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En un night club de Hollywood

Harmonium — Única forma conocida de vida en el planeta Mercurio. El harmonium vive en cuevas. Sería difícil imaginar una criatura más agraciada.

ENCICLOPEDIA INFANTIL DE MARAVILLAS Y CURIOSIDADES

EL PLANETA MERCURIO CANTA como una copa de cristal.

Canta todo el tiempo.

Un lado de Mercurio mira al Sol. Ese lado siempre ha mirado al Sol. Ese lado es un mar de polvo blanco y caliente.

El otro lado mira a la nada del espacio eterno. Ese lado siempre ha mirado a la nada del espacio eterno. Ese lado es un bosque de cristales gigantescos de un azul blanquecino, de un frío glacial.

La tensión entre el hemisferio caliente del día sin fin y el hemisferio frío de la noche sin fin es lo que hace cantar a Mercurio.

Mercurio no tiene atmósfera, de modo que la canción que canta existe para el sentido del tacto.

La canción es lenta. Mercurio sostendrá una sola nota de la canción durante tanto tiempo como un milenio terrestre. Hay quienes piensan que la canción fue alguna vez rápida, salvaje y brillante, extremadamente variada. Es posible.

Existen criaturas en las profundas cavernas de Mercurio.

La canción que canta el planeta es importante para ellas, pues las criaturas son alimentadas por las vibraciones. Se nutren de energía mecánica.

Las criaturas se adhieren a las paredes cantantes de sus cavernas.

De esa manera comen la canción de Mercurio.

Las cavernas de Mercurio son confortables y cálidas en sus profundidades.

Las paredes de las cavernas en sus profundidades son fosforescentes. Dan una luz de color amarillo junquillo.

Las criaturas de las cavernas son translúcidas. Cuando se adhieren a las paredes fosforescentes, la luz las atraviesa. Pero cuando pasa a través de los cuerpos de las criaturas, la luz amarilla se vuelve de un aguamarina vivido.

La naturaleza es una cosa maravillosa.

Las criaturas de las cavernas se parecen mucho a barriletes pequeños y sin cola. Tienen forma de diamante, treinta centímetros de alto por dieciséis de ancho al llegar a la madurez.

No tienen más espesor que la goma de un globo de juguete.

Cada criatura tiene cuatro débiles ventosas de succión, una en cada uno de sus ángulos. Esas ventosas le permiten arrastrarse, un poco como una oruga, y adherirse y descubrir los lugares donde es mejor la canción de Mercurio.

Cuando han encontrado un lugar que promete buena comida, las criaturas se tienden contra la pared como papel de empapelar húmedo.

Las criaturas no necesitan un sistema circulatorio. Son tan tenues que las vibraciones dadoras de vida hacen estremecer sus células sin intermediarios.

Las criaturas no excretan.

Las criaturas se reproducen por descamación. Cuando se desprenden de un progenitor, son como caspa.

Hay un solo sexo.

Cada criatura desprende simplemente escamas de sí misma y ella misma es como todas las demás.

No existe la infancia como tal. Las escamas empiezan a su vez a descamarse tres horas terrestres después de haberse desprendido.

No llegan a la madurez para deteriorarse y morir. Llegan a la madurez y permanecen en su plenitud, por así decirlo, mientras Mercurio cante.

No hay manera de que una criatura perjudique a otra ni motivo para ello.

El hambre, la envidia, la ambición, el miedo, la indignación, la religión y la codicia sexual son tan improcedentes como desconocidos.

Las criaturas poseen un solo sentido: el tacto.

Tienen poderes telepáticos débiles. Los mensajes que son capaces de transmitir y recibir son casi tan monótonos como la canción de Mercurio. Tienen sólo dos mensajes posibles. El primero es una respuesta automática al segundo, y el segundo una respuesta automática al primero.

El primero es: «Aquí estoy, aquí estoy, aquí estoy».

El segundo es: «Me alegro de que estés, me alegro de que estés, me alegro de que estés».

Hay una última característica de las criaturas que no ha sido explicada por motivos utilitarios: parecen disponerse siguiendo un modelo sobre las paredes fosforescentes.

