«Hijo, dicen que no hay reyes en este país, ¿pero quieres que te diga cómo se puede ser rey de los Estados Unidos de Norteamérica? Basta con dejarse caer por el agujero de una letrina y salir oliendo a rosas».
NOEL CONSTANT
MAGNUM OPUS, LA SOCIEDAD DE LOS ÁNGELES que administraba los asuntos financieros de Malachi Constant, había sido fundada por el padre de Malachi. Tenía su sede en un edificio de treinta y un pisos. Magnum Opus era propietaria de todo el edificio, pero sólo usaba los tres últimos pisos, alquilando el resto a las sociedades que controlaba.
Algunas de ellas, vendidas recientemente por Magnum Opus, se estaban mudando a otra parte. Otras que Magnum Opus había comprado recientemente estaban entrando en el edificio.
Entre las firmas locatarias figuraban Galactic Spacecraft, MoonMist Tobacco, Fandango Petroleum, Lennox Monorail, Fry-Kwik, Sani-Maid Pharmaceuticals, Lewis and Marvin Sulfur, Dupree Electronics, Universal Piezo-electric, Psychokinesis Unlimited, Ed Muir Associates, Max-Mor Machine Tools, Wilkinson Paint and Varnish, American Levitation, Flo-Fast, King O’Leisure Shirts y Emblem Supreme Casualty y Life Assurance Company of California.
El edificio de Magnum Opus era una torre esbelta, prismática, de doce caras, revestidas las doce de vidrio azul-gris que viraba al rosa en la base. Según el arquitecto, las doce caras representaban las doce grandes religiones del mundo. Hasta entonces nadie había pedido al arquitecto que las nombrara.
Era una suerte, porque no hubiese podido hacerlo.
Había un helipuerto privado en lo alto.
La sombra y la vibración del helicóptero de Constant al posarse en el helipuerto era para muchas de las personas que estaban abajo como la sombra y la vibración del Resplandeciente Ángel de la Muerte. Lo parecía debido a la quiebra del mercado de valores, a la falta de dinero y de trabajo…
Y lo parecía sobre todo porque las más afectadas por la quiebra, que habían arrastrado todo consigo, eran las empresas de Malachi Constant.
Constant conducía su propio helicóptero, pues todos sus servidores lo habían abandonado la noche anterior. Constant conducía mal. Aterrizó con un crujido que hizo estremecer todo el edificio.
Llegaba para una conferencia con Ransom K. Fern, presidente de Magnum Opus.
Fern esperaba a Constant en el piso treinta y tres, un único salón enorme que era la oficina de Constant.
La oficina estaba amueblada de una manera fantasmal, pues ningún mueble tenía patas. Todo estaba suspendido magnéticamente a la altura apropiada. Las mesas, el escritorio, el bar, los divanes eran tablas flotantes. Las sillas eran concavidades inclinadas, flotantes. Y lo más espectral de todo: lápices y blocs estaban desparramados al azar en el aire, listos para que los atrapara quien quiera que tuviese una idea digna de ser escrita.
La alfombra era verde como césped, por la sencilla razón de que era césped, césped viviente tan lozano como el de una cancha de golf.
Malachi Constant bajó de la pista del helicóptero a su oficina en un ascensor privado. Cuando la puerta del ascensor se abrió con un susurro, Constant se desconcertó al ver los muebles sin patas, los lápices y blocs flotantes. Hacía ocho semanas que no iba a la oficina. Alguien había cambiado los muebles.
Ransom K. Fern, presidente de Magnum Opus, estaba de pie junto a una puerta ventana, mirando la ciudad. Llevaba su sombrero Homburg negro y su chaqueta Chesterfield negra. Tenía su bastón de bambú como un arma. Era extremadamente delgado, siempre lo había sido.
—Flaco como un arenque —había dicho de Fern el padre de Malachi Constant, Noel—. Ransom K. Fern es como un camello al que ya se le han quemado las dos jorobas y ahora se le está quemando todo el resto salvo el pelo y los ojos.
De conformidad con las cifras proporcionadas por la Oficina de Impuestos Internos, Fern era el ejecutivo mejor pagado del país. Tenía un sueldo de un millón limpio de dólares anuales, más opción en planes de bonos y reajustes por aumento del costo de vida.
Había ingresado en Magnum Opus a los veintidós años. Ahora tenía sesenta.
—Algo… alguien ha cambiado todos los muebles —dijo Constant.
—Sí —dijo Fern, siempre mirando la ciudad—, alguien los ha cambiado.
—¿Usted? —preguntó Constant.
Fern resopló, se tomó tiempo antes de contestar.
—Pensé que debíamos demostrar lealtad hacia algunos de nuestros productos.
—Nunca… nunca vi nada así —dijo Constant—. Sin patas… flotando en el aire.
—Usted sabe, magnetismo —dijo Fern.
—Bueno… bueno, me parece maravilloso, ahora que me voy acostumbrando —dijo Constant—. ¿Y es alguna compañía de las nuestras la que hace estas cosas?
—La American Levitation Company —dijo Fern—. Usted dijo que la compráramos, entonces la compramos.
Ransom K. Fern se apartó de la ventana. Su cara era una turbadora combinación de juventud y vejez. No mostraba señales de ninguna de las etapas intermedias del proceso de envejecimiento, ningún atisbo del hombre de treinta, cuarenta o cincuenta años que había dejado atrás. Sólo estaban representados la adolescencia y los sesenta años. Era como si un golpe de calor hubiese ajado y blanqueado a alguien de diecisiete años.
Fern leía dos libros por día. Se ha dicho que Aristóteles fue el último hombre familiarizado con la totalidad de su cultura. Ransom K. Fern había hecho una tentativa impresionante para igualar la hazaña de Aristóteles. Había tenido algo menos de éxito en la percepción de las estructuras del conocimiento.
