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Entre Tímido y Tombuctu

«Supongo que hay alguien allá arriba a quien le gustó».

MALACHI CONSTANT

AHORA TODOS SABEN CÓMO ENCONTRAR el sentido de la vida dentro de uno mismo.

Pero la humanidad no siempre fue tan afortunada. Hace menos de un siglo los hombres y las mujeres no tenían fácil acceso a las cajas de rompecabezas que llevan dentro.

No podían nombrar siquiera uno de los cincuenta y tres portales del alma.

Las religiones de pacotilla eran el gran negocio.

La humanidad, ignorante de las verdades que yacen dentro de cada ser humano, miraba hacia afuera, pujaba siempre hacia afuera. En su impulso hacia afuera la humanidad confiaba en llegar a saber quién era el responsable de toda la creación y en qué consistía toda la creación.

La humanidad lanzaba sus agentes de avanzada hacia afuera, hacia afuera. En el momento preciso los lanzó al espacio, al incoloro, insípido, ingrávido mar de la exterioridad sin fin.

Los lanzó como piedras.

Esos desdichados agentes encontraron lo que ya habían encontrado abundantemente en la Tierra: una pesadilla sin fin, falta de sentido. Los dones del espacio, de la infinita exterioridad, eran tres: heroísmo vacío, comedia barata y muerte fútil.

La exterioridad perdió, por fin, sus imaginarios atractivos.

Sólo quedaba por explorar la interioridad.

Sólo el alma humana seguía siendo terra incognita.

Éste fue el comienzo de la virtud y la sabiduría.

¿Cómo eran las gentes en los viejos tiempos, con sus almas todavía inexploradas?

La siguiente es una verdadera historia de la Época de la Pesadilla, comprendida, año más, año menos, entre la Segunda Guerra Mundial y la Tercera Gran Depresión.

Había una multitud.

La multitud se había reunido porque iba a producirse una materialización. Un hombre y un perro se materializarían, saldrían del aire sutil, vapores al principio, tan sustanciales al final como cualquier hombre y perro vivientes.

La multitud no conseguiría ver la materialización. La materialización era estrictamente asunto privado, en propiedad privada, y la multitud no estaba, decididamente, invitada a recrearse los ojos.

La materialización, como una ejecución moderna, civilizada, iba a producirse entre paredes altas, desnudas, custodiadas. Y del otro lado de las paredes la multitud era como la multitud que está del otro lado de las paredes en una ejecución.

La multitud sabía que no iba a ver nada, pero sus integrantes se complacían en estar cerca, en contemplar las desnudas paredes e imaginar lo que estaba sucediendo adentro. Los misterios de la materialización, como los misterios de una ejecución, eran encarecidos por la pared; diapositivas de la linterna mágica de una imaginación enfermiza, diapositivas proyectadas por la multitud en las desnudas paredes de piedra, los volvían pornográficos.

La ciudad era Newport, Rhode Island, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea. Las paredes eran las de la propiedad de Rumfoord.

Diez minutos antes de que la materialización hubiera de producirse, unos agentes de policía difundieron el rumor de que la materialización había ocurrido prematuramente, fuera de las paredes, y que el hombre y su perro podían verse tan claros como el día a dos cuadras de distancia. La multitud se precipitó para ver el milagro en el cruce.

La multitud se volvía loca por los milagros.

En el extremo más alejado de la multitud había una mujer que pesaba ciento cincuenta kilos. Tenía bocio, una manzana acaramelada y una niña gris de seis años. Llevaba a la niña de la mano y se abría paso a empujones, como una pelota en la punta de un elástico.

—Wanda June —dijo—, si no empiezas a portarte bien, no te traeré nunca más a una materialización.

Las materializaciones se habían producido durante nueve años, una cada cincuenta y nueve días. Los hombres más doctos y valiosos del mundo habían suplicado conmovedoramente por el privilegio de ver una materialización. Cualquiera que fuese la forma de sus peticiones, la respuesta era tajante. La negativa era siempre la misma, de puño y letra de la secretaria social de Mrs. Rumfoord.

A pedido de Mrs. Winston Niles Rumfoord, le comunico que no puede extenderle la invitación que usted solicita. La señora está segura de que usted comprenderá su sentir en esta cuestión: que el fenómeno que usted desea observar es un trágico asunto de familia, que no se presta en absoluto a ser visto por extraños, por muy noble que sea el motivo de su curiosidad.

Ni Mrs. Rumfoord ni su personal respondieron a ninguna de las decenas de miles de preguntas que se les hicieron sobre las materializaciones. Mrs. Rumfoord consideraba que debía muy poco al mundo en materia de información. Cumplía esa obligación incalculablemente pequeña comunicando un informe veinticuatro horas después de cada materialización. Nunca pasaba de unas cien palabras. El mayordomo lo depositaba en una caja de vidrio encadenada a la pared próxima a la única entrada de la propiedad.

La única entrada de la propiedad era una puerta como para Alicia en el País de las Maravillas, situada en la pared oeste. Tenía apenas un metro y medio de alto. Era de hierro y estaba cerrada con una gran cerradura Yale.

Los anchos portones de la propiedad habían sido tapiados.

Los informes que aparecían en la caja de vidrio junto a la puerta de hierro eran uniformemente glaciales y displicentes. Lo que decían sólo servía para entristecer a quien tuviera una pizca de curiosidad. Comunicaban la hora exacta en que Winston, el marido de Mrs. Rumfoord, y su perro Kazak, se habían materializado, y la hora exacta en que se habían desmaterializado. El estado de salud del hombre y su perro era invariablemente calificado de bueno. Los informes daban a entender que el marido de Mrs. Rumfoord podía ver el pasado y el futuro con claridad, pero no se molestaban en dar ejemplos de visiones en ninguno de los dos sentidos.

La multitud había sido engañada para apartarla de la propiedad a fin de que pudiera llegar sin inconvenientes hasta la puertecita de hierro de la pared occidental una limousine alquilada. De la limousine salió un hombre delgado, vestido como un dandy eduardiano, que mostró un papel al policía guardián de la entrada. Estaba disfrazado con una barba postiza y anteojos oscuros.

El policía asintió con un gesto y el hombre abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo. Se precipitó adentro y cerró tras de sí con un portazo.

La limousine se fue.

¡Cuidado con el perro!, decía un cartel sobre la puertecita de hierro. Los resplandores del atardecer de verano temblaron entre los filos y las puntas de vidrio roto incrustadas en el cemento, en lo alto de la pared.

El hombre que había entrado era la primera persona invitada por Mrs. Rumfoord a una materialización. No era un gran hombre de ciencia. Ni siquiera era un hombre educado. Había sido expulsado de la Universidad de Virginia al promediar su primer año de estudios. Era Malachi Constant, de Hollywood, California, el más rico de los norteamericanos y famoso libertino.

¡Cuidado con el perro!, decía el cartel por fuera de la puertecita de hierro. Pero del lado de adentro sólo había el esqueleto de un perro. Llevaba un collar erizado de púas y encadenado a la pared. Era el esqueleto de un perro muy grande, un mastín. Los largos dientes encajaban como en un engranaje. El cráneo y las mandíbulas formaban una máquina, astutamente articulada e inocua, de desgarrar carne. Las mandíbulas se cerraban con un chasquido. Aquí habían estado los ojos brillantes, allí las agudas orejas, allá el suspicaz hocico, aquí el cerebro del carnívoro. Cuerdas de músculos, enganchados aquí y allá, juntaban los dientes a través de la carne con un chasquido.