Aunque ciegas e indiferentes a la contemplación de quien quiera que sea, suelen disponerse de manera de formar un diseño regular y deslumbrante de diamantes amarillo junquillo y aguamarina vivido. El amarillo procede de las paredes desnudas de la caverna. El aguamarina es la luz de las paredes filtrada por los cuerpos de las criaturas.

Por su amor a la música y su complacencia en desplegarse al servicio de la belleza, los terráqueos dan un nombre encantador a las criaturas.

Las llaman harmoniums.

Unk y Boaz iban a aterrizar en el lado oscuro de Mercurio, a setenta y nueve días terrestres de Marte. No sabían que el planeta en que estaban aterrizando era Mercurio.

Pensaron que el Sol era aterradoramente grande…

Pero no dejaron de pensar que estaban aterrizando en la Tierra.

Perdieron el sentido durante el período de desaceleración aguda. Ahora estaban volviendo a la conciencia, iban a tener una cruel y encantadora ilusión.

A Unk y Boaz les pareció que su nave se estaba posando lentamente entre rascacielos sobre los cuales se movían los reflectores.

—No están disparando —dijo Boaz—. O la guerra ha terminado, o todavía no empezó.

Los alegres haces de luz que veían no eran de reflectores. Venían de los altos cristales situados en el límite entre los hemisferios claro y oscuro de Mercurio. Esos cristales captaban resplandores del sol, los mezclaban prismáticamente, los desplegaban en el lado oscuro. Otros cristales en el lado oscuro captaban los rayos y los transmitían.

Era fácil creer que los reflectores se deslizaban sobre una civilización realmente desarrollada. Era fácil tomar la densa selva de cristales gigantescos de un azul blanquecino por rascacielos estupendos y hermosos.

Junto a una tronera, Unk lloró silenciosamente. Lloraba, por el amor, por la familia, por la amistad, por la verdad, por la civilización. Las cosas por las que lloraba eran todas abstracciones, pues su memoria podía proporcionarle pocas caras u objetos con los que su imaginación pudiera elaborar una representación de la Pasión. Los nombres repiqueteaban en su cabeza como huesos pelados. Stony Stevenson, un amigo… Bee, una esposa… Crono, un hijo… Unk, un padre…

Le vino el nombre Malachi Constant y no supo qué hacer con él.

Unk se dejó caer en un fantaseo vacío, en un respeto vacío por el espléndido pueblo y las espléndidas vidas que habían producido los majestuosos edificios barridos por los reflectores. Allí, seguramente, familias sin cara, amigos sin cara y esperanzas sin nombre podrían florecer como…

Unk no encontraba una imagen adecuada para el florecimiento.

Imaginó una fuente extraordinaria, un cono formado por tazones descendentes de diámetro en aumento. No servía. La fuente estaba reseca, llena de ruinas de nidos de pájaros. A Unk le hormigueaban las uñas de los dedos, como raspadas de haberse trepado por los tazones secos.

La imagen no servía.

Unk imaginó de nuevo las tres hermosas muchachas que le hacían señas para que bajara por el cañón aceitado de su máuser.

—¡Viejo —dijo Boaz—, todo el mundo duerme, pero no por mucho rato! —Su voz era como un arrullo, los ojos le relampagueaban—. ¡Cuando el viejo Boaz y el viejo Unk lleguen a la ciudad, todo el mundo despertará y quedará despierto semanas y semanas!

La nave era diestramente guiada por el piloto automático. La maquinaria hablaba nerviosamente consigo, girando, zumbando, tintineando, susurrando. Iba advirtiendo y esquivando los riesgos de los costados, buscando un lugar ideal para aterrizar abajo.

Los diseñadores del piloto automático habían introducido en la máquina, adrede, la idea obsesiva de buscar abrigo para su supuesta carga de soldados y materiales preciosos. El piloto automático depositaría los soldados y materiales preciosos en el agujero más profundo que pudiera hallar. Era de suponer que el aterrizaje se haría frente a un fuego hostil.

Veinte minutos terrestres más tarde, el piloto automático aún hablaba consigo mismo, hallando tanto tema de conversación como siempre.

Y la nave seguía cayendo, y cayendo rápido.

Los reflectores y rascacielos no se verían por mucho más tiempo. Sólo había una negrura de tinta.

Dentro de la nave reinaba un silencio apenas menos sombrío. Unk y Boaz sentían que lo que les estaba ocurriendo, que lo que estaba ocurriendo era indecible.

