2
El tren fantasma

«A veces pienso que es un gran error tener materia que pueda pensar y sentir. Se queja tanto. Pero por lo demás supongo que se puede acusar a pedruscos, montañas y lunas de ser quizá demasiado flemáticos».

WINSTON NILES RUMFOORD

LA «LIMOUSINE» ARRANCÓ ZUMBANDO hacia el norte de Newport, dobló por un camino de pedregullo, llegó a la cita con un helicóptero que estaba esperando en un prado.

El objeto de Malachi Constant al pasar de la limousine al helicóptero era impedir que alguien lo siguiera, que alguien descubriese quién era el visitante de barba y anteojos que había estado en la propiedad de Rumfoord.

Nadie sabía dónde estaba Constant.

Ni el chofer ni el piloto conocían la verdadera identidad del pasajero. Constant era Mr. Jonah K. Rowley para los dos.

—¿Mr. Rowley? —dijo el chofer cuando Constant salía del coche.

—¿Sí? —dijo Constant.

—¿No tuvo miedo, señor? —preguntó el chofer.

—¿Miedo? —dijo Constant, sinceramente desconcertado por la pregunta—. ¿De qué?

—¿De qué? —repitió el chofer incrédulo—. Bueno, de toda esa gente enloquecida que quería lincharnos.

Constant se sonrió y sacudió la cabeza. Ni una vez en medio de la violencia había pensado que lo hirieran.

—De nada sirve asustarse, ¿no le parece? —dijo.

En sus propias palabras reconoció el estilo de Rumfoord, incluso algo de sus trinos aristocráticos.

—Diablos, usted debe de tener algún ángel guardián para mantenerse frío como un témpano en cualquier circunstancia —dijo el chofer admirativo.

Este comentario interesó a Constant porque pintaba bien su actitud en medio del tumulto. Al principio tomó el comentario por una analogía, una descripción poética de su estado de ánimo. Un hombre con un ángel guardián seguramente se hubiera sentido como Constant…

—¡Si señor! —dijo el chofer—. ¡Seguramente que alguien lo estaba protegiendo a usted!

A Constant le sorprendió: Era exactamente lo que pasaba.

Hasta ese momento de la verdad, Constant había considerado su aventura en Newport como una alucinación más provocada por la droga, un resultado más del peyote, vivido, novedoso, entretenido, y sin consecuencia alguna.

La puertecita había sido una experiencia soñada… la fuente seca otra… y el gran cuadro con la niña toda blanca mírame y no me toques… y el cuarto con la escalera de caracol… y la fotografía de las tres sirenas de Titán… y las profecías de Rumfoord… y el desconcierto de Beatrice Rumfoord en lo alto de la escalera…

Malachi Constant empezó a sudar frío. Las rodillas querían doblársele y los ojos se le salían de las órbitas. ¡Por fin empezaba a comprender que cada cosa había sido real! Había conservado la calma en medio del tumulto porque sabía que no iba a morir en la Tierra.

Algo estaba preocupándose de él, muy bien.

Y fuera lo que fuese, estaba protegiendo su pellejo para…

Constant se estremecía mientras contaba con los dedos los puntos de interés del itinerario que Rumfoord le había prometido.

Marte.

Después Mercurio.

Después la Tierra de nuevo.

Después Titán.

Como el itinerario terminaba en Titán, era de suponer que allí moriría Constant. ¡Moriría allí!

¿Por qué a Rumfoord eso lo ponía tan contento?

Constant arrastró los pies hasta el helicóptero, hizo tambalear el gran pájaro destartalado cuando se trepó a su interior.

—¿Es usted Rowley? —dijo el piloto.

—Así es —respondió Constant.

—Nombre raro el suyo, Mr. Rowley —dijo el piloto.

—¿Cómo dice? —preguntó Constant nauseoso. Estaba mirando a través del techo de plástico de la cabina del piloto, hacia el cielo de la tarde. Se preguntaba si habría ojos allá arriba, ojos que vieran todo lo que él hacía. Y si había ojos allá arriba, y querían que hiciera ciertas cosas, que fuera a ciertos lugares, ¿cómo lo conseguían?

¡Dios, pero allá arriba todo parecía transparente y frío!

—Dije que usted tiene un nombre raro —repitió el piloto.