El esqueleto era simbólico, como un pretexto, un tema de conversación propuesto por una mujer que no hablaba con casi nadie. Allí, junto a la pared, no había muerto ningún perro en su puesto. Mrs. Rumfoord había comprado los huesos a un veterinario, los había mandado blanquear y barnizar y los había hecho armar con alambres. El esqueleto era uno de los muchos comentarios amargos y oscuros de Mrs. Rumfoord sobre las bromas pesadas que el tiempo y su marido le habían jugado.

Mrs. Winston Niles Rumfoord tenía diecisiete millones de dólares. Mrs. Winston Niles Rumfoord ocupaba la posición social más alta que se pudiera tener en los Estados Unidos de Norteamérica. Mrs. Winston Niles Rumfoord era sana y bella, y además talentosa. Tenía talento de poeta. Había publicado anónimamente un delgado volumen de poemas titulado Entre Tímido y Tombuctu. El libro había recibido una discreta acogida.

El título derivaba del hecho de que, en inglés, todas las palabras entre timid (tímido) y Timbuktu (Tombuctú) en los diccionarios abreviados, se relacionan con el tiempo (time).

Pero a pesar de estar tan bien dotada, Mrs. Rumfoord hacía cosas turbias como encadenar el esqueleto de un perro a la pared, tapiar los portones de la propiedad, permitir que los famosos y convencionales jardines se convirtieran en una selva de New England.

Moraleja: El dinero, la posición, la salud, la belleza y el talento no son nada.

Malachi Constant, el más rico de los norteamericanos, cerró tras de sí la puerta de Alicia en el País de las Maravillas. Colgó los anteojos oscuros y la barba postiza en la hiedra de la pared. Dejó atrás vivamente el esqueleto del perro, mirando al mismo tiempo su reloj que funcionaba con energía solar. Dentro de siete minutos, un mastín viviente llamado Kazak se materializaría y andaría vagando por allí.

«Kazak muerde», había dicho Mrs. Rumfoord en su invitación, «le ruego que sea puntual».

Constant sonrió al recordar la advertencia de que fuera puntual. Ser puntual significaba existir como un punto, significaba tanto eso como llegar a un lugar a tiempo. Constant existía como un punto, no podía imaginar cómo sería existir de otro modo.

Ésa era una de las cosas que iba a descubrir: cómo era existir de alguna otra manera. El marido de Mrs. Rumfoord existía de otra manera.

Winston Niles Rumfoord había conducido su nave espacial privada hasta el corazón de un infundibulum crono-sinclástico inexplorado, situado dos días más allá de Marte. Sólo un perro lo había acompañado. Ahora Rumfoord y el perro Kazak existían como fenómeno ondulatorio, al parecer vibrando en una espiral torcida que empezaba en el Sol y concluía en Betelgeuse.

La tierra estaba a punto de interceptar esa espiral.

Cualquier explicación breve sobre los infundibula crono-sinclásticos ofenderá seguramente a los especialistas en la materia. Como quiera que sea, la mejor explicación breve es probablemente la del Dr. Cyril Hall, que aparece en la decimocuarta edición de la Enciclopedia infantil de maravillas e inventos. Reproducimos aquí el artículo completo, amablemente autorizados por los editores:

Infundibula crono-sinclásticos. Imagina que tu papá es el hombre más inteligente de la tierra, y que conoce todo lo que existe, tiene razón en todo y puede probarlo. Imagina ahora a otro chico en otro lindo mundo, a millones de años luz de distancia, y que el papá de ese chico es el hombre más inteligente de ese lindo mundo tan alejado. Y que es tan inteligente y tiene tanta razón como tu papá. Los dos papás son inteligentes, los dos papás tienen razón.

Sólo que si llegaran a encontrarse, se pelearían muchísimo, porque no estarían de acuerdo en nada. Tú puedes decir que tu papá tiene razón y que el papá del otro chico está equivocado, pero el Universo es un lugar enormemente grande. Hay espacio bastante para una inmensa cantidad de gente que tiene razón y sin embargo no se pone de acuerdo.

La razón de que los dos papás tengan razón y sin embargo se peleen tanto es la de que hay muchísimas maneras de tener razón. Pero hay lugares en el Universo donde cada papá puede al fin pescar lo que el otro papá está diciendo. En esos lugares todas las clases diferentes de verdades se ajustan tan bien como las piezas del reloj solar de tu papá. A esos lugares se les llama infundibula crono-sinclásticos.

Según parece, el Sistema Solar está lleno de infundibula crono-sinclásticos. Estamos seguros de que hay uno enorme situado entre la Tierra y Marte. Lo sabemos porque allí estuvieron un hombre terrestre y su perro terrestre.

Quizá pienses que sería lindo ir a un infundibulum crono-sinclástico para ver las maneras diferentes que hay de tener toda la razón, pero es algo muy peligroso. El pobre hombre y su no menos pobre perro se desperdigaron en todas direcciones, no sólo del espacio, sino también del tiempo.

Crono significa tiempo. Sinclástico significa curvado hacia el mismo lado en todas direcciones, como la cáscara de una naranja. Infundibulum es lo que los antiguos romanos como Julio César y Nerón llamaban un embudo. Si no sabes lo que es un embudo, pídele a tu mamá que te muestre uno.

La llave de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas había llegado junto con la invitación. Malachi Constant la deslizó en el bolsillo forrado de piel de su pantalón y siguió el único sendero que se abría delante de él. Caminó en una sombra profunda, pero los rayos descendentes del ocaso ponían en las cimas de los árboles una luz como la de Maxfield Parrish.

Constant jugueteaba con la invitación a medida que iba avanzando, a la espera de que se la pidiesen en cada vuelta. La tinta de la invitación era violeta. Mrs. Rumfoord tenía sólo treinta y cuatro años, pero escribía como una anciana, con una mano nudosa como un garfio. Detestaba francamente a Constant, a quien nunca había visto. El tono de la invitación era reticente, es lo menos que se podía decir, y como escrita en un pañuelo sucio.

«Durante su última materialización», decía la tarjeta, «mi marido insistió en que usted estuviese presente en la próxima. No pude disuadirlo de ello, a pesar de los muchos y manifiestos inconvenientes de la cosa. Insiste en que lo conoce bien a usted, pues lo ha encontrado en Titán que, por lo que he podido entender, es una luna del planeta Saturno».

Apenas había una frase en la invitación donde no figurara el verbo insistir. El marido de Mrs. Rumfoord había insistido en que ella hiciera algo con lo cual estaba en absoluto desacuerdo, y ella a su vez insistía en que Malachi Constant se comportara lo mejor que pudiese, como el caballero que no era.

Malachi Constant nunca había estado en Titán. Que él supiera, jamás había salido de la envoltura gaseosa de su planeta natal, la Tierra. Al parecer iba a enterarse de que no era así.

