sentía.

Pro patria decía la piedra que tocaba.

El hombre era Unk.

Había vuelto de Marte y Mercurio a su casa. Su nave espacial había aterrizado sola en un bosque próximo al cementerio de la iglesia. Estaba lleno de la negligente, tierna violencia de un hombre que ha desperdiciado cruelmente su vida.

Unk tenía cuarenta y tres años.

Tenía todas las razones para marchitarse y morir.

Lo que le hacía seguir era un deseo más mecánico que emocional. Deseaba reunirse con Bee, su compañera, con Crono, su hijo, y con Stony Stevenson, su mejor y único amigo.

El Reverendo C. Horner Redwine estaba en el púlpito de su iglesia aquel lluvioso martes por la tarde. No había nadie más en la iglesia. Redwine se había subido al púlpito simplemente con el objeto de ser lo más feliz posible. No era lo más feliz posible en circunstancias adversas. Era lo más feliz posible en circunstancias extraordinariamente felices, pues era el ministro muy amado de una religión que no sólo prometía sino que hacía milagros.

Su iglesia, la Primera Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente, en Barnstable, tenía un subtítulo: La Iglesia del Fatigado Vagabundo del Espacio. El subtítulo se justificaba por su profecía: Que un solitario rezagado del Ejército de Marte llegaría un día a la iglesia de Redwine.

La iglesia estaba lista para el milagro. Había un espigón de hierro forjado a mano en el pilar de roble basto detrás del púlpito. El pilar soportaba la poderosa viga que formaba la cumbre. Y del clavo colgaba un perchero incrustado de piedras semipreciosas. Y del perchero colgaba un traje metido en una bolsa de plástico transparente.

Según la profecía, el Fatigado Vagabundo del Espacio estaría desnudo, y las ropas le irían como un guante. El traje sólo podía convenir a un hombre determinado, no a cualquiera. Era de una pieza, color amarillo limón, engomado, con un cierre relámpago y perfectamente ajustado a la piel.

No era ropa a la moda. Se trataba de una creación especial para añadir brillo al milagro.

Cosidos a la delantera y trasera del traje había signos de interrogación color naranja de unos treinta centímetros. Significaba que el Vagabundo del Espacio no sabía quién era.

Nadie sabría quién era hasta que Winston Niles Rumfoord, jefe de todas las iglesias de Dios el Absolutamente Indiferente dijera el nombre al mundo.

Cuando llegase el Vagabundo del Espacio, Redwine daría la señal echando a volar locamente la campana de la iglesia.

Cuando la campana sonara locamente, los feligreses caerían en éxtasis, abandonarían todo lo que estaban haciendo, reirían, llorarían, acudirían.

El cuartel de bomberos voluntarios de West Barnstable estaba tan dominado por miembros de la iglesia de Redwine que enviaría el camión contra incendios, por ser el único vehículo cuyo esplendor lo hacía digno del Vagabundo del Espacio.

Los aullidos de la alarma de incendio en el cuartel se añadirían a la enloquecida alegría de la campana. Un aullido de la alarma significaba el incendio de un prado o un bosque. Dos aullidos significaba el incendio de una casa. Tres aullidos significaban salvamento. Diez aullidos significaban que el Vagabundo del Espacio había llegado.

El agua se colaba por el marco de una ventana desvencijada. El agua se deslizaba por un tablón suelto del tejado, goteaba a través de una grieta y caía en cuentas brillantes desde una viga hasta la cabeza de Redwine. La buena lluvia mojaba la campana del viejo Paul Revere en el campanario, se escurría por la cuerda de la campana, empapaba el muñeco de madera atado en el extremo de la cuerda de la campana, goteaba de los pies del muñeco y hacía un charco en las losas del piso del campanario.

El muñeco tenía un significado religioso. Representaba una forma repelente de vida que ya no existía. Se le llamaba un Malachi. No había casa ni lugar de trabajo de un miembro de la fe de Redwine donde no hubiese un Malachi colgando en alguna parte.

Había una sola manera correcta de colgar un Malachi: por el cuello. Había un solo nudo correcto en ese caso: el nudo para ahorcar.

Y la lluvia goteaba de los pies del Malachi de Redwine en el extremo de la cuerda de la campana.

La fría primavera de los duendes y los crocos había pasado.

La frágil y fresca primavera de las hadas y los narcisos había pasado.

Había llegado la primavera para los hombres, y los racimos de lilas en el exterior de la iglesia de Redwine colgaban gruesos, pesados como uvas.

Redwine escuchaba la lluvia y la imaginaba hablando un inglés de Chaucer. Dijo en voz alta las palabras que pronunciaría la lluvia, armoniosamente, justo con el tono de voz de la lluvia.

Cuando abril con sus chaparrones busca

la sequía de marzo hasta la raíz

y baña cada vena en un licor dulce

cuya virtud engendrada es la flor.

Una gotita cayó tintineando desde lo alto de la viga, humedeció el cristal izquierdo de los anteojos de Redwine y su lozana mejilla.

El tiempo había sido piadoso con Redwine. Allí, de pie en el púlpito, parecía un rústico vendedor de periódicos coloradote y de anteojos, aunque tuviera cuarenta y nueve años. Levantó la mano para secarse la humedad de la mejilla e hizo sonar la bolsita de tela azul con un peso de plomo que llevaba atada a la muñeca.

Tenía otras bolsitas similares atadas a los tobillos y a la otra muñeca, y pesadas planchas de hierro colgaban con correas de los hombros, una sobre el pecho y otra sobre la espalda.

Estos pesos eran su handicap en la carrera de la vida.

Cargaba veinticuatro kilos, y los cargaba alegremente. Una persona más fuerte cargaría más, una persona más débil cargaría menos. Todos los miembros fuertes de la secta de Redwine aceptaban con alegría esos handicaps, y los usaban con orgullo en todas partes.

Los más débiles y enclenques estaban obligados a admitir, al fin, que la carrera de la vida era justa.

Las melodías líquidas de la lluvia formaban un fondo tan encantador para cualquier recitado en la iglesia vacía, que Redwine recitó algo más. Esta vez recitó algo que había escrito Winston Niles Rumfoord, el Amo de Newport.

Lo que Redwine iba a recitar con el coro de la lluvia era algo que el Amo de Newport había escrito para definir su propia posición con respecto a sus ministros, la posición de sus ministros con respecto a sus fieles, y la posición de cada uno con respecto a Dios. Redwine lo leía a sus feligreses el primer domingo de cada mes.

