5
Carta de un héroe desconocido

«Podemos conseguir que el centro de la memoria del hombre sea virtualmente tan estéril como un escalpelo recién salido del autoclave. Pero las semillas de la nueva experiencia empiezan a acumularse en él en seguida. Esas semillas a su vez se constituyen en estructuras que no son necesariamente favorables al pensamiento militar. Por desgracia, este problema de la recontaminación parece insoluble».

DR. MORRIS N. CASTLE

Director de Salud Mental, Marte

La formación de Unk hizo alto delante de una barraca de granito, en una perspectiva de miles de barracas iguales que parecían perderse hasta el infinito en la llanura de hierro. Cada diez barracas había un mástil con un estandarte que restallaba al viento vivo.

El que flotaba como un ángel guardián sobre el sector de la compañía de Unk era muy alegre: franjas rojas y blancas, y muchas estrellas blancas en un campo azul. Era la Vieja Gloria, la bandera de los Estados Unidos de Norteamérica en la Tierra.

Más allá estaba el estandarte rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Después había un maravilloso estandarte verde, naranja, amarillo y púrpura, con un león que sostenía una espada. Era la bandera de Ceilán.

Y después de ésta había una bola roja en un campo blanco, la bandera de Japón.

Los estandartes representaban a los países que las diversas unidades marcianas atacarían y paralizarían cuando comenzara la guerra entre Marte y la Tierra.

Unk no vio ningún estandarte hasta que su antena le permitió aflojar los hombros, soltar las articulaciones, salirse de la fila. Miró boquiabierto la perspectiva de barracas y mástiles. La barraca que tenía delante mostraba un gran número pintado sobre la puerta. El número era 576.

Algo en Unk encontró el número fascinante, lo movió a estudiarlo. Después recordó la ejecución, recordó que el hombre pelirrojo a quien había matado le había dicho algo sobre una piedra azul y la barraca doce.

En el interior de la barraca 576, Unk limpió su rifle y encontró la tarea sumamente agradable. Descubrió, además, que aún sabía cómo se desmontaba el arma. En todo caso, no le habían borrado eso en el hospital. Le hizo particularmente feliz sospechar que probablemente otras partes de su memoria también habían sido pasadas por alto. Por qué podía hacerlo furtivamente feliz esta sospecha, no lo sabía.

Limpió el cañón del rifle. El arma era un máuser alemán de 11 milímetros, de un solo tiro, ese tipo de rifle que se había ganado su reputación cuando lo usaron los españoles en la guerra hispanoamericana, en la Tierra. Todos los rifles del ejército marciano eran aproximadamente de la misma cosecha. Los agentes marcianos, en su tranquila labor sobre la Tierra, habían podido comprar por poco menos que nada enormes cantidades de máusers, Enfields ingleses y Springfields norteamericanos.

Los camaradas de pelotón de Unk también estaban limpiando los cañones de los rifles. El aceite olía bien, y el trapo aceitado, esroscándose en el interior del arma, obligaba a hacer fuerza, justo lo suficiente para que la tarea fuera interesante. Casi nadie hablaba.

Nadie parecía haberse fijado especialmente en la ejecución. Si para los camaradas de Unk había sido una lección, la encontraban fácil de digerir.

Había habido un solo comentario sobre la participación de Unk en la ejecución, de parte del sargento Brackman.

—Estuviste muy bien —le dijo.

—Gracias —respondió Unk.

—El tipo estuvo muy bien, ¿verdad? —preguntó Brackman a los camaradas de Unk.

Algunos hicieron un gesto de asentimiento, pero Unk tuvo la impresión de que sus camaradas hubieran asentido a cualquier pregunta positiva, y hubieran sacudido negativamente la cabeza en respuesta a una negativa.

Unk retiró el trapo y la varilla, deslizó el pulgar por debajo de la recámara abierta y la luz llegó a su uña aceitada. La uña del pulgar envió la luz a través del cañón. Unk aplicó el ojo a la boca del arma y quedó estremecido por su perfecta belleza. Podía haber contemplado con felicidad, durante horas, la inmaculada espiral del rifle, soñando con el feliz país cuya redonda puerta veía en el otro extremo del cañón. Algún día se arrastraría por el caño hasta aquel paraíso.

Allí haría calor y habría una sola luna, pensó Unk, y la luna sería gorda, tranquila y lenta. Algo más le llegó del paraíso rosado que estaba al final del cañón, y Unk se quedó pasmado por la claridad de la visión. Había tres hermosas mujeres en aquel paraíso, y Unk sabía perfectamente a qué se parecían. Una era blanca, otra dorada, la otra morena. La dorada fumaba un cigarrillo en la visión de Unk. Unk se quedó más sorprendido aún al descubrir que sabía la marca de cigarrillos que fumaba la muchacha.

Era un cigarrillo MoonMist.

—Venda MoonMist —dijo Unk en voz alta. Hacía bien decir aquello, hacía sentirse con autoridad, astuto.

—¿Eh? —dijo un joven soldado de color que limpiaba su rifle junto a Unk—. ¿Qué estás diciendo? —preguntó. Tenía veintitrés años. Su nombre estaba bordado en amarillo sobre una franja negra en el bolsillo izquierdo de la camisa.

Se llamaba Boaz.

Si las sospechas hubieran estado permitidas en el Ejército de Marte, Boaz habría sido una persona sospechosa. Era sólo un soldado raso, de primera clase, pero su uniforme, aunque de color verde liquen reglamentario, era de una tela mucho más fina y estaba mucho mejor cortado que el de todos los que lo rodeaban, incluyendo el sargento Brackman.

