6
Un desertor en tiempo de guerra

«No acierto a comprender por qué el béisbol alemán no es un acontecimiento, posiblemente un acontecimiento capital, en los Juegos Olímpicos».

WINSTON NILES RUMFOORD

HABÍA UN CAMINO DE DIEZ KILÓMETROS de distancia desde el campamento del ejército hasta el llano donde se encontraba la flota de invasión. Y el camino atravesaba el ángulo noroeste de Febe, la única ciudad de Marte.

La población de Febe en su momento culminante, según la Breve Historia de Marte, de Winston Niles Rumfoord, era de ochenta y siete mil habitantes. En Febe cada alma y cada estructura estaba directamente relacionada con el esfuerzo bélico. La masa de los trabajadores de Febe era controlada como los soldados, por medio de una antena en el cráneo.

La compañía de Unk atravesaba el extremo noroeste de Febe, encaminándose hacia la flota, en el centro de su regimiento. En ese momento se consideraba innecesario mantener a los soldados en movimiento y en filas por medio de señales dolorosas recibidas por las antenas. La fiebre guerrera se había adueñado de ellos.

Marchaban cantando y pisando fuerte la calle de hierro con los talones metálicos de las botas. El canto era sangriento:

¡Terror, duelo y desolación!

¡Jat, tap, zrap, fou!

¡Vayamos a todas las naciones de la Tierra!

¡Jat, tap, zrap, fou!

¡Tierra, come fuego! ¡Tierra, ponte cadenas!

¡Jat, tap, zrap, fou!

¡Quebranta el espíritu de la Tierra, haz saltar los sesos de la Tierra!

¡Jat, tap, zrap, fou!

¡Chilla! ¡Tap, zrap, fou!

¡Sangra! ¡Tap, zrap, fou!

¡Muere! ¡Tap, zrap, fou!

¡Perdicióoooooonnnnnnnnn!

Las fábricas de Febe seguían trabajando a todo vapor. Nadie vagabundeaba por las calles para ver pasar cantando a los héroes. Las ventanas hacían guiños cuando en el interior las lámparas incandescentes se acercaban y alejaban. Una puerta abierta vomitaba una luz amarilla y humeante de metal fundido. Los chirridos de las ruedas pasaban entre los cantos.

Tres platos voladores, naves de exploración, flotaban a baja altura sobre la ciudad, produciendo un arrullo suave como peonzas. Cantaban rozando en un recorrido parejo la superficie de Marte que se curvaba debajo. Titilaban en el espacio eterno.

«Terror, duelo y desolación», cantaban las tropas.

Pero había un soldado que movía los labios sin producir ningún sonido. El soldado era Unk.

Unk estaba en la primera fila de la penúltima sección de su compañía.

Boaz estaba justo detrás de él, con los ojos clavados en la base del cuello de Unk. Además, Boaz y Unk se habían convertido en hermanos siameses por obra del largo tubo de una pieza de artillería de catorce centímetros que llevaban entre los dos.

«¡Sangra! ¡Tap, zrap, fou!» cantaban las tropas. «¡Muere! ¡Tap, zrap, fou! ¡Perdicióooonnnn!».

—Unk, viejo compadre… —dijo Boaz.

—¿Sí, viejo compadre? —repitió Unk ausente. Llevaba, entre la confusión de sus arneses de guerra, una granada de mano, ya preparada. Para hacerla estallar en tres segundos, Unk no tenía más que tirarla al aire.

—Conseguí que nos dieran un buen destino, viejo compadre —dijo Boaz—. El viejo Boaz se hace cargo de su compadre, ¿no es cierto?

—Es cierto, compadre —dijo Unk.

Boaz había arreglado las cosas para que él y Unk estuvieran en la nave abastecedora de la invasión. La nave abastecedora de la compañía, aunque transportaría el tubo de la pieza de artillería mediante un sistema logístico, no era en esencia una nave de combate. Debía llevar sólo dos hombres, y el resto del espacio lo ocuparían dulces, artículos deportivos, música grabada, hamburguesas enlatadas, juegos de salón, globos de aire, bebidas sin alcohol, biblias, papel de esquelas, afeitadoras, tablas de planchar y otros elementos moralizadores.

—Es un buen comienzo, ¿no es cierto, viejo compadre?, ir en la nave maestra.

—Es un buen comienzo, viejo compadre —dijo Unk. Acababa de tirar la granada a una cloaca.

Un chorro y un estallido salieron de la cloaca.

Los soldados se precipitaron por la calle.

Boaz, como verdadero comandante de la compañía, fue el primero en alzar la cabeza. Vio el humo que salía de la alcantarilla, supuso que eran emanaciones de las cloacas que habían explotado.

Boaz deslizó la mano en el bolsillo, apretó un botón, envió a su compañía la señal de recobrarse.

Cuando recobraron la compostura, Boaz también la recobró.

—Carajo compadre —dijo—, me parece que hemos tenido nuestro bautismo de fuego.

Atrapó la punta del tubo de la pieza de artillería.

No había nadie que tomara la otra.

Unk se había ido en busca de su mujer, su hijo y su mejor amigo.

Unk había cruzado la colina para irse por la chatura, chata, chata, chata, de Marte.

El hijo que Unk estaba buscando se llamaba Crono.

Crono tenía, de acuerdo con los cálculos de la Tierra, ocho años.

Su nombre venía del mes en que había nacido. El año marciano estaba dividido en veintiún meses, doce de treinta días y nueve de treinta y uno. Esos meses se llamaban: enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre, Winston, Niles, Rumfoord, Kazak, Newport, Crono, Sinclástico, Infundibulum y Salo.

Mnemotecnicamente:

Treinta días traen Salo, Niles, junio y septiembre,

Winston, Crono, Kazak y noviembre,

Abril, Rumfoord, Newport e Infundibulum;

Y los demás traen treinta y uno.

El mes de Salo llevaba el nombre de una criatura que Winston Niles Rumfoord conocía en Titán. Titán, desde luego, es una luna de Saturno extremadamente agradable.