Las vueltas del sendero eran muchas y la visibilidad escasa. Constant avanzaba por un caminito verde y húmedo del ancho de una cortadora de césped, que era en realidad la huella dejada por la cortadora. A los dos lados se levantaban las verdes paredes de la selva en que se habían convertido los jardines.

La huella de la cortadora orilló una fuente seca. El hombre que manejaba la cortadora había mostrado su imaginación en ese punto, bifurcando el sendero. Constant podía elegir el lado de la fuente por el que prefiriera pasar. Se detuvo en la bifurcación, miró hacia arriba. La fuente misma era de una imaginación maravillosa: un cono formado por varios tazones de piedra de diámetros decrecientes. Los tazones formaban argollas alrededor de un tubo cilíndrico de unos doce metros de alto.

En un arranque, Constant no eligió ni una ni la otra rama de la bifurcación, sino que se trepó a la fuente. Subió de un tazón a otro con intención de ver desde lo alto adónde había llegado y hacia dónde iba.

Desde la cúspide, en el tazón más pequeño de la fuente barroca, los pies entre ruinas de nidos de pájaros, Malachi Constant echó una mirada a la propiedad y a una gran parte de Newport y de Narragansett Bay. Tendió el reloj hacia la luz del sol, a fin de que bebiera el elemento que era para los relojes solares lo que el dinero para los hombres de la Tierra.

La fresca brisa marina desordenaba el pelo renegrido de Constant. Era un hombre bien plantado, quizá un poco pesado, moreno, de labios de poeta, suaves ojos castaños sombreados por un entrecejo como el del hombre de Cromagnón. Tenía treinta y un años, y tres mil millones de dólares, en gran parte heredados.

Su nombre significaba mensajero fiel.

Especulaba sobre todo con acciones de sociedades comerciales.

En las depresiones que siempre sufría después del alcohol, las drogas y las mujeres, Constant deseaba una sola cosa, un solo mensaje que tuviera suficiente dignidad e importancia como para transmitirlo humildemente.

El lema del escudo de armas que Constant se había dibujado decía simplemente: El mensajero espera.

Probablemente Constant pensaba en un mensaje divino, de primera clase, a alguien igualmente distinguido.

Constant miró una vez más su reloj solar. Tenía dos minutos para bajar y llegar a la casa, dos minutos antes que Kazak se materializara y buscase a forasteros para morderlos. Constant se rió para sí pensando en lo encantada que estaría Mrs. Rumfoord si ese ordinario, ese advenedizo de Mr. Constant, de Hollywood, se pasaba toda la visita encaramado en la fuente, acosado por un perro de raza. Mrs. Rumfoord podría incluso hacer funcionar la fuente.

Era posible que estuviese observando a Constant. La mansión estaba a un minuto de marcha de la fuente, instalada fuera de la selva, junto a una picada tres veces más ancha que el sendero.

La mansión de Rumfoord era de mármol, una reproducción ampliada de la sala de fiestas del White-hall Palace, de Londres. Como casi todas las mansiones verdaderamente importantes de Newport, era una parienta colateral de las oficinas de correos y de los tribunales federales del estado.

La mansión de Rumfoord era una muestra tremendamente cómica del concepto de «Gente de Pro». Era seguramente uno de los ensayos más importantes sobre densidad efectuados desde la Gran Pirámide de Khufu. En cierto modo era un ensayo más afortunado de permanencia que la Gran Pirámide, que se afilaba hasta anularse a medida que subía al cielo. En la mansión de Rumfoord nada disminuía a medida que subía al cielo. Invertida, hubiera tenido exactamente el mismo aspecto.

La densidad y permanencia de la casa era una variante irónica del hecho de que quien fuera amo de la casa, no tenía más sustancia que un rayo de luna, salvo durante una hora cada cincuenta y nueve días.

Constant bajó de la fuente, haciendo pie en el borde de los tazones cada vez más grandes. Cuando llegó abajo, deseó con intensidad que funcionara la fuente. Pensó en la multitud reunida afuera, que también disfrutaría viéndola funcionar. Le encantaría ver cómo el tazón más chiquito de la punta misma se desbordaba en el tazoncito siguiente… y cómo el tazoncito siguiente se desbordaba en el tazoncito siguiente… y el siguiente tazoncito se desbordaba en el siguiente, y así sucesivamente, en una rapsodia en que cada tazón se desbordaba cantando su propia y alegre canción acuática. Y bostezando debajo de aquellos tazones estaba la boca abierta del más grande de todos… una especie de Belcebú, reseco e insaciable… esperando, esperando, esperando esa primera, dulce gota.

Constant se extasiaba imaginando la fuente en funcionamiento. La fuente era como una alucinación y las alucinaciones, por lo general provocadas por la droga, eran casi lo único capaz de sorprender y entretener a Constant.

El tiempo pasaba rápidamente. Constant no se movía.

En algún lugar de la propiedad ladró un mastín. El ladrido sonó como los golpes de un mazo en un gran gong de bronce.

Constant despertó de su contemplación de la fuente. El mastín no podía ser sino Kazak, el sabueso del espacio. Kazak se había materializado. Kazak olía la sangre de un advenedizo.

Corrió la distancia que había hasta la casa.

Un viejo mayordomo de calzón corto abrió la puerta a Malachi Constant, de Hollywood. Lloraba de alegría. Señalaba una habitación que Constant no podía ver. Trataba de describir lo que lo hacía feliz y le provocaba lágrimas. No podía hablar. Tenía la mandíbula paralizada y lo único que pudo decir a Constant fue:

—«Golpe, golpe…, golpe, golpe, golpe».

En el piso del vestíbulo el mosaico dibujaba un zodíaco alrededor de un sol de oro.

Winston Niles Rumfoord, que se había materializado sólo un minuto antes, apareció en el vestíbulo y se paró sobre el sol. Era mucho más alto y pesado que Malachi Constant, y la primera persona ante la cual éste pensó que podía haber alguien superior a él. Winston Niles Rumfoord extendió su pesada mano, saludó a Constant con familiaridad, cantando casi sus palabras con timbre de tenor escocés.

—Encantado, encantado, encantado, Mr. Constant —dijo Rumfoord—. Muy amable de su parte haber veniiiiido.

—El gusto es mío —dijo Constant.

—Me han dicho que usted es posiblemente el hombre más afortunado del mundo.

—Quizá hayan exagerado un poco —dijo Constant.

—Usted no va a negar que ha tenido una suerte fantástica en los negocios —dijo Rumfoord.

Constant sacudió la cabeza.

—No, sería difícil negarlo.

—¿Y a qué atribuye su maravillosa suerte? —dijo Rumfoord.

Constant se encogió de hombros.

—¿Quién puede saberlo? —dijo—. Supongo que hay alguien allá arriba a quien le gusto.

Rumfoord miró al cielo raso.

—Una idea encantadora, la de que hay alguien allá arriba a quien usted le gusta.

Constant que cambiaba un apretón de manos con Rumfoord mientras hablaban, pensó que la suya era de pronto pequeña y como una garra.

La palma de Rumfoord era callosa pero no córnea como la de un hombre condenado a un solo oficio durante toda su vida. Los callos eran todos uniformes, provocados por las mil labores felices de una clase activamente ociosa.