La montaña intelectual había parido un ratón intelectual, y Fern era el primero en admitir que era un ratón, y encima, sarnoso. Como decía el mismo Fern, expresando su filosofía coloquial en los más sencillos términos:
—Usted se acerca a un hombre y le dice: «¿Cómo andan las cosas, Joe?». Y él contesta: «Oh, muy bien, no podrían andar mejor». Y usted lo mira a los ojos y ve que las cosas no podrían andar peor. Cuando usted llega al fondo, descubre que todo el mundo la está pasando miserablemente, y digo todo el mundo. Para colmo, nada parece servir de mucho.
Esta filosofía no lo entristecía. No lo sumía en cavilaciones melancólicas.
Lo había vuelto despiadadamente vigilante.
Lo ayudaba también en los negocios, pues le permitió suponer automáticamente que los otros individuos eran mucho más débiles y estaban mucho más fastidiados que él mismo.
A veces, también, personas de estómago resistente encontraban divertidas las murmuraciones de Fern.
La situación de Fern, primero al servicio de Noel y después de Malachi, había contribuido a que fuese amargamente divertido casi todo lo que dijera, pues era superior a Constant père et fils en todo sentido, salvo en uno, el único que realmente importaba. Los Constant —ignorantes, vulgares y desvergonzados— tenían una suerte pasmosa, en cantidad abrumadora.
O la habían tenido hasta entonces.
Malachi Constant todavía tenía que meterse en la cabeza que se le había acabado la buena suerte, que se le había acabado del todo. Todavía tenía que metérselo en la cabeza, a pesar de las horribles noticias que Fern le había dado por teléfono.
—Vaya —dijo Constant con ingenuidad—, cuanto más miro estos muebles, más me gustan. Esta mercadería debe venderse como pan caliente. —Había algo patético y repelente en la forma en que Malachi Constant hablaba de negocios. Lo mismo había ocurrido con su padre. El viejo Noel Constant nunca había sabido nada de negocios, y su hijo tampoco, y el poco encanto que tenían los Constant se evaporaba no bien pretendían que su éxito dependía de que estaban al tanto de todo.
Había algo de obsceno en un multimillonario optimista, agresivo y astuto.
—Si me lo pregunta —dijo Constant— le diré que ha sido una excelente inversión, una compañía que hace muebles como estos.
—Compañía consolidada de Tortas —dijo Fern.
Era una de sus bromas favoritas. Cuando alguien iba a verlo para pedirle consejo acerca de una inversión que duplicara el capital en seis meses, le aconsejaba gravemente que invirtiera en esa compañía ficticia. Algunos habían intentado poner en práctica el consejo.
—Sentarse en un diván de la American Levitation es más difícil que mantenerse de pie en una piragua —dijo Fern secamente—. Déjese caer en una de esas llamadas sillas, y lo harán rebotar en la pared como una piedra proyectada por una honda. Siéntese en el borde del escritorio y bailará un vals con usted alrededor de la habitación.
Constant tocó apenas el escritorio que se estremeció nerviosamente.
—Bueno, todavía no lo han puesto a punto, eso es todo —dijo Constant.
—La cosa más cierta que se ha dicho hasta ahora —dijo Fern.
Constant esbozó una disculpa que nunca había tenido que dar hasta entonces.
—Cualquiera se puede equivocar de vez en cuando —dijo.
—¿De vez en cuando? —dijo Fern, alzando las cejas—. Durante tres meses no ha hecho más que tomar decisiones equivocadas, y ha conseguido lo que hubiéramos considerado imposible: barrer con los resultados de casi cuarenta años de reflexiones inspiradas.
Ransom K. Fern tomó un lápiz en el aire y lo quebró en dos.
—Magnum Opus no existe más. Usted y yo somos las dos últimas personas en el edificio. Todo el mundo ha recibido su paga y se ha ido a su casa.
Saludó con un gesto y se dirigió a la puerta.
—El conmutador funciona de modo que todas las llamadas pasen directamente a su escritorio. Y cuando salga, señor, no se olvide de apagar la luz y cerrar la puerta de calle.
Quizá corresponda en este punto trazar una historia de Magnum Opus, Inc.
Magnum Opus empezó siendo una idea en la mente de un yanqui, vendedor ambulante de ollas de cobre. El yanqui era Noel Constant, oriundo de New Bedford, Massachusetts. Era el padre de Malachi.
El padre de Noel, a su vez, Sylvanus Constant, montaba telares de las hilanderías de New Bedford, de la Nattaweena División, Compañía Algodonera de la Gran República. Era anarquista, aunque nunca se había metido en líos por eso, salvo con su mujer.
La familia podía remontarse, a través de una relación ilegítima, hasta Benjamín Constant, que había sido tribuno bajo Napoleón de 1799 a 1801, y amante de Ame Louise Germaine Necker, baronesa de Staël-Holstein, mujer del embajador sueco en Francia.
De todos modos, una noche, en Los Ángeles, a Noel Constant se le metió en la cabeza que se dedicaría a la especulación. Tenía entonces treinta y nueve años, era soltero, carecía de atractivos físicos y espirituales y era un fracaso en los negocios. La idea de dedicarse a la especulación se le ocurrió mientras estaba sentado solo en una estrecha cama de la habitación 223 del Wilburhampton Hotel.
La sociedad financiera más importante que jamás haya poseído un hombre no podía tener en un principio una sede más humilde. La habitación 223 del Wilburhampton Hotel era de unos tres metros de largo por dos y medio de ancho, y no tenía ni teléfono ni escritorio.
Todo lo que había era una cama, una cómoda con tres cajones forrados de papel de diario y, en el cajón del fondo, una Biblia Gideon. La página del diario que forraba el cajón del medio era la de cotizaciones bursátiles de catorce años atrás.
Hay una adivinanza sobre un hombre que está encerrado en una habitación donde sólo hay una cama y un calendario, y la pregunta es la siguiente: ¿cómo sobrevive?
La respuesta es: Come dates (fechas y también dátiles) del calendario, y bebe agua de los springs (resortes y también manantiales) de la cama.
Esta adivinanza se presta bastante bien para describir la génesis de Magnum Opus. Los elementos con que Noel Constant elaboró su fortuna no eran más nutritivos en sí mismos que los de la adivinanza.
