CAPÍTULO UNO
Tengo los ojos abiertos de par en par, pero no veo nada. Solo oscuridad. Me cuesta mucho respirar, como si tuviera los pulmones recubiertos por una capa de mugre; cuando toso, se levanta una nube de polvo alrededor, y eso me hace toser aún más. Tanto que acabo teniendo la sensación de que voy a echar los pulmones por la boca. Me estalla la cabeza. No puedo moverla y tampoco pensar con claridad, y tengo los brazos inmovilizados a ambos lados.
¿Dónde estoy?
Cuando el polvo se posa en el suelo, la tos finalmente remite y empiezo a recordar.
Nuevo México. Dulce. Un momento… ¿Realmente sucedió todo eso?
Quiero creer que no fue más que un sueño. Pero a estas alturas ya sé lo suficiente como para haber descubierto que no hay nada que sea «solo un sueño». Y eso tampoco lo es. Fui yo quien hundió este lugar. Sin siquiera saber cómo, empleé el poder que Uno me entregó y acabé reduciendo toda una base del Gobierno a sus cimientos.
La próxima vez que emplee una artimaña de estas, será mejor que espere a haber salido del lugar antes de echarlo abajo. En ese momento me pareció lo más adecuado. Supongo que aún me quedan muchas cosas por aprender sobre tener un legado.
Ahora me rodea un silencio absoluto. Me lo tomaré como una buena señal. Significa que ya no hay nadie tratando de matarme. Cosa que, a su vez, significa que, o bien están todos bajo tierra como yo, o ya no respiran. De momento, estoy solo. Uno ha muerto. Malcolm y Sam se han marchado… Y probablemente me creen muerto a mí también. En cuanto a los miembros de mi familia, preferirían que lo estuviera.
Si ahora mismo decidiera tirar la toalla, nadie lo sabría, y la verdad es que hay una parte de mí que lo está deseando. He luchado con todas mis fuerzas. ¿Acaso no basta con que haya llegado tan lejos?
Sería tan sencillo dejar de luchar, seguir aquí enterrado para siempre. Olvidado.
Si Uno aún estuviera conmigo, se echaría la cabellera hacia atrás, presa de la impaciencia, y me gritaría que espabilara, que me repusiera. Me diría que apenas he empezado el trabajo que me tiene reservado y que hay cosas de las que preocuparse más importantes que uno mismo. Me recordaría que no es solo mi vida la que está en juego.
Pero Uno ya no está aquí, y soy yo el único que puede decirse esas cosas.
Estoy vivo. Lo cual es asombroso. Cuando he accionado los explosivos del depósito de armas, estaba convencido de que sería lo último que haría. Lo he hecho para que Malcolm Goode, el hombre que se ha convertido en una especie de padre para mí, pudiera escapar con su auténtico hijo, Sam. He pensado que, si conseguían salir de aquí, al menos habría muerto por una buena causa.
Pero no he muerto. Al menos, de momento. Y supongo que si, a pesar de todo lo ocurrido, aún sigo vivo, debe de haber alguna razón para que así sea. Todavía hay algo que me queda por hacer.
Así que trato de ralentizar los latidos de mi corazón, respirar hondo y evaluar la situación. Estoy enterrado bajo un montón de escombros, vale. Pero tengo oxígeno y puedo mover la cabeza, los hombros e incluso un poco los brazos. Bien. Al respirar levanto polvo, y esto me indica hacia dónde es arriba y hacia dónde abajo, y también que se filtra un poco de luz por alguna parte. Y si hay luz, señal de que no estoy muy lejos de la superficie.
No tengo espacio suficiente para mover los brazos, pero lo intento de todos modos, ejerciendo presión contra los pedazos de piedras y cemento bajo los que estoy sepultado. Por supuesto, no sirve de nada. No soy un probeta con fuerza mejorada genéticamente, ni dispongo de electricidad natural como mi hermano adoptivo, Ivan. Soy alto, pero delgado, tengo la constitución de un hombre normal, y una capacidad física solo moderadamente superior. Ni siquiera estoy seguro de que los probetas mejor entrenados fuesen capaces de abrirse paso a través de estos escombros; está claro que yo no tengo ninguna posibilidad de hacerlo.