—¿Qué nombre? —dijo Constant, olvidado del nombre disparatado que había elegido para disfrazarse.

—Jonah —dijo el piloto.

Cincuenta y nueve días más tarde, Winston Niles Rumfoord y su leal perro Kazak se materializaron de nuevo. Habían ocurrido muchas cosas desde la última visita.

En primer lugar, Malachi Constant había vendido todas sus acciones en la Galactic Spacecraft, la compañía que tenía en custodia la gran nave espacial llamada La Ballena. Lo había hecho para destruir toda conexión entre su persona y el único medio conocido de llegar a Marte. Había colocado el producto de la venta en la Moon Mist Tobacco.

En segundo lugar, Beatrice Rumfoord había liquidado sus diversos títulos, invirtiendo el producto en acciones de la Galactic Spacecraft, con intención de llevar la voz cantante cuando se tratara de hacer algo con La Ballena.

En tercer lugar, Malachi Constant se había propuesto escribir a Beatrice Rumfoord cartas ofensivas, para tenerla alejada, para llegar a serle absoluta y permanentemente intolerable. Leer una de esas cartas equivalía a leerlas todas. La más reciente, escrita en papel de la Magnum Opus, Inc., sociedad cuyo único objeto era administrar los asuntos financieros de Malachi Constant, decía:

¡Te saludo desde la soleada California, Nena del Espacio! Hurra, me relamo anticipadamente pensando en la juerga que me voy a correr con una dama de primera como tú bajo las lunas gemelas de Marte. Eres la única dama que conozco y estoy seguro de que eres imbatible. Amor y besos para una iniciadora. Mal.

En cuarto lugar, Beatrice había comprado una cápsula de cianuro, más eficaz, seguramente, que el áspid de Cleopatra. Era su intención tragarla en caso de que tuviera que compartir siquiera la misma zona temporal que Malachi Constant.

En quinto lugar, la bolsa de acciones había sufrido un colapso, barriendo con Beatrice Rumfoord, entre otros. Beatrice había comprado acciones de la Galactic Spacecraft a precios que variaban entre 151 ½ y 169. La cotización había bajado a 6 en diez días, y ahora estaban así, moviéndose unas fracciones de punto. Beatrice lo había perdido todo en la operación, incluso su casa de Newport. No le quedaba más que lo puesto, el buen nombre y su perfecta educación escolar.

En sexto lugar, Malachi Constant había dado una fiestita íntima dos días después de volver a Hollywood, que sólo ahora, cincuenta y seis días después, estaba terminando.

En séptimo lugar, un joven de barba auténtica llamado Martin Koradubian se había dado a conocer como el extranjero barbudo que había sido invitado a la propiedad de Rumfoord para ver una materialización. Hacía reparaciones de relojes solares en Boston, y era un mentiroso encantador.

Una revista le había comprado la historia por tres mil dólares.

Sentado en el Museo Skip, bajo la escalera de caracol, Winston Niles Rumfoord leía la historia de Koradubian con deleite y admiración. Koradubian afirmaba que Rumfoord le había hablado del año Diez Millones d. C.

Según Koradubian, en el año Diez Millones habría una tremenda barrida. Todas las crónicas relativas al período comprendido entre la muerte de Cristo y el año Un Millón serían echadas a la basura y quemadas. Así se haría, decía Koradubian, porque los museos y archivos atiborrados amenazaban con expulsar a los seres vivientes de la Tierra.

El período de un millón de años relacionado con la quema de trastos viejos, se resumiría en los libros de historia, según Koradubian, en una frase: Después de la muerte de Cristo hubo un período de reajuste que duró aproximadamente un millón de años.

Winston Niles Rumfoord lanzó una carcajada y dejó de lado el artículo de Koradubian. Nada le gustaba más que una enorme y buena superchería.

—Diez millones d. C. —dijo en voz alta—, un gran año para hogueras y desfiles y ferias mundiales. Un buen momento para hender piedras angulares y desenterrar cápsulas temporales.

Rumfoord no hablaba consigo mismo. Había alguien más en el Museo Skip.

La otra persona era su mujer, Beatrice.

Beatrice se había sentado en la otra silla. Había bajado a pedirle ayuda en un momento de gran necesidad.

Rumfoord cambió suavemente de tema.