Salo, el amigote de Rumfoord en Titán, era un mensajero de otra galaxia que se había visto obligado a bajar en Titán debido a un desperfecto en la planta energética de su nave espacial. Estaba esperando que le llegara una pieza de repuesto.

Había estado esperando pacientemente doscientos mil años.

Su nave estaba impulsada, como toda la maquinaria bélica de Marte, por un fenómeno conocido con el nombre de VULLS, Voluntad Universal del Llegar a Ser. La VULLS es la que saca a los universos de la nada, la que hace que la nada insista en llegar a ser algo.

Muchos habitantes de la Tierra se alegran de que este planeta no tenga VULLS.

Como dice la cancioncita popular:

Willy encontró un poco de fuerza universal para llegar a ser,

la mezcló con la goma de mascar.

Las mescolanzas cósmicas rara vez resultan bien:

El pobre Willy se ha convertido en seis nuevas Vías Lácteas.

Crono, el hijo de Unk, era a los ocho años de edad un maravilloso jugador de béisbol alemán. El béisbol alemán era lo único que le interesaba. El béisbol alemán era el principal deporte de Marte, en la escuela primaria, en el ejército, y en los campos de recreación de los obreros.

Como en Marte hay sólo cincuenta y dos niños, se las arreglaban con una sola escuela primaria, situada justo en el centro de Febe. Ninguno de los cincuenta y dos niños había sido concebido en Marte. Todos habían sido concebidos o bien en la Tierra o, como en el caso de Crono, en una nave espacial que llevaba nuevos reclutas a Marte.

En la escuela los niños estudiaban muy poco, pues la sociedad de Marte no tenía un uso particular que darles. Se pasaban la mayor parte del tiempo jugando al béisbol alemán.

El juego se practica con una pelota blanda del tamaño de un melón. La pelota no es más saltarina que un sombrero lleno de agua de lluvia. El juego es algo parecido al béisbol común con un batter que lanza la pelota al campo enemigo y corre alrededor de las bases mientras los jugadores tratan de atrapar la pelota y hacer fracasar al que corre. Hay, sin embargo, sólo tres bases en el béisbol alemán: la primera, la segunda y casa. Pero nadie se arroja sobre el batter. Éste toma la pelota en un puño y le pega con el otro. Y si uno de los jugadores consigue dar con la pelota al que corre mientras éste se halla entre las bases, el que corre queda afuera, y debe dejar la cancha en seguida.

La persona responsable de la gran importancia dada al béisbol alemán en Marte era, desde luego, Winston Niles Rumfoord, responsable de todo en Marte.

Howard W. Sams prueba en su Winston Niles Rumfoord, Benjamín Franklin y Leonardo da Vinci, que el béisbol alemán era el único deporte de equipo que Rumfoord practicaba de niño. Sams demuestra que a Rumfoord se lo enseñó su gobernanta, una tal Miss Joyce MacKenzie.

Durante la infancia de Rumfoord, en Newport, un equipo formado por Rumfoord, Miss MacKenzie y Earl Moncrief, el mayordomo, solía jugar al béisbol alemán regularmente contra un equipo compuesto por Watanabe Wataru, el jardinero japonés, Beverly June Wataru, la hija del jardinero, y Edward Seward Darlington, el caballerizo tonto. El equipo de Rumfoord ganaba invariablemente.

Unk, el único desertor en la historia del ejército de Marte, agachado y jadeando detrás de una roca de turquesa, observaba a los escolares que jugaban al béisbol alemán en la cancha de hierro. Detrás de la roca, junto a Unk, había una bicicleta robada del depósito de bicicletas de una fábrica de máscaras contra gases. Unk no sabía cuál de los niños era su hijo, cuál de los niños era Crono.

El plan de Unk era nebuloso. Su sueño era juntarse con su mujer, su hijo y su mejor amigo, robar una nave espacial y volar a algún lugar donde pudieran vivir siempre felices.

—¡Eh, Crono! —gritó un chico en el patio de juego—. ¡Ahora puedes lanzar la pelota!

Unk miró por encima de la roca, a la tercera base. El chico que iba a batear era Crono, era su hijo.

Crono, el hijo de Unk, se dispuso a batear.

Era pequeño para su edad, pero de hombros sorprendentemente viriles. El pelo renegrido, hirsuto, y las cerdas negras se juntaban en un tremendo remolino.

El niño era zurdo. Tenía la pelota en la mano derecha y se preparaba a golpearla con la izquierda.

Tenía los ojos muy hundidos, como los de su padre. Y los ojos eran luminosos debajo del entrecejo oscuro y espeso. Brillaban con una violencia total.

Los ojos violentos de Crono parpadeaban en una dirección, luego en otra, desconcertando a los jugadores, desplazándolos de sus posiciones, convenciéndolos de que la lenta, estúpida pelota, llegaría hasta ellos con una velocidad terrible, los haría pedazos si se atrevían a interponerse en su camino.

También la maestra compartía la alarma que inspiraba el chico del bate. Estaba en la situación clásica del árbitro en el béisbol alemán, entre la primera y segunda base, y se sentía aterrada. Era una frágil anciana llamada Isabel Fenstermaker. Tenía setenta y tres años y había sido Testigo de Jehová antes de que le lavaran la memoria. La habían narcotizado y raptado mientras trataba de vender un ejemplar de El Atalaya a un agente marciano en Duluth.

—Vamos, Crono —dijo con una sonrisa tonta—, no es más que un juego, ¿sabes?

El cielo quedó súbitamente ennegrecido por una formación de cien platos voladores, las naves rojo sangre de los Marinos Esquiadores Paracaidistas de Marte. El arrullo conjunto de las naves era un trueno melodioso que hacía repiquetear los vidrios de las ventanas de la escuela.

Pero para dar una idea de la importancia que para el joven Crono tenía el juego cuando le tocaba batear, ni un solo niño miró al cielo.

