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Victoria

«No hay razón para que el bien no pueda triunfar con tanta frecuencia como el mal. El triunfo de algo es cuestión de organización. Si existen lo que se llama ángeles, espero que estén organizados siguiendo los métodos de la Maffia».

WINSTON NILES RUMFOORD

Se ha dicho que la civilización terrestre ha producido hasta ahora diez mil guerras, pero sólo tres comentarios inteligentes sobre la guerra: los de Tucídides, Julio César y Winston Niles Rumfoord.

Winston Niles Rumfoord escogió tan bien las 75.000 palabras de su Breve Historia de Marte, que no queda nada por decir, o decir mejor, sobre la guerra entre la Tierra y Marte. Todo el que se ve obligado, en el curso de una historia, a describir la guerra entre la Tierra y Marte, se siente disminuido al comprender que ha sido contada con deslumbrante perfección por Rumfoord.

Lo habitual en el frustrado historiador es describir la guerra en los términos más desnudos, chatos y telegráficos, recomendando al lector que recurra de inmediato a la obra maestra de Rumfoord.

Es lo que se hace aquí.

La guerra entre Marte y la Tierra duró 67 días terrestres.

Fueron atacadas todas las naciones de la Tierra.

Las pérdidas de la Tierra fueron 461 muertos, 223 heridos, ningún prisionero, y 216 desaparecidos.

Las pérdidas de Marte fueron 149.315 muertos, 446 heridos, 11 prisioneros y 46.634 desaparecidos.

Al final de la guerra todos los marcianos habían sido muertos, heridos, capturados o habían desaparecido.

No quedó un alma en Marte. No quedó un edificio en pie.

Las últimas oleadas de marcianos que atacaron la Tierra, para horror de los terráqueos que les soltaron algunos tiros, eran viejos, viejas y unos pocos niños.

Los marcianos llegaron en los vehículos espaciales más extraordinarios del Sistema Solar. Y mientras las tropas marcianas tuvieron verdaderos comandantes para dirigirlos por radio pelearon con tanto desinterés, resolución y voluntad de luchar mano a mano que se ganaron la admiración envidiosa de todos los contendientes.

Pero era frecuente que las tropas perdieran a sus verdaderos comandantes, ya fuera en el aire o en tierra. En ese caso, aflojaban.

Sin embargo, el mayor inconveniente era que apenas estaban mejor armados que un departamento policial de una ciudad importante. Peleaban con armas de fuego, granadas, cuchillos, morteros y pequeños lanzadores de cohetes. No tenían armas nucleares, ni tanques, ni artillería mediana o pesada, ni aérea, ni transporte una vez que tocaban tierra.

Además las tropas marcianas no controlaban el lugar donde iban a aterrizar sus naves. Las naves eran gobernadas por navegantes pilotos absolutamente automáticos, y esos sistemas electrónicos habían sido instalados por técnicos de Marte para que las naves aterrizaran en puntos determinados de la Tierra, sin tener en cuenta lo terrible que pudiera ser allí la situación militar.

Los únicos controles de los que estaban a bordo eran dos botones en el tablero central de la cabina. El botón de encendido iniciaba el vuelo desde Marte. El interruptor no estaba conectado con nada. Había sido instalado a instancias de los expertos marcianos en salud mental, quienes decían que a los seres humanos siempre les gustan las máquinas cuyo funcionamiento pueden interrumpir.

La guerra entre la Tierra y Marte empezó cuando 500 comandos imperiales marcianos tomaron posesión de la luna terrestre el 23 de abril. No encontraron oposición. Los únicos terráqueos que se hallaban en ese momento en la Luna eran 18 norteamericanos en el observatorio Jefferson, 53 rusos en el observatorio Lenin, y cuatro geólogos daneses que navegaban por el Mare Imbrium.

Los marcianos anunciaron su presencia por radio a la Tierra, y le pidieron que se rindiera. Y dieron a probar a la Tierra lo que ellos llamaban «un sabor de infierno».