Por un momento Constant olvidó que el hombre cuya mano estrechaba era simplemente un aspecto, un nudo de un fenómeno ondulatorio que se extendía desde el Sol a Betelgeuse. El apretón de manos recordó a Constant lo que estaba tocando, pues sintió en la suya el hormigueo ligero pero inconfundible de una corriente eléctrica.

Constant no se había dejado intimidar por el tono con que Mrs. Rumfoord lo había invitado a la materialización. Constant era un hombre y Mrs. Rumfoord una mujer, y Constant imaginaba que ya tendría manera de demostrar su indiscutible superioridad.

Winston Niles Rumfoord era otra cosa, moralmente, espacialmente, socialmente, sexualmente y eléctricamente hablando. La sonrisa y el apretón de manos de Winston Niles Rumfoord desmontaban la alta opinión que Constant tenía de sí mismo, como los peones de un parque de diversiones desmontan la rueda de la «Vuelta al Mundo».

Constant, que había ofrecido sus servicios a Dios como mensajero, estaba aterrado ahora por la discretísima grandeza de Rumfoord. Constant hurgaba en su memoria buscando pruebas pasadas de su propia grandeza. Hurgaba en su memoria como un ladrón en la billetera de otro hombre. Constant encontró su memoria atiborrada de instantáneas ajadas, sobreexpuestas, de todas las mujeres que había poseído, de ridículas credenciales probatorias de que era dueño de empresas aún más ridículas, de certificados que le atribuían virtudes y poderes que sólo pueden tener tres mil millones de dólares. Había incluso una medalla de plata con cinta roja, otorgada a Constant por haberse clasificado segundo en el torneo interno de salto en alto y en largo, de la Universidad de Virginia.

Rumfoord seguía sonriendo.

Para seguir con la analogía del ladrón que pasa a otra billetera, Constant desgarró las costuras de su memoria, en la esperanza de encontrar un compartimiento secreto donde hubiera algo de valor. No había compartimiento secreto, no había nada de valor. Todo lo que le quedaba era la cáscara de su memoria, pedazos descosidos, lacios.

El viejo mayordomo miraba con adoración a Rumfoord, y siguió haciendo contorsiones de adulación como una vieja horrible que posara para un cuadro de la Madonna.

—El amo… —balaba—, el joven amo.

—Puedo leer su pensamiento, ¿sabe? —dijo Rumfoord.

—¿Ah, sí? —dijo Constant humildemente.

—Es lo más fácil del mundo —dijo Rumfoord. Le centelleaban los ojos—. Usted no es un mal tipo, sabe —dijo—, sobre todo cuando se olvida de quién es. —Le tocó ligeramente el brazo. Era un gesto de político, el vulgar gesto público de un hombre que en privado, entre los suyos, haría lo indecible por no tocar a nadie.

—Si para usted es tan importante, en esta etapa de nuestra relación, sentirse de algún modo superior a mí —dijo en tono amable—, piense en esto: Usted puede reproducirse, yo no.

Volvió su ancha espalda a Constant y echó a andar a través de una serie de vastos aposentos.

Se detuvo en uno, insistió en que Constant admirara un enorme óleo, la figura una niña que tenía las riendas de un pony inmaculadamente blanco. La niña llevaba un sombrero blanco, un vestido blanco y almidonado, guantes blancos, calcetines blancos y zapatos blancos.

Era la niña más limpia, más helada que Malachi Constant hubiera visto jamás. Su expresión era extraña, y Constant decidió que estaba preocupada por la idea de mancharse aunque sólo fuera un poquito.

—Lindo cuadro —dijo Constant.

—No estaría mal que se cayera en un charco de barro, ¿verdad? —dijo Rumfoord.

Constant sonrió inseguro.

—Mi mujer cuando niña —dijo Rumfoord bruscamente, y salió de la habitación.

Avanzó por un corredor trasero hasta un cuartito minúsculo, apenas más grande que un gran armario para escobas. Tenía aproximadamente tres metros de largo, un metro ochenta de ancho y un techo, como el resto de las habitaciones de la casa, de seis metros de alto. El cuarto era como una chimenea. Había allí dos sillas de brazos altos.

—Un accidente arquitectónico —dijo Rumfoord cerrando la puerta y mirando el cielo raso.

—¿Cómo dijo? —preguntó Constant.

—Este cuarto —dijo Rumfoord, y blandamente trazó con la mano derecha el signo mágico de una escalera de caracol—, es una de las pocas cosas que he deseado con toda mi alma cuando era chico: este cuartito.

Con la cabeza señaló las estanterías instaladas a menos de dos metros de alto en la pared de la ventana. Estaban magníficamente hechas. Sobre los estantes había una plancha de madera flotante donde escrito con pintura azul se leía: Museo Skip.

El Museo Skip era un museo de vestigios —endoesqueletos y exoesqueletos— de caracolas, corales, huesos, cartílagos y quitones, de restos y residuos diversos de seres desaparecidos hacía mucho tiempo. La mayoría de los especímenes eran de los que un niño —probablemente Skip— podía encontrar fácilmente en las playas y bosques de Newport. Algunos eran evidentemente regalos costosos hechos a un niño sumamente interesado en las ciencias biológicas.

El principal de esos regalos era el esqueleto completo de un ser humano adulto, del sexo masculino.

Había también un caparazón completo y vacío de armadillo, un pájaro embalsamado y el largo colmillo en espiral de un narval al que Skip había puesto en broma el rótulo: Cuerno de unicornio.

—¿Quién es Skip? —dijo Constant.

—Soy yo —dijo Rumfoord—. Era.

—No sabía —dijo Constant.

—Sólo para los de la familia, naturalmente.

—Ajá —dijo Constant.

Rumfoord se sentó en una de las sillas, indicó a Constant la otra.

—Los ángeles tampoco pueden, sabe —dijo Rumfoord.

—¿No pueden qué? —preguntó Constant.

—Reproducirse —contestó Rumfoord. Ofreció a Constant un cigarrillo, tomó también uno y lo metió en una larga boquilla de hueso—. Lamento que mi mujer no pueda bajar para recibirlo, pero está indispuesta —dijo—. No es que quiera evitarlo a usted, sino a mí.

—¿A usted? —dijo Constant.

—Exactamente. No me ve desde mi primera materialización. —Lanzó una risita lastimosa—. Una vez le bastó.

—Lo siento —dijo Constant—. No comprendo.

—No le gustan mis predicciones —dijo Rumfoord—. Lo poco que le dije de su futuro le resultó muy perturbador. No le interesa oír nada más. —Se recostó en la silla, aspiró profundamente—. Le diré, Mr. Constant —añadió afablemente—, es una tarea ingrata la de decir a la gente que está en un Universo duro, duro.

—Mrs. Rumfoord me dijo que usted le había pedido que me invitara —dijo Constant.

—Recibió el mensaje por medio del mayordomo —dijo Rumfoord—. La desafié a que lo invitara, si no ella no lo habría hecho. Tenga esto bien presente: la única manera de conseguir que haga algo es decirle que no tendrá el coraje de hacerlo. No es una técnica infalible, claro. Podría mandarle un mensaje ahora, diciéndole que no tiene el coraje de enfrentar el futuro, y ella me enviaría de vuelta un mensaje diciendo que tengo razón.