Después que el joven Crono hubo llevado a los jugadores y a Miss Fenstermaker al borde del colapso nervioso, dejó la pelota junto a sus pies, sacó del bolsillo una corta banda de metal que era su amuleto. Besó la banda para tener suerte y volvió a guardarla en el bolsillo.

Entonces levantó repentinamente la pelota, le dio un violento puñetazo y salió disparando alrededor de las bases.

Los jugadores y Miss Fenstermaker esquivaron la pelota como si fuera una bala de cañón al rojo. Cuando la pelota se detuvo por decisión propia, los jugadores fueron a buscarla con una especie de torpeza ritual. Evidentemente el objeto de sus esfuerzos era no darle a Crono con la pelota, sino no dejarlo afuera. Los jugadores conspiraban todos para aumentar la gloria de Crono demostrando una oposición impotente.

Por supuesto, Crono era lo más glorioso que los niños hubieran visto jamás en Marte, y toda la gloria que tuvieran les venía de su asociación con él. Harían todo lo que pudieran por aumentar su gloria.

El joven Crono se deslizó a la tercera base en una nube de herrumbre.

Un jugador le arrojó la pelota, demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado. Ritualmente, el jugador maldijo su suerte.

El joven Crono se detuvo, se sacudió el polvo y besó de nuevo su amuleto, agradeciéndole otra carrera a la base. Creía firmemente que todos sus poderes venían de su amuleto, igual que sus condiscípulos y también, secretamente, Miss Fenstermaker.

La historia del amuleto era la siguiente:

Un día Miss Fenstermaker hizo con los escolares una visita educativa a una fábrica de lanzallamas. El director de la fábrica explicó a los niños todas las etapas de la fabricación del lanzallamas y expresó la confianza de que algunos de los niños, cuando fueran grandes, quisieran trabajar para él. Al final de la visita, en el departamento de embalaje, el director se enredó el tobillo en una espiral de acero para precinto, del que se usaba para ajustar los embalajes de lanzallamas.

La espiral era un fragmento mellado que había caído en un pasillo de la fábrica por descuido de un obrero. El director se arañó el tobillo y se rompió el pantalón antes de conseguir quitarse la espiral. A continuación hizo la única cosa comprensible que los niños hubieran presenciado aquel día. Comprensiblemente, dio un puntapié a la espiral.

Después la pisoteó.

Después la recogió de nuevo, la tironeó y la cortó con unas grandes tijeras en pedazos de unos diez centímetros.

Los niños se sintieron edificados, estremecidos y satisfechos. Y cuando dejaban el departamento de embalaje, el joven Crono levantó uno de los pedazos y lo deslizó en su bolsillo. El pedazo que había recogido se diferenciaba de los otros en que tenía dos perforaciones.

Ése era el amuleto de Crono. Llegó a formar parte de él mismo tanto como su mano derecha. Su sistema nervioso, por así decirlo, se extendía a la banda de metal. Tocarla era tocar a Crono.

Unk, el desertor, se puso de pie detrás de la roca de turquesa, echó a andar enérgicamente por el patio de la escuela. Se había arrancado todas las insignias del uniforme. Eso le daba una apariencia oficial, belicosa, sin unirlo a ninguna empresa en particular. De todo el equipo que llevaba en el momento de desertar, sólo conservaba un cuchillo de caza, su máuser de un solo tiro, y una granada. Dejó las tres armas escondidas detrás de la roca, junto con la bicicleta robada.

Unk se acercó a Miss Fenstermaker. Le dijo que deseaba entrevistar al joven Crono por asuntos oficiales en seguida y en privado. No le dijo que era el padre del chico. El hecho de ser el padre no lo autorizaba a nada. El hecho de ser un investigador oficial lo autorizaba a todo lo que quisiera pedir.

La pobre Miss Fenstermaker se aturullaba fácilmente. Aceptó que Unk entrevistara al chico en su propia oficina.

La oficina estaba atestada de papeles escolares, algunos de cinco años atrás. Miss Fenstermaker estaba muy atrasada en su trabajo, tan atrasada que se había declarado en moratoria para poder ponerse al día. Algunas de las pilas de papeles se habían caído, formando ventisqueros que mandaban ramales debajo del escritorio, al vestíbulo, a su lavatorio privado.

Había un fichero de dos cajones, abierto, con su colección de piedras.

Nadie vigilaba a Miss Fenstermaker. Nadie se preocupaba. Tenía un certificado de enseñanza del Estado de Minnesota, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea, y era todo lo que importaba.

Para entrevistarse con su hijo, Unk se sentó detrás del escritorio, mientras su hijo Crono estaba delante. Crono deseaba quedarse de pie.

Mientras planeaba las cosas que diría, Unk abrió ociosamente los cajones del escritorio de Miss Fenstermaker y descubrió que estaban llenos de piedras.

El joven Crono era sagaz y hostil, y pensó en decir algo antes que Unk lo hiciera.

—Pavadas —dijo.

—¿Qué? —dijo Unk.

—Todo lo que diga son pavadas —dijo el chico de ocho años.

—¿Por qué lo piensas? —dijo Unk.

—Todo lo que dicen todos son pavadas —dijo Crono—. ¿Qué le importa lo que yo piense? Cuando tenga catorce años me pondrán una cosa en la cabeza y haré lo que quieran que haga.

Se refería al hecho de que las antenas no se instalaran en el cráneo de los niños hasta que cumplían catorce años. Era cuestión de tamaño de cráneo. Cuando un niño cumplía catorce años lo enviaban al hospital para operarlo. Le afeitaban el pelo y los doctores y las enfermeras le hacían bromas sobre su entrada en la edad adulta. Antes de llevarlo a la sala de operaciones, le preguntaban cuál era su helado favorito. Al despertar, después de la operación, un gran plato de ese helado lo estaba esperando: avellana, chocolate, fresa, lo que fuera.

—¿Tu madre dice pavadas? —dijo Unk.

—Las dice desde que ha salido del hospital.

—¿Y tu padre? —dijo Unk.

—No sé nada de él —dijo Crono—. Ni me importa. Dirá montones de pavadas, como todos.