Sentían justamente que iban a ser enterrados vivos.

La nave se sacudió bruscamente, tumbando a Boaz y a Unk.

La violencia produjo un violento alivio.

—Por fin en casa —gritó Boaz—. ¡Bienvenidos a casa!

Luego empezó de nuevo la lúgubre sensación de una caída como de hojas.

Veinte minutos terrestres después, la nave seguía cayendo suavemente.

Los sacudones fueron más frecuentes.

Para protegerse de ellos, Boaz y Unk se fueron a la cama. Se tendieron boca abajo, las manos aferradas a los soportes de acero de las literas.

Para que el suplicio fuera completo, el piloto automático decretó que la noche cayera en la cabina.

Un ruido desgarrador sobre la cabina de la nave, obligó a Unk y a Boaz a volver los ojos de las almohadas a las troneras. Ahora había afuera una pálida luz amarilla.

Unk y Boaz gritaron de alegría, corrieron a las troneras. Llegaron justo a tiempo para caer al suelo nuevamente, pues la nave, liberada de una obstrucción, iniciaba otra vez su caída.

Un minuto terrestre más tarde, la caída se detuvo.

El piloto automático produjo un golpecito seco, modesto. Después de transportar su carga segura de Marte a Mercurio, como se le había indicado, se había apagado a sí mismo.

Había entregado su cargamento en el piso de una caverna situada a ciento veinte kilómetros por debajo de la superficie de Mercurio. Se había abierto camino a través de un tortuoso sistema de chimeneas hasta que no pudo seguir bajando.

Boaz fue el primero en llegar a una tronera, mirar afuera y ver la alegre bienvenida de diamantes amarillos y aguamarinas que los harmoniums habían organizado en las paredes.

—¡Unk! —dijo Boaz—. ¡Te juego cualquier cosa a que nos ha metido justo en un night club de Hollywood!

En este punto corresponde hacer una recapitulación de las técnicas de respiración Schliemann para que se pueda entender bien lo que sucedió después. Unk y Boaz, en la cabina presurizada, habían sacado oxígeno de las bolas de aire que tenían en el intestino delgado. Pero estando en una atmósfera bajo presión, no necesitaban taponarse la nariz y las orejas ni mantener la boca bien cerrada. Esto sólo era necesario en el vacío o en una atmósfera venenosa.

Boaz tenía la impresión de que fuera de la nave espacial reinaba la atmósfera saludable de su Tierra nativa.

En realidad, no había sino el vacío.

Boaz abrió de golpe, con gran descuido, las puertas interior y exterior de la escotilla, convencido de que afuera la atmósfera era propicia.

Fue retribuido con la explosión de la pequeña atmósfera de la cabina en el vacío exterior.

Cerró de un golpe la puerta interior, pero no antes de que él y Unk tuvieran una hemorragia en el momento de gritar de alegría.

Sufrieron un colapso, y el sistema respiratorio les sangró profusamente.

Lo que los salvó de la muerte fue un sistema de emergencia totalmente automático que respondió a la explosión con otra, normalizando de nuevo la presión de la cabina.

—Madre mía —dijo Boaz cuando se recobró—. Carajo, esto parece el infierno y no la Tierra.

Unk y Boaz no se asustaron.

Restauraron sus fuerzas con comida, descanso, bebida y bolas de aire.

Y después se taponaron las orejas y las narices, cerraron la boca y exploraron las cercanías de la nave. Decidieron que su tumba era profunda, tortuosa, interminablemente sin aire, deshabitada por nadie remotamente humano e inhabitable para cualquiera remotamente humano.

Observaron los harmoniums, pero no pudieron descubrir nada alentador en la presencia de esas criaturas, que parecían lúgubres.

Unk y Boaz no creían realmente que estuvieran en semejante lugar. El no creerlo era lo que los salvaba del pánico.

Volvieron a la nave.

—Okey —dijo Boaz con calma—, ha habido algún error. Nos hemos hundido demasiado en el suelo. Tenemos que retroceder hasta donde están los edificios. Te lo digo francamente, Unk, no me parece que esto sea la Tierra. Debe de haber habido algún error, como digo, y tenemos que preguntar dónde estamos a la gente de los edificios.

—Okey —dijo Unk.