Beatrice, absolutamente fantasmal en su peinador blanco, se puso plomiza.

—¡Qué animal optimista es el hombre! —dijo Rumfoord alegremente—. ¡Imaginar que la especie puede durar diez millones de años más, como si los hombres hubieran sido tan bien concebidos como las tortugas! —Se encogió de hombros—. Bueno, ¿quién sabe?, quizá los seres humanos duren eso, a fuerza de pura malicia. ¿Cuál es tu idea?

—¿Qué? —preguntó Beatrice.

—Tu idea de lo que durará la raza humana —dijo Rumfoord.

De entre los dientes apretados de Beatrice salió una nota temblona, aguda, tan alta que estaba casi más allá de las posibilidades del oído humano. El sonido tenía la misma carga siniestra que el silbido de una bomba que cae.

Después se produjo la explosión. Beatrice volcó la silla, atacó el esqueleto, lo arrojó estrellándolo en un rincón. Limpió los estantes del Museo Skip, proyectando los especímenes contra las paredes, pisoteándolos.

Rumfoord estaba pasmado.

—Santo Dios —dijo—. ¿Por qué haces eso?

—¿No lo sabes todo? —dijo Beatrice histérica—. ¿Alguien puede decirte algo? ¡Te basta con leer mi pensamiento!

Rumfoord apoyó las palmas de sus manos en las sienes, los ojos muy abiertos.

—Estática, todo lo que oigo es estática —dijo.

—¡Qué otra cosa habría sino estática! —dijo Beatrice—. ¡Voy a quedar directamente en la calle, sin un centavo siquiera para comer, y mi marido se ríe y quiere que juguemos a las adivinanzas!

—No era un juego corriente de adivinanzas —dijo Rumfoord—. Se trataba de saber cuánto durará la raza humana. Pensé que eso podía darte una mayor perspectiva para considerar tus problemas.

—¡Al diablo con la raza humana! —dijo Beatrice.

—No olvides que eres un miembro de ella —dijo Rumfoord.

—¡Entonces me gustaría pedir el pase a la de los chimpancés! —dijo Beatrice—. ¡Ningún marido chimpancé se quedaría tan tranquilo mientras su mujer pierde todos los cocos! ¡Ningún marido chimpancé trataría de que su mujer se convirtiera en la prostituta espacial de Malachi Constant, de Hollywood, California!

Después de decir estas cosas horribles, Beatrice se calmó un poco. Meneó la cabeza con cansancio.

—¿Cuánto durará la raza humana, Maestro?

—No lo sé —respondió Rumfoord.

—Creí que lo sabías todo —dijo Beatrice—. No tienes más que echar una mirada al futuro.

—Estoy mirando el futuro —dijo Rumfoord— y veo que no estaré en el Sistema Solar cuando la raza humana desaparezca. De modo que el fin es tan misterioso para mí como para ti.

En Hollywood, California, la campanilla del teléfono azul de strass instalado en una casilla junto a la piscina de Malachi Constant, estaba sonando.

Siempre es lamentable que un ser humano llegue a una condición apenas más respetable que la de un animal. Mucho más lamentable es cuando esa persona ha tenido todas las ventajas.

Malachi Constant yacía en la canaleta de desagüe junto a su piscina en forma de riñón, durmiendo el sueño de un borracho. En la canaleta había medio centímetro de agua caliente. Constant estaba vestido con pantalones azul verdoso y una chaqueta de brocato dorado. La ropa se había empapado.

Estaba completamente solo.

La piscina había quedado en algún momento cubierta uniformemente por una lisa sábana de gardenias. Pero una persistente brisa matinal había llevado los pimpollos hacia un extremo, como quien dobla una manta al pie de la cama. Al doblar la manta, la brisa revelaba que el fondo de la piscina estaba cubierto de vasos rotos, cerezas, pedazos de cáscara de limón, botones de peyote, tajadas de naranja, aceitunas rellenas, cebollitas en vinagre, un televisor, una jeringa hipodérmica y las ruinas de un gran piano blanco. Colillas de cigarros y cigarrillos, algunos de marihuana, flotaban en la superficie.

La piscina parecía menos una instalación deportiva que una ponchera infernal.

Uno de los brazos de Constant colgaba dentro de la piscina misma. De la muñeca, debajo del agua, llegaba el fulgor de su reloj solar. El reloj se había detenido.