—¿Y quién no dice pavadas? —preguntó Unk.

—Yo no digo pavadas —dijo Crono—. Soy el único.

—Acércate —dijo Unk.

—¿Por qué? —preguntó Crono.

—Porque te voy a decir algo muy importante.

—Lo dudo —dijo Crono.

Unk se levantó del escritorio, se acercó a Crono y le dijo al oído:

—¡Soy tu padre! —Cuando hubo dicho estas palabras, el corazón le latió como una alarma contra robos.

Crono se quedó impasible.

—¿Y qué? —dijo duramente. Nunca había recibido instrucciones, nunca había visto un ejemplo en la vida que le hiciera pensar en la importancia de un padre. En Marte la palabra no tenía significado emocional.

—He venido por ti —dijo Unk—. De alguna manera nos iremos de aquí. —Sacudió al chico suavemente, tratando de hacerlo reaccionar un poco.

El chico se arrancó del brazo la mano del padre como si fuera una sanguijuela.

—¿Para qué?

—¡Para vivir! —dijo Unk.

El chico miró a su padre desapasionadamente, buscando una buena razón que justificara el compartir su suerte con este extranjero. Crono sacó el amuleto del bolsillo y lo restregó entre las palmas.

La fuerza imaginaria que sacó del amuleto le daba energías suficientes para no confiar en nada, para seguir como siempre, colérico y solo.

—Yo estoy viviendo —dijo—. Estoy muy bien —dijo—. Vete a la mierda.

Unk retrocedió un paso. Se le cayeron las comisuras de los labios.

—¿Que me vaya a la mierda? —murmuró.

—A todo el mundo le digo que se vaya a la mierda —dijo el chico. Estaba tratando de ser amable, pero en seguida le fatigó el esfuerzo—. ¿Puedo irme a jugar a la pelota?

—¿Le has dicho a tu propio padre que se vaya a la mierda? —murmuró Unk. La pregunta repercutió en la memoria vacía de Unk hasta llegar a un rincón intocado donde aún vivían fragmentos de su extraña infancia. Su propia infancia había transcurrido en fantaseos en los que por fin vela y amaba a un padre que no quería verlo, que no quería ser amado por él.

—He… he desertado del ejército para venir aquí… a buscarte —dijo Unk.

El interés se despertó en los ojos del chico, y se desvaneció.

—Te pescarán —dijo—. Pescan a todo el mundo.

—Robaré una nave espacial —dijo Unk—. ¡Y tú, tu madre y yo nos embarcaremos y volaremos de aquí!

—¿A dónde? —dijo el muchacho.

—¡A algún buen lugar! —dijo Unk.

—Dime cuál es un buen lugar —dijo Crono.

—No sé. ¡Tenemos que buscarlo! —dijo Unk.

Crono sacudió la cabeza compasivo.

—Lo siento —dijo—. No creo que sepas de qué estás hablando. Terminarás como tanta gente a la que han matado.

—¿Quieres quedarte aquí? —dijo Unk.

—Estoy muy bien aquí —contestó Crono—. ¿Puedo irme ahora a jugar a la pelota?

Unk lloró.

Su llanto asombró al chico. Nunca había visto llorar a un hombre. Él nunca había llorado.

—¡Me voy a jugar! —gritó salvajemente, y salió corriendo de la oficina.

Unk se acercó a la ventana. Miró el patio de hierro. El equipo del joven Crono estaba ahora en la cancha. El joven Crono se unió a sus camaradas, frente a un batter que daba la espalda a Unk.

Crono besó su amuleto, lo guardó en el bolsillo.

—¡Adelante, chicos! —gritó roncamente—. ¡Vamos, chicos, matémoslo!

La mujer de Unk, madre del joven Crono, era instructora en la Escuela de Respiración Schliemann para Reclutas. La respiración Schliemann es una técnica que permite a los seres humanos sobrevivir en el vacío o en una atmósfera inhóspita sin tener que usar casco o cualquier otro incómodo aparato.

Consiste, esencialmente, en tomar una píldora rica en oxigeno. La corriente sanguínea lleva este oxígeno a través de la pared del intestino delgado, más que a través de los pulmones. En Marte las píldoras eran conocidas oficialmente con el nombre de Raciones Respiratorias de Combate, y en lenguaje popular como bolas de aire.

La Respiración Schliemann es de lo más sencilla en una atmósfera benigna pero inútil, como la de Marte. El sujeto respira y habla de manera normal, aunque no haya en la atmósfera oxígeno para sus pulmones. Todo lo que necesita es acordarse de tomar regularmente las bolas de aire.

La escuela en que la mujer de Unk era instructora enseñaba a los reclutas las técnicas más difíciles, necesarias en una atmósfera al vacío o perjudicial. Esto exige no sólo tomar píldoras, sino también taparse los oídos y la nariz y mantener la boca cerrada. Todo esfuerzo por hablar o respirar daría por resultado hemorragias y probablemente la muerte.

La mujer de Unk era una de las seis instructoras de la Escuela de Respiración Schliemann para Reclutas. Su aula era una habitación desnuda, sin ventanas, de paredes encaladas. Junto a las paredes, todo alrededor, había bancos.

Sobre una mesa en el centro había un recipiente con bolas de aire, otro con tapones para la nariz y los oídos, un rollo de tela adhesiva, tijeras y un pequeño grabador. El objeto del grabador era pasar música durante los largos períodos en que no había otra cosa que hacer sino sentarse y esperar pacientemente a que la naturaleza siguiera su curso.

Se había llegado a ese momento. La clase acababa de recibir la dosis de bolas de aire. Ahora los alumnos debían sentarse tranquilamente en los bancos y escuchar música hasta que las bolas de aire llegaran al intestino delgado.

La canción que se escuchaba había sido pirateada recientemente a una emisora terrestre. Era un gran éxito en la Tierra, un trío compuesto por un muchacho, una chica y las campanas de una catedral. Se llamaba «Dios es nuestro decorador de interiores». El muchacho y la chica cantaban versos alternados y se juntaban en estrecha armonía en el estribillo.

