CAPÍTULO UNO

No sé si puedo.

Estoy demasiado débil, así que no lo digo en voz alta. Simplemente lo pienso. Pero Uno puede oírme. Ella siempre me oye.

—Tienes que hacerlo —me dice—. Tienes que despertarte. Tienes que luchar.

Estoy en el fondo de un barranco, con las piernas retorcidas bajo mi cuerpo, y una roca se me clava entre los omóplatos, mientras algún arroyo me lame el muslo. No veo nada, porque tengo los ojos cerrados, y estoy demasiado débil para abrirlos.

Aunque la verdad es que tampoco me apetece hacerlo. Quiero tirar la toalla.

Abrir los ojos significa enfrentarme a la verdad.

Significa darme cuenta de que he acabado en el margen de un río seco. De que la humedad que siento en las piernas no es agua. Es sangre, sangre procedente de la fractura abierta que tengo en la pierna derecha, allí donde el hueso de la pantorrilla ha atravesado la piel.

Significa saber que estoy a más de diez kilómetros de casa y que mi propio padre me ha dado por muerto. Ivanick, lo más parecido que tengo a un hermano, es quien ha tratado de matarme, arrojándome brutalmente por un escarpado barranco.

Significa enfrentarme al hecho de que soy un mogadoriano, un miembro de una raza alienígena decidida a exterminar al pueblo lórico y acabar dominando la Tierra.

Cierro los ojos con fuerza, en un intento desesperado de esconderme de la verdad.

Con los ojos cerrados, puedo perderme en algún lugar más agradable: estoy en una playa californiana, con los pies descalzos hundidos en la arena, y Uno se ha sentado junto a mí y me mira con una sonrisa en el rostro. En realidad, este es el recuerdo que Uno tiene de California, un lugar en el que no he estado nunca. Pero lo hemos compartido durante tanto tiempo a lo largo de ese crepúsculo de tres años que ya me parece tan mío como suyo.

—Podría quedarme aquí todo el día —digo, sintiendo el calor del sol en la piel.

Uno me mira insinuando una sonrisa, como si no pudiera estar más de acuerdo. Pero, cuando abre la boca para hablar, sus palabras no encajan con su expresión: son duras, severas, imponentes.

—No puedes quedarte —me dice—. Tienes que levantarte. Ahora mismo.

Tengo los ojos abiertos. Estoy en mi cama, en los barracones-dormitorio del campamento humanitario. Hay alguien mirándome desde los pies de la cama.

Como en el sueño, Uno me sonríe, pero no se trata de una sonrisa dulce, sino más bien burlona.

—Dios mío —dice, levantando la mirada al cielo, sin dar crédito—, ¡hay que ver lo que has dormido!

Me río y me incorporo en la cama. Últimamente duermo mucho. Hace siete semanas que conseguí salir de ese barranco y, salvo cierta debilidad residual en la pierna derecha, prácticamente me he recuperado del todo. Pero mis horarios de sueño aún no se han regularizado: todavía duermo diez horas cada noche.

Miro alrededor y veo que las demás camas están vacías. Mis compañeros cooperantes ya se han levantado para ocuparse de las tareas matutinas. Me pongo en pie y me tambaleo un poco al apoyar la pierna derecha. Otra risita dedicada a mi torpeza.

No le hago caso; me pongo las sandalias y una camiseta, y salgo del barracón.

Fuera, el sol y la humedad me azotan como si hubiera chocado contra una pared. Aún estoy sudoroso y mataría por darme una ducha, pero Marco y los otros trabajadores ya hace rato que están cumpliendo con sus tareas. He perdido la oportunidad.

La primera hora del día se dedica a los quehaceres domésticos del campamento: preparar el desayuno, hacer la colada, lavar los platos. Después, un jeep nos recoge a algunos de nosotros y nos lleva al centro del pueblo. Allí trabajamos en un proyecto dedicado al agua, modernizando el pozo. Los demás se quedarán en el aula que hay junto al campamento, dando clases a los niños del lugar. He estado tratando de aprender swahili, pero todavía me falta mucho para poder emplearlo para enseñar.

Me rompo el culo en este campamento. Me produce una gran satisfacción ayudar a la gente del pueblo, pero si trabajo tan duro es sobre todo por gratitud.

Después de haber arrastrado mi cuerpo maltrecho fuera del barranco y a lo largo de unos cuatrocientos metros de jungla, me encontró una anciana del pueblo. Me confundió con uno de los cooperantes del campamento, mi tapadera mientras estaba tratando de localizar a Hannu, Número Tres. Fue al campamento y volvió al cabo de una hora con Marco y un médico. Me llevaron hasta el campamento en una camilla improvisada; el médico me recolocó la pierna, me dio unos puntos y me puso una escayola que no me han retirado hasta hace poco.

Marco me acogió aquí, primero para que me recuperara y luego como voluntario, sin hacerme preguntas. Todo lo que espera a cambio es que haga mis quehaceres y que cumpla con las mismas exigencias que los demás.