La campanilla del teléfono insistía.

Constant masculló algo pero no se movió.

La campanilla se detuvo. Después de unos veinte segundos, empezó de nuevo.

Constant rezongó, se sentó, rezongó.

Desde el interior de la casa llegaba un sonido vivo, eficiente, de tacones altos en un piso de baldosa. Una encantadora mujer de un rubio cobrizo cruzó de la casa a la casilla del teléfono, echando a Constant una mirada de altanero desdén.

Masticaba chicle.

—¿Sí? —dijo al teléfono—. Oh, usted de nuevo. Sí, está despierto. ¡Eh! —chilló a Constant. Tenía una voz de grajo—. ¡Eh, cadete del espacio! —chilló.

—¿Hmmm? —dijo Constant.

—El tipo ése que es presidente de la compañía tuya quiere hablar contigo.

—¿Qué compañía? —preguntó Constant.

—¿De qué compañía es presidente usted? —dijo la mujer al teléfono. Le contestaron—. Magnum Opus —dijo—. Ransom K. Fern, de Magnum Opus.

—Dile… dile que lo llamaré —dijo Constant.

La mujer se lo dijo a Fern y recibió otro mensaje para transmitir a Constant.

—Dice que se va.

Constant se puso de pie tambaleándose, se frotó la cara con las manos.

—¿Que se va? —dijo estúpidamente—. ¿El viejo Ransom K. Fern se va?

—Sí —dijo la mujer. Sonrió con odio—. Dice que no puedes seguir pagándole el sueldo. Dice que es mejor que vayas y hables con él antes de que se vuelva a su casa. —Se rió—. Dice que estás fundido.

En Newport, el estruendo del estallido de Beatrice Rumfoord atrajo a Moncrief, el mayordomo, al Museo Skip.

—¿Ha llamado, señora? —dijo.

—Era más bien un chillido, Moncrief —dijo Beatrice.

—La señora no necesita nada, gracias —dijo Rumfoord—. Simplemente, estábamos discutiendo animadamente.

—¿Cómo te atreves a decir si necesito algo o no? —dijo con vehemencia Beatrice a Rumfoord—. Empiezo a darme cuenta de que no eres ni mucho menos tan omnisciente como pretendes. Ocurre que necesito mucho algunas cosas. Necesito mucho cierto número de cosas.

—¿Señora? —dijo el mayordomo.

—Me gustaría que dejara entrar al perro, por favor —dijo Beatrice—. Me gustaría acariciarlo antes de que se fuera. Me gustaría saber si un infundibulum crono-sinclástico mata el amor en un perro como lo mata en un hombre.

El mayordomo se inclinó y salió.

—Linda escena para hacer delante de un criado —dijo Rumfoord.

—Dicho sea en general —dijo Beatrice—, mi contribución a la dignidad de la familia ha sido un poco mayor que la tuya.

Rumfoord dejó caer la cabeza.

—¿Te he defraudado en algún sentido? ¿Es eso lo que estás diciendo?

—¿En algún sentido? —dijo Beatrice—. ¡En todo sentido!

—¿Qué hubieras querido que hiciera? —dijo Rumfoord.

—¡Podías haberme dicho que se venía esa quiebra del mercado de valores! —dijo Beatrice—. Podías haberme ahorrado las que estoy pasando ahora.

Las manos de Rumfoord se movieron en el aire, tratando sin éxito de encontrar argumentos.

—¿Y bien? —dijo Beatrice.

—Desearía que hubiésemos salido juntos del infundibulum crono-sinclástico —dijo Rumfoord—, así verías por una vez de qué estaba yo hablando. Todo lo que puedo decir es que mi imposibilidad de prevenirte sobre la quiebra del mercado de valores forma parte del orden natural como el Cometa Halley, y es insensato enfurecerse.

—Estás diciendo que no tienes ningún carácter ni sentido de la responsabilidad con respecto a mí —dijo Beatrice—. Lamento decírtelo, pero es cierto.

Rumfoord balanceó la silla para atrás y para adelante.

—Es cierto, pero, Dios mío, es formalmente cierto —dijo.

Rumfoord se refugió de nuevo en su revista. La revista se abrió naturalmente en el pliego central, que era un anuncio en colores de Cigarrillos MoonMist. MoonMist Tobacco, Ltd., había sido comprada recientemente por Malachi Constant.