Las campanas de la catedral resonaban toda vez que se mencionaba algo de naturaleza religiosa.

Eran diecisiete reclutas. Estaban todos con la nueva ropa interior de color verde liquen. Estaban desvestidos para que la instructora viera de una ojeada las reacciones físicas exteriores de la respiración Schliemann.

Los reclutas acababan de salir del Hospital Central de Recepción donde les habían hecho tratamientos de amnesia e instalación de antenas. Tenían la cabeza afeitada, y cada uno de ellos llevaba una tira de tela adhesiva que iba desde la coronilla hasta la nuca.

La tela adhesiva indicaba que había sido instalada la antena.

Los ojos de los reclutas estaban vacíos como las ventanas de una hilandería abandonada.

Lo mismo ocurría con los ojos de la instructora, pues también ella había sido sometida recientemente a un lavado de memoria.

Cuando la dieron de alta en el hospital, le dijeron cuál era su nombre, dónde vivía y cómo enseñar la respiración Schliemann; era toda la información concreta que le habían dado. Había otra cosa: le dijeron que tenía un hijo de ocho años, llamado Crono, y que podía visitarlo en su escuela los martes por la tarde, si quería.

El nombre de la instructora, de la madre de Crono, de la compañera de Unk, era Bee. Llevaba un traje de color verde liquen, zapatillas de gimnasia y alrededor del cuello una cadena con un silbato y un estetoscopio.

Bordadas en la camisa estaban las iniciales de su nombre.

Miró al reloj en la pared. Había pasado tiempo suficiente para que el sistema digestivo más lento hiciera llegar al intestino delgado el globo de aire. Se puso de pie, detuvo el grabador y sopló el silbato.

—¡Formen fila! —dijo.

Los reclutas no habían recibido todavía adiestramiento militar básico, de modo que eran incapaces de alinearse con precisión. Pintados en el piso había unos cuadrados donde debían situarse los reclutas para formar filas agradables a la vista. Se desarrolló entonces un juego como el de las cuatro esquinas, en el que varios reclutas de ojos vacíos forcejeaban por el mismo cuadrado. En su debido momento, cada uno encontró un cuadrado.

—Muy bien —dijo Bee—, tomen los tapones y tápense la nariz y los oídos, por favor.

Los reclutas apretaban los tapones en las palmas húmedas. Se taponaron la nariz y las orejas.

Bee fue de recluta en recluta para cerciorarse de que todas las narices y orejas estaban taponadas.

—Muy bien —dijo, una vez terminada la inspección—. Muy bien —repitió. Tomó de la mesa el rollo de tela adhesiva—. Ahora voy a probarles que no necesitan usar los pulmones para nada mientras tengan raciones respiratorias de combate, o, como pronto las llamarán cuando estén en el ejército, bolas de aire.

Pasó por las filas cortando pedazos de tela adhesiva y tapando bocas. Nadie se opuso. Cuando hubo terminado, nadie tenía un agujero adecuado para proferir una objeción.

Miró la hora y de nuevo puso la música. En los próximos veinte minutos no habría nada que hacer sino observar en los cuerpos desnudos los cambios de color, los espasmos agónicos de los pulmones sellados e inútiles. Teóricamente los cuerpos se pondrían azules, después rojos, después de color natural en el plazo de veinte minutos, y la caja de las costillas se agitaría violentamente, cedería, se aquietaría.

Transcurrida la prueba de los veinte minutos, todos los reclutas sabrían cuán innecesario era respirar. Teóricamente todos los reclutas confiarían tanto en sí mismos y en las bolas de aire, que una vez terminado el curso de adiestramiento, estarían dispuestos a saltar de una nave espacial a la luna terrestre, al fondo de un océano o donde fuera, sin dudar un segundo.

Bee se sentó en un banco.

Tenía círculos oscuros alrededor de los lindos ojos. Los círculos le habían aparecido después de salir del hospital e iban oscureciéndose a medida que pasaban los días. En el hospital le habían asegurado que iría serenándose y ganando en eficiencia con el paso de los días. Y le habían dicho que si por casualidad no era así, debía comunicarlo al hospital para que la ayudaran de nuevo.

—Todos necesitamos ayuda de vez en cuando —había dicho el doctor Morris N. Castle—. No hay por qué avergonzarse. Algún día yo puedo necesitar de su ayuda, Bee, y no vacilaré en pedírsela.

Había sido enviada al hospital después de mostrarle a su supervisor este poema que había escrito sobre la respiración Schliemann:

Rompe todo vínculo con el aire y la niebla,

sella toda abertura;

aprieta la garganta como el puño de un avaro,

guarda la vida encerrada dentro de ti.

No más, no más aspirar, inspirar,

pues respirar es para los mansos,

y cuando en el espacio mortal nos remontemos,

ten cuidado de no hablar.

Si te arrebata la pena o la alegría

muéstralo sólo con una lágrima;

al alma y al corazón encerrados en ti

añade la palabra y el aire.

Cada hombre es una isla

mientras erramos en el espacio.

Si, cada hombre es una isla:

fortaleza isla, hogar isla.

Bee, que había sido enviada al hospital por haber escrito este poema, tenía una cara enérgica: pómulos altos, arrogancia. Era asombrosa su semejanza con un jefe indio. Pero el que lo dijera estaba obligado a añadir en seguida que también era muy hermosa.

En ese momento alguien golpeó bruscamente a la puerta. Bee fue y la abrió.

—¿Sí? —dijo.

En el corredor desierto había un hombre congestionado y sudoroso, de uniforme. El uniforme no tenía insignias. El hombre llevaba un rifle en bandolera. Tenía los ojos hundidos y furtivos.

—Mensajero —dijo con aspereza—. Un mensaje para Bee.

—Yo soy Bee —dijo Bee incómoda.

El mensajero la miró de arriba abajo, la hizo sentirse desnuda. Su cuerpo despedía calor, y el calor la envolvía sofocándola.

—¿No me reconoces? —murmuró.