Magnum Opus se construyó con un lápiz, una chequera y algunos sobres del Gobierno del tamaño de los cheques, una Biblia Gideon y un estado de cuenta de ocho mil doscientos doce dólares.
Esa suma era los bienes del padre anarquista, que habían correspondido a Noel Constant. Los bienes consistían principalmente en bonos del Estado.
Y Noel Constant tenía un programa de inversiones. Era la simplicidad misma. La Biblia sería el asesor.
Hay quienes, después de estudiar el sistema de inversiones de Noel Constant, han llegado a la conclusión de que, o era un genio, o tenía un magnífico sistema de espías en la industria.
Elegía invariablemente los valores bursátiles con mejores perspectivas, días u horas antes de que empezaran a subir. En doce meses, casi sin salir de la habitación 223 del Wilburhampton Hotel, acrecentó su fortuna hasta llegar a un millón doscientos mil dólares.
Noel Constant lo hizo con genio y sin espías.
El sistema era tan estúpidamente sencillo que algunos no podían entenderlo, por más que les fuera explicado. Los que no podían entenderlo son los que necesitan creer, para su propia paz interna, que las enormes riquezas sólo pueden ser producidas por un enorme talento.
Éste era el sistema de Noel Constant:
Tomó la Biblia Gideon que había en su cuarto, y empezó con la primera frase del Génesis.
La primera frase del Génesis, como algunos saben, dice: «In the beginning God created the heaven and the earth» («En el principio creó Dios los cielos y la tierra»). Noel Constant escribió la frase con letras mayúsculas, dejó huecos entre las letras, dividió las letras en pares, de modo que la frase quedaba así: «I.N., T.H., E.B., E.G., I.N., N.I., N.G., G.O., D.C., R.E., A.T., E.D., T.H., E.H., E.A., V.E., N.A., N.D., T.H., E.E., A.R., T.H.».
Y después buscó las compañías que tuvieran esas iniciales y compró acciones. Su norma, al principio, era la de comprar acciones sólo de una compañía por vez, invertir en ella todo lo que tenía y venderlas en el momento en que su valor se hubiera duplicado.
Su primera inversión fue International Nitrate. Después vinieron Trowbridge Helicopter, Electra Bakeries, Eternity Granite, Indiana Novelty, Norwich Iron, National Gelatin, Granada Oil, Del-Mar Creations, Richmond Electroplating, Anderson Trailer, y Eagle Duplicating.
El programa de los doce meses siguientes fue éste: Trowbridge Helicopter de nuevo, Elco Hoist, Engineering Associates, Vickery Electronics, National Alum, National Dredging, Trowbridge Helicopter de nuevo.
La tercera vez que compró Trowbridge Helicopter, no compró sólo una parte. Compró la totalidad, sin excepción.
Dos días después, la compañía concertaba un contrato a largo plazo con el Gobierno relativo a misiles balísticos intercontinentales; en dicho contrato se asignaba a la compañía un valor, calculado con prudencia, de cincuenta y nueve millones de dólares. Noel Constant la había comprado por veintidós.
La única decisión ejecutiva que Noel Constant adoptó con respecto a la compañía figuraba en una orden escrita en una tarjeta postal del Wilburhampton Hotel. La tarjeta estaba dirigida al presidente de la compañía, y le decía que cambiara el nombre por el de Galactic Spacecraft, Inc., puesto que hacía rato que la compañía había dejado atrás tanto Trowbridge como los helicópteros.
En adelante, siguió buscando asesoramiento en la Biblia Gideon, pero conservó grandes cantidades de acciones en las firmas que realmente le gustaban.
Durante los dos primeros años que pasó en la habitación 223 del Wilburhampton Hotel, Noel Constant tuvo un solo visitante. Ese visitante no sabía que era rico. Se trataba de una camarera llamada Florence Whitehill, que pasaba con él una noche cada diez por una pequeña cantidad de dinero.
Florence, como todos en el Wilburhampton Hotel, le creía cuando decía que vendía sellos de correos. La higiene personal no era la característica más notoria de Noel Constant. Era fácil creer que su trabajo lo ponía en constante contacto con la goma de pegar.
Los únicos que sabían lo rico que era, eran los empleados de la Oficina de Impuestos Internos, y los de la majestuosa firma contable de Clough y Higgins.
Al cabo de dos años, Noel Constant recibió su segundo visitante en la habitación 223.
El segundo visitante fue un hombre de veintidós años, de ojos azules, delgado y observador. Provocó la intensa atención de Noel Constant al anunciarle que pertenecía a la Oficina de Impuestos Internos de los Estados Unidos.
Constant invitó al joven a entrar en su cuarto y a sentarse en la cama. Él se quedó de pie.
—Así que me mandan a un chico —dijo Noel Constant.
El visitante no se ofendió. Sacó partido de la burla, usándola para dar de sí mismo una imagen realmente escalofriante.
—Un chico con el corazón de piedra y la mente rápida como una mangosta, Mr. Constant —dijo—. He estudiado, además, en la Escuela de Comercio de Harvard.
—Tal vez sea así —dijo Constant—, pero no creo que usted pueda hacerme daño. No le debo un centavo al Gobierno Federal.
El inexperto visitante asintió.
—Ya lo sé. Lo he encontrado todo en un orden perfecto.
El joven echó una mirada a la habitación. No le sorprendió su sordidez. Tenía experiencia bastante como para esperar encontrarse con algo morboso.
—He estado examinando sus planillas de impuestos a los réditos de los dos últimos años, y según mis cálculos usted es el hombre de más suerte que jamás haya existido —dijo.
—¿Suerte? —dijo Noel Constant.
—Así me parece —respondió el joven visitante—. Y a usted, ¿qué le parece? Por ejemplo, ¿qué fabrica Elco Hoist Company?
—¿Elco Hoist? —repitió Constant sin expresión.
—Usted fue dueño del cincuenta y tres por ciento de las acciones de la compañía durante un período de dos meses —dijo el joven visitante.
—Bueno… fabrica grúas, cosas para levantar diversos objetos —dijo Noel Constant atragantado—. Y diversos artículos conexos.