Ese sabor, para considerable diversión de la Tierra, resultó ser un ligerísimo chaparrón de cohetes con 6 kilos de TNT cada uno.

Después de dar a probar a la Tierra ese sabor de infierno, los marcianos dijeron a los terráqueos que la situación de la Tierra era desesperada.

La Tierra no pensaba lo mismo.

En las veinticuatro horas siguientes la Tierra disparó 617 unidades termonucleares a la cabeza de puente marciana en la Luna. Dieron en el blanco 276, vaporizando no sólo la cabeza de puente, sino haciendo imposible la ocupación humana de la Luna al menos por diez millones de años.

Y por un capricho de la guerra, un disparo erró la Luna y dio en una formación de naves espaciales que transportaban 16.671 comandos imperiales marcianos, con lo cual les arreglaron las cuentas a todos.

Usaban uniformes negros y brillantes, y llevaban en las botas cuchillos dentados de unos treinta centímetros de largo. La insignia era una calavera y unas tibias cruzadas.

Su lema era Per aspera ad astra, el mismo de Kansas, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea.

Después hubo una tregua de treinta y dos días, tiempo que tardó el grueso de la fuerza ofensiva de Marte en atravesar el vacío entre los dos planetas. Se trataba de 81.932 soldados embarcados en 2.311 naves. Estaban representadas todas las unidades militares, salvo los comandos imperiales marcianos. A la Tierra le fue ahorrado el suspenso relativo a la fecha de llegada de esa terrible armada. Los emisores marcianos en la Luna, antes de vaporizarse, habían prometido la llegada de esa fuerza irresistible en treinta y dos días.

A los treinta y dos días, cuatro horas y quince minutos, la armada marciana dio con una barrera termonuclear dirigida por radar. El cálculo oficial del número de cohetes antiaéreos termonucleares que se dispararon a la armada marciana es de 2.542.670. Pero poco interesa el verdadero número de cohetes disparados cuando se puede expresar el poder de esa barrera de otro modo, un modo que resulta ser tan poético como verdadero. La barrera hizo que el azul celestial de las nubes de la Tierra se volviera un naranja ardiente e infernal. El cielo permaneció de un naranja ardiente durante un año y medio.

De la poderosa armada marciana, sólo 761 naves con 26.635 soldados sobrevivieron y aterrizaron.

De haber aterrizado todas las naves en un solo punto, los sobrevivientes hubieran podido resistir. Pero los pilotos electrónicos de las naves tenían otras ideas: desparramaron los restos de la armada a todo lo largo y lo ancho de la superficie de la Tierra. Divisiones, pelotones, compañías emergieron de las naves en todas partes, pidiendo la rendición a países de millones de habitantes.

Un solo hombre medio chamuscado, llamado Krishna Garu, atacó a la India con un fusil de doble cañón. Aunque no había nadie que lo controlara por radio, no se rindió hasta que se le descargó el arma.

El único éxito militar de los marcianos fue la captura de un mercado de carne en Basilea, Suiza, por diecisiete marinos esquiadores paracaidistas.

En todos los demás casos los marcianos fueron despachados rápidamente, antes que pudieran hacer pie.

La matanza estuvo a cargo tanto de aficionados como de profesionales. En la batalla de Boca Ratón, en Florida, U.S.A., por ejemplo, Mrs. Lyman R. Peterson bajó a cuatro miembros de la infantería marciana de asalto con el rifle de su hijo, calibre 22. Los pescó cuando salían de la nave espacial que había aterrizado en el patio de la casa.

Se le concedió, con carácter póstumo, la Medalla de Honor del Congreso.

Los marcianos que atacaron Boca Ratón, dicho sea de paso, eran los restos de la compañía de Unk y Boaz. Sin Boaz, su verdadero comandante, para controlarlos por radio, lucharon con apatía, por decir poco.

Cuando las tropas norteamericanas llegaron a Boca Ratón para luchar con los marcianos, ya no quedaba nada con qué luchar. Los civiles, agitados y orgullosos, se habían hecho cargo espléndidamente de todo. Veintitrés marcianos habían sido colgados de los faroles de alumbrado en el distrito comercial, once habían sido fusilados y uno, el sargento Brackman, estaba prisionero y gravemente herido.