—No —dijo ella. La pregunta del hombre la alivió un poco. Al parecer había tenido algo que ver con él antes. El hombre y su visita eran, pues, de rutina, y en el hospital había olvidado simplemente al hombre y su rutina.

—Yo tampoco me acuerdo de ti —susurró él.

—Estuve en el hospital —dijo ella—. Tuvieron que lavarme la memoria.

—¡Habla en voz baja! —dijo él bruscamente.

—¿Qué?

—¡Que hables en voz baja!

—Perdón —murmuró ella. Al parecer, el hablar en voz baja formaba parte de la rutina en el trato con este funcionario particular—. He olvidado tantas cosas.

—¡Todos hemos olvidado! —murmuró colérico. De nuevo miró de arriba abajo el corredor—. Tú eres la madre de Crono, ¿verdad? —susurró.

—Sí —susurró Bee.

Ahora el extraño mensajero concentró su mirada en la cara de ella. Respiró profundamente, suspiró, frunció el entrecejo, pestañeó frecuentemente.

—¿Cuál… cuál es el mensaje? —susurró Bee.

—El mensaje es éste —murmuró el mensajero—. Yo soy el padre de Crono. Acabo de desertar del ejército. Me llamo Unk. Voy a buscar alguna manera de que tú, yo, el chico y mi mejor amigo escapemos de aquí. Todavía no sé cómo, pero tienes que estar lista para partir en cierto momento. —Le dio una granada de mano—. Esconde esto en alguna parte —susurró—. Cuando llegue el momento podrás necesitarlo.

Gritos excitados llegaron de la recepción, en el extremo del corredor.

—¡Dijo que era un mensajero confidencial! —gritó un hombre.

—¡Otra que mensajero! —gritó otro—. ¡Es un desertor en tiempo de guerra! ¿A quién ha venido a ver?

—No dijo. Dijo que era un secreto absoluto.

Sonó un silbato.

—¡Vengan conmigo seis de ustedes! —gritó un hombre—. Revisaremos este lugar cuarto por cuarto. Los demás lo rodearán por fuera.

Unk empujó a Bee con su granada de mano al otro cuarto y cerró la puerta. Descolgó el rifle, le quitó el seguro y apuntó a los reclutas.

—Un gesto, un movimiento, y los bajo a todos, muchachos —dijo.

Los reclutas, rígidos cada uno en su cuadrado del piso, no respondieron nada.

Estaban azul pálido.

La caja de las costillas se agitaba.

Toda la conciencia de cada hombre estaba concentrada en la región del duodeno donde se disolvía una pequeña píldora blanca, dadora de vida.

—¿Dónde puedo esconderme? —dijo Unk—. ¿Cómo puedo salir?

Era innecesario que Bee respondiera. No había dónde esconderse. No había otro camino sino la puerta que daba al corredor.

Sólo se podía hacer una cosa y Unk la hizo. Se desvistió, se quedó en ropa interior color verde liquen, escondió el rifle debajo del banco, se tapó las orejas y la nariz, se selló la boca y se paró entre los reclutas.

Tenía la cabeza afeitada, como las de los otros. Y como ellos, Unk tenía una tira de tela adhesiva que le cruzaba la cabeza desde la coronilla hasta la nuca. Había sido un soldado tan pésimo que los doctores le habían abierto la cabeza en el hospital para ver si no le funcionaba mal la antena.

Bee vigilaba la sala con fascinada calma. Sostenía la granada que Unk le había dado como si fuera un vaso con una rosa perfecta. Después se acercó al lugar donde Unk había escondido el rifle y puso la granada al lado, con cuidado, con un correcto respeto por la propiedad ajena.

Después volvió a su lugar junto a la mesa.

No miraba a Unk ni lo evitaba. Como le habían dicho en el hospital: había estado muy muy enferma, y volvería a estar muy muy enferma si no aplicaba su atención estrictamente a su trabajo, dejando a otros el trabajo de pensar y preocuparse. Tenía que mantener la calma, costara lo que costase.

La falsa alarma furiosa de los hombres que buscaban cuarto por cuarto se acercaba lentamente.

Bee se negaba a preocuparse por nada. Unk, al ocupar su lugar entre los reclutas, se había reducido a un número. Considerándolo profesionalmente, Bee vio que el cuerpo de Unk se ponía azul verdoso en lugar de azul puro. Eso podía significar que no había tomado una bola de aire para varias horas, en cuyo caso pronto caería desmayado.

El desmayo sería seguramente la solución más pacífica del problema planteado, y Bee quería paz por encima de todo.

No dudaba de que Unk fuera el padre de su hijo. La vida era así. Ella no lo recordaba y no se molestó en estudiarlo para reconocerlo la próxima vez, si es que la habría. No sabía qué uso darle.

Observó que el cuerpo de Unk era predominantemente verde. Su diagnóstico había sido correcto. Se desplomaría en cualquier momento.

Bee fantaseaba. En su fantaseo aparecía una niñita de vestido almidonado y guantes blancos, zapatos blancos y un caballito blanco que era suyo. Bee envidió a la niñita que se había mantenido tan limpia.

Bee se preguntó quién sería la niñita.

Unk se desplomó sin ruido, flojamente, como una bolsa de anguilas.

Unk se despertó y se encontró tendido de espaldas en una litera, en una nave espacial. Las luces de la cabina eran enceguecedoras. Unk empezó a gritar, pero un dolor de cabeza terrible lo hizo callar.

Pugnó por ponerse de pie, se arrimó como un borracho a los soportes de la litera. Estaba completamente solo. Alguien le había puesto el uniforme.

Pensó al principio que lo habían lanzado al espacio eterno.

Entonces vio que la escotilla estaba abierta al exterior, y que el exterior era suelo firme.

Unk espió por la escotilla y se arrojó afuera.

Alzó los ojos húmedos y vio que al parecer seguía en Marte o en algo que se parecía mucho a Marte.

Era de noche.

La llanura de hierro estaba llena de hileras e hileras de naves espaciales.