¡Placer en profundidad! decía el epígrafe del aviso. La foto era la de las tres sirenas de Titán. Allí estaban: la muchacha blanca, la muchacha dorada y la muchacha morena.

Los dedos de la muchacha dorada se abrían sobre su pecho izquierdo, de modo que el artista había podido pintar un cigarrillo MoonMist entre dos de ellos. El humo del cigarrillo pasaba por debajo de la nariz de las muchachas morena y blanca, y su concupiscencia anuladora del espacio parecía centrada únicamente en el humo mentolado.

Rumfoord sabía que Constant trataría de degradar la foto utilizándola en el comercio. El padre de Constant había hecho algo parecido cuando descubrió que no podía comprar la Mona Lisa de Leonardo a ningún precio. El viejo había castigado a Mona Lisa utilizándola en una campaña de publicidad de ciertos supositorios. Era la manera que tenía la libre empresa de manejar la belleza que amenazaba con salir triunfante.

Rumfoord produjo un zumbido con los labios, como hacía cuando se acercaba a la compasión. La compasión era por Malachi Constant, que estaba pasándolo mucho peor que Beatrice.

—¿He oído ya toda tu defensa completa? —dijo Beatrice acercándose por detrás de la silla de Rumfoord. Tenía los brazos doblados y Rumfoord, leyéndole el pensamiento, supo que ella pensaba en sus codos agudos y salientes como si fueran espadas de torero.

—¿Cómo dices? —preguntó Rumfoord.

—Ese silencio, ese esconderte en la revista, ¿es la suma y el total de tu refutación? —dijo Beatrice.

—Refutación, una palabra exacta, si las hay —dijo Rumfoord—. Yo digo esto, y entonces tú me refutas, y yo te refuto, y alguien más viene y nos refuta a los dos. —Se encogió de hombros—. Qué pesadilla en la que cada uno se dispone a refutar al otro.

—¿No podrías, en este mismo momento —dijo Beatrice—, pasarme datos que me permitieran recuperar todo lo que he perdido y aún más? Si tienes una pizca de preocupación por mí, ¿no podrías decirme exactamente cómo tratará de embaucarme Malachi Constant, de Hollywood, para que vaya a Marte, de modo que yo pueda ganarle de mano?

—Mira —dijo Rumfoord—, la vida para una persona minuciosa como tú es como uno de esos trenes fantasmas de los parques de diversiones. —Se volvió y agitó las manos delante de la cara de Beatrice—. ¡Te van a suceder toda clase de cosas! —dijo—, veo el tren fantasma en que estás metida. Y claro que podría indicarte en un pedacito de papel todas las idas y vueltas y saltos del tren y prevenirte todos los espantajos que se te van a aparecer en los túneles. Pero no te serviría de nada.

—No veo por qué no —dijo Beatrice.

—Porque de todas maneras tendrás que tomar el tren fantasma —dijo Rumfoord—. La idea del tren fantasma no es mía, no me pertenece y no sé quién lo toma y quién no lo toma. Lo único que sé es qué forma tiene.

—¿Y Malachi Constant es parte del tren fantasma? —preguntó Beatrice.

—Sí —respondió Rumfoord.

—¿Y no hay manera de evitarlo? —dijo Beatrice.

—No —dijo Rumfoord.

—Bueno, pongamos que me dices entonces de qué manera nos juntaremos —dijo Beatrice—, para que yo pueda hacer lo poco que pueda.

Rumfoord se encogió de hombros.

—Muy bien, si quieres —dijo—. Si te hace sentirte mejor… En este mismo momento —dijo Rumfoord—, el presidente de los Estados Unidos anuncia una Nueva Era Espacial para remediar el desempleo. Se gastarán miles de millones de dólares en naves espaciales sin tripulantes, sólo para crear trabajo. El episodio inicial de esta Nueva Era Espacial será el lanzamiento de La Ballena el próximo martes. La Ballena será rebautizada La Rumfoord en mi honor, irá cargada de monos de organillero y será lanzada hacia Marte. Tú y Constant participarán en las ceremonias. Tú subirás a bordo para una inspección ceremonial y un desperfecto en un interruptor te enviará al espacio junto con los monos.