Los uniformes de todos los demás eran ordinarios, mal cortados, cosidos con torpes puntadas de hilo grueso. Y los uniformes de todos los demás sólo parecían buenos cuando quienes los llevaban estaban en posición de firmes. En cualquier otra posición un soldado corriente encontraba que su uniforme tendía a hacer bollos y a crujir como si fuera de papel.

El uniforme de Boaz seguía cada uno de sus movimientos con una gracia sedosa. Las puntadas eran menudas y numerosas. Y lo más sorprendente de todo es que los zapatos de Boaz tenían un lustre profundo, rico, rojizo, un lustre que los otros soldados no podían conseguir por más que se lustraran los zapatos. A diferencia de los zapatos de todos los otros miembros de la compañía, los de Boaz eran de auténtico cuero de la Tierra.

—¿Hablabas de vender algo, Unk? —dijo Boaz.

—Liquide MoonMist. Sáqueselo de encima —murmuró Unk. Las palabras no tenían sentido para él. Las había dejado salir simplemente porque se habían empeñado en hacerlo—. Venda —dijo.

Boaz sonrió, tristemente divertido.

—Que venda, ¿eh? —dijo—. Okey, Unk, venderemos. —Alzó una ceja—. ¿Qué vamos a vender, Unk? —Había algo particularmente brillante, penetrante en sus pupilas.

Unk encontró intranquilizador ese brillo amarillo, esa agudeza de los ojos de Boaz, y cada vez más, pues Boaz seguía mirándolo fijo. Unk apartó los ojos, miró al azar los ojos de otros de sus camaradas, los encontró uniformemente apagados. Hasta los ojos del sargento Brackman estaban apagados.

Los ojos de Boaz continuaban mordiendo en Unk. Unk se sintió forzado a buscar otra vez su mirada. Las pupilas parecían diamantes.

—¿No te acuerdas de mí, Unk? —dijo Boaz.

La pregunta alarmó a Unk. Por alguna razón era importante que no se acordara de Boaz. Estaba agradecido de no recordarlo realmente.

—Boaz, Unk —dijo el hombre de color—. Soy Boaz.

Unk asintió con un gesto.

—¿Cómo estás? —dijo.

—Oh, no estoy lo que se dice mal —dijo Boaz. Sacudió la cabeza—. ¿No recuerdas nada de mí, Unk?

—No —dijo Unk. La memoria lo estaba inquietando un poco ahora, diciéndole que podía recordar algo sobre Boaz si hacía todo lo posible. Silenció la memoria—. Lo siento —dijo Unk—. Tengo la mente en blanco.

—Tú y yo éramos compadres —dijo Boaz—. Boaz y Unk.

—Ajá —dijo Unk.

—¿Recuerdas lo que es el sistema de compadres, Unk? —preguntó Boaz.

—No —contestó Unk.

—Cada hombre en cada sección tiene un compadre —dijo Boaz—. Los compadres comparten la misma casamata, son como carne y uña en los ataques, se cubren el uno al otro. Si uno de los compadres se las ve feas en un cuerpo a cuerpo, el otro viene, lo ayuda, le tiende un cuchillo.

—Ajá —dijo Unk.

—Curioso —dijo Boaz—, lo que un hombre olvida en el hospital, y lo que sigue recordando, le hagan lo que le hagan. A ti y a mí nos entrenaron como compadres durante un año, y te has olvidado. Y ahora dices eso sobre cigarrillos. ¿Qué clase de cigarrillos, Unk?

—Me… me he olvidado —dijo Unk.

—Trata de acordarte —dijo Boaz—. Lo tenías hace un rato. —Frunció el entrecejo y bizqueó, como tratando de ayudar a Unk a acordarse—. Me parece tan interesante lo que un hombre puede recordar después de haber estado en el hospital. Trata de recordar todo lo que puedas.

Había cierto afeminamiento en Boaz, a la manera de un matón astuto que hace arrumacos a un marica, hablándole como a un nene.

Pero a Boaz le gustaba Unk, eso también correspondía a su manera de ser.

Unk tenía el inexplicable sentimiento de que él y Boaz eran las únicas personas reales en el edificio de piedra, que todos los demás eran robots con ojos de vidrio y no muy bien pergeñados. El sargento Brackman, que se suponía que mandaba, no parecía más vivaz, ni más responsable, ni con más autoridad que una bolsa de plumas mojadas.

—Veamos qué es lo que recuerdas, Unk —dijo Boaz zalamero—. Viejo compadre, recuerda todo lo que puedas.

Antes de que Unk pudiera recordar nada, le empezó de nuevo el dolor de cabeza que le hizo cumplir la ejecución. Pero el dolor no se detuvo en la punzada de advertencia. Ante la mirada inexpresiva de Boaz, el dolor en la cabeza de Unk se convirtió en una cosa centelleante, contundente.

Unk se puso de pie, dejó caer el rifle, se llevó las manos a la cabeza, se tambaleó, se desmayó.

Cuando recobró el sentido en el piso de la barraca, su compadre Boaz le pasaba una toalla mojada por las sienes.

Un círculo de camaradas rodeaba a Unk y Boaz. Las caras no demostraban sorpresa ni simpatía. Pensaban que Unk había hecho algo estúpido e indigno de un soldado, y que por lo tanto se merecía lo que le había pasado.