La fuerza de ataque había sido de treinta y cinco personas en total.

—Mándennos más marcianos —dijo Ross L. McSwann, el alcalde de Boca Ratón.

Posteriormente llegó a ser senador de los Estados Unidos.

Y en todas partes hubo matanzas de marcianos; los únicos que quedaron libres y en pie sobre la faz de la Tierra fueron los marinos esquiadores paracaidistas que jaraneaban en el mercado de carne de Basilea, Suiza. Se les dijo por altavoces que su situación era desesperada, que había bombarderos sobre sus cabezas, que todas las calles estaban bloqueadas por tanques e infantería de asalto y que iban camino del mercado de carne cincuenta piezas de artillería. Se les dijo que salieran con las manos en alto o el mercado de carne volaría.

—¡Pamplinas! —gritó el verdadero comandante de los marinos esquiadores paracaidistas.

Hubo otra tregua.

Una sola nave exploradora marciana perdida en el espacio transmitió a la Tierra que se preparaba otro ataque, un ataque más terrible que el que jamás se hubiera conocido en los anales de la guerra.

La Tierra se rió y se preparó. En todo el globo se oyeron los alegres disparos de los aficionados que se familiarizaban con armas pequeñas.

Se entregaron nuevas provisiones de artefactos termonucleares a las pistas de lanzamiento y se dispararon nueve tremendos cohetes al mismo Marte. Uno dio en el blanco, borrando a la ciudad de Febe y al campamento militar de la faz del planeta. Otros dos desaparecieron en un infundibulum crono-sinclástico. El resto se perdió en el espacio.

No importaba que Marte hubiera recibido el cohete.

Ya no quedaba nadie allí, ni un alma.

Los últimos marcianos iban camino de la Tierra.

Los últimos marcianos llegarían en tres tandas.

La primera estaba formada por las reservas del ejército, las últimas tropas adiestradas: 26.119 hombres en 721 naves.

Medio día terrestre después, llegaron 86.912 civiles recientemente enrolados, del sexo masculino, en 1.738 naves. No tenían uniformes, habían disparado los rifles una sola vez, y no habían recibido ningún adiestramiento en el manejo de otras armas.

Medio día terrestre después de estos últimos miserables soldados irregulares, llegaron en 46 naves 1.391 mujeres sin armas y 52 niños.

Éstas eran todas las personas y todas las naves que Marte había dejado.

La inteligencia superior que había detrás del suicidio de Marte era Winston Niles Rumfoord.

El suicidio detallado de Marte estaba financiado con los intereses de capitales invertidos en tierras, valores, espectáculos de Broadway e inventos. Como Rumfoord podía ver el futuro, era facilísimo para él hacer multiplicar el dinero.

El tesoro marciano estaba guardado en bancos suizos, en cuentas identificadas solamente por números cifrados.

El hombre que administraba las inversiones marcianas, que dirigía el Programa Marciano de Abastecimiento y el Servicio Secreto de Marte en la Tierra, era Earl Moncrief, el antiguo mayordomo de Rumfoord. Moncrief, que tuvo su oportunidad casi al final de su vida de criado, llegó a ser el despiadado, eficaz e incluso brillante Primer Ministro de Asuntos Terrestres.

La fachada de Moncrief permaneció imperturbable.

Moncrief murió de viejo en su cama, en el ala de la servidumbre de la mansión de los Rumfoord, dos semanas después del fin de la guerra.

El responsable principal de los triunfos tecnológicos del suicidio marciano fue Salo, el amigo de Rumfoord en Titán. Salo era un mensajero del planeta Tralfamadore, de la Pequeña Nube Magallánica. Salo poseía un conocimiento técnico práctico de una civilización de varios millones de años terrestres de antigüedad. Salo tenía una nave espacial desmantelada, pero que, aun así, era con mucho la nave espacial más maravillosa que jamás hubiera visto el Sistema Solar. Él la había desmantelado, le había arrancado todos los elementos suntuarios, dejándola como prototipo de todas las naves de Marte. Aunque el propio Salo no era muy buen ingeniero, con todo era capaz de calcular cada parte de su nave y trazar los planos para sus descendientes marcianos.