—No soy tu padre —dijo Redwine—. Llámame más bien hermano. Pero no soy tu hermano. Llámame más bien hijo. Pero no soy tu hijo. Llámame más bien perro. Pero no soy tu perro. Llámame más bien pulga de tu perro. Pero no soy una pulga. Llámame más bien germen de una pulga de tu perro. Como germen de una pulga de tu perro, estoy ansioso por servirte como pueda, así como tú estás dispuesto a servir a Dios Todopoderoso, Creador del Universo.

Redwine batió palmas aplastando a la pulga imaginaria infestada de gérmenes. Los domingos todos aplastaban la pulga al unísono.

Otra gotita cayó temblorosa de la viga humedeciendo de nuevo la mejilla de Redwine. Redwine asintió con la cabeza, agradeciendo dulcemente la gota, la iglesia, la paz, el Amo de Newport, la Tierra, un Dios despreocupado, todo.

Bajó del púlpito, haciendo sonar las bolas de plomo que se balanceaban para atrás y para adelante con un majestuoso ruido.

Recorrió la nave y atravesó el arco que había bajo el campanario. Se detuvo junto al charco formado al pie de la cuerda de la campana, miró hacia arriba para adivinar el curso que había seguido el agua. Decidió que la lluvia de primavera había entrado de una manera encantadora. Si alguna vez tenía que restaurar la iglesia, se aseguraría de que las emprendedoras gotas de la lluvia siempre pudieran entrar de ese modo.

Más allá del arco del campanario había otro, un frondoso arco de lilas.

Redwine avanzó hasta quedar debajo del segundo arco, vio la nave espacial como una gran ampolla en el bosque, vio al Vagabundo del Espacio, desnudo y con barba, en su cementerio.

Redwine gritó de alegría. Corrió a la iglesia y tironeó y sacudió la cuerda de la campana como un chimpancé borracho. En el loco repicar de las campanas, Redwine oía las palabras que según el Amo de Newport decían todas las campanas.

«¡NO HAY INFIERNO!» tañían las campanas.

«¡NO HAY INFIERNO!»

«¡NO HAY INFIERNO!»

«¡NO HAY INFIERNO!»

Unk se quedó aterrado por la campana. A él le sonaba como una campana colérica, asustada, y corrió a su nave, lastimándose bastante la espinilla al trepar la pared de piedra. Mientras cerraba la escotilla, oyó una sirena que aullaba respuestas a la campana.

Unk pensó que la Tierra seguía en guerra con Marte, y que la sirena y la campana significaban la muerte súbita para él. Apretó el botón de puesta en marcha.

El piloto automático no respondió instantáneamente, sino que se empeñó en una confusa e ineficaz discusión consigo mismo. La discusión terminó cuando el piloto se desconectó a sí mismo.

Unk volvió a apretar el botón. Esta vez dejó puesto encima el talón.

El piloto discutió de nuevo estúpidamente consigo mismo, trató de desconectarse. Cuando descubrió que no podía, produjo un humo sucio y amarillo.

El humo se puso tan denso y venenoso que Unk se vio obligado a tragar una bola de aire y a practicar de nuevo la respiración Schliemann.

Entonces el piloto automático lanzó una nota de órgano profunda como un sollozo, y murió para siempre.

Ahora no había posibilidad de despegar. Cuando el piloto automático moría, moría toda la nave espacial.

Unk atravesó el humo en dirección a una tronera y miró hacia afuera.

Vio un camión de bomberos. El camión se abría paso a través de los matorrales hacia la nave espacial. Hombres, mujeres y niños colgaban de él, empapados por la lluvia y con aire de éxtasis.

Delante del camión de bomberos iba el Reverendo C. Horner Redwine. En una mano llevaba un traje amarillo limón en una bolsa de plástico transparente. En la otra un ramo de lilas recién cortadas.

Las mujeres enviaban besos a Unk a través de la tronera, levantaban a sus hijos para que vieran al hombre adorable que había adentro. Los hombres permanecían en el camión de bomberos, vitoreaban a Unk, se vitoreaban unos a otros, vitoreaban todo. El conductor hizo restallar el motor, sonar la sirena, repicar la campana.

Todo el mundo usaba handicaps de algún tipo. La mayoría eran evidentes: contrapesos, balas, viejas parrillas, con objeto de contrarrestar ventajas físicas. Pero entre los feligreses de Redwine había varios sinceros creyentes que habían elegido handicaps de una índole más sutil y expresiva.

Algunas mujeres habían recibido, para su torpe suerte, la ventaja terrible de la belleza. Habían anulado esa ventaja injusta con ropas anticuadas, malas posturas, goma de mascar y horribles cosméticos.

Un hombre de edad, cuya única ventaja era una vista excelente, se la había arruinado usando los anteojos de su mujer.

Un joven moreno cuyo sinuoso y rapaz atractivo sexual no podía menoscabarse con ropas ordinarias y malas maneras, se había buscado la desventaja de una esposa a quien el sexo le daba náuseas.

La esposa del joven moreno, que tenía razones para envanecerse de sus títulos, se había buscado la desventaja de un marido que sólo leía historietas.

La congregación de Redwine no era la única. No era especialmente fanática. Había en la Tierra, literalmente, miles de millones de personas que se sometían gozosamente a diversos handicaps.

Y lo que los hacía tan felices era que nadie se aprovechaba ya de nadie.

Los bomberos pensaron en otra manera de expresar su alegría. Había una manguera montada en mitad del camión. Se la podía hacer girar como una ametralladora. La colocaron apuntando hacia arriba y la hicieron girar. Un chorro tembloroso, inseguro, trepó al cielo; cuando no pudo trepar más el viento lo hizo trizas. El agua cala todo alrededor, ya sobre la nave espacial con porrazos y chapuzones, ya sobre las mujeres y los niños, empapándolos, sorprendiéndolos, dándoles aún más alegría que antes.

Que el agua hubiera de desempeñar una parte tan importante en la bienvenida a Unk, era un accidente encantador. Nadie lo había planeado. Pero era perfecto que cada uno se olvidara de sí mismo en una fiesta de universal humedad.

El Reverendo C. Horner Redwine, que se sentía desnudo como un duende en un bosque pagano, en la humedad viscosa de sus ropas, sacudió un ramo de lilas sobre el vidrio de la tronera y luego apoyó su cara de adoración contra el vidrio.

La expresión de la cara que miraba a Redwine tenía un parecido sorprendente con la de un mono inteligente en el zoológico. La frente de Unk estaba profundamente arrugada, y en sus ojos líquidos había un deseo desesperado de entender.