No sé qué historia se habrá montado para explicarse el estado en que llegué. Supongo que habrá supuesto correctamente que el responsable de lo que me ocurrió fue Ivan; al fin y al cabo, desapareció del campamento un día después de mi accidente, sin decirle nada a nadie. Tal vez la generosidad de Marco sea fruto de la lástima. Tal vez no sepa exactamente qué pasó, pero sí que mi familia me abandonó. Y, como de algún modo Marco está en lo cierto, no me importa que me tenga lástima.

Además, ¿sabéis lo más gracioso del hecho de que mi familia me haya abandonado, de que toda mi raza lo haya hecho?

Que nunca había sido tan feliz como ahora.

Renovar el pozo del pueblo es un trabajo tedioso, que te hace sudar la gota gorda, pero yo tengo una ventaja de la que los demás cooperantes carecen. Tengo a Uno. Hablo con ella mientras trabajo y, aunque me duela la espalda y tenga los músculos doloridos, las horas vuelan.

Casi siempre me motiva, riéndose de mí: «Esto lo haces mal», «¿a eso lo llamas trabajar?», «si yo tuviera un cuerpo, a estas alturas ya habría terminado». Se burla de mis esfuerzos, recostándose como una veraneante que se dedica a tomar el sol mientras yo trabajo.

¿Quieres probarlo?, le ladro mentalmente.

—No puedo —me dice—. No quiero romperme las uñas.

Por supuesto, tengo que ser precavido y no hablar con ella mientras trabajo, o al menos no delante de los demás. Ya me gané la reputación de rarito por hablar solo durante las primeras semanas que estuve aquí. Luego aprendí a silenciar mi parte de la conversación con Uno y limitarme a pensar en ella, en lugar de hablar realmente. Por suerte, mi reputación ha mejorado y los demás ya no me miran como si fuera un lunático sin remedio.

Esta noche me toca estar en la cocina con Elswit, el último que se ha incorporado al campamento. Estamos preparando githeri, un plato sencillo a base de judías y maíz. Elswit pela y limpia las mazorcas mientras yo me encargo de poner en remojo las judías y de enjuagarlas.

Elswit me cae bien. Hace un montón de preguntas acerca de mi procedencia y lo que me trajo aquí, preguntas que he aprendido a no contestar con la verdad. Afortunadamente, no parece importarle demasiado que mis respuestas sean vagas o incluso inexistentes. Es un gran hablador y me acribilla a preguntas sin siquiera percibir mis silencios, intercalando algún chismorreo acerca de su vida y su educación siempre que puede. Por lo que me ha dicho, es hijo de un banquero americano muy rico, un hombre que no aprueba las actividades humanitarias de su hijo.

Vivir a la altura de las expectativas de mi padre ya era difícil cuando era un niño, pero, después de mis experiencias en la mente de Uno, acabó siendo imposible. Me volví blando, y empecé a tener simpatías y preocupaciones que mi padre nunca habría entendido, y aún menos tolerado. Elswit y yo tenemos bastantes cosas en común. Los dos hemos decepcionado a nuestros padres.

Pero enseguida me di cuenta de que nuestras similitudes tampoco iban tan lejos. A pesar de sus reivindicaciones de querer vivir alejado de su familia, todavía está en contacto con sus acaudalados padres y sigue teniendo acceso a su riqueza. Al parecer, su padre incluso ha dispuesto un avión privado para recogerlo en Nairobi dentro de unas semanas, solo para que Elswit pueda estar en casa el día de su cumpleaños. Mientras, mi padre piensa que estoy muerto y supongo que la idea le satisface.

Después de cenar, me doy una merecida ducha y me meto en la cama. Uno está sentada hecha un ovillo en una silla de ratán, en un rincón.

—¿Ya te acuestas? —bromea.

Le echo un vistazo a la habitación. No hay nadie, así que puedo hablar con ella normalmente, siempre que no levante demasiado la voz. Hablar en voz alta me resulta más natural que comunicarme en silencio con ella.

—A partir de ahora quiero levantarme con los demás.

Uno me fulmina con la mirada.

—¿Qué? Ya no llevo la escayola y apenas cojeo… Me he recuperado. Ya va siendo hora de que trabaje como los demás.

Uno frunce el ceño y empieza a juguetear con la camiseta. Sé muy bien lo que le molesta.

Su gente está ahí fuera, condenada a acabar extinguida en manos de mi raza. Y ahí está ella: atrapada en Kenia. Y, lo que es peor, atrapada además en mi conciencia, desprovista de cuerpo, sin voluntad ni medios propios. Si dependiera de ella, sé muy bien que estaría en otro lugar, donde fuera, emprendiendo la lucha.

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? —me pregunta, con aire sombrío.

Me hago el tonto, como si no supiera cómo se siente, y me encojo de hombros mientras me tapo con la sábana y me acuesto de lado.

—No tengo otro lugar adonde ir.

Estoy soñando.