Lo miraban como si Unk hubiera hecho algo tan estúpido desde el punto de vista militar como recortarse contra el cielo o limpiar un arma cargada, como estornudar mientras andaba de ronda, o contraer, y no decirlo, una enfermedad venérea, como rechazar una orden directa o dormir después, del toque de diana, como emborracharse estando de guardia, como guardar un libro o una granada de mano en el cajón de los zapatos, como preguntar quién había iniciado el ejército y por qué…

Boaz parecía preocupado por lo que le había pasado a Unk.

—Fue culpa mía, Unk —dijo.

El sargento Brackman se abrió camino a empujones a través del círculo y se detuvo junto a Unk y Boaz.

—¿Qué hizo, Boaz? —dijo Brackman.

—Yo lo estaba embromando, sargento —dijo Boaz con seriedad—. Le dije que tratara de recordar todo lo que pudiera. Nunca pensé que lo haría.

—Hay que tener más cabeza y no embromar a un hombre que acaba de salir del hospital —dijo Brackman ceñudo.

—Oh, lo sé, lo sé —dijo Boaz lleno de remordimientos—. ¡Compadre —dijo—, el diablo me lleve!

—Unk —dijo Brackman—, ¿no te dijeron nada sobre eso de acordarse en el hospital?

Unk sacudió la cabeza vagamente.

—Tal vez —dijo—. Me dijeron tantas cosas.

—Es lo peor que puedes hacer, Unk, tratar de acordarte —dijo Brackman—. Por eso te llevaron al hospital, sobre todo, porque te acordabas demasiado. —Ahuecó las manos regordetas, como para contener en ellas el problema desgarrador que había sido Unk—. Caramba —dijo—, te acordabas tanto, Unk, que como soldado no valías un centavo.

Unk se sentó, apoyó la mano sobre el pecho, encontró que tenía la camisa húmeda de lágrimas. Pensó explicarle a Brackman que no había tratado de acordarse, que sabía instintivamente que eso estaba mal, pero que el dolor lo había asaltado de todos modos. No se lo dijo a Brackman por temor de que volviera el dolor.

Unk gruñó y pestañeó para desprender las últimas lágrimas. No iba a hacer nada que no le hubieran ordenado.

—En cuanto a ti, Boaz —dijo Brackman—, lo único que sé es que quizá una semana limpiando las letrinas te enseñará a no bromear con los que acaban de salir del hospital.

Algo informe en la memoria de Unk le dijo que observara atentamente el juego mudo entre Brackman y Boaz. Era en cierto modo importante.

—¿Una semana, sargento? —dijo Boaz.

—Sí, diablos —dijo Brackman, y después se estremeció y cerró los ojos. Era evidente que su antena le había asestado una pequeña punzada de dolor.

—¿Una semana entera, sargento? —preguntó Boaz inocentemente.

—Un día —dijo Brackman, y era menos una amenaza que una pregunta. Brackman reaccionó de nuevo al dolor de cabeza.

—¿A partir de cuándo, sargento? —preguntó Boaz.

Brackman agitó las manos regordetas.

—No importa —dijo. Parecía desconcertado, al descubierto, obsesionado. Bajó la cabeza, como para luchar mejor contra el dolor si volvía de nuevo—. No más bromas, carajo —dijo con voz ronca. Y salió corriendo hacia su cuarto, al final de la barraca, y cerró de un golpe la puerta.

El comandante de la compañía, el capitán Arnol Burch, llegó a la barraca para una inspección de sorpresa.

Boaz fue el primero en verlo. Boaz hizo lo que un soldado debía hacer en esas circunstancias. Boaz gritó «¡A-ten-ción!». Lo hizo aunque no tuviera ninguna graduación. Es un capricho de la costumbre militar que el soldado más humilde pueda dar la señal de atención a sus iguales y suboficiales, si es el primero en descubrir la presencia de un oficial, en misión en un lugar cubierto, fuera de la zona de combate.

Las antenas de los reclutas respondieron instantáneamente, enderezaron las espaldas, atiesaron las articulaciones, hundieron los vientres, sujetaron las culatas, hicieron el blanco en sus mentes. Unk se levantó de un salto, se quedó tieso y temblando.

Sólo un hombre respondió lentamente al llamado de atención. Ese hombre era Boaz. Y cuando se puso en posición de firme, había algo insolente, suelto y malicioso en la forma en que lo hizo.

El capitán Burch, considerando profundamente ofensiva la actitud de Boaz, estuvo a punto de decirle algo. Pero apenas abrió la boca, sintió el dolor entre los ojos.

El capitán cerró la boca sin proferir un sonido.

Ante la siniestra mirada de Boaz, se puso en elegante actitud de firme, oyó un tambor en su cabeza y salió de la barraca marcando el paso.

Cuando el capitán hubo salido, Boaz no dio a sus camaradas la orden de descanso, aunque podía hacerlo. Tenía una cajita de control en el bolsillo derecho del pantalón que podía ordenar cualquier cosa a sus camaradas. La caja era del tamaño de un frasco de bolsillo de un cuarto litro, y además estaba curvada para adaptarse a la curva del cuerpo. Boaz decidió llevarla sobre la faz dura, curvada, del muslo.