Unk había decidido no asustarse.

Tampoco tenía prisa en dejar entrar a Redwine.

Por fin fue hasta la escotilla, abrió los cerrojos de las puertas interna y externa. Retrocedió, esperando que alguien las abriera.

—¡Primero déjenme entrar y darle el traje para que se lo ponga! —dijo Redwine a su congregación—. ¡Después podrán verlo!

Allí en la nave espacial, el traje amarillo limón le iba a Unk como una capa de pintura. Los signos de interrogación del pecho y la espalda se estiraban sin una arruga.

Unk aún no sabía que nadie en el mundo estaba vestido como él. Supuso que muchas personas llevaban trajes como el suyo, con los signos de interrogación y todo.

—¿Ésta… ésta es la Tierra? —dijo Unk a Redwine.

—Sí —contestó Redwine—. Cape Cod, Massachusetts, Estados Unidos de Norteamérica, Hermandad del Hombre.

—¡Gracias a Dios! —dijo Unk.

—¿Por qué agradeces a Dios? —dijo Redwine—. Él no se preocupa de lo que te ocurre. No se tomó ninguna molestia para que llegaras aquí sano y salvo, así como no se tomó la molestia de matarte. —Alzó los brazos, demostrando la musculatura de su fe. Las balas que llevaba sujetas a la muñeca se movieron crujiendo, y atrajeron la atención de Unk. De ellas la atención de Unk dio un fácil salto a la pesada chapa de hierro que colgaba sobre el pecho de Redwine. Redwine siguió la dirección de la mirada de Unk, sopesó la chapa de hierro que le colgaba sobre el pecho—. Pesada.

—Ajá —dijo Unk.

—Calculo que tendrás que llevar unos veinticinco kilos después que te hayas repuesto —dijo Redwine.

—¿Veinticinco kilos? —preguntó Unk.

—Deberías alegrarte y no entristecerte de llevar semejante handicap —dijo Redwine—. Nadie podrá entonces reprocharte que hayas aprovechado las azarosas vías de la suerte. —Había en su voz un bello tono de amenaza que no usaba desde los primeros días de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente, desde las estremecedoras conversiones en masa que siguieron a la guerra con Marte. En aquellos días, Redwine y todos los otros jóvenes proselitistas habían amenazado a los incrédulos con el justo desagrado de las multitudes, multitudes que entonces no existían.

Esas multitudes y su justo desagrado existían ahora en todas partes del mundo. Los miembros de las Iglesias de Dios el Absolutamente Indiferente redondeaban un total de tres mil millones. Los jóvenes leones que al principio habían enseñado el credo, podían permitirse ahora ser corderos, contemplar misterios tan orientales como el agua goteando por la cuerda de la campana. El ejército disciplinario de la Iglesia estaba formado por multitudes en todas partes.

—Debo advertirte —dijo Redwine a Unk— que cuando salgas y te encuentres entre esas gentes, no debes decir nada en el sentido de que Dios se ha interesado especialmente por ti, o que puedes ser de algún modo una ayuda para Dios. Lo peor que puedes decir, por ejemplo, es algo como: «Gracias, Dios mío, por librarme de todos mis males. ¡Por alguna razón Él me ha distinguido, y ahora mi único deseo es servirlo!».

»La multitud amistosa que está ahí afuera —prosiguió Redwine— podría ponerse pronto muy desagradable a pesar de los altos auspicios bajo los cuales has venido.

Unk tenía previsto decir casi exactamente lo que Redwine le advertía que no dijera. Le había parecido lo único adecuado.

—¿Y qué… qué debo decir? —dijo Unk.

—Lo que dirás, ha sido profetizado —dijo Redwine—, palabra por palabra. He pensado mucho en las palabras que vas a decir, y estoy convencido de que no pueden mejorarse.

—Pero soy incapaz de pensar en ninguna palabra como no sea hola, o gracias —dijo Unk—. ¿Qué quieres que diga?

—Lo que digas —dijo Redwine—. Esas buenas gentes han estado ensayando este momento durante mucho tiempo. Te harán dos preguntas, y tú las contestarás lo mejor que puedas.

Condujo a Unk afuera por la escotilla. El surtidor de la manguera había cesado de funcionar. Los gritos y danzas se habían detenido.

La congregación de Redwine formaba ahora un semicírculo alrededor de Unk y Redwine. Los miembros de la congregación apretaban los labios e hinchaban los pulmones.

Redwine hizo un gesto sagrado.

La congregación habló como un solo hombre.

—¿Quién eres? —dijo.

—No… no sé mi nombre verdadero —dijo Unk—. Me llaman Unk.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó la congregación.

Unk meneó la cabeza vagamente. No era capaz de hacer un resumen adecuado de sus aventuras. Simplemente, se esperaba algo grande de él. Y él no era capaz de grandeza. Exhaló ruidosamente, para que la congregación supiera que lamentaba defraudarlos con su insipidez.

—He sido víctima de una serie de accidentes —dijo. Se encogió de hombros—. Como todo el mundo —añadió.

Los vítores y las danzas empezaron de nuevo.

Unk fue subido al camión de bomberos y llevado hasta la puerta de la iglesia.

Redwine señaló amigablemente un rollo de madera desplegado que había sobre la puerta. Grabadas en el rollo con letras doradas había las siguientes palabras:

HE SIDO VÍCTIMA DE UNA SERIE DE

ACCIDENTES. COMO TODO EL MUNDO.

Unk fue conducido en el camión de bomberos directamente de la iglesia a Newport, Rhode Island, donde debía producirse una materialización.

Con arreglo a un plan establecido años antes, se había enviado otro camión de bomberos para proteger West Barnstable, que estaría sin sus bomberos por un tiempo.

La nueva de la llegada del Vagabundo del Espacio se difundió sobre la tierra como un incendio. En cada aldea, pueblo y ciudad por la que pasaba el camión, Unk era recibido con lluvias de flores.

Unk iba sentado en el camión de bomberos, sobre una tabla colocada encima de la cabina del conductor. En la cabina iba el Reverendo C. Horner Redwine.

Redwine manejaba la sirena del camión, y la hacía funcionar constantemente. Atado al badajo de la sirena había un Malachi de plástico extrafuerte. El muñeco era de un tipo especial que sólo podía venderse en Newport. Exhibir uno de esos Malachis era proclamar que uno había hecho una peregrinación a Newport.

Todo el cuerpo de Bomberos Voluntarios de West Barnstable, con excepción de dos no conformistas, había hecho esa peregrinación a Newport. El Malachi del camión de incendios había sido comprado con fondos del Cuerpo de Bomberos.