Lo más importante es que Salo tenía en su poder una cantidad de la fuente de energía más poderosa que fuera dable concebir, la VULLS o Voluntad Universal de Llegar a Ser. Salo donó la mitad de su provisión de VULLS para el suicidio de Marte.

Earl Moncrief, el mayordomo, construyó sus organizaciones financieras, económicas y secretas con el poder bruto del dinero y un profundo conocimiento de la gente astuta, maliciosa y descontenta que vivía detrás de serviles fachadas.

Ésas eran las gentes que aceptaban el dinero y las órdenes de Marte con alegría. No hacían preguntas. Agradecían la oportunidad de trabajar como termitas en los cimientos del orden establecido.

Venían de todos los sectores sociales.

Los planos modificados de la nave espacial de Salo se desglosaron en planos de componentes. Los planos de componentes fueron llevados por los agentes de Moncrief a los fabricantes de todo el mundo.

Los fabricantes no tenían idea de para qué eran los componentes. Sólo sabían que los beneficios obtenidos fabricándolos eran excelentes.

El primer centenar de naves marcianas fue reunido por los agentes de Moncrief en depósitos secretos situados en la Tierra.

Esas naves estaban cargadas de la VULLS que Rumfoord había dado a Moncrief en Newport. Fueron puestas en funciones de inmediato, lanzando las primeras máquinas y los primeros reclutas a la llanura de hierro de Marte donde se levantaría la ciudad de Febe.

Cuando se levantó Febe, cada rueda giraba por obra de la VULLS de Salo.

La intención de Rumfoord era que Marte perdiera la guerra, y la perdiera de un modo estúpido y horrible. Como vidente del futuro, Rumfoord sabía con seguridad que así sería, y estaba contento.

Deseaba cambiar el Mundo para mejor por medio del grande e inolvidable suicidio de Marte.

Como dice en su Breve Historia de Marte: «El hombre que quiera cambiar el Mundo de una manera significativa debe tener sentido del espectáculo, una buena voluntad generosa para derramar la sangre ajena y una nueva religión plausible que introducir durante el breve período de arrepentimiento y horror que suele seguir al derramamiento de sangre».

«Se ha comprobado que todo fracaso en la dirección de la Tierra se debió a una falta en el dirigente, de por lo menos una de estas tres cosas», dice Rumfoord.

«Basta de fiascos de dirección en los que mueren millones por poco menos que nada. Por una vez, que haya unos pocos magníficamente dirigidos que mueran por muchos».

Rumfoord tenía esos pocos magníficamente dirigidos en Marte, y él era el dirigente.

Tenía sentido del espectáculo.

Estaba generosamente dispuesto a derramar la sangre de los demás.

Tenía una nueva religión plausible que introducir al final de la guerra.

Y poseía métodos para prolongar el período de arrepentimiento y horror que seguiría a la guerra. Dichos métodos eran variaciones sobre un tema: Que la gloriosa victoria de la Tierra sobre Marte había sido una grosera carnicería de santos desarmados, santos que habían declarado una débil guerra a la Tierra para unir a los pueblos de ese planeta en una monolítica Hermandad del Hombre.

La mujer llamada Bee y su hijo, Crono, estaban en la última tanda de naves marcianas que se acercaron a la Tierra. Se trataba en realidad de una minúscula tanda compuesta de sólo cuarenta y seis naves.

El resto de la flota había quedado destruido.

Esa última tanda había sido detectada por la Tierra. Pero no se dispararon las armas nucleares. No quedaban más por disparar.

Todas habían sido usadas.

Y la tanda llegó intacta. Se dispersó por toda la faz de la Tierra.

Los pocos afortunados que disponían de marcianos contra quienes disparar en esa última tanda, lo hicieron contentos hasta descubrir que sus blancos eran mujeres y niños desarmados.