—Pero usted… ¿puede ver realmente el futuro? —dijo Constant. La piel de la cara se le puso seca, como si fuera a resquebrajarse. Le sudaban las palmas de las manos.

—Hablando en rigor, sí —dijo Rumfoord—. Cuando llegué con mi nave espacial al infundibulum crono-sinclástico, tuve como en un relámpago la visión de que todo lo que había sido sería siempre, y que todo lo que fuera siempre había sido. —Se rió de nuevo—. El saber esto quita todo prestigio a las predicciones, las convierte en la cosa más sencilla, más evidente que pueda imaginarse.

—¿Usted le dijo a su mujer todo lo que iba a sucederle? —preguntó Constant. Era una pregunta indirecta. A Constant no le interesaba lo que pudiera sucederle a la mujer de Rumfoord. Estaba ansioso de tener noticias sobre su propia persona. Por timidez había preguntado acerca de Mrs. Rumfoord.

—No todo —dijo Rumfoord—. No me dejó que se lo dijera todo. Lo poco que le dije le quitó las ganas de saber más.

—Ah ya veo —dijo Constant, que no veía absolutamente nada.

—Sí —dijo Rumfoord afablemente—. Le dije que usted y ella se casarían en Marte. —Se encogió de hombros—. No exactamente que se casarían —añadió— sino que serían cruzados por los marcianos, como ganado.

Winston Niles Rumfoord era miembro de la única clase norteamericana verdadera. La clase lo era de verdad porque sus límites habían quedado claramente definidos por lo menos durante dos siglos, claramente definidos para quien tuviera el sentido de las definiciones. De la reducida clase de Rumfoord habían salido una decena de presidentes de los Estados Unidos, un cuarto de los exploradores, un tercio de los gobernadores del litoral occidental, la mitad de los ornitólogos full-time, tres cuartos de los grandes yachtmen, y virtualmente todos los que pagaban los déficit de la gran ópera. Era una clase singularmente exenta de charlatanes, con la notable excepción de los charlatanes políticos. La charlatanería política era una manera de conseguir cargos y nunca se aplicaba a la vida privada. Una vez en el cargo, casi todos sin excepción se mostraban magníficamente responsables.

Si Rumfoord acusaba a los marcianos de cruzar a las personas como si no fueran más que ganado, acusaba a los marcianos de hacer ni más ni menos lo que había hecho su propia clase. La fuerza de esa clase dependía hasta cierto punto de la buena administración financiera, pero dependía en mayor medida de los casamientos basados cínicamente en los tipos de hijos que podían producirse.

El desiderátum era niños sanos, bonitos, juiciosos.

El análisis más competente, aunque sin sentido del humor, que se haya hecho de la clase de Rumfoord, es sin lugar a dudas el de Waltham Kittredge en The American Philosopher Kings. Kittredge probó que la clase era en realidad un familia cuyos cabos sueltos volvían a anudarse en un apretado núcleo de consanguinidad por vía de casamientos entre primos. Rumfoord y su mujer, por ejemplo, eran primos terceros, y se detestaban mutuamente.

Y en el diagrama que Kittredge trazara de la clase de Rumfoord, se vio que a nada se parecía tanto como al apretado y redondo nudo conocido con el nombre de puño de mono.

Waltham Kittredge fracasaba muchas veces en su intento de expresar con palabras la atmósfera de la clase de Rumfoord. Como profesor que era, buscaba a tientas las grandes palabras, y al no encontrar ninguna adecuada, había acuñado una cantidad de vocablos nuevos e intraducibles.

De toda la jerga de Kittredge, sólo una expresión ha ingresado en el lenguaje de la conversación: coraje no-neurótico.

Esa clase de coraje había sido, desde luego, la que llevó a Winston Niles Rumfoord a salir al espacio. Era coraje puro, no sólo puro de la codicia de fama y dinero, sino puro de todo incentivo con resabios de inadaptación o no-convencionalismo.

Hay, dicho sea de paso, dos palabras vulgares y enérgicas que hubieran servido muy bien, la una o la otra, para sustituir la jerga de Kittredge: estilo y gallardía.

Cuando Rumfoord fue la primera persona propietaria de una nave espacial privada, pagando cincuenta y ocho millones de dólares contantes y sonantes, eso era estilo.

Cuando los gobiernos de la tierra suspendieron toda exploración del espacio a causa de los infundibula crono-sinclásticos y Rumfoord anunció que él iría a Marte, eso era estilo.

Cuando Rumfoord anunció que llevaría consigo un perro enorme, pues una nave espacial no era más que un coche de sport sofisticado, como si un viaje a Marte fuera poco más que una vuelta hasta la carretera de Connecticut, eso era estilo.

Cuando no se sabía lo que podía ocurrir si una nave espacial llegaba a un infundibulum crono-sinclástico, y Rumfoord se encaminó directamente al centro de uno de ellos, eso era sin duda gallardía.

Contraponiendo a Malachi Constant, de Hollywood, con Winston Niles Rumfoord, de Newport y de la Eternidad:

Todo lo que Rumfoord hacía lo hacía con estilo, dejando bien parada a la humanidad.

Todo lo que Constant hacía lo hacía con exhibición de estilo —en forma agresiva, estentórea, infantil, inútil, dejando mal parados a sí mismo y a la humanidad.

Constant se erizaba de coraje, pero era todo menos un no-neurótico. Todas las cosas corajudas que había hecho tenían por incentivo el despecho y el temor que le venía de la infancia, de pasar por blandengue.

Al oír de boca de Rumfoord que en Marte lo casarían con Mrs. Rumfoord, Constant apartó la mirada y la dirigió al museo de vestigios. Tenía las manos muy apretadas.

Carraspeó varias veces. Después silbó despacito entre la lengua y el paladar. En general se comportaba como un hombre a la espera de que se le pase un dolor terrible. Cerró los ojos y aspiró aire entre los dientes.

—Vaya, Mr. Rumfoord —dijo suavemente—. ¿Marte?

—Marte —dijo Rumfoord—. Desde luego, no es su último destino, ni tampoco Mercurio.

—¿Mercurio? —elijo Constant. Convirtió ese nombre encantador en un graznido sin gracia.

—Su destino es Titán —dijo Rumfoord—, pero visitará Marte, Mercurio y otra vez la Tierra antes de llegar allá.

Es esencial saber en qué punto se hallaba la exploración exacta del espacio cuando Malachi Constant recibió la noticia de sus futuras visitas a Marte, Mercurio, la Tierra y Titán. La actitud de la Tierra con respecto a la exploración espacial era muy parecida a la actitud de Europa respecto a la exploración del Atlántico antes de los viajes de Cristóbal Colón.

Pero con estas importantes diferencias: los monstruos existentes entre los exploradores del espacio y sus metas no eran imaginarios, sino numerosos, horribles, variados y uniformemente cataclísmicos; el costo de una expedición, por pequeña que fuese, bastaba para arruinar a la mayoría de las naciones, y era virtualmente cierto que ninguna expedición podía aumentar la riqueza de sus patrocinadores.

En una palabra, el más pedestre sentido común y las mejores informaciones científicas indicaban que no había nada bueno que decir de la exploración del espacio.