La caja de control tenía seis botones y cuatro palanquitas. Manipulándolos, Boaz podía controlar a cualquiera que llevara una antena en el cráneo. Podía administrar cualquier grado de dolor a quienquiera que fuese, podía darle la orden de firme, hacerle oír el tambor, hacerlo marchar, alto, cuerpo a tierra, saludar, atacar, retirarse, arriba, salto, brinco…

Boaz no tenía antena en el cráneo.

Libre en la medida en que quisiera serlo: así era de libre la voluntad de Boaz.

Boaz era uno de los verdaderos comandantes del Ejército de Marte. Estaba al mando de una décima parte de las fuerzas que atacarían a los Estados Unidos de Norteamérica cuando se decidiera asaltar a la Tierra. Después estaban las unidades adiestradas para atacar a Rusia, Suiza, Japón, Australia, México, China, Nepal, Uruguay…

Que Boaz supiera, había ochocientos verdaderos comandantes del Ejército de Marte, ninguno de ellos de grado en apariencia superior al de sargento. El comandante nominal de todo el Ejército, el general Pulsifer, era en realidad controlado todo el tiempo por su ordenanza, el cabo Bert Wrigth. El cabo Wrigth, perfecto ordenanza, llevaba aspirina para las jaquecas casi crónicas del general.

Las ventajas de un sistema de comandantes secretos son evidentes. Toda rebelión dentro del Ejército de Marte iría dirigida contra quienes no correspondía. Y en tiempo de guerra, el enemigo podía exterminar toda la oficialidad marciana sin perturbar en lo más mínimo al Ejército de Marte.

—Setecientos noventa y nueve —dijo Boaz en voz alta, corrigiendo para sí mismo el número de verdaderos comandantes. Uno de los verdaderos comandantes había muerto, estrangulado en la picota por Unk. El hombre estrangulado era el soldado raso Stony Stevenson, uno de los verdaderos comandantes de la unidad de ataque británica. Stony había quedado tan fascinado por la lucha de Unk por entender lo que ocurría, que inconscientemente había empezado a ayudarlo a pensar.

Por eso Stevenson había sufrido la humillación última. Le habían instalado una antena en el cráneo, y había sido obligado a marchar a la picota como un buen soldado para aguardar allí el asesinato de mano de su protegido.

Boaz dejó que sus soldados siguieran en posición de firmes, temblando, sin pensar en nada, sin ver nada. Boaz se acercó al catre de Unk, se acostó con los grandes, lustrosos zapatos en la manta marrón. Cruzó las manos por detrás de la cabeza y tendió el cuerpo como un arco.

—Auuuuu —dijo Boaz, con algo que era mitad bostezo, mitad gruñido—. Auuuu, sí señor, soldados, soldados, soldados —dijo, dejando vagar la mente—. Maldita sea, soldados. —Eran palabras ociosas, sin sentido. Boaz estaba un poco aburrido de sus juguetes.

Se le ocurrió hacerlos pelear entre sí, pero el castigo por hacerlo, en caso de que lo pescaran, era el mismo que había sufrido Stony Stevenson.

—Auuuu, sí señor, soldados. Ahora sí, soldados —dijo Boaz lánguidamente—. Maldita sea, soldados. Lo conseguiré. Ustedes tendrán que admitirlo. El viejo Boaz los obligará a decir que estuvo realmente bien.

Rodó fuera de la cama, aterrizó en cuatro patas, se puso de pie con una gracia de pantera. Mostró una sonrisa deslumbrante. Haría todo lo que pudiera para disfrutar de su afortunada posición en la vida.

—Ustedes, muchachos, no lo van a pasar tan mal —dijo a sus rígidos soldados—. Van a ver cómo tratamos a los generales. —Lanzó una risita como un arrullo—. Hace dos noches los comandantes nos pusimos a discutir sobre cuál de los generales podía correr más. A continuación sacamos a los veintitrés generales de la cama, todos desnudos, y los ensillamos igual que a caballos de carrera, hicimos apuestas y los largamos como si el diablo los corriera. El general Stover salió primero, le siguió el general Harrison y en tercer lugar el general Moscher. Al día siguiente, todos los generales del ejército estaban tiesos como palos. Ninguno podía recordar nada de la noche anterior.

Boaz se rió de nuevo como en un arrullo y decidió que su afortunada posición en la vida sería mucho mejor si se la tomaba en serio, si demostraba la carga que era y cuán honrado se sentía de tener que llevarla. Se echó hacia atrás juiciosamente, metió los pulgares en el cinturón y se puso ceñudo.

—Ah —dijo—, pero no todo es juego. —Dio una vuelta alrededor de Unk, se detuvo a unos centímetros de distancia, lo miró de arriba abajo—. Unk, viejo —dijo—, me da rabia decirte cuánto tiempo he pasado pensando en ti, preocupándome por ti, Unk.

Boaz se movió, balanceándose.

—Tratarás de resolver el rompecabezas, ¿no es cierto? ¿Sabes cuántas veces te llevaron al hospital para limpiarte la memoria? ¡Siete veces, Unk! ¿Sabes cuántas veces hace falta limpiar, por lo general, la memoria de un hombre? Una vez, Unk. ¡Una vez! —Boaz hizo chasquear los dedos debajo de las narices de Unk—. Es así, Unk. Una vez, y el hombre no vuelve a molestarse por nada nunca más. —Sacudió la cabeza, pensativo—. Pero tú no, Unk.

Unk se estremeció.

—¿Es demasiado tiempo para estar en posición de firme, Unk? —dijo Boaz. Rechinó los dientes. No podía dejar de torturar a Unk de vez en cuando.