La sonrisa del joven visitante le puso bigotes de gato debajo de la nariz.
—Le diré para su conocimiento —dijo—, que Elco Hoist Company era el nombre que en la última guerra dio el Gobierno a un laboratorio absolutamente secreto que trabajaba en la preparación de un mecanismo para escuchar debajo del agua. Después de la guerra se vendió a una empresa privada, y el nombre nunca se modificó puesto que los trabajos seguían siendo un secreto absoluto y el único cliente era el Gobierno.
»Supongamos que usted me dice —continuó el joven visitante— qué fue lo que le indicó que era oportuno invertir en Indiana Novelty. ¿Usted creyó que fabricaban objetos de cotillón y sombreritos de papel?
—¿Tengo que contestar estas preguntas para la Oficina de Impuestos Internos? —dijo Noel Constant—. ¿Tengo que describir en detalle cada compañía de mi propiedad o en caso contrario no puedo quedarme con el dinero?
—Preguntaba sólo por curiosidad mía. Por su reacción, conjeturo que usted no tiene la más remota idea de lo que hace Indiana Novelty. Le diré, para su información, que Indiana Novelty no fabrica absolutamente nada, sino que es dueña de ciertas patentes fundamentales de máquinas para recauchutar neumáticos.
—¿Qué le parece si volvemos a los asuntos de la Oficina de Impuestos Internos? —dijo Noel Constant secamente.
—No estoy más en la Oficina —dijo el joven visitante—. He renunciado esta mañana a mi empleo de ciento catorce dólares semanales para tomar otro de dos mil.
—¿Para quién va a trabajar? —dijo Noel Constant.
—Para usted —dijo el joven. Se puso de pie, tendió la mano—. Me llamo Ransom K. Fern —dijo—. En la Facultad de Comercio de Harvard —prosiguió el joven Fern—, tenía un profesor que siempre me decía que yo era inteligente, pero que debía encontrar mi tipo, si quería ser rico. No me explicó qué quería decir. Añadió que lo encontraría tarde o temprano. Le pregunté cómo podía salir a buscarlo, y me aconsejó que trabajara más o menos durante un año en la Oficina de Impuestos Internos.
»Cuando vi sus planillas de impuestos, Mr. Constant, entendí de pronto lo que había querido decirme. Había querido decirme que yo era sagaz y concienzudo, pero que no tenía demasiada suerte. Debía encontrar a alguien que tuviera una suerte asombrosa, y así lo hice.
—¿Por qué le voy a pagar dos mil dólares por semana? —dijo Noel Constant—. Usted está viendo cuáles son mis instalaciones y mi personal, y sabe lo que he conseguido con ellos.
—Sí… —dijo Fern—, y le puedo mostrar cómo podía haber hecho usted doscientos millones cuando sólo ha hecho cincuenta y nueve. Usted no sabe absolutamente nada de derecho comercial o derecho impositivo, ni siquiera conoce los procedimientos comunes del comercio.
A continuación, Fern probó lo que había dicho a Noel Constant, padre de Malachi, y le mostró un plan de organización que llevaba el nombre de Magnum Opus, Incorporated. Era una maravillosa maquinaria montada para violar el espíritu de miles de leyes sin contravenir siquiera una ordenanza urbana.
Noel Constant quedó tan impresionado por ese monumento a la hipocresía y a la astucia práctica, que quiso inmediatamente comprar acciones sin consultar siquiera la Biblia.
—Pero Mr. Constant —dijo el joven Fern—, ¿no ha comprendido? Magnum Opus es usted, usted es el presidente de la Junta y yo el Director.
»Mr. Constant —continuó—, por ahora usted es tan fácil de vigilar para la Oficina de Impuestos Internos como un vendedor de peras y manzanas instalado en una esquina. Pero imagínese lo difícil que sería vigilarlo si tuviera todo un edificio de oficinas atestado hasta el techo de burócratas industriales, hombres que pierden cosas y usan formularios equivocados y crean otros nuevos y piden todo por quintuplicado, y que entienden quizá un tercio de lo que se les dice, que por lo general dan respuestas falsas para ganar tiempo y pensar, que toman decisiones sólo cuando se ven obligados y que después borran las huellas, que cometen errores de perfecta buena fe cuando suman y restan, que hacen reuniones cada vez que se sienten solos, que escriben un memorándum cuando se sienten mal queridos, hombres que nunca tiran nada salvo si piensan que puede hacerlos saltar. Un solo industrial burócrata, si tiene suficiente vitalidad y nervio, es capaz de producir una tonelada de papel sin sentido que la Oficina de Impuestos Internos tardará un año en examinar. ¡En el edificio Magnum Opus tendremos miles! Y usted y yo nos reservaremos los dos últimos pisos y usted podrá seguir la pista de lo que ocurre, exactamente como ahora. —Echó una mirada en torno a la habitación—. ¿Cómo hace ahora, dicho sea de paso, para seguir la pista de lo que ocurre, escribiendo con un fósforo quemado en los márgenes de una guía de teléfonos?
—En mi cabeza —dijo Noel Constant.
—Hay una ventaja más que debo señalarle —dijo Fern—. Algún día se le acabará la suerte. Y entonces necesitará el administrador más sagaz, más concienzudo que pueda encontrar, o fundirá hasta el último centavo.
—Queda contratado —dijo Noel Constant, padre de Malachi.
—Bueno, ¿dónde construiremos el edificio? —dijo Fern.
—Este hotel es mío, y el solar que está del otro lado de la calle es del hotel —dijo Noel Constant—. Constrúyalo en el solar de enfrente. —Extendió un índice ganchudo—. Pero hay una sola cosa…
—¿Sí, señor?
—No me mudaré —dijo Noel Constant—. Aquí me quedo.
Los que quieran conocer más detalles de la historia de Magnum Opus, Inc., pueden pedir en las bibliotecas públicas dos obras: la romántica ¿Un sueño demasiado insensato?, de Lavina Waters, o la rigurosa Primeros pasos, de Crowther Gomburg.