Hacía mucho que había pasado la época en que cada país podía alcanzar más gloria que los otros lanzando a la nada algún objeto pesado. La Galactic Spacecraft, sociedad dirigida por Malachi Constant, había recibido el último pedido de uno de esos artefactos espectaculares, un cohete de 90 metros de largo por 10 de diámetro. Había sido construido, pero la orden de lanzamiento nunca había llegado.

La nave tenía el sencillo nombre de La Ballena, y contaba con instalaciones para cinco pasajeros.

La interrupción tan brusca de las actividades había sido determinada por el descubrimiento de los infundibula crono-sinclásticos. El descubrimiento se había hecho por vía matemática, a partir de los extraños esquemas de vuelo de las naves sin hombres, enviadas, al parecer, anticipadamente.

El descubrimiento de los infundibula crono-sinclásticos, en efecto, planteó a la humanidad la siguiente pregunta: «¿Qué nos hace pensar que vamos a alguna parte?».

Era una situación hecha de medida para los predicadores fundamentalistas norteamericanos. Fueron más rápidos que los filósofos, los historiadores o quienquiera que fuese, en decir cosas sensatas sobre la truncada Era Espacial. Dos horas antes de que se cancelara indefinidamente el lanzamiento de La Ballena, el Reverendo Bobby Denton clamaba en la Cruzada de Amor emprendida en Wheeling West, Virginia:

«Y descendió el Señor para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo el Señor: “He aquí, el pueblo es uno y todos estos tienen un lenguaje: y han comenzado a obrar, y nada les retraerá ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero”. Así los esparció el Señor desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió el Señor el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra».

Bobby Denton echó a su audiencia una brillante mirada de amor, y procedió a asarla en los carbones de su propia iniquidad.

—¿Y no son éstos tiempos bíblicos? —dijo—. ¿No hemos edificado con acero y orgullo una abominación más alta que la Torre de Babel de los antiguos? ¿Y no pretendemos, como aquellos constructores de la antigüedad, llegar así al cielo? ¿Y no hemos oído decir muchas veces que el lenguaje de los científicos es internacional? Usan todos las mismas palabras griegas y latinas para aludir a las cosas y hablan todos el lenguaje de los números. —A Denton le parecía ésta una prueba suficientemente condenatoria, y los Cruzados del Amor asintieron fríamente, sin entender del todo por qué.

»Entonces, ¿por qué hemos de gritar de sorpresa y dolor cuando Dios nos dice lo que dijo al pueblo que edificaba la Torre de Babel? «¡No! ¡Fuera de aquí! ¡No iréis al Cielo ni a parte alguna con ese artefacto! Dispersaos, ¿me oís? ¡Basta de hablar el lenguaje de la ciencia los unos con los otros! ¡Nada os apartará ahora de lo que habíais pensado hacer, si seguís hablando el lenguaje de la ciencia los unos con los otros, y Yo no lo quiero! Yo, vuestro Señor en las Alturas, quiero que os abstengáis de algunas cosas, de modo que os dejaréis de pensar en torres descabelladas y cohetes al Cielo, y empezaréis a pensar en cómo ser mejores vecinos, esposos y esposas, hijos e hijas. ¡No busquéis cohetes para salvaros, buscad vuestros hogares e iglesias!».

La voz de Bobby Denton enronqueció y disminuyó.

—¿Queréis volar a través del espacio? ¡Dios os ha dado ya la nave espacial más maravillosa de toda la creación! ¡Sí! ¿Velocidad? ¿Queréis velocidad? La nave espacial que Dios os ha dado va a sesenta y seis mil millas por hora, y seguirá corriendo a esa velocidad por toda la eternidad, si Dios así lo quiere. ¿Queréis una nave espacial que transporte confortablemente a los hombres? ¡La tenéis! No transportará solamente un hombre rico y su perro, o cinco o diez hombres, ¡No, Dios no es un pobre diablo! ¡Os está dando una nave espacial que transportará a miles de millones de hombres, mujeres y niños! ¡Sí! Y no necesitan amarrarse a los asientos o usar escafandras. ¡No! ¡En la nave espacial de Dios, no! En la nave espacial de Dios la gente puede nadar, y caminar al sol, y jugar al béisbol, y patinar sobre hielo, y dar una vuelta en coche con los parientes los domingos después del servicio religioso y comer un pollo en familia.

Bobby Denton hizo un gesto de afirmación.

—Sí —dijo—, y si alguien piensa que Dios es ruin pues ha puesto cosas afuera en el espacio para impedirnos volar allí, recordémosle la nave espacial que Dios nos ha dado. Y no necesitamos comprar el combustible, ni preocuparnos en gastar en cualquier clase de combustible que hayamos de usar. ¡No! Dios se ocupa de todo esto.

»Dios nos ha dicho lo que debemos hacer en esta maravillosa nave espacial. Escribió las reglas de manera que cualquiera pudiese entenderlas. No hace falta ser un físico o un gran químico o un Alberto Einstein para entenderlas. ¡No! Ni tampoco formuló muchas reglas. Me han contado que si se lanza La Ballena, habrá que hacer once mil verificaciones distintas antes de tener la seguridad de que está en condiciones de partir: ¿Está abierta esta válvula, está cerrada aquélla, está tenso ese cable, está lleno ese tanque? y así sucesivamente hasta verificar las once mil cosas. ¡Aquí, en la nave espacial de Dios, Dios sólo nos da diez cosas que verificar, y no para cualquier viajecito a algunas de las grandes y muertas piedras venenosas que hay en el espacio, sino para un viaje al Reino de los Cielos! ¡Pensadlo! ¿Dónde os gustaría más estar mañana?: ¿en Marte o en el Reino de los Cielos?

»¿Sabéis cuál es la lista de control en la redonda y verde nave espacial de Dios? ¿Tendré que decíroslo? ¿Queréis oír la cuenta de Dios?

Los Cruzados del Amor vociferaron que sí.

—¡Diez! —dijo Bobby Denton—. ¿Has codiciado la casa de tu vecino, o su criado, o su criada, o su zorro, o su asno, o cualquier cosa que sea de tu vecino?

—¡No! —gritaron los Cruzados del Amor.

—¡Nueve! —dijo Bobby Denton—. ¿Has levantado falso testimonio contra tu prójimo?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Ocho! —dijo Bobby Denton—. ¿Has robado?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Siete! —dijo Bobby Denton—. ¿Has cometido adulterio?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Seis! —dijo Bobby Denton—. ¿Has matado?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Cinco! —dijo Bobby Denton—. ¿Has honrado a tu padre y a tu madre?

—¡Sí! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Cuatro! —dijo Bobby Denton—. ¿Te has acordado del día del Señor y lo has santificado?

—¡Sí! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Tres! —dijo Bobby Denton—. ¿Has tomado el nombre de Dios nuestro Señor en vano?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Dos! —dijo Bobby Denton—. ¿Has adorado imágenes?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Uno! —gritó Bobby Denton—. ¿Antepones alguna cosa al Dios único Nuestro Señor?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Larguen! —vociferó Bobby Denton alegremente—. ¡Paraíso, ahí vamos! ¡Larguemos, hijos, amén!

—Bueno —murmuró Malachi Constant, en el cuarto de la chimenea, debajo de la escalera, en Newport—, parecería que por fin se empleará al mensajero.

