CAPÍTULO DOS
Me pongo en pie, tambaleándome un poco. Me duele todo el cuerpo, como si me hubieran metido en un torno gigante, pero no creo que tenga nada roto. Estoy cubierto de polvo, tierra y sudor y, sí, también de un poco de sangre, pero tampoco mucha. La verdad es que me las he arreglado para salir de allí sin ninguna herida de gravedad. No sé cómo lo he hecho, y tampoco me importa.
El otro mogadoriano no ha tenido tanta suerte. Cuando me pongo en pie, él suelta un gemido, pero ni me mira ni tampoco se mueve. Ha quedado tan malparado que diría que no se da cuenta de que ya no está bajo tierra. Creo que ni siquiera sabe que estoy aquí.
Debe de haber recibido un buen golpe, porque no parece el tipo de tío que resulta fácil de eliminar. Es tan alto como Ivan y tiene la constitución de un defensa del fútbol americano, con el cuello grueso y los músculos marcados, pero no es un probeta: sus rasgos faciales son demasiado limpios y regulares para ser uno de los guerreros alterados genéticamente que integran las filas de la mayoría de los ejércitos mogadorianos.
Este es un auténtico, como yo. Como mi padre. Y el tatuaje que tiene en la frente me dice que es un oficial, no un simple soldado. Parece lógico. Los probetas se crean para ser carne de cañón, mientras que los auténticos dan las órdenes. Tal vez por eso no recuerdo haberlo visto mientras estaba reteniendo a las tropas. A diferencia de Ivan, que cargó contra mí y acabó muerto, este tipo debe de haber estado dirigiendo la lucha desde detrás.
Siento una puñalada de repugnancia al pensarlo. Un buen comandante lidera con el ejemplo, no encogiéndose detrás de sus hombres. Claro que tampoco parece que lo haya hecho muy bien. En cualquier caso, no importa demasiado. La cuestión es que ahora debo decidir lo que hacer con él.
Lo primero es lo primero: lo registro para ver si lleva alguna arma. Gime un poco mientras le paso la mano por el cuerpo y mueve ligeramente los ojos, pero no se resiste. No encuentro nada útil; si iba armado con un cañón mogo, ya hace tiempo que lo ha perdido y tampoco parece llevar ninguna navaja. En sus bolsillos, solo encuentro caramelos para el mal aliento; claro que, a juzgar por el hedor nauseabundo que se escapa ruidosamente de su boca, me parece que ahora mismo le serían de más utilidad que un arma.
Lo que salta a la vista es la sangre: está por todas partes. Incluso ha empapado la capa de polvo y suciedad que recubre su piel pálida y ha manchado la ropa maltrecha que todavía lleva puesta. No veo ninguna herida importante, pero no cabe duda de que está grave.
Una vez he comprobado que no va a ponerse en pie de un salto y abalanzarse sobre mí en cuanto le dé la espalda, echo un vistazo alrededor y trato de descubrir dónde estoy. La mayor parte de la base Dulce estaba construida bajo tierra para mantenerla a salvo de los fisgones, pero supongo que mi actuación ha cambiado todo eso. Estoy de pie en un cráter gigante de al menos unos treinta metros de ancho, y sobre mi cabeza se abre el cielo azul. El único problema es que me encuentro al menos seis metros por debajo del lugar en que acaba la roca y empieza el cielo.
Hay escombros por todas partes: rocas, cemento, columnas derrumbadas, ordenadores estropeados y equipamiento con los cables eléctricos expuestos y echando chispas peligrosamente. Cuando noto el olor familiar de la gasolina, me doy cuenta de que estoy en medio de un enorme polvorín. Este lugar podría incendiarse en cualquier momento. Es un milagro que aún no se haya producido otra explosión.
Tengo que salir de aquí cuanto antes. Afortunadamente, a pesar de que estamos muy abajo, hay tantos escombros amontonados por todas partes que no creo que vaya a ser difícil escalar hasta la superficie.
Trato de decidir qué camino será el más fácil de recorrer y me pongo en marcha… Y entonces me detengo. Me doy la vuelta para echarle un vistazo al tipo que yace allí, sobre los escombros: el mogadoriano que, de momento, se ha limitado a gemir.
Podría dejarlo aquí para que muera solo. Bastante tengo con preocuparme de mí mismo y, además, un mogadoriano muerto siempre es algo positivo. Pero algo me detiene.