—Aprieta el botón de marcha —dijo Boaz— y volaremos como un pájaro.

—Okey —dijo Unk.

—A lo mejor —dijo Boaz— allá arriba la gente de los edificios ni siquiera sabe que hay esto aquí abajo. Quizá descubrimos algo que los dejará pasmados.

—Claro —dijo Unk. El alma de Unk sentía la presión de kilómetros de roca, y sentía también la verdadera naturaleza del trance en que estaban. Por todos lados y por arriba había pasadizos que se bifurcaban, se bifurcaban y se bifurcaban. Las ramas se abrían en ramitas y las ramitas se abrían en pasadizos no más anchos que un poro humano.

El alma de Unk tenía razón al sentir que ninguna de las diez mil ramas llevaba hasta la superficie.

La nave espacial, gracias al dispositivo sensible brillantemente concebido que tenía en el fondo, había percibido su camino hacia abajo fácilmente, por una de las pocas vías de ingreso, bajando, bajando y bajando por una de las poquísimas vías de salida.

Lo que Unk no había sospechado todavía era la estupidez congénita del piloto automático cuando tuviera que subir. Nunca se les había ocurrido a los diseñadores que la nave podía tropezar con problemas cuando se tratara de subir. Después de todo, se suponía que las naves marcianas debían despegar en Marte de una pista sin obstáculos, para ser abandonadas luego de aterrizar en la Tierra. Por lo tanto no había en la nave un dispositivo que solucionara los problemas de la subida.

—Hasta la vista, vieja caverna —dijo Boaz.

Con displicencia, Unk apretó el botón de marcha.

El piloto automático zumbó.

En diez segundos terrestres se había calentado.

La nave despegó del piso de la caverna con un susurro, fácilmente, tocó una pared, raspó sus bordes contra ella con un chirrido penetrante, golpeó el techo de la cabina contra algo que se proyectaba arriba, retrocedió, volvió a golpear el techo, volvió a retroceder, rozó la protuberancia, trepó de nuevo zumbando. Después se produjo otro fuerte chirrido que esta vez venía de todos lados.

Todo movimiento ascendente se había detenido.

La nave estaba incrustada en la roca sólida.

El piloto automático lanzaba quejidos.

Soltó una ráfaga de humo color mostaza que subió entre las planchas del piso de la cabina.

El piloto automático dejó de quejarse.

Se había recalentado y ésa era una señal de que debía sacar a la nave de un lío inextricable. Procedió a hacerlo, entre chirridos. Las piezas de acero gimieron. Los remaches estallaron como disparos de rifle.

El piloto automático sabía cuando lo habían derrotado. Volvió a bajar la nave al piso de la caverna, aterrizando con un beso.

El piloto automático se desconectó a sí mismo.

Unk apretó el botón para hacerlo funcionar otra vez.

La nave subió de nuevo a tumbos por un pasaje ciego, se retiró de nuevo, de nuevo se asentó en el suelo y se desconectó a sí misma.

El ciclo se repitió unas doce veces, hasta que fue evidente que la nave sólo conseguiría hacerse polvo. La carrocería estaba ya bastante abollada.

Cuando la nave se asentó en el piso de la caverna por duodécima vez, Unk y Boaz estaban destrozados. Se echaron a llorar.

—¡Estamos muertos, Unk, estamos muertos! —dijo Boaz.

—Que yo recuerde, nunca he estado vivo —dijo Unk, brusco—. Pensé que por fin viviría un poco.

Unk se acercó a una tronera y miró hacia afuera con los ojos anegados.

Vio que las criaturas que estaban cerca de la tronera habían dibujado en aguamarina una letra T, perfecta, de un amarillo pálido.

El diseño de una T estaba dentro de los límites de probabilidad de criaturas sin cerebro distribuidas al azar. Pero entonces Unk vio que la T estaba precedida por una S perfecta. Y la S por una perfecta E.

Unk movió la cabeza hacia un lado y miró oblicuamente a través de la tronera. El movimiento le dio una perspectiva de cincuenta metros de pared infestada de harmoniums.

Unk se quedó pasmado al ver que los harmoniums formaban un mensaje con letras deslumbrantes.

El mensaje era éste, en amarillo pálido bordeado de aguamarina:

¡ES UN TEST DE INTELIGENCIA!