En la jerga de los mercachifles de recuerdos de Newport, el Malachi de plástico extraduro del Cuerpo de Bomberos, era un «Malachi auténtico, autorizado, oficial».

Unk se sentía feliz; era tan bueno estar de nuevo entre personas, respirar de nuevo el aire. Y todo el mundo parecía adorarlo.

Había tanto ruido bueno. Había tanto bueno de todo. Unk confió en que lo bueno de todo seguiría siempre.

—¿Qué te ha ocurrido? —le gritaba toda la gente, y después reía.

Para la información colectiva, Unk abrevió la respuesta que tanto había gustado a la pequeña multitud reunida delante de la Iglesia del Vagabundo del Espacio.

—¡Accidentes! —gritaba.

Se reía.

Qué cosa, viejo.

Qué maravilla. Y se reía.

En Newport, hacía ocho horas que la propiedad de Rumfoord estaba atestada. Los guardias apartaban a miles de personas de la puertita abierta en la pared. En realidad los guardias no eran necesarios, pues en el interior la multitud era monolítica.

Una anguila engrasada no se hubiera podido escurrir en ella.

Afuera miles de peregrinos se empujaban piadosamente para acercarse a los altoparlantes montados en los ángulos de las paredes.

De ellos saldría la voz de Rumfoord.

La multitud era numerosísima y estaba sumamente excitada, pues había llegado el tan prometido Gran Día del Vagabundo del Espacio.

Por todas partes se desplegaban los más fantasiosos y eficaces tipos de handicaps. La multitud estaba maravillosamente trabada.

Bee, que había sido la pareja de Unk en Marte, también estaba en Newport. También estaba Crono, el hijo de Bee y Unk.

—¡Vamos, compren los Malachis auténticos, autorizados y oficiales! —decía Bee roncamente—. Vamos, compren aquí los Malachis. Cómprese un Malachi para saludar al Vagabundo del Espacio —decía Bee—. Cómprese un Malachi, para que el Vagabundo del Espacio lo bendiga cuando llegue.

Tenía un puesto de venta frente a la puertecita de hierro de la propiedad de los Rumfoord, en Newport. El puesto de Bee era el primero de una hilera de veinte instalados frente a la puerta. Los veinte puestos estaban cubiertos por un solo techo continuo, y separados uno de otro por tabiques que llegaban a la cintura.

Los Malachis que pregonaba eran muñecos de plástico articulados y con ojos de strass. Bee los compraba en una santería por veintisiete centavos cada uno y los vendía a tres dólares. Era una excelente mujer de negocios.

Y mientras Bee mostraba al mundo un exterior eficiente y llamativo, tenía en su interior la grandeza que le daba vender más que nadie. El brillo carnavalesco de Bee atraía la mirada de los peregrinos. Pero lo que los llevaba a su puesto y a comprarle, era su aura. El aura decía inequívocamente que Bee estaba destinada a una posición más noble en la vida, que era una broma buenísima el que estuviera allí donde estaba.

—Vamos, compren Malachis mientras hay tiempo —decía Bee—. ¡No se puede comprar un Malachi durante una materialización!

Era cierto. La norma era que los concesionarios debían cerrar sus postigos cinco minutos antes de que Winston Niles Rumfoord y su perro se materializaran, Y debían mantener los postigos cerrados hasta diez minutos después que hubiera desaparecido la última huella de Rumfoord y Kazak.

Bee se volvió hacia su hijo, Crono, que estaba abriendo una nueva caja de Malachis.

—¿Cuánto falta para el silbido? —le preguntó. Lo producía un gran silbato a vapor instalado dentro de la propiedad. Sonaba cinco minutos antes de la materialización.

Las materializaciones propiamente dichas eran anunciadas por un cañonazo de un arma de quince centímetros.

Las desmaterializaciones se anunciaban soltando mil globos de juguete.

—Ocho minutos —dijo Crono mirando su reloj. Tenía ahora once años terrestres. Era moreno y ardiente. Experto para trampear en el vuelto, era malhablado y usaba una navaja de treinta centímetros. Crono no tenía trato con otros niños y su fama de afrontar la vida con coraje y franqueza era tan mala que sólo atraía a unas pocas niñas muy alocadas y muy bonitas.

Crono estaba catalogado por el Departamento de Policía de Newport como delincuente juvenil. Conocía por lo menos a cincuenta funcionarios de justicia por su nombre de pila, y era veterano en catorce tests para detectar mentiras.

Si Crono no estaba recluido era gracias al excelente personal de justicia de la Tierra y al personal jurídico de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente. Bajo la dirección de Rumfoord, el personal defendía a Crono contra todas las acusaciones.

Las acusaciones más corrientes contra Crono eran escamoteo, portación de armas, posesión de pistolas no declaradas, disparos de armas de fuego dentro de los límites de la ciudad, venta de imágenes y artículos obscenos y carácter difícil.

Las autoridades se quejaban amargamente de que el peor inconveniente del niño era su madre. Su madre lo amaba así como era.

—Sólo ocho minutos para comprar un Malachi, señores —decía Bee—. Rápido, rápido, rápido.

Los dientes superiores de Bee eran de oro y su piel, como la de su hijo, era del color de una encina dorada.

Bee había perdido los dientes superiores cuando la nave espacial en que ella y Crono venían de Marte se estrelló en la región de Gumbo, en la Selva Amazónica Húmeda. Ella y Crono habían sido los únicos sobrevivientes del accidente, y habían vagado por la selva durante un año.

El color de la piel de Bee y de Crono era permanente porque provenía de una modificación del hígado. Se les había modificado el hígado debido a una dieta de tres meses consistente en agua y raíces de salpa-salpa o álamo azul amazónico. La dieta había sido parte de la iniciación de Bee y Crono en la tribu Gumbo.

Durante la iniciación madre e hijo habían sido atados con cuerdas largas a una estaca, en el medio de la aldea; Crono representaba al Sol y Bee representaba a la Luna, tal como el pueblo Gumbo entendía al Sol y a la Luna.

Como resultado de estas experiencias, Bee y Crono estaban más cerca el uno del otro que la mayoría de las madres y los hijos.

Habían sido rescatados al final por un helicóptero. Winston Niles Rumfoord lo había enviado al lugar justo en el momento justo.

Winston Niles Rumfoord había dado a Bee y Crono la lucrativa concesión de venta de Malachis frente a la puerta de Alicia en el País de las Maravillas. Había pagado también la cuenta de dentista de Bee y había sugerido que los dientes postizos fueran de oro.

