CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
CAMINO POR UNA CIUDAD DESTRUIDA. ESTOY EN MEDIO de la calle, pero no hay tráfico. Coches destrozados se amontonan en las aceras, la mayoría con la carrocería calcinada. Los edificios cercanos (los que aún siguen en pie) se están desmoronando y tienen las paredes recubiertas de marcas de disparos y explosiones, y mis zapatillas deportivas caminan por encima de una alfombra de cristales rotos.
La ciudad no me resulta familiar. No es Chicago. Estoy en otra parte. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Lo último que recuerdo es que Ella me tenía cogido del brazo, y luego… este lugar. Un olor acre, a quemado, se apodera del aire inexorablemente. Me escuecen los ojos por culpa de las nubes de cenizas que flotan en las calles vacías. Oigo chisporroteos en la distancia; en algún lugar aún arde algún fuego.
Sigo caminando a través de esta zona de guerra abandonada. Al principio, creo que no hay nadie. Luego, distingo un puñado de hombres y mujeres mugrientos apiñados en el interior de las ruinas de un complejo de apartamentos. Están de pie alrededor de un fuego que arde en el interior de un cubo de basura, calentándose. Levanto la mano a modo de saludo y grito:
—¡Eh! ¿Qué ha pasado?
Al verme, los humanos retroceden, asustados. Uno a uno, se sumergen en las sombras del edificio. Supongo que yo también sería receloso con los extranjeros si hubiera vivido en mis carnes lo que sea que ha pasado aquí. Sigo andando.
El viento aúlla al filtrarse por las ventanas rotas y las puertas combadas. Aguzo el oído; casi oigo una voz que trae la brisa.
John… Ayúdame, John…
Es una voz apenas audible y distante, pero aun así la reconozco: Ella.
De pronto, me doy cuenta de dónde estoy… Bueno, no dónde estoy geográficamente, sino dónde está mi mente. De algún modo, he acabado en la pesadilla de Ella. Parece tan real…, pero también lo eran esas horribles visiones en las que Setrákus Ra solía sumirme. Cierro los ojos, me concentro y trato de despertar. No funciona. Cuando vuelvo a abrirlos, sigo plantado en esta ciudad ruinosa.
—¿Ella? —digo. Me siento un poco estúpido hablando solo en medio de la nada—. ¿Dónde estás? ¿Cómo podemos salir de aquí?
No obtengo respuesta.
Una página rota de periódico se cruza volando en mi camino y yo me agacho para recogerla. Es la primera página de un Washington Post, así que supongo que esta debe de ser la ciudad en la que me encuentro. La fecha que lleva impresa me sitúa un par de años más adelante. Por tanto, esta es una visión de futuro que espero que nunca se haga realidad. Me recuerdo a mí mismo que este es precisamente el modo que tiene Setrákus de jugar con nosotros. Todo lo que hay aquí es creación suya.
Incluso sabiendo eso, la foto que aparece en la portada me deja sin aliento. Una armada de naves mogadorianas emerge del cielo nuboso de Washington cerniéndose sobre la Casa Blanca. El titular contiene solo una palabra, en mayúsculas y negrita.
«INVASIÓN».
Oigo retumbar algo delante de mí, así que arrojo el periódico al suelo y empiezo a correr. Veo pasar un camión militar oscuro por un cruce; avanza despacio, flanqueado por mogadorianos. Enseguida me detengo y considero la posibilidad de meterme en alguno de los callejones cercanos para ponerme a salvo, pero no parece que los mogos se hayan siquiera fijado en mí.
Una multitud de personas camina detrás del camión, arrastrando los pies. Son humanos; demacrados y pálidos, vestidos con harapos, todos sucios y hambrientos, y algunos también heridos. Avanzan a regañadientes con la cabeza gacha y una expresión triste en el rostro. Soldados mogadorianos armados marchan junto a ellos, exhibiendo con orgullo los tatuajes oscuros que cubren sus cabezas sin pelo. A diferencia de los humanos, todos los mogos sonríen. Algo está ocurriendo, algún acontecimiento de importancia del que los mogos quieren que los humanos sean testigos.