Mientras Unk observaba, una fila de naves de cinco millas de largo despegó de la formación y se lanzó melodiosamente al espacio.

Un perro ladró, ladró con un ladrido como un gran gong de bronce.

Y el perro se precipitó en la noche, grande y terrible como un tigre.

—¡Kazak! —gritó un hombre en la oscuridad.

El perro se detuvo obedeciendo la orden, pero mantuvo a raya a Unk, aplastado contra la nave bajo la amenaza de aquellos largos y húmedos colmillos.

El dueño del perro apareció haciendo bailar el haz de una linterna delante de sus pies. Cuando llegó a pocos metros de Unk, se puso la linterna debajo del mentón. El contraste de luces y sombras dio a su cara una apariencia demoníaca.

—Qué tal, Unk —dijo. Apagó la linterna, caminó hacia un lado para quedar iluminado por la luz que salía de la nave espacial. Era alto, vagamente suave, maravillosamente seguro de sí mismo. Usaba el uniforme azul y rojo y las botas cuadradas de los marinos esquiadores paracaidistas. No llevaba armas, salvo una daga blanca y dorada de unos treinta centímetros de largo.

—Hace tiempo que no nos vemos —dijo. Insinuó una ligera sonrisa, en forma de v. Su voz era de tenor, gutural, aguda.

Unk no recordaba al hombre, pero era evidente que el hombre lo conocía bien, lo conocía muy bien.

—¿Quién soy, Unk? —preguntó el hombre alegremente.

Unk boqueó. Tenía que ser Stony Stevenson, tenía que ser el mejor, el indómito amigo de Unk.

—¿Stony? —susurró.

—¿Stony? —dijo el hombre y lanzó una carcajada—. Ah, Dios, muchas veces he deseado ser Stony, y lo desearé muchas veces.

El suelo se sacudió. El aire se atorbellinó. Las naves espaciales vecinas saltaron en el aire, desaparecieron.

Ahora la nave de Unk tenía todo el sector de la llanura de hierro para ella sola. Las naves que estaban más cerca en el suelo se hallaban quizá a media milla de distancia.

—Allá va tu regimiento, Unk —dijo el hombre— y tú no estás con ellos. ¿No te da vergüenza?

—¿Quién es usted? —dijo Unk.

—¿Qué importan los nombres en tiempo de guerra? —dijo el hombre. Puso su gran mano en el hombro de Unk—. Ah, Unk, Unk, Unk —dijo—, qué temporada te has pasado.

—¿Quién me trajo aquí? —dijo Unk.

—La policía militar, agradécelo —dijo el hombre.

Unk sacudió la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Estaba vencido. No había razón para seguir guardando el secreto, aun en presencia de alguien que quizá tuviera poder de vida o muerte sobre él. En cuanto a la vida y a la muerte, el pobre Unk era indiferente.

—Traté… traté de juntar a mi familia —dijo—. Eso es todo.

—Marte es un malísimo lugar para el amor, un malísimo lugar para un hombre de familia, Unk —dijo el hombre.

El hombre era, desde luego, Winston Niles Rumfoord. Era comandante en jefe de todos los marcianos. No era en realidad un marino esquiador paracaidista. Pero podía usar el uniforme que se le antojara, sin importarle cuánto le costaría a cualquier otro conseguir ese mismo privilegio.

—Unk —dijo Rumfoord—, la más triste historia de amor que jamás me haya sido dado oír ha ocurrido en Marte. ¿Te gustaría escucharla?

«Hubo una vez, dijo Rumfoord, un hombre transportado de la Tierra a Marte en un plato volador. Había sido reclutado como voluntario del Ejército de Marte y usaba el deslumbrante uniforme de teniente coronel en la Infantería de Asalto. Se sentía elegante, pues en la tierra no había sido un privilegiado, espiritualmente, y suponía, como todas las personas que no son espiritualmente privilegiadas, que el uniforme decía mucho de bueno sobre él.

»Aun no le habían hecho un lavado de memoria ni le habían instalado la antena, pero era un marciano leal un evidente que había recibido el mando de la nave espacial. Los reclutas tienen un nombre para los que son así, llaman Deimos y Fobos a sus testículos —dijo Rumfoord—; Deimos y Fobos son las dos lunas de Marte.

»Este teniente coronel, que no había recibido ningún adiestramiento militar, estaba haciendo la experiencia que en la Tierra llaman encontrarse a sí mismo. Ignorante de la empresa en que estaba entrampado, daba órdenes y era obedecido.

Rumfoord alzó un dedo y Unk se sorprendió al ver que era translúcido.

—Había una cabina cerrada con llave donde el hombre no podía entrar —dijo Rumfoord—. La tripulación le explicó detenidamente que en la cabina estaba la mujer más hermosa que jamás hubiera llegado a Marte, y que el hombre que la viera seguramente se enamoraría de ella. El amor, decían, destruía el valor de quien no fuera un verdadero soldado profesional.

»El nuevo teniente coronel se quedó ofendido por la insinuación de que él no era un soldado profesional, y recreó a la tripulación con historias de sus hazañas amatorias con espléndidas mujeres, todas las cuales habían dejado su corazón absolutamente intacto. La tripulación se mantuvo escéptica, sosteniendo que el teniente coronel en todas sus aventuras lascivas, jamás se había expuesto a la influencia de una belleza inteligente y altiva como la que estaba en la cabina clausurada.

»El aparente respeto de la tripulación por el teniente coronel fue desapareciendo sutilmente. Los otros reclutas lo advirtieron y le retiraron el suyo. El teniente coronel en su ostentoso uniforme, se sintió como lo que realmente era, después de todo: un payaso fanfarrón. Nadie dijo nunca de qué manera podía recobrar su dignidad perdida, pero era evidente para todos. Sólo podía recobrarla conquistando a la belleza encerrada en la cabina. Estaba absolutamente preparado para esto, desesperadamente preparado…

»Pero la tripulación —dijo Rumfoord— seguía protegiéndolo de un presunto fracaso amoroso y de la desesperación. El ego se le puso efervescente, chisporroteó, restalló, crepitó, estalló.