El hombre que tenía el puesto junto al de Bee era Harry Brackman. Había sido sargento del pelotón de Unk en Marte. Brackman se había vuelto corpulento y estaba casi calvo. Tenía una pierna de madera y la mano derecha de acero inoxidable. Había perdido la pierna y la mano en la batalla de Boca Ratón. Era el único sobreviviente de la batalla, y de no haber estado tan horriblemente herido, seguramente habría sido linchado junto con los demás sobrevivientes de su pelotón.

Brackman vendía modelos en plástico de la fuente que había del otro lado de la pared. Eran de unos treinta centímetros de alto. Tenían un sistema de surtidores en la base. El agua subía desde el gran tazón de la base a los pequeños tazones de la punta. Entonces el contenido de los pequeños se iba derramando en los más grandes y así sucesivamente…

Brackman tenía tres funcionando al mismo tiempo sobre el mostrador.

—Exactamente como la de adentro, señores —decía—. Y ustedes se pueden llevar uno a casa. Pónganlo en el marco de la ventana para que todos los vecinos sepan que han estado en Newport. Pónganlo en el medio de la mesa de la cocina, en las fiestas de los chicos, y llénenla con gaseosa rosada.

—¿Cuánto? —dijo un paisano.

—Diecisiete dólares —dijo Brackman.

—¡Caracoles! —dijo el paisano.

—Es una reliquia sagrada, hermano —dijo Brackman, mirando al paisano despectivamente—. No es un juguete. —Se agachó para mirar debajo del mostrador, sacó un modelo de nave espacial marciana—. ¿Quiere un juguete? Aquí lo tiene. Cuarenta y nueve centavos. Sólo gano dos centavos.

El paisano se comportó como un comprador juicioso. Comparó el juguete con el artículo real que pretendía representar. El artículo real era una nave espacial marciana instalada en lo alto de una columna de treinta metros de alto. La columna y la nave espacial se hallaban del otro lado de los muros de la propiedad de Rumfoord, en el ángulo donde habían estado una vez las canchas de tenis.

Rumfoord aún tenía que explicar el propósito de la nave espacial, cuya columna de apoyo había sido construida con monedas de los escolares de todo el mundo. La nave estaba permanentemente preparada. Apoyada contra la columna una escala desmontable, considerada la más larga de la historia, llevaba vertiginosamente a la puerta de la nave.

En el tanque de combustible de la nave espacial quedaba la última huella del abastecimiento bélico marciano de la Voluntad Universal de Llegar a Ser.

—Ajá —dijo el paisano. Dejó el modelo sobre el mostrador—. Si no le molesta, seguiré mirando los otros puestos un poco más. —Hasta ese momento, lo único que había comprado era un sombrero de Robin Hood con un retrato de Rumfoord en un lado, la figura de un velero en el otro, y su propio nombre cosido en la pluma. Se llamaba Delbert, según la pluma.

—Gracias igual —dijo Delbert—, quizá vuelva.

—Claro que sí, Delbert —dijo Brackman.

—¿Cómo supo que me llamo Delbert? —preguntó Delbert, agradado y suspicaz.

—¿Usted cree que Winston Niles Rumfoord es el único hombre de estos pagos que tiene poderes sobrenaturales?

Un chorro de vapor subió del otro lado de las paredes. Un instante después, la voz del gran silbato rodó sobre los puestos, poderosa, lúgubre y triunfante. Era la señal de que Rumfoord y su perro se materializarían dentro de cinco minutos.

Era la señal para que los concesionarios interrumpieran su irreverente pregoneo de artículos de pacotilla y cerraran los postigos.

Los postigos se cerraron de golpe y a un tiempo.

Al cerrarse, el interior de los puestos se convertía en una hilera de concesiones dentro de un túnel a media luz.

El aislamiento de los concesionarios en el túnel añadía un toque fantasmagórico más, pues en el túnel sólo había sobrevivientes de Marte. Rumfoord había insistido en eso: en que los marcianos tuvieran prioridad para las concesiones de Newport. Era su manera de dar las gracias.

No había muchos sobrevivientes: sólo cincuenta y ocho en los Estados Unidos, y trescientos dieciséis en el mundo entero.

De los cincuenta y ocho que había en los Estados Unidos, veintiuno eran concesionarios en Newport.

—Ahí va de nuevo, chicos —dijo alguien, lejos, lejos, lejos. Era la voz del ciego que vendía los sombreros Robin Hood con un retrato de Rumfoord en un lado y la figura de un velero en el otro.

El sargento Brackman apoyó los brazos doblados en el medio tabique entre su puesto y el de Bee. Le hizo una guiñada al joven Crono, que estaba tendido sobre un cajón de Malachis sin abrir.

—Al carajo, ¿eh, Crono? —le dijo Brackman.

—Al carajo —convino Crono. Se estaba limpiando las uñas con el pedazo de metal extrañamente doblado, perforado y dentado que había sido su amuleto en Marte. Seguía siendo su amuleto en la Tierra.

El amuleto había salvado probablemente las vidas de Crono y Bee en la selva. Los hombres de la tribu Gumbo habían reconocido en el pedazo de metal un objeto de tremendo poder. El respeto por él los había movido a iniciar a sus poseedores antes que a comerlos.

Brackman se rió cariñosamente.

—Sí señor, hay un marciano para ti —dijo—. Ni siquiera quiere salir de su cajón de Malachis para echar una mirada al Vagabundo del Espacio.

Crono no era el único en mostrar apatía con respecto al Vagabundo del Espacio. Era orgullosa y descarada costumbre de todos los concesionarios mantenerse apartados de las ceremonias, permanecer a media luz en el túnel hasta que Rumfoord y el perro hubiesen llegado y se marcharan.

No era que los concesionarios sintiesen un verdadero desprecio por la religión de Rumfoord. La mayoría pensaba que la nueva religión era probablemente bastante buena. Lo que recalcaban permaneciendo en sus puestos cerrados era que ellos, como marcianos veteranos, ya habían hecho más que suficiente por poner en pie la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente.

Recalcaban el hecho de haber sido todos usados hasta el agotamiento.

Rumfoord alentaba en ellos esa actitud, los mencionaba afectuosamente como sus «… santos soldados del otro lado de la puertecita. Su apatía —había dicho Rumfoord una vez— es una gran herida que los afecta, para que podamos ser más vivientes, más sensibles y más libres».