No es solo que quiera ser bueno. Ya es un poco tarde para empezar a tener escrúpulos morales. Al fin y al cabo, he matado a un montón de mogadorianos desde que todo esto empezó.
Por un momento, me pregunto si mi padre se habría imaginado alguna vez que iba a ser capaz de algo así. Me gustaría saber si se sentiría, aunque solo fuera un poco, orgulloso de mí si lo supiera.
Naturalmente, lo último que busco ahora es satisfacer el orgullo de mi padre. En cualquier caso, no es esa la razón por la que vuelvo atrás. La cuestión es que un oficial mogadoriano solo y desarmado puede serme más útil vivo que muerto. Para empezar, si estaba destinado aquí, conocerá los alrededores e incluso los pueblos cercanos. Y cuando estás en pleno desierto, sin siquiera una brújula para guiarte, este tipo de detalles son importantes si quieres salir con vida.
Así que me dirijo hacia el tipo, lo cojo por debajo de los brazos y empiezo a arrastrarlo conmigo.
Este mogo es realmente pesado, pero no veo que pueda hacer otra cosa aparte de llevarlo a rastras por encima de los montones escarpados de desechos y rocas, tratando de cruzar la vasta extensión de ruinas en que se ha convertido la base, camino del límite del cráter. El sol se ha elevado en el cielo y casi estamos totalmente expuestos a sus rayos. La frente se me llena de gotitas de sudor que, poco a poco, descienden hasta mi rostro, así que, al rato, sin apenas darme cuenta, estoy completamente empapado. Trato de despejar el camino a medida que avanzo, apartando con el pie viejos monitores, tuberías de aluminio aplastadas y todo lo que me bloquea el paso.
No es que sirva de mucho. Al cabo de solo unos minutos, me fallan los brazos, me duelen las piernas y la espalda me está matando. Ni siquiera hemos recorrido la mitad del camino. Esto no funciona. Finalmente, cuando suelto al mogadoriano en el suelo para tomar aliento, se despierta.
—Eh —le digo—. ¿Puedes oírme?
—Aghhh —responde. Bueno, no es que sirva de mucho, pero supongo que es mejor que nada.
—Eh, escucha —intento de nuevo—. Tenemos que salir de aquí. ¿Puedes andar?
Levanta la mirada hacia mí, frunciendo el ceño, y me figuro por qué. Está tratando de entender quién soy y qué estoy haciendo aquí. Voy cubierto de porquería, así que probablemente no debe de poder distinguir si llevo en el cráneo el tatuaje indicador del rango mogadoriano; me mira algo confuso.
No tengo tiempo de que esté confuso, ni tampoco de que recupere la conciencia, suponiendo que llegue a recuperarla. Tenemos que salir de aquí ya. No sé si hay más supervivientes en la base, ni tampoco si los refuerzos están de camino. Además, me temo que este lugar será pasto de las llamas en cualquier momento. Eso si no me muero de sed antes.
Pruebo con una táctica distinta. Le hablo en nuestra lengua mogadoriana materna, un lenguaje que ahora solo se usa con propósitos ceremoniales. Cito el Buen Libro. «La fuerza es sagrada», le digo. Es uno de los principios más importantes de la sociedad mogadoriana. Trata de enfocar la mirada.
—¡Levántate, soldado! —le suelto.
Me quedo algo sorprendido cuando veo que el truco funciona: el mogo empieza a apoyarse poco a poco en una rodilla y acaba poniéndose en pie. Típico de los mogadorianos: no hay nada ante lo que mi gente responda con más entusiasmo que la pura autoridad. Se balancea un poco, y el brazo izquierdo le cuelga en una posición curiosa; está muy pálido, y las gotas de sudor le recorren la frente y el labio superior, pero sigue en pie. De momento.
—Vamos —le digo, señalando el camino hacia la salida—. En marcha.
Sin decir una palabra, avanza cojeando delante de mí.
Yo lo sigo, consciente de que no estoy en mejor forma que él. Mientras caminamos por los montones de escombros, me pongo a pensar en Sam y en Malcolm. Espero que hayan podido salir de aquí con vida. Mi móvil ha quedado aplastado cuando los escombros me han sepultado, así que no he podido llamar a Malcolm para saber qué ha pasado, decidir dónde encontrarnos o pedir ayuda. Lo único que puedo hacer es tener algo de esperanza.