Pero entonces el rostro de Uno se filtra de nuevo en mi mente… Su mirada irónica y al mismo tiempo cariñosa, la expresión que me dedicaría, como diciéndome: «¿En serio?, ¿eso es todo lo que puedes hacer?». Y entonces se me ocurre. No es todo. Ya no. Puede que carezca de fuerza, pero tengo poder.
Me concentro en las rocas que me rodean, consciente de que, con mi legado (el legado que me dio Uno), puedo sacarme de encima estos escombros. Cierro los ojos y me concentro, imaginándome que los cascotes empiezan a agitarse, a desmenuzarse y a alejarse de mí hasta dejarme libre.
Pero no pasa nada. Nada se mueve. «Moveos», pienso, y entonces me doy cuenta de que he dicho las palabras en voz alta sin querer. En cualquier caso, las rocas no prestan atención.
De pronto, empiezo a enfadarme. Primero me enfado conmigo mismo: por ser estúpido, por ser tan débil, por no saber dominar el don que Uno me concedió. Por haber acabado allí enterrado.
Pero no ha sido culpa mía. Solo trataba de hacer lo correcto. No debería estar enfadado conmigo: han sido los mogadorianos, mi gente, los que me han metido aquí. Los mogadorianos, que veneran la fuerza bruta y creen que la guerra es un modo de vivir.
No tardo en empezar a notar la rabia recorriendo mi cuerpo. En mi vida todo ha sido injusto. Nunca he tenido una oportunidad. Pienso en Ivan, que fue uno de mis mejores amigos. Crecimos juntos, y entonces me traicionó. Trató de matarme… más de una vez.
Pienso en mi padre, que no se lo pensó dos veces antes de dejar que los científicos mogadorianos experimentasen conmigo con máquinas que aún no se habían probado y que estuvieron a punto de achicharrarme el cerebro. No le costó nada arriesgarse a sacrificarme por la causa.
Y ¿qué causa era esa? La causa de crear más destrucción, de matar a más gente y acumular más poder para él. Pero ¿poder sobre qué? Cuando conquistamos Lorien, dejamos a nuestro paso una cáscara sin vida, un planeta destruido. No quedó en Lorien nada en pie. ¿Es eso lo que vamos a hacer también con la Tierra?
Para personas como mi padre, esa no es la cuestión. La cuestión es empezar una guerra. La cuestión es ganar. Para él, yo no era más que otra arma potencial para usar y tirar. Eso es para lo que sirve todo el mundo a su modo de ver.
Cuanto más pienso en ello, mayor es la rabia que siento. Le odio. Odio a Ivan. Odio a Setrákus Ra y el Buen Libro por haberles enseñado a todos que ese es el modo correcto de vivir. Los odio a todos.
Un hormigueo empieza a recorrerme los dedos de los pies y las manos. Siento que las rocas que me rodean comienzan a temblar. Lo estoy haciendo. Mi legado está funcionando. Puedes dejar que tu rabia te destruya o puedes emplearla para algo útil. Cierro los ojos de nuevo, aprieto los puños y grito con todas mis fuerzas para soltar toda la rabia fuera. Y, con un estruendo descomunal, las piedras y los escombros empiezan a vibrar y a desmoronarse. Mi cuerpo también se agita, así como el suelo. Al cabo de nada, todos los escombros se han retirado y vuelvo a estar libre. Es como si una pala gigante me hubiera sacado de allí.
Pero hay alguien que no tiene tanta suerte como yo. A unos tres metros de mí, un soldado mogadoriano está atrapado debajo de lo que parece parte del marco metálico de una puerta.
Ahora que tiene menos peso encima, suelta un gemido.
Está tan vivo como yo. Genial.