La tentación de los concesionarios marcianos de echar un vistazo al Vagabundo del Espacio era grande. Había altoparlantes en las paredes de la propiedad Rumfoord, y cada palabra que Rumfoord decía adentro resonaba en los oídos de todos los que estuvieran a medio kilómetro de distancia. Las palabras habían hablado una y otra vez del glorioso momento de verdad que advendría cuando llegase el Vagabundo del Espacio.

Era un gran momento que hacía estremecer a los verdaderos creyentes, el gran momento en que los verdaderos creyentes sentirían diez veces más amplias, claras y vivientes sus creencias.

Ahora había llegado el momento.

El camión de bomberos que trasladaba al Vagabundo del Espacio desde la Iglesia del Vagabundo del Espacio, hasta Cape Cod, resonaba y aullaba fuera de los puestos.

Los duendes en la media luz de los puestos se negaban a atisbar.

El cañón atronó dentro de las paredes.

Rumfoord y su perro se habían materializado, y el Vagabundo del Espacio pasaba a través de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas.

—Probablemente algún actor de mala muerte que contrató en Nueva York —dijo Brackman.

Nadie le contestó, ni siquiera Crono, que se veía a sí mismo como el cínico más grande de los puestos. Brackman no tomó en serio su propia sugerencia, la de que el Vagabundo del Espacio fuera un fraude. Los concesionarios conocían demasiado bien la inclinación realista de Rumfoord. Cuando Rumfoord ponía en escena una pasión, utilizaba gente de verdad en infiernos de verdad.

Permítasenos insistir aquí en que, por muy aficionado que Rumfoord fuera a los grandes espectáculos, nunca había caído en la tentación de declararse a sí mismo Dios o algo que se le pareciera.

Sus peores enemigos lo admiten. El doctor Maurice Rosenau en su Patraña Pangaláctica o Tres mil Millones de Incautos, dice:

Winston Niles Rumfoord, el fariseo, tartufo y Cagliostro interestelar, se ha tomado la molestia de declarar que él no es Dios Todopoderoso, que no es un pariente cercano de Dios Todopoderoso y que no ha recibido instrucciones directas de Dios Todopoderoso. A estas palabras del Amo de Newport podemos decir ¡Amén! ¡Y podemos añadir que Rumfoord está tan lejos de ser un pariente o agente de Dios Todopoderoso que toda comunicación con Dios Todopoderoso Mismo es completamente imposible mientras Rumfoord se entrometa!

Por lo común la conversación de los veteranos marcianos en los puestos cerrados estaba alegremente erizada de divertidas irreverencias y salidas sobre la venta de despreciables artículos religiosos a los papanatas.

Ahora que Rumfoord y el Vagabundo del Espacio iban a encontrarse, a los concesionarios les costaba mucho no interesarse.

El sargento Brackman levantó su mano sana hasta la coronilla. Era el gesto característico de un veterano marciano. Se tocaba la zona de la antena, de la antena que alguna vez había pensado por él todo lo que importaba. Echó de menos las señales.

—¡Traigan al Vagabundo del Espacio aquí! —bramó la voz de Rumfoord desde los altoparlantes en lo alto de las paredes.

—Quizá… quizá deberíamos ir —dijo Brackman.

—¿Qué? —murmuró Bee. Estaba de pie, con la espalda apoyada en los postigos corridos. Tenía los ojos cerrados, la cabeza gacha. Parecía helada.

Siempre se estremecía cuando se estaba produciendo una materialización.

Crono frotaba lentamente el amuleto con la yema del pulgar, observando un halo de niebla en el metal frío, un halo alrededor del pulgar.

—Que se vayan al carajo, ¿eh, Crono? —dijo Brackman.

El hombre que vendía pájaros cantores mecánicos agitaba distraídamente la mercadería por encima de su cabeza. Una granjera lo había ensartado con una horquilla en la batalla de Toddington, Inglaterra, dándolo por muerto.

El Comité Internacional de Identificación y Rehabilitación de los Marcianos, con ayuda de las impresiones digitales había identificado al hombre de los pájaros como Bernard K. Winslow, un violador de menores ambulante que había desaparecido de la sala de alcohólicos de un hospital londinense.

—Muchas gracias por la información —había dicho Winslow al Comité—. Ahora ya no me siento desorientado.

El sargento Brackman había sido identificado por el Comité como el soldado Francis J. Thompson, desaparecido al final de la noche mientras hacía la ronda de guardia alrededor de un pozo mecánico en Fort Bragg, North Carolina, U.S.A.

Bee había desconcertado al Comité. Sus impresiones digitales no estaban registradas. El Comité pensaba que era o bien Florence White, una muchacha sencilla y cordial que había desaparecido de una lavandería de Cohoes, Nueva York, o Darlene Simpkins, una muchacha sencilla y cordial que había sido vista por última vez en momentos en que aceptaba la invitación a salir en coche con un forastero moreno en Brownsville, Texas.

Y siguiendo la línea de tenderetes a partir de los de Brackman, Crono y Bee, estaban el común de los marcianos que habían sido identificados como Myron S. Watson, un alcohólico que había desaparecido de su puesto de encargado de los lavabos en el aeropuerto de Newark; Charlene Heller, ayudante dietista en la cafetería de la Escuela Secundaria Stivers de Dayton, Ohio; Krishna Garu, un cajista técnicamente prófugo, aún, y acusado de bigamia, proxenetismo y abandono de personas a cargo, en Calcuta, India; Kurt Schneider, alcohólico también, administrador de una agencia de viajes en quiebra, de Bremen, Alemania.

—El todopoderoso Rumfoord… —dijo Bee.

—¿Cómo dices? —preguntó Brackman.

—Nos arrancó de nuestras vidas —dijo Bee—. Nos hizo dormir. Nos lavó el cerebro como quien limpia de semillas una calabaza. Nos manejó como a robots, nos adiestró, nos destinó… nos quemó por la buena causa. —Se encogió de hombros.

»¿Lo hubiéramos hecho mejor si nos hubiera confiado nuestras propias vidas? —dijo Bee—. ¿Hubiéramos llegado a ser algo más o algo menos? Me parece que me alegro de que me haya utilizado. Sospecho que tenía un montón de ideas mejores sobre lo que se podía hacer conmigo que Florence White o Darlene Simpkins o quien quiera que fuese.

»Pero de todos modos lo detesto —dijo Bee.

—Ése es tu privilegio —dijo Brackman—. Él dijo que era el privilegio de todos los marcianos.

—Queda un consuelo —dijo Bee—. Hemos sido usados hasta agotarnos. Él nunca nos usará de nuevo.