El volumen de Lavina Waters, aunque vacilante en los detalles comerciales, contiene el mejor relato de cómo la camarera Florence Whitehill descubrió que había quedado embarazada por obra de Noel Constant, y que Noel Constant era multi-multi-millonario.
Noel Constant se casó con la camarera, le dio una gran casa y abrió a su nombre una cuenta bancaria con un millón de dólares. Le dijo que llamara al niño Malachi si era varón y Prudence si era mujer. Le pidió que tuviera a bien ir a verlo una vez cada diez días a la habitación 223 del Wilburhampton Hotel, pero que no llevara al niño.
El libro de Gomburg, aunque de primera línea en los detalles comerciales, se ve perjudicado por la tesis central de Gomburg, a saber, que Magnum Opus fue el producto de un complejo de imposibilidades de amar. Leyendo entre líneas el libro de Gomburg, se ve claramente que el propio Gomburg no ha sido amado y es incapaz de amar.
Dicho sea de paso, ni Lavina Waters ni Gomburg descubrieron el método de inversiones de Noel Constant. Ransom K. Fern tampoco lo descubrió, aunque hizo lo imposible.
La única persona a quien Noel Constant se lo dijo fue a su hijo, Malachi, el día que cumplió veintiún años. Aquella fiesta de cumpleaños entre dos se desarrolló en la habitación 223 del Wilburhampton. Era la primera vez que padre e hijo se encontraban.
Malachi había ido a ver a Noel por invitación.
Cosa típica de las emociones humanas, el joven Malachi Constant prestó más atención a un detalle de la habitación que al procedimiento secreto para ganar millones y aun miles de millones de dólares.
El secreto para ganar dinero era tan elemental, por empezar, que no necesitaba mucha atención. La parte más complicada se refería a la forma en que el joven Malachi habría de retomar la antorcha de Magnum Opus una vez que Noel, al fin, la soltara. El joven Malachi debía pedir a Ransom K. Fern una lista cronológica de las inversiones de Magnum Opus y, leyendo el margen, el joven Malachi sabría hasta dónde había llegado el viejo Noel en la Biblia y dónde debía empezar él.
El detalle del cuarto 223 que había interesado al joven Malachi era una fotografía suya. Era una fotografía suya a los tres años, la foto de un chiquillo dulce, agradable, juguetón, en una playa oceánica.
Estaba clavada con chinches en la pared.
Era la única imagen que había en el cuarto.
El viejo Noel vio que el joven Malachi miraba la foto y se quedó confuso y turbado por todo lo que significa la relación padre-hijo. Rebuscó en su cabeza algo agradable que decir, pero no encontró casi nada.
—Mi padre me dio solamente dos consejos —dijo— y sólo uno ha resistido a la prueba del tiempo. Eran: «No toques a tu superior» y «Guarda la botella fuera del dormitorio». —Su turbación y confusión eran demasiado grandes para soportarlas—. Adiós —dijo bruscamente.
—¿Adiós? —repitió el joven Malachi, desconcertado. Se dirigió hacia la puerta.
—Guarda la botella fuera del dormitorio —dijo el viejo, y volvió la espalda.
—Sí, señor, lo haré —dijo el joven Malachi—. Adiós, señor —dijo, y salió.
Fue la primera y última vez que Malachi Constant vio a su padre.
Noel Constant vivió cinco años más, y la Biblia nunca le falló.
Murió justo cuando llegaba al final de esta frase: «And God made two great lights: the greater light to rule the day, and the lesser light to rule the night: he made the stars also»[1].
Su última inversión fue en Sonny Oil a 17 ¼.
El hijo se hizo cargo de las cosas donde las había dejado el padre, aunque Malachi Constant no se mudó a la habitación 223 del Wilburhampton Hotel.
Y durante cinco años la suerte del hijo fue tan sensacional como lo había sido la del padre.
Ahora, de pronto, Magnum Opus yacía en ruinas.
Allí, en su oficina, con los muebles flotantes y la alfombra de césped, Malachi Constant no podía creer que su buena suerte se hubiera acabado.
—¿No ha quedado nada? —dijo débilmente. Se las arregló para sonreír a Ransom K. Fern—. Vamos, viejo, tiene que haber quedado algo.
—Yo también lo creía a las diez de esta mañana —dijo Fern—. Me felicitaba de haber sostenido a Magnum Opus contra todo golpe posible. Íbamos capeando bastante bien la depresión, sí, y los errores suyos también.
»Y entonces, a las diez y cuarto, me visitó un abogado que al parecer había estado anoche en su fiesta. Parece ser que usted estuvo distribuyendo pozos petrolíferos la última noche y el abogado fue lo bastante precavido como para preparar documentos que una vez firmados lo obligarían a usted. Usted los había firmado. Anoche usted distribuyó quinientos treinta y un pozos petrolíferos, con lo que borró del mapa Fandango Petroleum.
»A las once —continuó Fern—, el presidente de los Estados Unidos anunció que la Galactic Spacecraft, que nosotros habíamos vendido, recibiría un contrato de tres mil millones de dólares para la Nueva Era Espacial.
»A las once y media —dijo Fern— me dieron un ejemplar de la Revista de la Asociación Médica Norteamericana, marcada por nuestro director de relaciones públicas con las letras “PSI”. Estas tres letras, como usted sabría si hubiera dedicado algún tiempo a su oficina, significan “para su información”. Busqué la página marcada y me enteré, para mi información, de que los cigarrillos MoonMist eran, no una causa, sino la causa principal de esterilidad en ambos sexos, allí donde se hubieran vendido cigarrillos MoonMist. Esto fue descubierto no por seres humanos sino por una calculadora electrónica. Cuando se la alimentaba con datos sobre humo de cigarrillos, la calculadora se excitaba muchísimo, y nadie podía imaginar por qué. Evidentemente la máquina estaba tratando de decir algo a sus operadores. Hacía todo lo que podía por expresarse, y al fin se las arregló para que los operadores le hicieran las preguntas correctas.
»Las preguntas correctas se referían a la relación de los cigarrillos MoonMist con la reproducción humana. La relación era la siguiente:
»Las personas que fuman cigarrillos MoonMist no pueden tener hijos, aunque quieran.