Vuelve a levantarse viento. John… Por aquí…
Me mezclo entre la multitud y camino con los humanos, inclinando la cabeza. Me atrevo a echar algún que otro vistazo alrededor. El Monumento a Washington sobresale en el horizonte, pero la mitad superior del obelisco ha sido cercenada. El miedo me atenaza el estómago: así será el futuro si perdemos.
La multitud es conducida a las escaleras del Monumento a Lincoln. Allí otra gente ya está esperando a que empiece la dichosa atracción de feria mogadoriana. Las banderas de Estados Unidos que acostumbran a colgar en el monumento han sido sustituidas por pendones negros que exhiben el símbolo mogadoriano. Y aún peores son los pedazos de piedras amontonados a ambos lados de la calle… Bueno, al principio creo que simplemente son piedras. Cuando me fijo mejor, reconozco el rostro esculpido de Lincoln con una enorme grieta en la frente. Los mogadorianos han destruido la estatua y la han arrojado fuera del monumento.
Me abro paso hacia el frente de la multitud. Ninguno de los humanos parece orgulloso de ocupar las primeras filas, así que enseguida me dejan pasar. Una hilera de soldados mogadorianos monta guardia en la base de la escalera: vigila a estas gentes desanimadas apuntándolas con los cañones.
Setrákus Ra está sentado en un trono, en lo alto del Monumento a Lincoln. Su cuerpo imponente lleva un uniforme negro, recubierto de medallas y charreteras, y una interminable espada mogadoriana protegida por una funda decorativa descansa en su regazo. Adornando su cuello, seis colgantes lóricos cuyas piedras de cobalto brillan bajo la luz del atardecer. Setrákus escruta la multitud con sus ojos negros. Cuando posa en mí la mirada, me encojo, listo para huir, pero enseguida me doy cuenta de que no se ha percatado de mi presencia.
John… ¿Me ves?
Tengo que reprimir un grito ahogado. Ella está sentada junto a él, en un trono más pequeño. Se la ve mayor y más pálida. Lleva el cabello teñido de negro azabache, recogido en una trenza muy tirante que le cae por encima del hombro, y va vestida con un traje muy elegante, tanto que parece especialmente elegido para burlarse de los humanos harapientos que la contemplan, extasiados. Su rostro es hierático, como si hiciera tiempo que se hubiera vuelto inmune a escenas desgarradoras como esta.
Setrákus Ra la tiene cogida de la mano.
Estoy a punto de echar a correr hasta las escaleras para tratar de matarlo, pero me contengo al recordar que nada de esto es real. Y, aunque lo fuera, no tendría ninguna posibilidad de conseguirlo. Hay apostado todo un ejército de mogadorianos entre él y yo.
La multitud se separa para que el camión militar que he visto antes pueda llegar hasta los escalones del Monumento a Lincoln. La parte trasera del camión está abierta, y veo a dos prisioneros en cuclillas dentro, con las cabezas gachas y grilletes en las manos. Algo en ellos me resulta familiar.
Setrákus Ra se pone en pie cuando el camión se detiene. El silencio se impone entre la multitud.
—Traedlos aquí —grita.
Un soldado mogadoriano robusto da un paso adelante. No es como los demás; no es tan pálido, y los tatuajes que tiene en la cabeza son muy recientes. Lleva un parche en el ojo, y, en el que aún tiene intacto, no veo la típica mirada fría y oscura de los mogadorianos. Retrocedo un paso al darme cuenta de que no es un mogo.
Es Cinco. ¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Por qué lleva su uniforme?
Cinco hace bajar al primer prisionero del camión. Es un poco mayor que él y una cicatriz interminable le recorre horizontalmente la nariz y las mejillas. Sin embargo, a pesar del corte, enseguida reconozco a Sam. Lleva la cabeza gacha y evita establecer contacto visual con Cinco; tiene aspecto cansado y derrotado. Me parece que cojea, algo que resulta más que evidente cuando se ve obligado a subir los escalones del Monumento a Lincoln. Tropieza, casi se cae, y algunos de los espectadores mogadorianos se echan a reír ante ese espectáculo humillante. Siento que la rabia bulle en mi interior y tengo que inspirar profundamente para acallar mi lumen, que empieza a activarse.