En primer lugar, Unk lo había tenido todo en la Tierra, y Boaz no había tenido nada.

En segundo lugar, Boaz dependía lastimosamente de Unk o dependería cuando llegaran a la Tierra. Boaz era un huérfano que había sido reclutado cuando tenía apenas catorce años, y no tenía siquiera una noción vaga de lo que era pasarlo bien en la Tierra.

Contaba con Unk para que se lo explicara.

—¿Quieres saber quién eres, de dónde vienes, qué eras? —dijo Boaz a Unk. Unk seguía en posición de firme, sin pensar en nada, incapaz de aprovechar lo que Boaz le dijera. De todos modos, Boaz no hablaba para Unk. Boaz se estaba tranquilizando acerca del compadre que tendría a su lado cuando llegaran a la Tierra.

—Viejo —dijo Boaz, mirando ceñudo a Unk—, eres uno de los hombres de más suerte que haya habido. ¡Allá en la Tierra, viejo, eras un rey!

Como casi toda la información que había en Marte, la información de Boaz sobre Unk era insuficiente. No podía decir de dónde venía exactamente. La había pescado entre los rumores que circulaban en la vida del ejército.

Y era demasiado buen soldado como para ir a hacer preguntas a fin de perfeccionar sus conocimientos.

Los conocimientos de un soldado no tienen por qué ser perfectos.

De modo que Boaz no sabía realmente nada sobre Unk, salvo que había tenido mucha suerte alguna vez. Sobre esto bordaba.

—Quiero decir —siguió Boaz— que no había nada que no tuvieras, nada que no pudieras hacer, ningún lugar a donde no pudieras ir.

Y mientras Boaz insistía en la maravilla de la buena suerte de Unk en la Tierra estaba expresando una profunda preocupación por otra maravilla: su convicción supersticiosa de que su propia suerte en la Tierra sería seguramente pésima.

Boaz empleó entonces tres palabras mágicas que parecían describir la máxima felicidad a que alguien podía aspirar en la Tierra: Night clubs de Hollywood. Nunca había visto Hollywood, nunca había visto un night club.

—Viejo —dijo—, tú te pasabas los días y las noches en los night clubs de Hollywood. Viejo —dijo Boaz a Unk que no comprendía nada—, tuviste todo lo que un hombre necesita para llevar una buena vida en la Tierra y sabes cómo se hace. Viejo —continuó Boaz, tratando de disimular lo patético y amorfo de sus aspiraciones—. Iremos a algunos lugares formidables y pediremos cosas buenas, iremos de aquí para allá con gente magnífica y nos correremos unas buenas juergas. —Tomó a Unk del brazo, lo balanceó—. Compadres, eso es lo que somos. Viejo, nos vamos a hacer famosos, iremos a todas partes, haremos de todo. ¡Aquí vienen el viejo suertudo, Unk, y su compadre Boaz! —dijo Boaz, confiando en que ésas fueran las palabras de los habitantes de la tierra después de la conquista—. ¡Y ahí van, felices como pájaros! —Lanzó una risita como un arrullo pensando en la feliz pareja de pájaros.

La sonrisa se le desvaneció.

Las sonrisas nunca le duraban mucho. Había algo dentro de él que le preocupaba. Estaba muy inquieto por la idea de perder su puesto. Nunca había visto muy claro de qué manera había conseguido el gran privilegio. Ni siquiera sabía quién se lo había dado.

Boaz ni siquiera sabía quién tenía el mando de los verdaderos comandantes.

Nunca había recibido una orden de nadie que fuera superior a los verdaderos comandantes. Boaz basaba su conducta, como todos los verdaderos comandantes, en lo que podría calificarse de chismes, chismes que circulaban al nivel del verdadero comando.

Cuando los verdaderos comandantes se reunían por la noche, los chismes circulaban junto con la cerveza, las galletitas y el queso.

Habría un chisme, por ejemplo, sobre el despilfarro en los depósitos de suministros, otro sobre la conveniencia de que los soldados se hirieran y enloquecieran de verdad durante las clases de jiujitsu, otro sobre la lamentable tendencia de los soldados a atarse mal las polainas. El mismo Boaz hacía circular esos chismes sin tener ninguna idea sobre su punto de origen, y se comportaba con arreglo a ellos.

La ejecución de Stony Stevenson por Unk había sido anunciada también de esa manera. De pronto se había convertido en un tema de conversación.

De pronto, los verdaderos comandantes habían mandado arrestar a Stony.

Boaz manipuló la caja de control que tenía en el bolsillo, sin llegar a tocar un botón. Ocupó su lugar entre los hombres que controlaba, se puso voluntariamente en posición de firme y descansó cuando sus camaradas descansaron.

Tenía muchas ganas de un trago de alcohol bien fuerte. Y estaba autorizado a tomarlo cada vez que lo quisiera. Desde la Tierra se recibían regularmente cantidades ilimitadas de bebidas para los verdaderos comandantes. Y los oficiales también podían tomar el alcohol que querían, pero no podían conseguir del bueno. Lo que bebían los oficiales era un alcohol verde y letal de fabricación local, hecho con líquenes fermentados.

Pero Boaz nunca bebía. Una razón por la que no bebía era su temor de que el alcohol disminuyera su eficacia como soldado. Otra razón por la que no bebía era su temor de olvidarse y ofrecer de beber a un soldado raso.

El castigo para un verdadero comandante que ofrecía a un soldado raso una bebida alcohólica era la muerte.

