CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
SÉ QUE SE HA IDO. AÚN SIENTO EL DOLOR DE LA NUEVA CICAtriz en la pierna. Puede que nunca deje de sentirlo, que me acompañe el resto de mi vida.
Pero aun así tengo que intentarlo.
Me arrodillo en el barro, junto al cuerpo de Ocho. La herida no parece tan grave. No tiene tanta sangre como la de Nuevo México, y en esa ocasión Ocho sobrevivió. Tendría que ser capaz de curarlo, ¿no? Debería funcionar. Tiene que funcionar. Pero esta herida le ha llegado al corazón: se lo ha atravesado. La presiono con las manos y le ordeno a mi legado que empiece a trabajar. Ya lo he hecho en otras ocasiones. Puedo hacerlo de nuevo. Tengo que hacerlo.
Sin embargo, no ocurre nada. Siento frío por todas partes, pero no es la sensación helada que produce mi legado.
Desearía poder echarme en el barro, al lado de Ocho, e ignorar todo lo que está pasando. Ni siquiera estoy llorando: es como si las lágrimas me hubieran abandonado, como si me hubiera quedado vacía.
A unos cuantos metros de mí, Cinco está gritando, pero mi cabeza no puede procesar lo que dice. La hoja que ha usado para matar a Ocho se ha escondido de nuevo en la funda que lleva sujeta en la muñeca. Tiene las manos en la cabeza, como si no pudiera creer lo que acaba de hacer. Al pie del árbol, Nueve se ha quedado sin habla: está conmocionado. Si se hubiera callado, si no hubiera incitado a Cinco… Seis por fin está tratando de ponerse en pie. Se la ve algo mareada y desconcertada: intenta comprender el porqué de la nueva cicatriz que le abrasa el tobillo. Todo se ha estropeado.
—¡Ha sido un accidente! —balbucea Cinco—. ¡No quería hacerlo! Marina, lo siento, ¡yo no quería!
—Calla —siseo.
Y entonces oigo el temible zumbido del motor de una nave mogadoriana. La hierba alta que nos rodea empieza a agitarse violentamente cuando la nave plateada desciende poco a poco del cielo. Todo esto ha sido una trampa de Cinco, así que, por supuesto, tenía preparado un plan B para cubrirse las espaldas.
Me inclino hacia delante y beso a Ocho en la mejilla. Quiero decir unas palabras, hacerle saber que era una persona asombrosa, que hacía mucho mejor esta vida terrorífica que estamos obligados a llevar.
—Nunca te olvidaré —susurro.
Y entonces siento una mano en el hombro. Al volverme, veo a Cinco de pie, detrás de mí.
—No tiene por qué ser así —me dice, suplicándome—. Ha sido un error terrible, lo sé. Pero todo lo que he dicho es verdad.
Está loco. ¿Cómo se atreve a tocarme? No puedo creer que tenga la osadía de ponerme la mano encima después de lo que acaba de hacer.
—¡Cállate! —le advierto.
—¡No puedes ganar, Marina! —prosigue—. Lo mejor será que te unas a mí. Tú… tú… —Cinco empieza a tartamudear al ver que su aliento se convierte en vaho: la humedad que nos rodeaba ha sido sustituida por un frío repentino. Le castañetean los dientes—. ¿Qué estás haciendo?
Algo se quiebra en mi interior. Nunca había sentido tanta rabia hasta ahora y casi me parece reconfortante. La sensación helada de mi legado sanador se propaga más allá de mi cuerpo, pero en cierto sentido es distinta: helada, amarga, mortífera. Irradio frío. El agua fangosa del pantano que nos rodea empieza a crujir cuando la superficie se convierte en hielo. Las plantas que se encuentran en mi radio de acción se marchitan, desfallecen bajo la brisa repentina.
—¿Ma…, Marina? Para…
Cinco retrocede unos pasos, frotándose los brazos para entrar en calor. Sus pies resbalan en el hielo y está a punto de caerse.
Un nuevo legado fluye en mi interior, y dejo llevarme por el instinto, por la rabia. Levanto la mano con furia y el hielo toma forma bajo los pies de Cinco: un carámbano puntiagudo surge del suelo y se eleva con fuerza. Cinco no es lo bastante rápido para hacerse a un lado y la daga de hielo le atraviesa el pie y lo deja allí clavado. Lo oigo gritar de dolor, pero no me importa.
Cinco se inclina entonces hacia delante para agarrarse el pie que tiene inmovilizado en el suelo, y justo entonces otro carámbano sale disparado del suelo y le da en la cara. Si el carámbano hubiera sido más largo, probablemente lo hubiera matado, pero solo le saca un ojo.
Cinco sigue teniendo el pie sujeto en el suelo y se desploma torpemente sobre el hielo, agarrándose la cara mientras grita:
—¡Para! ¡Por favor, para!
Es un monstruo y se lo merece. Pero no. No puedo hacerlo. No soy como él. No voy a matar a uno de los nuestros a sangre fría, a pesar de lo que ha hecho.
—¡Marina! —me grita Seis—. ¡Vamos!
La nave mogadoriana ya ha aterrizado y ha empezado a abrir sus compuertas. Seis se ha echado a Nueve al hombro y me tiende la mano desde encima del árbol, cuyas ramas empiezan a ceder bajo el peso del hielo.
Le echo una última mirada a Cinco. Tiene las dos manos en la cara, agarrándose el ojo maltrecho. Está llorando y las lágrimas se hielan al rodar por sus mejillas.
—Si vuelvo a verte alguna vez, traidor de mierda —le grito—, ¡te voy a sacar el otro ojo!
Cinco suelta un ruido parecido a un borboteo. Patético.
Estoy a punto de salir corriendo para reunirme con Seis, pero me detengo. A mis pies, atrapado en el hielo, yace el cuerpo de Ocho. Cuando me doy cuenta de lo que he hecho, el aire que me rodea empieza a calentarse. Me arrodillo y deposito las manos sobre la superficie de hielo que me separa de Ocho. Ya ha empezado a derretirse. Quiero llevármelo con nosotros, lejos de los mogadorianos, y darle la sepultura que se merece, pero no tenemos tiempo de esperar a que el hielo se funda. Seis me está llamando y los mogos se acercan.
—Lo siento —le susurro, como entumecida.
Corro hacia Seis y, al agarrar la mano que tiene tendida, nos volvemos invisibles.