La gloriosa guerra había terminado.

La vergüenza, como lo había planeado Rumfoord, empezó a reinar.

La nave donde viajaban Bee y Crono junto con otras veintidós mujeres no fue tiroteada cuando aterrizó. No aterrizó en una zona civilizada.

Se estrelló en la Selva Húmeda del Amazonas.

Sólo Bee y Crono sobrevivieron.

Crono salió, besó su amuleto.

Unk y Boaz tampoco fueron tiroteados.

Les había ocurrido algo muy especial después de apretar el botón de funcionamiento y despegar de Marte. Esperaban alcanzar a su compañía, pero nunca lo hicieron.

Nunca vieron otra nave espacial.

La explicación era sencilla, aunque no hubiera nadie para darla: Unk y Boaz no debían ir a la Tierra, por lo menos no directamente.

Rumfoord había dispuesto el piloto automático de tal manera que la nave llevara a Unk y Boaz al planeta Mercurio primero y después de Mercurio a la Tierra.

Rumfoord no quería que Unk muriera peleando.

Rumfoord quería que Unk pasara unos dos años en un lugar seguro.

Y después Rumfoord quería que Unk apareciera en la Tierra como por milagro.

Rumfoord reservaba a Unk para hacerle desempeñar un papel importante en un espectáculo que quería montar para su nueva religión.

Unk y Boaz estaban muy solos y desconcertados allí en el espacio. No había mucho que ver ni hacer.

—Carajo, Unk… —dijo Boaz—. Me pregunto dónde se habrá metido la banda.

La mayor parte de la banda colgaba, en ese momento, de los faroles de alumbrado en el distrito comercial de Boca Ratón.

El piloto automático de Unk y Boaz, controlando, entre otras cosas, las luces de la cabina, creaba un ciclo artificial de noches y días terrestres, noches y días, noches y días.

Las únicas cosas para leer a bordo eran dos tomos de tiras cómicas que habían dejado los armadores. Eran Tweety y Sylvester, sobre un canario que vuelve loco a un gato, y Los Miserables, sobre un hombre que roba unos candelabros de oro a un sacerdote que ha sido bueno con él.

—¿Para qué se robó los candelabros, Unk? —preguntó Boaz.

—Al diablo si lo sé —dijo Unk—, me importa un carajo.

El navegante piloto acababa de apagar las luces de la cabina, decretando que afuera era de noche.

—Te importa un carajo de todo, ¿no es así? —dijo Boaz en la oscuridad.

—Así es —dijo Unk—. Me importa un carajo esa cosa que tienes en el bolsillo.

—¿Qué es lo que tengo en el bolsillo? —dijo Boaz.

—Una cosa para hacer sufrir a la gente —dijo Unk—. Una cosa que le obliga a hacer a la gente lo que tú quieres que haga.

Unk oyó gruñir a Boaz, después suspirar suavemente en la oscuridad. Y supo que Boaz había apretado un botón de la cosa que tenía en el bolsillo, un botón que debía dejarlo seco.

Unk no se inmutó.

—¿Unk…? —dijo Boaz.

—¿Si? —dijo Unk.

—¿Estás ahí, compadre? —dijo Boaz pasmado.

—¿Y dónde voy a estar? —dijo Unk—. ¿Crees que me hiciste humo?

—¿Estás bien, compadre? —preguntó Boaz.

—¿Y por qué no iba a estar bien, compadre? —dijo Unk—. Anoche, mientras dormías, compadre, te saqué esa porquería del bolsillo, compadre, y la abrí, compadre, y le rompí todo lo que tenía adentro, compadre, y la rellené de papel higiénico. Y ahora estoy sentado en mi litera, compadre, y tengo el rifle cargado, compadre, y te estoy apuntando, compadre, ¿y qué carajo crees que vas a hacer?

Rumfoord se materializó en la Tierra, en Newport, dos veces durante la guerra entre Marte y la Tierra, una vez justo cuando empezaba, y la otra el día que terminó. Él y su perro, en esa época, no tenían una significación religiosa particular. Eran simplemente una atracción turística.