La actitud del segundo prisionero no es tan sumisa como la de Sam. A pesar de tener las manos y los pies encadenados, Seis avanza con la espalda totalmente derecha. En lugar de su larga cabellera rubia lleva ahora el pelo corto y en punta, y su rostro exhibe en todo momento la máscara de la rabia; aun así, sigue siendo increíblemente guapa. Pasea la mirada por la multitud de humanos y muchos de ellos responden agachando la cabeza, avergonzados. Cinco le dice algo que no consigo oír, pero su expresión es casi de arrepentimiento. Seis, sin embargo, le contesta escupiéndole en la cara. Cuando Cinco se limpia el escupitajo, un grupo de soldados mogadorianos agarran a Seis y la arrastran escalones arriba. No ha dejado de luchar hasta el final.
Seis y Sam se ven obligados a arrodillarse delante de Setrákus Ra. Él los fulmina con la mirada y luego se vuelve hacia la multitud.
—Mirad —grita, levantando la voz por encima de las masas silenciosas—. ¡Los últimos miembros de la resistencia lórica! Hoy nuestra sociedad celebra una gran victoria contra aquellos que se han interpuesto en el camino del progreso mogadoriano.
Todos los mogos lo aclaman. Los humanos, en cambio, siguen en silencio.
La cabeza me va a mil. Si Seis y Sam son los últimos supervivientes, eso significa que, en este futuro, tanto yo como los demás ya estamos muertos. Uno de esos colgantes que adornan el cuello de Setrákus es mío. Vuelvo a recordarme que nada de esto es real, pero, a pesar de ello, estoy aterrado.
Cinco sube los escalones y se queda de pie al lado de Setrákus Ra. Sostiene la funda decorativa mientras Setrákus extrae su brillante espada y la blande para que todo el mundo pueda verla. Luego, la agita por encima de la cabeza de Sam a modo de prueba. Alguien grita entre la multitud y enseguida es silenciado.
—Hoy sentaremos los cimientos de una paz duradera entre humanos y mogadorianos —prosigue Setrákus—. Al final, hemos acabado con la última amenaza a nuestra gloriosa existencia.
A mí no me parece nada gloriosa. Los humanos han acabado sin sangre en las venas después de meses y meses de ocupación mogadoriana. Me pregunto cuántos de ellos se unirían a mí si tratase de cargarme a Setrákus Ra. Probablemente ninguno. No estoy enfadado con ellos, sino conmigo mismo. Debería haberlos salvado, debería haberlos preparado mejor para lo que se avecinaba.
Setrákus aún no ha terminado su discurso.
—En esta jornada histórica, he decidido otorgar el honor de dictar sentencia a la que un día me sucederá como vuestro Querido Líder. —Con un gesto ampuloso, Setrákus Ra señala a Ella—. ¿Heredera? ¿Qué has decidido?
¿Heredera? Eso no tiene ningún sentido. Ella no es mogadoriana, es una de nosotros.
No tengo tiempo para sacar en claro el significado de todo esto. Ella se levanta temblorosa de su trono, como si estuviera drogada. Mira a Seis y a Sam con sus ojos oscuros e impasibles y luego contempla a la multitud, posando en mí su mirada.
—Ejecutadlos —resuelve.
—Muy bien —responde Setrákus.
Hace una reverencia y, con un movimiento fluido, le corta a Seis la cabeza con la espada. La multitud se sume en un silencio sepulcral cuando el cuerpo de Seis se desploma en el suelo, un silencio tan profundo que oigo los sollozos de Sam al arrojarse sobre el cuerpo de Seis.
Enseguida siento ese dolor abrasador en el tobillo: se está formando una nueva cicatriz. Cierro los ojos cuando Cinco levanta a Sam del suelo y lo dirige hacia el filo de la espada de Setrákus Ra. No quiero ver lo que pasará a continuación, hasta qué punto les he fallado. No es real, me repito a mí mismo.
No es real, no es real, no es real…