»No cabe duda —dijo Fern— que hay gigolós, bailarinas y neoyorkinos que agradecen esta liberación de la biología. Pero a juicio del Departamento Jurídico de Magnum Opus, antes de que dicho Departamento quedara liquidado, hay varios millones de personas que pueden demandar con éxito a la Compañía, alegando que los cigarrillos MoonMist los han privado de algo bastante importante. Placer en profundidad, nada menos.
»Hay aproximadamente diez millones de ex fumadores de MoonMist en este país —dijo Fern—, todos estériles. Si uno de cada diez lo demanda a usted por daños y perjuicios incalculables, aunque sea por la modesta suma de cinco mil dólares, la cuenta será de cinco mil millones de dólares, excluyendo los derechos legales. Y usted no tiene cinco mil millones de dólares. Desde la quiebra del mercado de valores y su compra de bienes tales como la American Levitation, usted no tiene ni siquiera quinientos millones.
»MoonMist Tobacco —dijo Fern— es usted. Magnum Opus —dijo Fern— también es usted. Motivos todos por los que usted será demandado, y demandado con éxito. Y si bien los demandantes no conseguirán sacarle peras al olmo, seguramente podrán secar el olmo entre tanto.
Fern volvió a inclinarse.
—Cumplo ahora mi último deber oficial, que es el de informarle que su padre le escribió a usted una carta que había de serle entregada sólo si su suerte empeoraba de verdad. Mis instrucciones eran poner esa carta debajo de la almohada de la habitación 223 del Wilburhampton Hotel, si su suerte era verdaderamente mala. He puesto la carta debajo de la almohada hace una hora.
»Y ahora, como humilde y leal servidor de la compañía, le pido un pequeño favor —dijo Fern—. Si la carta arroja la más leve luz sobre lo que puede significar la vida, le rogaría que me telefoneara a mi casa.
Ransom K. Fern saludó tocándose con el bastón el ala del sombrero Homburg.
—Adiós, Mr. Magnum Opus, hijo, adiós.
El Wilburhampton Hotel era una anticuada construcción de tres pisos, de estilo Tudor, situada frente al edificio de Magnum Opus, en relación con el cual parecía una cama sin hacer a los pies del Arcángel Gabriel. El revoque exterior del hotel estaba revestido de planchas de pino, simulando una construcción de madera. La arista del tejado había sido quebrada intencionalmente, para simular vejez. Los aleros eran pesados y bajos, abrumados de falsa paja. Las ventanas eran minúsculas, con cristales facetados.
En el pequeño bar del hotel había tres personas, un barman y dos clientes. Los dos clientes eran una mujer delgada y un hombre gordo, los dos aparentemente viejos. En el Wilburhampton nadie los había visto hasta ese momento, pero era como si hiciera años que estaban sentados allí. Su asimilación al medio era perfecta, porque parecían también revestidos de madera, con la arista dorsal quebrada y las ventanas pequeñas.
Se decían profesores jubilados de la misma escuela secundaria del Medio Oeste. El hombre gordo se presentó como George M. Helmholtz, ex director de orquesta. La mujer delgada se presentó como Roberta Wiley, ex profesora de álgebra.
Evidentemente, los dos habían descubierto tarde en la vida los consuelos del alcohol y del cinismo. Nunca pedían la misma bebida dos veces, estaban ávidos por saber qué había en esta botella y qué en aquélla, qué era un «punch alba de oro», y un «Helen Twelve-trees» y un «pluie d’or», y un «fizz viuda alegre».
El barman sabía que no eran alcoholistas. Conocía bien el tipo y le gustaba: eran simplemente dos personajes del Saturday Evening Post al final del camino.
Mientras no hacían preguntas sobre las diferentes bebidas, no se diferenciaban de los millones de norteamericanos frecuentadores de bares el primer día de la Nueva Era Espacial. Estaban sólidamente sentados en sus taburetes, mirando fijo las filas de botellas. Movían los labios constantemente, probando, desanimados, con importantes muecas de asco, de burla, de desprecio.
La imagen del evangelista Bobby Denton sobre la Tierra como la nave espacial de Dios se aplicaba especialmente a los frecuentadores de bares. Helmholtz y Miss Wiley se comportaban como el piloto y el copiloto de un enorme viaje sin objeto a través del espacio, que habría de durar siempre. Era fácil creer que habían empezado el viaje con alegría, llenos de juventud y capacitación técnica, y que las botellas que tenían delante eran los instrumentos que habían estado vigilando durante años y años y años.
Era fácil creer que cada día el muchacho y la muchacha del espacio eran microscópicamente más negligentes que el día anterior, hasta hoy, en que constituían la vergüenza del Servicio Pan-Galáctico del Espacio.
Helmholtz tenía desabrochados dos botones de la bragueta, y un poco de crema de afeitar en la oreja izquierda. Los calcetines de Helmholtz eran desparejos.
Miss Wiley era una viejecita de cara enjuta, con aire de loca. Llevaba una peluca negra y rizada que parecía haber estado clavada durante años en la puerta de un granero.
—Parece que el presidente ha ordenado el comienzo de una Nueva Era Espacial para ver si se arregla un poco la desocupación —dijo el barman.
—Ajá —dijeron Helmholtz y Miss Wiley al mismo tiempo.
Sólo una persona observadora y suspicaz hubiera advertido una nota falsa en el comportamiento de los dos: Helmholtz y Miss Wiley estaban demasiado interesados en la hora. Para ser gentes que no tenían gran cosa que hacer ni adónde ir, les importaban extraordinariamente sus relojes, Miss Wiley su reloj pulsera de hombre, Mr. Helmholtz su reloj de oro de bolsillo.
La verdad es que Helmholtz y Miss Wiley no eran profesores jubilados. Nada de eso. Eran hombres los dos, maestros en el disfraz los dos. Eran agentes del Ejército de Marte en misión, ojos y oídos de una banda marciana que flotaba en un plato volador a unos trescientos kilómetros de altura.
Malachi Constant no lo sabía, pero estaban esperándolo.