—Sí, señor —dijo Boaz, sumando su voz a la batahola de los hombres en descanso.

Diez minutos después, el sargento Brackman anunció un rato de recreo durante el cual se suponía que todos salían y jugaban a una especie de béisbol, la pelota alemana, el principal deporte del Ejército de Marte.

Unk se escabulló.

Unk se escabulló a la barraca 12 en busca de la carta debajo de la piedra azul, la carta de la cual le había hablado su víctima, el hombre pelirrojo.

Las barracas del sector estaban vacías.

El estandarte en la punta del mástil apenas flotaba al viento.

Las barracas vacías habían alojado a un batallón de Comandos Imperiales Marcianos. Los comandos habían desaparecido silenciosamente al morir la noche un mes antes. Habían despegado en las naves con destino secreto, las caras oscurecidas, las placas de identificación atadas con cintas para que no tintinearan.

Los Comandos Imperiales Marcianos eran expertos en matar centinelas con lazos de cuerda de piano.

El destino secreto de los Comandos era la luna terrestre. Allí empezarían la guerra.

Unk encontró una gran piedra azul fuera de la sala de la caldera en la barraca doce. La piedra era una turquesa. Las turquesas son muy comunes en Marte. La turquesa que Unk había encontrado era una baldosa de unos treinta centímetros de lado.

Unk miró debajo. Encontró un cilindro de aluminio con una tapa atornillada. Dentro del cilindro había una larga carta escrita con lápiz.

Unk no sabía quién la había escrito. Estaba en malas condiciones para hacer conjeturas, puesto que sólo conocía los nombres de tres personas: el sargento Brackman, Boaz y Unk.

Unk entró en la sala de la caldera y cerró la puerta.

Estaba excitado, aunque no sabía por qué. Empezó a leer a la luz de la ventana polvorienta.

Querido Unk, empezaba la carta.

Querido Unk, empezaba la carta. Dios sabe que no es mucho, pero estas son las cosas que sé con certeza y al final encontrarás una lista de preguntas a las que harás lo que puedas por contestar. Las preguntas son importantes. He pensado mucho en ellas, más que en las preguntas que ya tengo. La primera cosa que sé con certeza es: 1) Si las preguntas no tienen sentido, las respuestas tampoco lo tendrán.

Todas las cosas que el autor de la carta sabía con certeza estaban enumeradas, como para subrayar la índole difícil y gradual del juego que le había permitido descubrir cosas ciertas. Había ciento cincuenta y ocho cosas que el autor tenía por ciertas. Habían sido en un principio ciento ochenta y cinco, pero había tachado diecisiete.

El segundo punto era 2) Soy una cosa llamada viviente.

El tercero, 3) Estoy en un lugar llamado Marte.

El cuarto, 4) Estoy en una parte de una cosa llamada ejército.

El quinto, 5) El ejército planea matar a otras cosas llamadas vivientes en un lugar llamado Tierra.

De los primeros ochenta y un puntos, ninguno estaba tachado. Y en los primeros ochenta y uno el autor avanzaba hacia cuestiones cada vez más sutiles, y los errores se iban multiplicando.

Al comienzo del juego se hablaba de Boaz y luego el autor lo descartaba.

46) Vigila a Boaz, Unk. No es lo que parece.

47) Boaz tiene algo en el bolsillo derecho que lastima la cabeza de las gentes cuando hacen algo que a Boaz no le gusta.

48) Algunos otros tienen también una cosa que pueden hacerte doler la cabeza. Como mirando no puedes saber quién la tiene, sé amable con todos.

71) Unk, viejo, casi todo lo que sé con certeza es el resultado de luchar contra el dolor que me produce la antena, decía la carta a Unk. Cada vez que empiezo a hacer trabajar la cabeza y a mirar algo, el dolor empieza, pero de todos modos sigo haciendo trabajar la cabeza porque sé que voy a ver algo que se supone que no debo ver. Cuando hago una pregunta y empieza el dolor, sé que he hecho una pregunta verdaderamente justa. Entonces la divido en pedacitos y pregunto cada pedacito. Cuando tengo las respuestas a los pedacitos, las junto todas y obtengo la respuesta a la gran pregunta.

72) Cuanto mayor es el dolor que consigo soportar, más aprendo. Ahora el dolor te da miedo, Unk, pero no aprenderás nada si lo evitas. Y cuanto más aprendas, más te alegrarás de soportar el dolor.

Allí, en la sala de la caldera de la barraca vacía, Unk dejó un momento la carta de lado. Estaba a punto de llorar, pues la fe de Unk en el heroico autor de la carta era injustificada. Unk sabía que no podría soportar una fracción del dolor que el autor había aguantado, posiblemente porque no podía amar tanto el conocimiento.

Incluso la pequeña punzada de muestra que le habían provocado en el hospital había sido una tortura. Tragó aire, como un pez moribundo en la orilla, recordando el gran dolor que Boaz le había asestado en el cuartel. Prefería morir antes que arriesgar otro dolor como aquél.

Se le mojaron los ojos.

De haber intentado hablar, habría sollozado.

El pobre Unk no quería tener más líos con nadie. Toda la información que le proporcionara la carta —información ganada con el heroísmo de otro hombre—, la emplearía para evitar todo dolor.

Unk se preguntó si habría gentes que podían soportar más dolor que otros. Supuso que sí. Supuso, lloroso, que él era especialmente sensible en este sentido. Sin desear daño alguno al autor de la carta, Unk deseó que pudiera sentir, sólo una vez, el dolor como él lo sentía.