Es la noche en la que he tratado de salvar a Hannu. He salido del campamento y corro hacia la jungla, hacia la cabaña de Hannu, desesperado por llegar allí antes que Ivan y mi padre. Sé muy bien cómo termina esto (con Hannu, muerto, y conmigo, dado por muerto), pero en este sueño recupero la impaciencia ingenua de esa noche, que me empuja a través de la maleza, las sombras y los gritos de los animales.

El comunicador que he robado del barracón crepita sujeto a mi cintura: este sonido no augura nada bueno. Sé que los mogadorianos se están acercando.

Tengo que llegar antes. Tengo que hacerlo.

Se abre un claro en la jungla. La cabaña en la que vivían Hannu y su cêpan está justo donde recordaba. Mis ojos se esfuerzan para acostumbrarse a la oscuridad.

La maleza y el follaje se han adueñado de la cabaña y el claro. La mitad de la fachada ha desaparecido y el tejado se ha hundido pesadamente, incapaz de sostenerse sin la pared. La carrera de obstáculos que Hannu empleaba para entrenarse está tan cubierta de vegetación que apenas distingo dónde se encuentra.

—Lo siento —dice una voz desde la jungla.

—¿Quién es? —pregunto al volverme.

Uno emerge entre los árboles.

—¿Qué es lo que sientes?

Estoy confundido, sin aliento. Y me duelen los pies de haber corrido tanto.

Y entonces se me enciende la bombilla de pronto.

—No estoy soñando —digo.

—No —responde Uno, sacudiendo la cabeza.

—Has tomado el mando. —Las palabras se me escapan de los labios incluso antes de comprender lo que estoy diciendo. Pero, a juzgar por la cara de Uno, he dado en el clavo: se ha apoderado de mi conciencia mientras dormía y me ha sacado fuera del campamento para conducirme hasta el lugar donde Hannu murió. No lo había hecho nunca hasta ahora. Ni siquiera sabía que podía hacer algo así. Pero a estas alturas su ser está tan enmarañado con el mío que no debería sorprenderme—. Me has secuestrado.

—Lo siento, Adam —dice—. Pero necesitaba que vinieras hasta aquí para que recordaras…

—¡Vale, pues no ha funcionado!

Estoy confundido, enfadado con Uno por haber manipulado mi voluntad. Pero, en cuanto lo he dicho, me doy cuenta de que es mentira. Sí ha funcionado.

Me ha subido la adrenalina y el corazón me va a mil: siento en mi interior la importancia demoledora de lo que traté de hacer sin éxito unos meses atrás, y la amenaza que supone mi gente para los guardianes y para el resto del mundo.

Alguien tiene que detenerlos.

Me vuelvo de espaldas para que Uno no pueda ver la duda en mis ojos.

Pero compartimos la mente. No tengo modo de esconderme de ella.

—Sé que tú también lo sientes —me dice.

Tiene razón, pero trato de ahogar ese sentimiento irritante de que hago oídos sordos a una llamada que me llega desde fuera de Kenia. Todo había empezado a ir bien. Me gusta mi vida en Kenia, me gusta poder cambiar las cosas a mejor y, hasta que Uno me ha arrastrado fuera del campamento para enfrentarme con el lugar donde fue asesinado Hannu, me había resultado fácil olvidar la guerra que se nos viene encima.

Sacudo la cabeza.

—Estoy haciendo algo bueno, Uno. Estoy ayudando a la gente.

—Sí —dice—. Y ¿qué me dices de hacer algo genial? ¡Podrías estar ayudando a los guardianes a salvar el planeta! Además, ¿de verdad crees que los mogadorianos perdonarán este lugar cuando pongan en práctica su plan definitivo? ¿No te das cuenta de que, hasta que no les paremos los pies a los mogos, todo lo que hagas en este pueblo será como construir sobre arenas movedizas?

Al ver que me está llegando al corazón, Uno da un paso adelante y añade:

—Adam, podrías hacer mucho más.

—¡No soy un héroe! —le grito, con la voz ahogada—. Soy débil. ¡Un desertor!

—Adam —me ruega, también con la voz ahogada—. Ya sabes que me gusta tomarte el pelo, y no querría que te volvieras engreído, ni nada de eso. Pero eres uno entre un millón. Uno entre diez millones. Eres el único mogadoriano que ha desafiado la autoridad de su pueblo. No tienes ni idea de lo especial que eres, de lo útil que podrías resultar a la causa.

Lo único que he querido siempre es que Uno me viera como alguien especial, como un héroe. Y me gustaría poder creerla ahora. Pero sé que está equivocada.

—No. Lo único que tengo de especial eres tú. Si el doctor Anu no me hubiera conectado a tu cerebro, si no hubiera pasado tres años viviendo en tus recuerdos… Habría sido el que hubiera matado a Hannu. Y probablemente hubiera estado orgulloso de ello.

Veo que Uno se encoge.

«Bien», pienso. Me estoy comunicando con ella.

—Tú eras un miembro de la Guardia. Tenías poderes —le digo—. Yo no soy más que un ex mogadoriano esquelético e inepto. Lo único que puedo hacer es sobrevivir. Lo siento.

Doy media vuelta y emprendo mi camino de regreso al campamento.

Uno no me sigue.