Merece la pena interrumpir en este momento el relato para decir que esta patraña contada a Beatrice es, que se sepa, uno de los pocos casos en que Winston Niles Rumfoord dijo una mentira.

Había algo de cierto en la historia de Rumfoord: que La Ballena cambiaría de nombre y sería lanzada el martes, y que el presidente de los Estados Unidos estaba anunciando una Nueva Era Espacial.

—Algunos andan diciendo que la economía norteamericana está envejecida y enferma —dijo el presidente— y francamente no entiendo cómo pueden decir eso, pues hay ahora mayores oportunidades de progreso en todos los frentes que en cualquier época de la historia del hombre.

»Y hay una frontera en que la podemos progresar especialmente y es la gran frontera del espacio. El espacio ya nos ha rechazado una vez, pero no es propio de los norteamericanos tomar el no por respuesta cuando se trata de progreso.

»Gentes de poco ánimo vienen a verme todos los días a la Casa Blanca —decía el presidente—, y lloran y se lamentan y dicen: Oh, señor presidente, los depósitos están llenos de automóviles y aviones y enseres de cocina y otros diversos productos. Y dicen: Oh, señor presidente, las fábricas no tienen nada más que hacer para nadie, porque todo el mundo tiene dos, tres o cuatro ejemplares de cualquier cosa.

»Recuerdo a un hombre en particular, un fabricante de sillas, tenía superproducción y no podía sino pensar en todas las sillas que había en su depósito. Yo le dije: En los próximos veinte años se duplicará la población del mundo, y esos miles de millones de gentes necesitarán dónde sentarse, de modo que adelante con las sillas. Entre tanto, ¿por qué no se olvida de las sillas que hay en el depósito y piensa en el progreso espacial?

»Se lo dije a él, se lo digo a ustedes, lo digo a todo el mundo. El espacio puede absorber la productividad de un trillón de planetas del tamaño de la tierra. Podemos construir y lanzar cohetes indefinidamente, y nunca llenaremos el espacio ni aprenderemos todo lo que de él se puede saber.

»Y esa misma gente a la que tanto le gusta llorar y quejarse me dijo: Oh, señor presidente, ¿pero qué hacemos con los infundibula crono-sinclásticos y con esto y con lo de más allá? Y yo les dije: Si los hombres escucharan a los que hablan como ustedes no habría nunca ningún progreso. No habría teléfono ni nada. Y además, les dije y se lo digo a ustedes y lo digo a todo el mundo, no tenemos por qué meter gente en las naves espaciales. Usaremos sólo a los animales inferiores.

Había más que eso.

Malachi Constant, de Hollywood, California, salió de la casilla del teléfono de strass absolutamente sobrio. Sentía como si tuviera ceniza en los ojos. Su lengua era como de trapo.

Estaba seguro: nunca había visto a la mujer rubia.

Le hizo una de las preguntas habituales en momentos de cambio violento:

—¿Dónde está la gente?

—Los echaste a todos —dijo la mujer.

—¿Ah, sí? —dijo Constant.

—Sí —dijo la mujer—. ¿Quiere decir que tienes una laguna?

Constant asintió débilmente. Durante la fiesta de cincuenta y seis días había llegado a un punto y no podía avanzar más. Su objetivo había sido hacerse indigno de cualquier destino, incapaz de cualquier misión, enfermarse demasiado para viajar. Lo había conseguido hasta un punto espantoso.

—Oh, fue todo un espectáculo —dijo la mujer—. Lo estabas pasando tan bien como todos, ayudando a empujar el piano hasta la piscina. Y cuando por fin cayó, te dio el vino triste.

—El vino triste —repitió como un eco Constant. Era algo nuevo.

—Sí —dijo la mujer—. Dijiste que habías tenido una infancia muy desdichada, y le hiciste oír a todo el mundo lo desdichada que había sido. Cómo tu padre nunca te había dado una pelota, nunca, ninguna clase de pelota. La mitad del tiempo nadie te entendió, pero eso sí, hubo algo que todos entendieron, y es que nunca te habían dado ninguna clase de pelota.

—Después hablaste de tu madre —dijo la mujer—, y dijiste que si era una puta entonces estabas orgulloso de ser un hijo de puta, y sí que era una puta. Entonces dijiste que le regalarías un pozo petrolífero a la mujer que se te acercara, te estrechara la mano y dijera en voz bien alta, para que todos pudieran oír: «Soy una puta, igual que tu madre».