Helmholtz y Wiley no abordaron a Malachi Constant mientras cruzaba la calle en dirección al Wilburhampton. No dieron muestras de interesarse en él. Lo dejaron cruzar el vestíbulo y subir al ascensor sin echarle una mirada.
Pero echaron nuevamente una mirada a sus relojes y una persona observadora y suspicaz hubiera notado que Miss Wiley apretaba un botón de su reloj que puso en marcha un cronógrafo.
Helmholtz y Miss Wiley no tenían intención de emplear la violencia con Malachi Constant. Nunca habían empleado la violencia con nadie, y sin embargo habían contratado a catorce mil personas para Marte.
La técnica habitual era vestirse como ingenieros civiles y ofrecer a hombres y mujeres no demasiado brillantes nueve dólares por hora, libres de impuestos, más casa, comida y transportes, para trabajar en un proyecto secreto del Gobierno en una parte remota del mundo, durante tres años. Era una broma entre Helmholtz y Miss Wiley el que nunca hubieran especificado qué gobierno organizaba el proyecto, y el que ninguno de los contratados lo hubiese preguntado jamás.
Al noventa y nueve por ciento de los contratados se les provocaba amnesia apenas llegaban a Marte. Expertos en salud mental les hacían un lavado de memoria y los cirujanos marcianos les instalaban una antena radial en el cráneo para poder controlarlos por ese medio.
Entonces se les ponían nuevos nombres elegidos al puro azar y se los destinaba a las fábricas, las cuadrillas de construcción, al personal administrativo o al Ejército de Marte.
No sucedía lo mismo con los que demostraban ardientemente que servirían con heroísmo a Marte, sin haber sido sometidos a tratamiento médico. Esa minoría afortunadamente ingresaba en el círculo secreto de los que mandaban.
Los agentes secretos Helmholtz y Wiley pertenecían a ese círculo. Gozaban de la plena posesión de sus recuerdos y no eran controlados por radio. Adoraban su trabajo.
—¿Cómo es ese Slivovitz? —preguntó Helmholtz al barman, echando una mirada de soslayo a una botella polvorienta de la fila del fondo. Acababa de terminar un jarabe de endrina con soda.
—Ni siquiera sabía que lo teníamos —dijo el barman. Puso la botella en el mostrador, inclinándola a cierta distancia para poder leer el rótulo—. Aguardiente de ciruela —dijo.
—Creo que probaré eso después —dijo Helmholtz.
Desde la muerte de Noel Constant, la habitación 223 del Wilburhampton Hotel había quedado vacía, como recuerdo.
Malachi Constant entró en la habitación 223. No había estado en el cuarto desde la muerte de su padre. Cerró la puerta y encontró la carta debajo de la almohada.
Nada en la habitación había sido cambiado, salvo la ropa de cama. La fotografía de Malachi niño en la playa seguía siendo la única figura en la pared.
La carta decía:
Querido hijo: Algo malo e importante te ha ocurrido, si no no estarías leyendo esta carta. Te escribo para decirte que te tranquilices por las cosas malas y eches una mirada a tu alrededor para ver si no ha ocurrido algo bueno o importante debido a que llegamos a ser tan ricos y después lo perdimos todo. Lo que quiero es que trates de ver si está ocurriendo algo especial o si todo sigue siendo tan descabellado como me parecía a mí.
Si no fui un padre muy bueno, ni muy bueno en nada, fue porque estaba ya muerto mucho antes de morir. Nadie me quería, yo no servía mucho para nada, no podía encontrar nada que me gustara y estaba harto y cansado de vender ollas y sartenes y de mirar la televisión, y me sentía como si estuviera muerto y había ido demasiado lejos para poder retroceder…
En esas andaba cuando empecé los negocios con la Biblia y tú sabes lo que ocurrió después. Parecía como si alguien o algo deseara que yo poseyese todo el planeta aunque fuera como si estuviese muerto. Tuve los ojos abiertos por si aparecía alguna señal que me indicara qué era todo eso, pero no apareció. Simplemente me hice cada vez más rico.
Entonces tu madre me mandó esa foto tuya en la playa y por la forma en que me mirabas desde la foto pensé que quizá para ti se estaba juntando ese montón de dinero. Decidí que me moriría sin ver el sentido de todo eso y que quizá tú serías el que de pronto lo viera todo claro como el agua. Te digo que hasta un hombre medio muerto detesta estar vivo y no ser capaz de ver un sentido en nada.
La razón por la que le dije a Ransom K. Fern que te diera esta carta sólo si se te daba vuelta la suerte es porque nadie piensa ni advierte nada mientras tiene buena suerte. ¿De qué serviría?
Echa una mirada por mí, hijo. Y si te fundes y viene alguien a hacerte una propuesta descabellada, mi consejo es que la aceptes. Podrías aprender algo si estás con ánimo para eso. Lo único que he aprendido es que algunos tienen suerte y otros no, y ni siquiera un graduado de la Facultad Comercial de Harvard puede decir por qué.
Cariñosamente.
Tu papá.
Alguien llamó a la puerta de la habitación 223.
La puerta se abrió antes de que Constant pudiera responder.
Helmholtz y Miss Wiley entraron. Lo hicieron en el preciso instante en que sus superiores les advirtieron el momento justo en que Malachi terminaba de leer la carta. Les habían indicado también, con precisión, lo que debían decirle.
Miss Wiley se quitó la peluca, revelando que era un hombre huesudo, y Helmholtz compuso sus rasgos para mostrar que era intrépido y estaba acostumbrado a mandar.
—Mr. Constant —dijo Helmholtz—, estoy aquí para informarle que el planeta Marte no sólo está poblado, sino que lo está por una sociedad vasta, eficiente, militarizada e industrializada. Esa población ha sido contratada en la Tierra y transportada a Marte en platos voladores. Tenemos ahora intención de ofrecerle a usted el cargo de teniente coronel del Ejército de Marte.
»La situación de usted en la Tierra es desesperada, y tiene una mujer que es una bestia. Además, nuestro servicio de inteligencia terrestre nos informa que usted no sólo quedará sin un centavo debido a demandas civiles, sino que irá a la cárcel por negligencia criminal.