Entonces quizá las cartas estuvieran dirigidas a otro.

Unk no tenía modo de juzgar la calidad de la información contenida en la carta. Lo aceptó todo con ansia, sin crítica. Y al aceptarlo, llegó a una idea de la vida idéntica a la del autor de la carta. Unk engulló una filosofía.

Y mezclados con la filosofía había chismes, historia, astronomía, biología, teología, geografía, psicología, medicina e incluso un cuento.

Algunos ejemplos al azar:

Chismes: 22) El general Borders está borracho todo el tiempo. Tan borracho que ni siquiera se sabe atar los zapatos sin que se le deshagan los nudos. Los oficiales están tan confundidos y son tan desdichados como cualquiera. Tú lo eras, Unk, y tenías tu propio batallón.

Historia: 26) En Marte todo el mundo viene de la Tierra. Creyeron que estarían mejor en Marte. Nadie recuerda qué era lo que estaba tan mal en la Tierra.

Astronomía: 11) Todo lo que hay en el cielo gira alrededor de Marte una vez al día.

Biología: 58) De las mujeres salen personas nuevas cuando hombres y mujeres duermen juntos. Es raro que en Marte salgan personas nuevas de las mujeres, porque los hombres y las mujeres duermen en lugares diferentes.

Teología: 15) Alguien lo hizo todo por alguna razón.

Geografía: 16) Marte es redondo. La única cuidad que hay se llama Febe. Nadie sabe por qué se llama Febe.

Psicología: 103) Unk, el gran lío con los estúpidos de mierda es que son demasiado estúpidos para creer que se puede ser inteligente.

Medicina: 73) Cuando le limpian la memoria a un hombre en este lugar llamado Marte, no se la limpian del todo. Sólo le limpian el centro, o algo así. Siempre queda un montón de cosas en los rincones. Circula una historia acerca de cómo trataron de limpiar del todo algunas memorias. Los pobres a los que se lo hicieron, no podían caminar, ni hablar, ni hacer nada. Lo único que se pudo hacer con ellos fue desmantelarlos, enseñarles un vocabulario básico de unas dos mil palabras y emplearlos en relaciones públicas militares o industriales.

El cuento: 89) Unk, tu mejor amigo es Stony Stevenson. Stony es un hombre alto, feliz, fuerte, que bebe un cuarto de whisky por día. Stony no tiene una antena en la cabeza y puede recordar todo lo que le ha sucedido. Pasa por estar en el servicio de inteligencia, pero es uno de los verdaderos comandantes. Controla por radio una compañía de asalto que atacará un lugar de la Tierra llamado Inglaterra. Stony es de Inglaterra. Stony se ríe todo el tiempo. Se enteró de que eras un pobre desgraciado, Unk, y entonces fue a tu cuartel a verte. Pretendía ser amigo tuyo y que podía oírte hablar. Después de un tiempo, empezaste a confiar en él, Unk, y le contaste alguna de tus teorías secretas sobre la vida en Marte. Stony trató de reírse, pero después comprendió que tú habías descubierto algunas cosas que él no conocía. No podía convencerse, porque se suponía que él lo sabía todo y tú no sabías nada. Y entonces le dijiste a Stony una cantidad de las grandes preguntas que querías hacer, y Stony sólo sabía respuestas para la mitad de ellas. Y Stony volvió a su barraca y las preguntas cuyas respuestas no sabía siguieron dándole vueltas en la cabeza. No podía dormir por la noche, aunque bebiera y bebiera y bebiera. Se le había ocurrido que alguien lo estaba utilizando, y no tenía idea de quién era. No sabía siquiera por qué tenía que haber un Ejército de Marte, en primer lugar. No sabía siquiera cómo Marte atacaría a la Tierra. Y cuanto más recordaba de la Tierra, más comprendía que el Ejército de Marte tenía las posibilidades de una bola de nieve en el infierno. El gran ataque contra la Tierra sería seguramente un suicidio. Stony se preguntó a quién podría hablar sobre esto, y no había nadie más que tú, Unk. Te dijo todo lo que sabía sobre Marte. Y dijo que en adelante te diría todo lo que descubriera y que tú le dirías cuanta cosa tú descubrieras. Y que todas las veces que pudieran se harían alguna escapada y tratarían de combinar algo juntos. Y te dio una botella de whisky. Y los dos bebieron. Stony dijo que tú eras su mejor amigo. Te dijo que eras el único amigo de verdad que había tenido en Marte, aunque se riera todo el tiempo, y gritó y despertó a casi todo el mundo alrededor del catre. Te dijo que vigilaras a Boaz, y después se volvió a su barraca y se durmió como un chico.

A partir del cuento, la carta era una prueba de la eficacia del equipo secreto de observación formado por Stony Stevenson y Unk. A partir de ese punto, las cosas tenidas por seguras en la carta eran presentadas casi siempre con frases como: Stony dice, y Tú descubriste, y Stony te dijo, y Le dijiste a Stony, y Tú y Stony salieron gritando borrachos por el campo de tiro, una noche, y ustedes dos, vagos locos, decidieron…

La cosa más importante que decidieron los dos vagos locos fue que el que tenía el mando real de todo en Marte era un hombre alto, afable, sonriente, con voz de falsete, que siempre andaba con un gran perro. Este hombre y su perro, según la carta a Unk, aparecía en las reuniones secretas de los verdaderos comandantes del Ejército de Marte una vez cada cien días aproximadamente.