—¿Qué es eso? —dijo Rumfoord.

—Mi nombre; quiere decir mensajero fiel —respondió Constant—. ¿Cuál es el mensaje?

—Lo siento —dijo Rumfoord—, no sé nada de ningún mensaje. —Alzó la cabeza burlón—. ¿Alguien le dijo algo acerca de un mensaje?

Constant mostró las palmas de las manos.

—Quiero decir, ¿para qué me voy a tomar toda esa molestia de ir a Tritón?

—Titán —lo corrigió Rumfoord.

—Titán, Tritón. ¿Para qué diablos me voy a largar allá? —Largarse era una palabra débil, delicada, casi de boyscout para que la usara Constant, y le llevó un momento comprender por qué la había usado. Era la que se decía por televisión cuando un meteorito se llevaba una superficie de control o cuando el astronauta se convertía en un pirata del espacio procedente del planeta Zircón. Se contuvo—. ¿Para qué diablos tengo que ir allá?

—Lo hará… se lo aseguro —dijo Rumfoord.

Constant se acercó a la ventana; le volvía algo de su fuerza arrogante.

—Se lo digo francamente —aclaró—, no voy a ir.

—Lamento que lo diga —dijo Rumfoord.

—¿Se supone que haré algo por usted al llegar allí? —preguntó Constant.

—No —respondió Rumfoord.

—Entonces, ¿por qué lo lamenta? —dijo Constant—. ¿A usted qué le hace?

—Nada —dijo Rumfoord—. Lo siento por usted, nada más. Realmente se lo pierde.

—¿Me pierdo qué? —preguntó Constant.

—El clima más agradable que pueda imaginarse, por ejemplo —dijo Rumfoord.

—¡Clima! —dijo Constant con desprecio—. Teniendo casa en Hollywood, el Valle de Cachemira, Acapulco, Manitoba, Tahití, París, Bermudas, Roma, Nueva York y Capetown, ¿voy a ir en busca de mejor clima?

—Titán tiene algo más que buen clima —dijo Rumfoord—. Las mujeres, por ejemplo, son las criaturas más hermosas que existen entre el Sol y Betelgeuse.

Constant soltó una risotada amarga.

—¡Mujeres! —dijo—. ¿Usted cree que me voy a tomar semejante molestia por conseguir mujeres hermosas? ¿Usted cree que estoy hambriento de amor y que la única manera que tengo de acercarme a una mujer hermosa es subirme a una nave espacial para llegar a una de las lunas de Saturno? ¿Está bromeando? He tenido mujeres tan hermosas que cualquiera entre el Sol y Betelgeuse se sentaría a llorar con sólo que una de ellas le dijera simplemente ¿qué tal?

Sacó la billetera y de ella la fotografía de su conquista más reciente. No había nada que hacerle: la muchacha de la fotografía era de una belleza pasmosa. Era Miss Zona del Canal, candidata al título de Miss Universo y en realidad mucho más hermosa que la ganadora del concurso. Su belleza había asustado a los jueces.

Constant le tendió a Rumfoord la fotografía.

—¿Tienen algo así en Titán? —preguntó.

Rumfoord estudió la foto respetuosamente y se la tendió de vuelta.

—No —dijo—, no hay nada así en Titán.

—Okey —dijo Constant, sintiéndose de nuevo mucho más dueño de su destino—, clima, hermosas mujeres, ¿qué más?

—Nada más —dijo Rumfoord mansamente. Se encogió de hombros—. Ah, obras de arte, si el arte le interesa.

—He reunido la colección privada más grande del mundo —dijo Constant.

Constant había heredado su famosa colección de obras de arte. La había formado su padre, o más bien los agentes de su padre. Estaba dispersa en museos de todo el mundo, donde en cada pieza aparecía la indicación de que era parte de la Colección Constant. La colección se había formado y después exhibido de esta manera por recomendación del Director de Relaciones Públicas de Magnum Opus, Incorporated, la sociedad cuyo único objeto era administrar los negocios de Constant.

El propósito de la colección había sido demostrar cuán generosos, útiles y sensibles podían ser los multimillonarios. Por lo demás, había resultado una inversión absolutamente magnífica.

—Con eso el asunto arte queda liquidado —dijo Rumfoord.

Constant estaba por guardar la foto de Miss Zona del Canal en su billetera, cuando se dio cuenta de que no era una fotografía sino dos. Había otra detrás de la de Miss Zona del Canal. Supuso que era la foto de la predecesora, y pensó que también la podía mostrar a Mr. Rumfoord, mostrarle el celestial pimpollo que le había sido dado alcanzar.

—Aquí… aquí hay otra —dijo Constant tendiendo la segunda foto a Rumfoord.

Rumfoord no hizo un movimiento para tomarla. Ni siquiera se molestó en mirarla. En cambio miró a Constant a los ojos y le sonrió burlón.

Constant miró la fotografía que había sido ignorada. Descubrió que no era la de la predecesora de Miss Zona del Canal. Era una fotografía que Rumfoord le había deslizado. No era una foto ordinaria, aunque la superficie fuera brillante y los bordes blancos.

En el interior de los bordes se extendían trémulas profundidades. El efecto era semejante al de un vidrio rectangular en la superficie de una clara, honda bahía de coral. En el fondo de esa aparente bahía de coral había tres mujeres, una blanca, una dorada y una morena. Miraban a Constant suplicándole que acudiera, que se uniese a ellas en el amor.

Comparadas con Miss Zona del Canal, su belleza era como el esplendor del Sol comparado con el de una luciérnaga.

Constant se hundió de nuevo en una silla. Tenía que apartar la mirada de toda esa belleza si no quería deshacerse en lágrimas.

—Puede guardar la foto, si quiere —dijo Rumfoord—. Es de tamaño de bolsillo.

A Constant no se le ocurrió nada que decir.

—Mi mujer todavía estará con usted cuando llegue a Titán —dijo Rumfoord—, pero no se entrometerá si usted quiere retozar con esas tres señoras. Su hijo también estará con usted pero será tan liberal como Beatrice.

—¿Mi hijo? —dijo Constant. No tenía ningún hijo.

—Sí, un lindo muchacho llamado Crono —dijo Rumfoord.

—¿Crono? —dijo Constant.

—Un nombre marciano —explicó Rumfoord—. Ha nacido en Marte, de usted y Beatrice.

—¿Beatrice? —dijo Constant.

—Mi mujer —dijo Rumfoord. Se había vuelto completamente transparente. Su voz también se había debilitado, como si saliera de una radio barata—. Las cosas son así, amigo —dijo—, con o sin mensaje. Es caos y no error, pues el Universo apenas está empezando a nacer. El gran advenimiento es lo que hace la luz, y el calor y el movimiento, lo que lo hace saltar a usted de aquí para allá.

»Predicciones, predicciones, predicciones —dijo Rumfoord pensativo—. ¿Hay algo más que deba decirle? Ohhhh, sí, sí, sí. Ese hijo suyo, el muchacho llamado Crono… Crono recogerá un pedacito de metal de Marte y lo llamará su “amuleto”. No pierda de vista ese amuleto, Mr. Constant. Es increíblemente importante.