»Además de un sueldo y prerrogativas muy superiores a las que se conceden a los tenientes coroneles en los ejércitos terrestres, le ofrecemos inmunidad con respecto a cualquier persecución legal de la Tierra, y la oportunidad tanto de ver un planeta nuevo e interesante, como de pensar sobre su planeta natal desde un punto de vista nuevo y objetivo.
—Si acepta la propuesta —dijo Miss Wiley—, levante la mano izquierda y repita lo que le diré…
Al día siguiente, el helicóptero de Malachi Constant apareció vacío en el centro del desierto de Mojave. Las huellas de un hombre se alejaban de él unos doce metros; después se interrumpían.
Era como si Malachi Constant hubiera caminado doce metros y después se hubiera disuelto en el aire.
El martes siguiente, la nave espacial conocida con el nombre de La Ballena, fue bautizada nuevamente con el de The Rumfoord, y se la puso en condiciones de lanzamiento.
Beatrice Rumfoord observaba satisfecha las ceremonias por televisión, a tres mil kilómetros de distancia. Todavía estaba en Newport. Si el destino quería que Beatrice Rumfoord estuviera a bordo, debería, darse una prisa loca.
Beatrice se sentía maravillosamente. Había probado muchas cosas buenas. Había probado que era dueña de su propio destino, que podía decir que no cuando quisiera mantenerse firme. Había probado que la omnisciencia jactanciosa de su marido era pura fanfarronería, que él no valía más en materia de previsiones que la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos.
Además, había trazado un plan que le permitiría vivir con un modesto confort el resto de sus días, y al mismo tiempo dar a su marido su merecido. La próxima vez que se materializara, encontraría la propiedad atestada de papanatas. Beatrice les cobraría cinco dólares a cada uno por pasar a través de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas.
Esto no era un sueño imposible. Lo había discutido con dos supuestos representantes de los titulares de la hipoteca sobre la propiedad, que se habían entusiasmado.
Estaban allí con ella, contemplando por televisión los preparativos del lanzamiento del Rumfoord. El televisor estaba en la misma habitación del gran retrato de Beatrice como una inmaculada niñita de blanco, con un pony blanco de ella sola. Beatrice sonrió a la pintura. La niñita había conseguido mantenerse sin una mancha.
El anunciador de la televisión empezó la cuenta de los minutos para el lanzamiento del Rumfoord.
Durante la cuenta, Beatrice se sentía como un pájaro. No podía estar sentada ni quedarse quieta. Su inquietud era el resultado de la felicidad, no del suspenso. Le era indiferente que el Rumfoord fallara o no.
En cambio sus dos visitantes parecían tomar el lanzamiento muy en serio, como si rogaran por él. Eran un hombre y una mujer, un tal George M. Helmholtz y su secretaria, una tal Roberta Wiley. Miss Wiley era una viejecita cómica, pero muy vivaz e ingeniosa.
El cohete arrancó con un bramido.
Fue una salida impecable.
Helmholtz se apoyó en el respaldo y lanzó un viril suspiro de alivio. Después sonrió y se palmeó los espesos muslos con exuberancia.
—Alabado sea Dios —dijo—, estoy orgulloso de ser norteamericano y de vivir en esta época.
—¿Les gustaría tomar algo? —dijo Beatrice.
—Muchas gracias —dijo Helmholtz—, pero no me atrevo a mezclar los negocios con el placer.
—¿Pero no están terminados los negocios? —dijo Beatrice—. ¿No hemos discutido todo?
—Bueno… Miss Wiley y yo hubiéramos querido hacer un inventario de los edificios principales —dijo Helmholtz—, pero me temo que esté demasiado oscuro. ¿Hay reflectores?
Beatrice sacudió la cabeza.
—No, lo siento —dijo.
—¿No tendrá usted una linterna poderosa? —dijo Helmholtz.
—Probablemente pueda conseguírsela —dijo Beatrice—, pero no creo que sea necesario salir. Le puedo decir lo que son todos los edificios. —Llamó al mayordomo, le dijo que trajera una linterna—. Hay el pabellón de tenis, el invernadero, la casita del jardinero, lo que fue en otro tiempo la casa del guardián, el depósito de coches, el pabellón de huéspedes, el cobertizo de herramientas, los baños, la perrera y la vieja torre del agua.
—¿Cuál es la nueva? —preguntó Helmholtz.
—¿La nueva? —dijo Beatrice.
El mayordomo volvió con una linterna que Beatrice tendió a Helmholtz.
—La de metal —dijo Miss Wiley.
—¿De metal? —preguntó Beatrice desconcertada—. No hay ninguna construcción de metal. Quizá alguno de los cobertizos que están a la intemperie parecen como de plata. —Frunció el entrecejo—. ¿Alguien le dijo que había aquí una construcción de metal?
—La vimos al entrar —dijo Helmholtz.
—Viniendo por el sendero, entre los matorrales, junto a la fuente —dijo Miss Wiley.
—No me imagino —dijo Beatrice.
—¿No podemos ir a echar un vistazo? —dijo Helmholtz.
—Sí, naturalmente —dijo Beatrice, poniéndose de pie.
Los tres cruzaron el zodíaco del piso del vestíbulo y salieron a la perfumada oscuridad.
El haz de la linterna bailaba delante de ellos.
—Realmente —dijo Beatrice—, tengo tanta curiosidad como ustedes de ver lo que es.
—Parece una especie de cosa prefabricada en aluminio —dijo Miss Wiley.
—Parece un tanque en forma de hongo o algo por el estilo —dijo Helmholtz—, sólo que se apoya directamente en el suelo.
—¿Ah sí? —dijo Beatrice.
—Usted sabe lo que dije que era, ¿verdad? —dijo Miss Wiley.
—No… —dijo Beatrice—, ¿qué dijo?
—Debo decirlo en voz baja —respondió Miss Wiley como jugando—, para que no me encierren en un manicomio. —Se llevó la mano a la boca, susurrando en dirección a Beatrice—. Un plato volador —dijo.