La carta no decía nada al respecto, porque el autor nada sabía, pero este hombre y su perro eran Winston Niles Rumfoord y Kazak, el sabueso del espacio. Y sus apariciones en Marte no eran irregulares. Debido al infundibulum crono-sinclástico, Rumfoord y Kazak aparecían tan previsiblemente como el cometa Halley. Aparecían en Marte una vez cada ciento once días.

Como decía la carta a Unk, 155) Según Stony, el tipo alto y su perro aparecen en las reuniones y lo tapan todo. Él es un muchacho alto y encantador, y cuando termina la reunión todo el mundo está tratando de pensar exactamente como él. Todas las ideas de cada uno proceden del tipo, que se limita a sonreír, a sonreír, a sonreír y a hacer gorgoritos con esa voz curiosa que tiene, y llena a todo el mundo de ideas nuevas. Y todos los que están en la reunión manejan las ideas como si las hubieran pensado ellos mismos. Es loco por el juego de béisbol alemán. Nadie sabe cómo se llama. Se limita a reír si alguien se lo pregunta. Por lo general usa el uniforme de los Marinos Esquiadores Paracaidistas, pero los verdaderos comandantes de los Marinos Esquiadores Paracaidistas juran que nunca lo han visto en ninguna parte, salvo en las reuniones secretas.

156) Unk, viejo compadre, decía la carta a Unk, toda vez que tú y Stony encuentren algo nuevo, añádelo a esta carta. Esconde bien esta carta. Y cada vez que cambies de escondrijo, toma la precaución de decirle a Stony dónde la has puesto. De esa manera, aunque te manden al hospital para limpiarte la memoria, Stony podrá decirte dónde tienes que ir para cargarte la memoria de nuevo.

157) Unk, ¿sabes por qué te dejan seguir? Te dejan seguir porque tienes mujer y un hijo. Casi nadie en Marte los tiene. Ella es instructora en la Escuela de Respiración Schliemann, de Febe. Tu compañera se llama Bee. Tu hijo se llama Crono. Vive en la escuela de Febe. Según Stony Stevenson, Crono es el mejor jugador de béisbol alemán de la escuela. Como todos en Marte, Bee y Crono han aprendido a vivir solos. No te echan de menos. Nunca piensan en ti. Pero tú tienes que probarles que te necesitan de la mejor manera posible.

158) Unk, chiflado hijo de puta, te quiero. Creo que eres maravilloso. Cuando juntes toda tu pequeña familia, trépate a una nave espacial y vuela a algún lugar pacifico y hermoso, a algún lugar donde no tengas que estar tomando globos de aire todo el tiempo para seguir viviendo. Llévate a Stony contigo, y cuando te instales, que todos ustedes se pasen mucho tiempo tratando de imaginarse por qué quienquiera que sea fue y lo hizo.

Todo lo que le quedaba por leer a Unk era la firma.

La firma estaba en una página aparte.

Antes de volver la página para ver la firma, Unk trató de imaginar el carácter y la apariencia del autor. El autor era intrépido. El autor era tan amante de la verdad que se hubiera expuesto a cualquier dolor con tal de aumentar su acervo de verdades. Era superior a Unk y a Stony. Observaba y registraba sus actividades subversivas con afecto, diversión y desapego.

Unk se imaginó al autor como un viejo maravilloso con una barba blanca y la contextura de un herrero.

Unk volvió la página y leyó la firma.

Con fidelidad y afecto, eran los sentimientos expresados antes de la firma.

La firma llenaba casi toda la página. Eran tres letras mayúsculas, de unos quince centímetros de alto por casi cinco de ancho. Las letras hablan sido dibujadas torpemente, con una exuberancia negra y borroneada de jardín de infantes.

Ésta era la firma:

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La firma era la de Unk.

Unk era el héroe que había escrito la carta.

Unk se había escrito la carta a si mismo antes que le hicieran un lavado de memoria. Era literatura en el mejor sentido, pues hacía de Unk un ser valiente, observador y secretamente libre. Lo convertía en su propio héroe en épocas de verdadera prueba.

Unk no sabía que el hombre a quien había matado en la picota era su mejor amigo, Stony Stevenson. De haberlo sabido, quizá se hubiera suicidado. Pero el destino le ahorraría este horrible conocimiento durante muchos años.

Cuando Unk volvió a su barraca, había un bosque de cuchillos y bayonetas que chasqueaban. Cada uno afilaba una hoja.

Y en todas partes había sonrisas de cordero de un tipo peculiar. Las sonrisas hablaban de corderos que, en condiciones adecuadas, podían asesinar alegremente.

Acababa de llegar la orden de que el regimiento se embarcara con la mayor prisa posible en sus naves espaciales.

La guerra con la Tierra había empezado.

Algunas unidades avanzadas de los comandos imperiales marcianos ya habían suprimido las instalaciones terrestres en la luna de la Tierra. Las baterías teleguiadas del Comando, disparadas desde la luna, estaban convirtiendo en un infierno cada ciudad importante.

Y como música para los que apreciaban el infierno, las radios marcianas transmitían este mensaje a la Tierra, como una cancioncita enloquecedora:

Hombre moreno, hombre blanco, hombre amarillo: ríndete o muere.

Hombre moreno, hombre blanco, hombre amarillo: ríndete o muere.