Los dueños de la hipoteca sobre la propiedad de Rumfoord la habían arrendado a un empresario de espectáculos llamado Marlin T. Lapp. Lapp vendía a un dólar billetes para asistir a las materializaciones.

Salvo la aparición y luego la desaparición de Rumfoord y su perro, no había mucho espectáculo que ver. Rumfoord no decía una palabra a nadie salvo a Moncrief, el mayordomo, y lo hacía en voz muy baja. Se despatarraba rumiando en una silla del cuarto que estaba debajo de la caja de la escalera, en el Museo Skip. Y se tapaba los ojos con una mano, enroscando los dedos de la otra en la apretada cadena de Kazak.

Rumfoord y Kazak eran anunciados como fantasmas.

Había un andamiaje del otro lado de la ventana del cuartito, y la puerta que daba al corredor había sido suprimida. Dos hileras de espectadores podían desfilar para echar un vistazo al hombre y al perro del infundibulum crono-sinclástico.

—Me parece que no tiene muchas ganas de hablar hoy, amigos —decía Marlin T. Lapp—. Como comprenderán, tiene un montón de cosas en qué pensar. No está exactamente aquí, amigos. Él y su perro están desparramados en el camino del Sol a Betelgeuse.

Hasta el último día de la guerra toda la publicidad estuvo a cargo de Marlin T. Lapp.

—Es maravilloso que todos ustedes, amigos, en este gran día de la historia del mundo, vengan a ver este gran espectáculo cultural, educativo y científico —dijo Lapp el último día de la guerra.

»Si este fantasma hablara —dijo Lapp—, nos contaría maravillas del pasado y del futuro, y de cosas del Universo ni siquiera soñadas. Tengo la esperanza de que algunos de ustedes tengan la suerte de estar presentes cuando decida que ha llegado el momento de decirnos todo lo que pueda.

—El momento ha llegado —dijo Rumfoord con voz cavernosa—. Vaya si ha llegado —añadió Winston Niles Rumfoord.

»La guerra que termina hoy ha sido gloriosa para los santos que la perdieron. Esos santos eran terráqueos como nosotros. Fueron a Marte, montaron sus desesperados ataques y murieron alegremente para que los terráqueos pudieran por fin convertirse en un solo pueblo alegre, fraternal y orgulloso.

»Su deseo, cuando murieron —dijo Rumfoord—, era no el paraíso para ellos, sino la hermandad del hombre en la Tierra.

»Con ese objeto, piadosamente deseado —dijo Rumfoord—, les traigo la palabra de una nueva religión que puede ser recibida con entusiasmo en todos los rincones de cada corazón de la Tierra.

»Las fronteras nacionales —dijo Rumfoord—, desaparecerán.

»La sed de guerra —dijo Rumfoord—, se extinguirá.

»La envidia, el miedo, el odio se extinguirán.

»El nombre de la nueva religión —dijo Rumfoord—, es la Iglesia de Dios, el Absolutamente Indiferente.

»La bandera de esa iglesia será azul y oro —dijo Rumfoord—. En esa bandera, en letras de oro sobre campo azul, se leerán las siguientes palabras: Ocúpate de los hombres y Dios Todopoderoso se ocupará de sí mismo.

»Las dos principales enseñanzas de esta religión son las siguientes —dijo Rumfoord—: El hombre endeble no puede hacer nada para ayudar o agradar a Dios Todopoderoso, y la Suerte no es la mano de Dios.

»¿Por qué han de creer ustedes en esta religión más que en otra? —preguntó Rumfoord—. Han de creer en ella porque yo, como jefe de esta religión, puedo hacer milagros, y ningún jefe de otra religión puede. ¿Qué milagros puedo hacer? Puedo hacer el milagro de predecir, con absoluta exactitud, las cosas que traerá el futuro.

A continuación Rumfoord predijo con gran detalle cincuenta acontecimientos futuros.

Esas predicciones fueron cuidadosamente registradas por los presentes.