—¿Y entonces qué pasó? —dijo Constant.

—Le diste un pozo petrolífero a cada mujer de la fiesta —dijo la mujer—. Y después empezaste a llorar más que antes y me elegiste a mí y le dijiste a todo el mundo que yo era la única persona de todo el Sistema Solar en quien podías confiar. Dijiste que todos los demás estaban esperando que te quedaras dormido para poder embarcarte en una nave espacial y despacharte a Marte. Entonces echaste a todo el mundo salvo a mí. A los criados y a todo el mundo.

»Después volamos a México y nos casamos, y luego volvimos aquí —dijo—. Ahora descubro que no tienes dónde caerte muerto. Es mejor que vayas a la oficina y averigües qué mierda está pasando, porque mi amigo es un gángster y te matará si no me tratas como es debido.

»Carajo —añadió—, he tenido una infancia más desdichada que la tuya. Mi madre era una puta y mi padre nunca pisó la casa, tampoco, pero además éramos pobres. Tú por lo menos tenías miles de millones de dólares.

En Newport, Beatrice Rumfoord se volvió hacia su marido. Estaba en el umbral del Museo Skip, de frente al corredor. Desde la otra punta venía el sonido de la voz del mayordomo. El mayordomo estaba en la puerta principal, llamando a Kazak, el sabueso del espacio.

—Yo también sé algo de trenes fantasmas —dijo Beatrice.

—Qué bien —dijo Rumfoord con voz inexpresiva.

—Cuando tenía diez años —dijo Beatrice—, a mi padre se le metió en la cabeza que sería divertido hacerme subir a uno. Estábamos veraneando en Cape Cod y fuimos a un parque de diversiones en las afueras de Fall River.

»Compró dos entradas para el tren fantasma. Iba a tomarlo conmigo.

»Le eché una mirada al tren fantasma, me pareció tonto, sucio y peligroso, y me negué sencillamente a subir. Mi padre no lo consiguió —dijo Beatrice—, aunque era presidente de la Junta del Ferrocarril Central de Nueva York.

»Dimos media vuelta y regresamos a casa —dijo Beatrice, orgullosa. Le brillaban los ojos y asintió bruscamente con la cabeza—. Ésa es la manera de tratar a los trenes fantasmas —dijo.

Salió majestuosa del Museo Skip y fue al vestíbulo a esperar la llegada de Kazak.

En un instante sintió la presencia eléctrica de su marido detrás de ella.

—Bea —dijo—, si te parezco indiferente a tus desgracias, es sólo porque sé que al final todo terminará bien. Si parece grosero de mi parte que no me indigne ante la idea de que formes pareja con Constant, es sólo porque admito que será para ti un marido mucho mejor de lo que yo nunca he sido ni seré.

»Prepárate a estar realmente enamorada por primera vez —dijo Rumfoord—. Prepárate a comportarte aristocráticamente sin ninguna prueba exterior de tu aristocracia. Prepárate a no tener más que la dignidad, la inteligencia, la ternura que Dios te ha dado, prepárate a tomar esos elementos y nada más, y a hacer con ellos algo exquisito.

Rumfoord suspiró levemente. Se estaba poniendo trivial.

—Dios mío —dijo—, tú hablabas de trenes fantasmas… Detente a pensar un poco en qué tren fantasma estoy metido. Algún día en Titán te darás cuenta de qué manera despiadada me han utilizado, y quiénes, y con qué fines repugnantes y despreciables.

Kazak se precipitó dentro de la casa, sacudiendo los belfos. Aterrizó patinando en el piso pulido.

Trató de doblar en ángulo recto, hacia Beatrice. Cuanto más rápido corría, menos podría avanzar.

Se puso translúcido.

Empezó a encogerse, a chisporrotear insensatamente en el piso del vestíbulo como una pelota de pinpong en una sartén.

Después desapareció.

No había más perro.

Sin mirar atrás, Beatrice supo que su marido también había desaparecido.

—¿Kazak? —dijo débilmente.

Trató de hacer chasquear los dedos, como para atraer a un perro. Los dedos eran demasiado débiles para producir un sonido.

—Perrito lindo —murmuró.