Winston Niles Rumfoord se desvaneció lentamente, empezando por las puntas de los dedos y terminando por la sonrisa burlona, que perduró cierto tiempo después que el resto de su persona hubo desaparecido.

—Lo veré en Titán —dijo la sonrisa. Y después desapareció.

—¿Se ha terminado, Moncrief? —Mrs. Winston Niles Rumfoord llamó al mayordomo desde lo alto de la escalera de caracol.

—Sí, señora. Se ha ido —dijo el mayordomo—, y el perro también.

—¿Y el tal Mr. Constant? —dijo Mrs. Rumfoord, Beatrice. Se conducía como una inválida: se tambaleaba, pestañeaba constantemente, tenía la voz del viento en la cima de los árboles. Llevaba una larga bata blanca cuyos suaves pliegues formaban una espiral en sentido inverso a las agujas de un reloj, armonizando con la blanca escalera de caracol. La cola del peinador se derramaba por encima del último peldaño, estableciendo una continuidad entre Beatrice y la arquitectura de la casa.

Lo más importante del espectáculo era su figura alta, erguida. Los detalles de la cara eran insignificantes. Una bala de cañón en lugar de su cabeza hubiera convenido igualmente a la gran composición.

Pero Beatrice tenía una cara, e interesante. Se podía decir que parecía un guerrero indio de grandes dientes, pero habría que añadir rápidamente que era una maravilla. Su cara, como la de Malachi Constant, pertenecía a cierto tipo, era una variante sorprendente de un tipo familiar, una variante que hacía pensar al que miraba: sí, esta podría ser otra forma de belleza. Lo que Beatrice había hecho con su cara era en realidad lo que cualquier muchacha común puede hacer. La había cubierto de dignidad, sufrimiento, inteligencia y un toque picante de puterío.

—Si —dijo Constant desde abajo—, el tal Mr. Constant todavía está aquí. —Se le podía ver, apoyado en una columna del arco que se abría al vestíbulo. Pero quedaba tan abajo en la composición, tan perdido entre detalles arquitectónicos que resultaba casi invisible.

—¡Oh! —exclamó Beatrice—. Mucho gusto. —Era un saludo muy hueco.

—El gusto es mío —dijo Constant.

—No puedo sino apelar a su caballerosidad —dijo Beatrice— para pedirle que no difunda la historia de su encuentro con mi esposo. Comprendo lo tremenda que será para usted la tentación.

—Sí —dijo Constant—. Podría vender la historia por un montón de dinero, pagar la hipoteca de la casa solariega y convertirme en una figura de fama internacional. Podría codearme con los grandes y los menos grandes, alternar con las testas coronadas de Europa.

—Discúlpeme —dijo Beatrice— si no consigo apreciar el sarcasmo y todos los otros brillantes matices de su ingenio indudablemente célebre, Mr. Constant. Estas visitas de mi esposo me ponen enferma.

—Nunca ha vuelto a verlo, ¿verdad? —dijo Constant.

—Lo vi la primera vez que se materializó —respondió Beatrice—, y bastó para enfermarme por el resto de mis días.

—A mí me gustó mucho —dijo Constant.

—A veces los dementes tienen su encanto —dijo Beatrice.

—¿Demente?

—Como hombre de experiencia, Mr. Constant —dijo Beatrice—, ¿no diría usted que una persona que hace profecías complicadas y sumamente improbables está loco?

—Bueno —dijo Constant—, ¿es tan disparatado decirle a un hombre con acceso a la mayor nave espacial jamás construida, que hará un viaje al espacio?

Esta noticia acerca de que Constant tuviera acceso a una nave espacial, sobresaltó a Beatrice. Tanto que retrocedió un paso en lo alto de la escalera de caracol, apartándose de la espiral ascendente. El pequeño paso atrás la transformó en lo que era: una mujer asustada, solitaria, en una tremenda casa.

—¿Es usted dueño de una nave espacial? —preguntó.

—Una compañía que dirijo tiene una en custodia —respondió Constant—. ¿Ha oído hablar de La Ballena?

—Sí —dijo Beatrice.

—Mi compañía se la vendió al Gobierno —dijo Constant—. Creo que estarían encantados de que alguien la comprara de vuelta a cinco centavos el dólar.

—Que tenga mucha suerte en su expedición —dijo Beatrice.

Constant se inclinó.

—Que tenga mucha suerte usted en la suya —dijo.

Se fue sin decir una palabra más. En el vestíbulo, al cruzar el brillante zodíaco del suelo, sintió que la escalera de caracol bajaba rápidamente en lugar de subir. Constant se convirtió en el fondo mismo de un remolino del destino. Cuando atravesó la puerta, tuvo la deliciosa conciencia de llevarse consigo el aplomo de la mansión de Rumfoord.

Puesto que estaba escrito que él y Beatrice volverían a encontrarse y producir un hijo llamado Crono, Constant no sentía remordimientos por no cortejarla o mandarle por lo menos una tarjeta amable. Podía ocuparse de sus asuntos, pensó, y la altanera Beatrice tendría que molestarse en buscarlo, como cualquier otra chica.

Se reía al ponerse los anteojos negros y la barba postiza, y salió por la puertecita de hierro abierta en la pared.

Allí estaba la limousine y también la multitud.

La policía abrió un estrecho sendero hasta la puerta de la limousine. Constant se precipitó hacia el coche. El sendero se cerró como el Mar Rojo detrás de los Hijos de Israel. Los gritos de la multitud, todos juntos, formaban un grito colectivo de indignación y dolor. La multitud, a la que no se le había prometido nada, se sentía defraudada, porque no había recibido nada.

Los hombres y los niños comenzaron a empujar la limousine. El chofer la puso en marcha, la hizo deslizarse a través del mar de carne iracunda.

Un hombre calvo amenazó a Constant con un bocadillo de salchicha, golpeó el vidrio de la ventanilla, el pan se deshizo, la salchicha se partió dejando una asquerosa aureola de mostaza y condimento.

—¡Sí, sí, sí! —chilló una linda muchacha, y mostró a Constant lo que probablemente nunca había mostrado a ningún hombre. Le mostró que sus dos dientes de adelante eran postizos. Los dos dientes se apoyaron mal. Chilló como una bruja.

Un muchacho se trepó al coche, obstruyendo la vista del chofer. Arrancó los limpiaparabrisas y los arrojó a la multitud. El coche tardó tres cuartos de hora en llegar al borde de la multitud. Y en el borde no estaban los locos sino los casi cuerdos.

Sólo allí los gritos se volvieron coherentes.

—¡Cuéntenos! —gritó un hombre, que estaba simplemente harto, no furioso.

—¡Tenemos derecho! —gritó una mujer. Mostró sus dos hijos a Constant.

Otra mujer le dijo a Constant a qué creía tener derecho la multitud.

—¡Tenemos derecho a saber lo que está pasando!

El tumulto, pues, era un ejercicio científico y teológico: la búsqueda de indicios, por parte de los seres vivientes, relativos a lo que era la vida.

El chofer, viendo por fin el camino libre, apretó el acelerador a fondo. La limousine arrancó zumbando.

Al costado se encendió un enorme cartel: ¡LLEVEMOS A UN AMIGO A NUESTRA IGLESIA EL DOMINGO!, decía.