Es innecesario decir que todo llegó en su momento a cumplirse, y a cumplirse con el mayor detalle.

—Las enseñanzas de esta religión parecerán sutiles y confusas al principio —dijo Rumfoord—. Pero resultarán bellas y claras como el agua a medida que pase el tiempo.

»Como comienzo por ahora confuso —dijo Rumfoord—, les contaré una parábola:

»Una vez la suerte dispuso las cosas de tal manera que nació un niño, Malachi Constant, el más rico de la Tierra. El mismo día la suerte dispuso las cosas de tal manera que una abuela ciega tropezó con un patín de ruedas en lo alto de unas escaleras de cemento, el caballo de un policía pisó al mono de un organillero, y un ladrón de bancos en libertad condicional encontró en el fondo de un baúl, en su desván, un sello de correos que valía novecientos dólares. Y yo les pregunto: ¿La suerte es la mano de Dios?

Rumfoord alzó un dedo índice tan trasparente como una tacita de Limoges.

—En mi próxima visita, compañeros de la fe —dijo Rumfoord—, les contaré una parábola sobre la gente que hace cosas creyendo que Dios Todopoderoso lo quiere. Entre tanto harán bien, como fundamento de esta parábola, en leer todo lo que caiga en sus manos sobre la Inquisición Española.

»La próxima vez que venga a verlos —dijo Rumfoord— les traeré una Biblia revisada para que tenga sentido en los tiempos modernos. Y les traeré una breve historia de Marte, una verdadera historia de los santos que murieron para que el mundo pudiera unirse en la Hermandad del Hombre. Esta historia destrozará el corazón de todo ser humano que sea sensible.

Rumfoord y su perro se desmaterializaron bruscamente.

En la nave espacial que iba de Marte a Mercurio, en la nave espacial que llevaba a Unk y Boaz, el piloto automático decretó que otra vez era de día en la cabina.

Era el alba después de la noche en que Unk le había dicho a Boaz que la cosa que tenía en el bolsillo ya no podía hacer daño a nadie.

Unk dormía sentado en su litera. Tenía sobre las rodillas el rifle cargado y preparado para disparar.

Boaz no dormía. Estaba tendido en su tarima. Boaz no había pegado los ojos. Ahora podía, si lo deseaba, desarmar y matar fácilmente a Unk.

Pero Boaz había decidido que necesitaba un compinche más de lo que necesitaba un modo de hacer que la gente cumpliera exactamente su voluntad. Pero de todos modos, durante la noche había perdido mucha de su seguridad sobre lo que quería que la gente hiciera.

No estar solo, no tener miedo: Boaz había decidido que ésas eran las cosas importantes en la vida. Un verdadero compinche sería más útil que cualquier otra cosa.

La cabina estaba llena de un sonido extraño, como un susurro, una tos. Era risa. Era la risa de Boaz. Lo raro es que Boaz nunca se había reído así, nunca se había reído de las cosas que le hacían reír ahora.

Se reía del lío fenomenal en que estaba metido, y de cómo durante toda su vida militar había presumido entender todo lo que ocurría, y que todo lo que ocurría estaba muy bien.

Se reía de la manera estúpida en que había sido usado por Dios sabe quién para Dios sabe qué.

—Caramba, compadre —dijo en voz alta—, ¿qué estamos haciendo aquí en el espacio? ¿Qué estamos haciendo con estas ropas? ¿Quién maneja esta cosa disparatada? ¿Cómo hemos subido a esta caja de lata? ¿Cómo vamos a disparar contra alguien cuando lleguemos adonde vamos? ¿Cómo se nos acercarán y nos dispararán? ¿Cómo? —preguntó Boaz—. Compadre, ¿me vas a decir cómo?

Unk se despertó, blandió el máuser en dirección a Boaz.

Boaz siguió riéndose. Sacó la caja de control del bolsillo y la arrojó al suelo.

—No la quiero, compadre —dijo—. Está muy bien que la hayas hecho pedazos. No la quiero.

Y entonces gritó:

—¡No quiero nada de toda esta basura!