»Hubo una fiesta en la cantina de oficiales, dijo Rumfoord, y el teniente coronel se puso completamente borracho y gritón. Se jactó de nuevo de su fría lascivia en la Tierra. Y entonces vio que alguien había puesto la llave de la cabina en el fondo de su vaso.

»Él teniente coronel se escabulló hasta la cabina cerrada, la abrió, entró y cerró la puerta —dijo Rumfoord—. La cabina estaba a oscuras, pero el interior de la cabeza del teniente coronel estaba iluminado por el alcohol y por las triunfantes palabras del anuncio que haría en el desayuno a la mañana siguiente.

»En la oscuridad poseyó fácilmente a la mujer, debilitada por el terror y los sedantes —dijo Rumfoord—. Fue una unión sin alegría, insatisfactoria para todos salvo para la Madre Natura, más insensible que nunca.

»El teniente coronel no se sintió maravillosamente. Se sintió miserable. Estúpidamente encendió la luz, confiando en encontrar en la apariencia de la mujer alguna razón para enorgullecerse de su brutalidad, —dijo Rumfoord tristemente—. Acurrucada en la litera había una mujer bastante común de más de treinta años. Tenía los ojos colorados y la cara hinchada por el llanto y la desesperación.

»Además el teniente coronel la conocía. Era la mujer que según un adivino un día le daría un hijo, —dijo Rumfoord—. Había sido tan altanera y orgullosa la última vez que la viera, y estaba ahora tan aplastada, que hasta el despiadado teniente coronel se sintió conmovido.

»El teniente coronel comprendió por primera vez lo que la mayoría de la gente nunca comprende: que no sólo era una víctima de la tumultuosa fortuna, sino también uno de sus más crueles agentes. Al conocerlo tiempo atrás la mujer lo había mirado como a un cerdo. Ahora él probaba sin duda que era un cerdo.

»Como lo había anunciado la tripulación —dijo Rumfoord—, el teniente coronel quedó arruinado para siempre como soldado. Lo absorbió totalmente la complicada táctica de causar antes menos que más dolor. Prueba de su éxito sería la conquista del olvido y la comprensión de la mujer.

»Cuando la nave espacial llegó a Marte, supo por conversaciones oídas en el Hospital Central de Recepción, que estaban por lavarle la memoria. Entonces se escribió a sí mismo la primera de una serie de cartas donde enumeraba las cosas que no quería olvidar. La primera carta era sobre la mujer a la que había hecho daño.

»La buscó después de haber sido sometida al tratamiento de amnesia, y descubrió que ella no lo recordaba. No sólo eso, sino que estaba embarazada, iba a tener un hijo de él. Su problema, a partir de ese momento, se convirtió en conseguir su amor, y a través de ella, el amor de su hijo.

»Eso es lo que trató de hacer Unk —dijo Rumfoord—, no sólo una sino varias veces. Y cada vez perdió la partida. Pero siguió siendo el problema central de su vida, probablemente porque él mismo venía de una familia deshecha.

»Lo que le hizo perder la partida, Unk —dijo Rumfoord— fue una frialdad congénita de parte de la mujer, un criterio psiquiátrico que consideraba los ideales de la sociedad marciana como noble sentido común. Cada vez que el hombre hacía vacilar a su compañera, la psiquiatría absolutamente desprovista de imaginación la enderezaba, la convertía de nuevo en una ciudadana eficiente.

»Tanto el hombre como su compañera visitaron frecuentemente los servicios psiquiátricos de sus respectivos hospitales. Y quizá dé qué pensar —dijo Rumfoord— el que ese hombre absolutamente frustrado fuera el único marciano que escribió una filosofía, y que esa mujer absolutamente autofrustrada fuera la única marciana que escribió un poema.

Boaz llegó a la nave abastecedora de la compañía desde la ciudad de Febe, donde había ido a buscar a Unk.

—Gran puta —dijo a Rumfoord—, ¿así que todo el mundo se ha ido y nos han dejado? —Estaba en bicicleta.

Vio a Unk.

—La puta, compadre —dijo a Unk—, viejo, siempre metes en líos a tu compadre. ¿Cómo has llegado aquí?

—Policía militar —dijo Unk.

—La forma en que todo el mundo llega a todas partes —dijo Rumfoord con ligereza.

—Tenemos que alcanzarlos, compadre —dijo Boaz—. Los muchachos no van a atacar si no van con una nave abastecedora. ¿Para qué van a luchar?

—Por el privilegio de ser el primer ejército que ha muerto por una buena causa —dijo Rumfoord.

—¿Cómo es eso? —preguntó Boaz.

—No importa —dijo Rumfoord—. Ustedes, muchachos, suban a bordo, cierren la escotilla, aprieten el botón. Los alcanzarán sin darse cuenta. Todo es totalmente automático.

Unk y Boaz subieron a bordo.

Rumfoord mantuvo abierta la puerta exterior de la escotilla.

—Boaz… —dijo—, ese botón rojo del tablero central, allí… ése es el botón que hay que apretar.

—Lo sé —dijo Boaz.

—Unk… —dijo Rumfoord.

—¿Sí? —dijo Unk sin expresión.

—Esa historia que te conté… la historia de amor. Me olvidé de una cosa.

—¿Qué? —dijo Unk.

—La mujer de la historia de amor, la mujer que tuvo el niño de aquel hombre —dijo Rumfoord—. La mujer que era la única poeta de Marte…

—¿Qué hay con ella? —dijo Unk. No le interesaba mucho. No había entendido que la mujer de la historia de Rumfoord era Bee, su propia compañera.

—Había estado casada varios años antes de llegar a Marte —dijo Rumfoord—. Pero cuando el ardoroso teniente coronel la consiguió en la nave espacial que iba a Marte, la mujer todavía era virgen.

Winston Niles Rumfoord hizo una guiñada a Unk antes de cerrar la puerta exterior de la escotilla.

—Linda broma para el marido, ¿no es cierto, Unk? —dijo.