—Bienvenido, Vagabundo del Espacio —atronó Rumfoord con una voz de tenor aceitado que salía de las trompetas de Gabriel instaladas en lo alto del muro—. Qué oportuno haber venido hasta nosotros en el carro rojo brillante de un cuerpo de bomberos voluntarios. No puedo imaginar un símbolo más conmovedor de la humanidad del hombre hacia el hombre que un camión de bomberos. Dime, Vagabundo del Espacio, ¿ves algo aquí… algo que te haga pensar que quizá hayas estado antes?

El Vagabundo del Espacio murmuró algo ininteligible.

—Más fuerte, por favor —dijo Rumfoord.

—La fuente… recuerdo esa fuente —dijo el Vagabundo del Espacio—. Sólo que… sólo que…

—¿Sólo qué? —dijo Rumfoord.

—Entonces estaba seca… no sé cuándo. Ahora está tan húmeda —dijo el Vagabundo del Espacio.

Un micrófono cerca de la ventana estaba ahora conectado con el sistema de altoparlantes para el público, de modo que el murmullo real, el ruido de las salpicaduras de la fuente subrayaban las palabras del Vagabundo del Espacio.

—¿Alguna otra cosa familiar, oh Vagabundo del Espacio? —dijo Rumfoord.

—Sí —dijo tímidamente el Vagabundo del Espacio—. Usted.

—¿Te soy familiar? —dijo Rumfoord maliciosamente—. ¿Quieres decir que existe la posibilidad de que yo haya desempeñado antes un pequeño papel en tu vida?

—Lo recuerdo en Marte —dijo el Vagabundo del Espacio—. Usted era el hombre del perro… justo antes de que despegáramos.

—¿Qué pasó después que despegaste? —dijo Rumfoord.

—Algo anduvo mal —dijo el Vagabundo del Espacio. Era como si pidiera disculpas, como si la serie de desventuras fuesen en cierto modo culpa suya—. Un montón de cosas anduvieron mal.

—¿Has pensado alguna vez en la posibilidad de que todo anduviera perfectamente bien?

—No —dijo el Vagabundo del Espacio con sencillez. La idea no lo desconcertó, no podía desconcertarlo puesto que estaba mucho más allá de su filosofía de pacotilla.

—¿Reconocerías a tu compañera y a tu hijo? —dijo Rumfoord.

—No… no sé —dijo el Vagabundo del Espacio.

—Tráiganme a la mujer y al chico que venden Malachis del otro lado de la puertecita de hierro —dijo Rumfoord—. Traigan a Bee y a Crono.

El Vagabundo del Espacio y Winston Niles Rumfoord con Kazak estaban sobre un tablado delante de la mansión. El tablado quedaba a la altura de los ojos de la multitud de pie. El tablado delante de la casa era parte de un sistema continuado de pasadizos, rampas, escalerillas, púlpitos, escalones y estrados que llegaban a todos los rincones de la propiedad.

El sistema permitía la libre y visible circulación de Rumfoord por el terreno, sin que la multitud lo estorbara. Permitía también que todos los que estaban en el lugar pudieran echar un vistazo a Rumfoord.

El sistema no estaba suspendido magnéticamente, aunque parecía un milagro de levitación. El aparente milagro se había logrado gracias al uso astuto de pintura. Los puntales estaban pintados de negro liso, en tanto que las superestructuras eran de oro centelleante.

Un sistema de cámaras de televisión y micrófonos permitía seguir todo lo que ocurría en cualquier lugar.

Para las materializaciones nocturnas las superestructuras estaban subrayadas con lámparas eléctricas color carne.

El Vagabundo del Espacio era sólo la trigesimoprimera persona que había sido invitada a encontrarse con Rumfoord en la estructura elevada.

En ese momento se había enviado a un ayudante hasta el puesto de venta de los Malachis para que trajera a las personas trigesimosegunda y trigesimotercera que compartirían la eminencia.

Rumfoord no tenía buen aspecto. Estaba de mal color. Y aunque sonreía como siempre, sus dientes parecían rechinar detrás de la sonrisa. Su complaciente alegría se había convertido en una caricatura, traicionando el hecho de que las cosas no andaban nada bien.

Pero siempre estaba allí su famosa alegría. El magnífico y esnob complacedor de la multitud sujetaba a su gran perro Kazak con una cadena tirante. La cadena se enroscaba incrustándose preventivamente en la garganta del perro. La precaución era necesaria, pues evidentemente al perro no le gustaba el Vagabundo del Espacio.

La sonrisa vaciló un instante, recordando a la multitud la carga que Rumfoord soportaba por ella, advirtiendo a la multitud que quizá no pudiera seguir soportándola siempre.

Rumfoord llevaba en la palma de la mano un micrófono y un transmisor del tamaño de una moneda. Cuando no quería que su voz llegara a la multitud, simplemente cerraba el puño.

La moneda estaba ahora metida en el puño… pues se dirigía con cierta ironía al Vagabundo del Espacio lo cual hubiera desconcertado a la multitud, de haber podido oírlo.

—No hay duda de que es tu día, ¿verdad? —dijo Rumfoord—. Una perfecta fiesta de amor desde el instante en que llegaste. La multitud te adora, sencillamente. ¿Tú adoras a las multitudes?

Las gozosas sacudidas del día habían reducido al Vagabundo del Espacio a una condición pueril, condición en que la ironía e incluso el sarcasmo no daban en el blanco. Había sido cautivo de muchas cosas en sus malos tiempos. Ahora era cautivo de una multitud que lo consideraba maravilloso.

—Han estado extraordinarios —dijo respondiendo a la última pregunta de Rumfoord—. Han estado grandiosos.

—Oh… son un grandioso rebaño —dijo Rumfoord—. En eso no hay que equivocarse. Me he estado devanando los sesos para encontrar la palabra justa, y tú me la has traído de afuera. Grandiosos, eso es lo que son. —Evidentemente, el pensamiento de Rumfoord estaba en otra cosa. No le interesaba mayormente el Vagabundo del Espacio como persona, apenas lo miraba. Tampoco parecía muy excitado por la cercanía de la mujer y el hijo del Vagabundo del Espacio.

—¿Dónde están, dónde están? —dijo Rumfoord a un ayudante que estaba abajo—. Sigamos con la cosa. Acabemos con la cosa.

El Vagabundo del Espacio encontraba sus aventuras tan satisfactorias y estimulantes, tan espléndidamente escenificadas, que le intimidaba hacer preguntas, porque temía parecer desagradecido.

Comprendía que su responsabilidad era terrible en la ceremonia y que lo mejor que podía hacer era mantener la boca cerrada, hablar sólo cuando le hablaran y responder a todas las preguntas breve y sencillamente.

La mente del Vagabundo del Espacio no bullía de preguntas. La estructura básica de esa situación ceremonial era obvia, tan neta y adecuada como un taburete para ordeñar. Había sufrido enormemente y ahora era enormemente recompensado.

El súbito cambio de fortuna constituía un espectáculo formidable. Sonrió, porque entendía el placer de la multitud, pretendía formar parte de la multitud misma, compartir su placer.

Rumfoord leyó en el pensamiento del Vagabundo del Espacio.

—Esto les gusta tanto como lo otro, sabes —dijo.

—¿Lo otro? —dijo el Vagabundo del Espacio.

—Cuando la gran recompensa viene primero y luego el gran sufrimiento —dijo Rumfoord—. Lo que les gusta es el contraste. El orden de los acontecimientos no les hace ninguna diferencia. Es el estremecimiento del cambio rápido…

Rumfoord abrió el puño, expuso el micrófono. Con la otra mano hizo señas pontificales. Las hacía a Bee y a Crono, que habían subido a una adyacencia del andamiaje dorado de tablados, rampas, escalerillas, pulpitos, peldaños y tinglados.

—Por aquí, por favor. No tenemos todo el día, saben —dijo Rumfoord con tono de maestrita.

Durante la tregua, el Vagabundo del Espacio sintió el primer cosquilleo real de los planes para un buen futuro en la Tierra. Todo el mundo era tan bueno, tan entusiasta y pacífico que se podía vivir no una vida buena, sino una vida perfecta en la Tierra.

El Vagabundo del Espacio ya había recibido un hermoso traje nuevo y una prominente situación en la vida, y en cuestión de minutos le serían restituidos su mujer y su hijo.

Lo único que le faltaba era un buen amigo, y el Vagabundo del Espacio se echó a temblar. Temblaba porque sabía en el fondo de su corazón que su mejor amigo, Stony Stevenson, estaba escondido por allí en algún lugar, a la espera de una ocasión para presentarse.

El Vagabundo del Espacio sonrió, porque imaginaba la entrada de Stony. Stony llegaría bajando a toda velocidad por una rampa, riendo y un poco borracho. «¡Unk, hijo de puta… —rugiría Stony directamente delante de los altoparlantes—, te he buscado en cuanta taberna he encontrado en esta Tierra de mierda, y te has quedado todo el tiempo colgado en Mercurio!».

Cuando Bee y Crono llegaron a donde estaban Rumfoord y el Vagabundo del Espacio, Rumfoord se apartó. Si se hubiera separado de Bee, Crono y el Vagabundo del Espacio la distancia de un brazo, su separación podía haber sido entendida. Pero el andamiaje dorado le permitía poner una distancia respetable entre él y los tres, y no sólo eso pues el rococó y algunos azares diversamente simbólicos la volvían intrincada de veras.

Era indiscutiblemente gran teatro, no obstante el capcioso comentario del doctor Maurice Rosenau (op. cit.): «Las gentes que miran con reverencia a Winston Niles Rumfoord bailando en su selvático gimnasio dorado de Newport son los mismos idiotas que uno encuentra en las jugueterías, abriendo la boca reverentes delante de los trenes de juguete que avanzan con su chuf chuf chuf por los túneles de papel maché, sobre puentes de mondadientes, a través de ciudades de cartón y de nuevo por túneles de papel maché. ¿Reaparecerán los trencitos o Winston Niles Rumfoord con su chuf chuf chuf? ¡Oh, mirabile dictu! ¡Reaparecerán!».

Desde el entarimado frente a la mansión de Rumfoord corría una hilera de escalones que se arqueaba sobre lo alto de un seto de madera de boj. Del otro lado de los escalones había un pasadizo de unos tres metros que llegaba al tronco de un haya cobriza. El tronco tenía un metro veinte de diámetro. Sujetos al tronco con tornillos flojos había unos listones dorados.

Rumfoord ató a Kazak al peldaño de abajo, y después se trepó hasta perderse de vista como una araña en el follaje.

Desde lo alto del árbol habló.

La voz salía no del árbol sino de los altoparlantes instalados en las paredes.

La multitud apartó los ojos de la copa frondosa para volverlos a los altoparlantes más cercanos.

Sólo Bee, Crono y el Vagabundo del Espacio seguían mirando hacia arriba, al lugar donde Rumfoord estaba realmente. No como prueba de realismo sino de turbación. Mirando hacia arriba los miembros de la pequeña familia evitaban mirarse los unos a los otros.

Ninguno de los tres tenía ninguna razón para estar contento de la reunión.

Bee no se sentía atraída por el feliz papanatas flaco y barbudo, en ropa interior de color amarillo limón. Había soñado con un librepensador, alto, colérico, arrogante.

El joven Crono odiaba al intruso barbudo que intervenía en su sublime relación con su madre. Crono besó su amuleto y deseó que su padre, si realmente lo era, cayese muerto.

Y el propio Vagabundo del Espacio, aunque lo intentara sinceramente, no veía nada que él hubiera elegido por su propia y libre voluntad, en los morenos, malévolos, madre e hijo.

Por casualidad, la mirada del Vagabundo del Espacio se encontró con el único ojo bueno de Bee. Había que decir algo.

—¿Cómo te va? —dijo el Vagabundo del Espacio.

—¿Cómo te va? —dijo Bee.

Los dos miraron de nuevo el árbol.

—Oh mis felices, desventajados hermanos —dijo la voz de Rumfoord—, demos gracias a Dios… a Dios que aprecia nuestras gracias como el poderoso Mississippi aprecia una gota de lluvia… que no somos como Malachi Constant.

Al Vagabundo del Espacio le dolía un poco la nuca. Bajó la mirada, y los ojos le quedaron atrapados en una larga, recta, dorada pista de aterrizaje a una distancia intermedia. Siguió el trayecto de la pista.

La pista terminaba en la escalerilla móvil más larga de la Tierra. La escalerilla también estaba pintada de dorado.

La mirada del Vagabundo del Espacio subió por la escalerilla hasta la minúscula puerta de la nave espacial instalada en lo alto de la columna. Se preguntó quién tendría fortaleza suficiente o suficientes motivos para subir por una escalerilla tan aterradora hasta una puerta tan minúscula.

El Vagabundo del Espacio miró de nuevo la multitud. Quizá Stony Stevenson estaba en algún punto de la multitud. Quizá esperaba a que todo el espectáculo terminara para presentarse a su mejor y único amigo en Marte.