CAPÍTULO TREINTA Y DOS
—¡AGARRAOS!
Todos nos precipitamos a un lado cuando, de repente, Nueve hace girar de un tirón el timón de nuestro bote —una pequeña embarcación propulsada por un ventilador gigante instalado en la parte trasera— para esquivar un tronco que flota en las turbias aguas del pantano. Ocho está a punto de perder el equilibrio y se me agarra del brazo para sostenerse en pie. Luego, me sonríe con timidez y me suelta para aplastar un mosquito de una palmada. El aire es denso y húmedo, plagado de insectos cuyo zumbido no queda silenciado ni por el ruido del propulsor del bote. Este lugar huele a tierra fértil y a vegetación profusa.
—¡Fijaos en eso! —grita Ocho para que todos lo oigamos. Algo que avanza a la deriva por el agua ha agitado un grupo de lirios. Al principio creo que es otro tronco, pero entonces distingo las escamas ásperas de una cola que se mece por la superficie: es un caimán—. ¡Apartad las manos del agua! —exclama Ocho.
El caimán desaparece entre unos árboles, a nuestra izquierda. Ahora entiendo por qué Cinco pensó que los Everglades serían un lugar seguro donde esconder su herencia; son un laberinto de hierbas altas y aguas embarradas en el que no hay más que insectos y animales al acecho.
Descendemos pantano abajo, como por una carretera de agua, el lugar en el que la frondosidad de la hierba y los árboles se abren ligeramente para dejar paso a las embarcaciones. No es que haya nadie más por aquí: no hemos visto ni un solo ser humano desde que alquilamos el bote hace más de una hora. Incluso la oficina de alquiler de barcos no era más que una cabaña destartalada en la que moría una carretera rural, junto a la orilla del pantano. Hemos tenido que elegir entre los tres botes oxidados propulsados por ventilador que había amarrados en ese muelle desvencijado. El hombre solitario que vivía allí, un tipo que estaba muy moreno y que olía a una combinación de alcohol y gasoil, nos ha explicado entre hipos cómo manejar el bote, y luego ha aceptado el dinero que le hemos entregado a cambio de un mapa de la zona que se caía a pedazos y las llaves del bote. No nos ha hecho preguntas, cosa que todos le hemos agradecido.
Seis está preocupada por el mapa que nos ha vendido ese hombre. No para de compararlo con el mapa de los Everglades que imprimimos de Internet, aquel en el que Cinco marcó la localización de su Cofre. No se cansa de examinar uno y otro; primero el nuestro y luego el malogrado, que, sin embargo, refleja con más detalle los afluentes locales y los brazos pantanosos. Seis arroja ambos mapas al otro extremo del bote, enfadada.
—¡Aquí no hay quien se aclare! —gruñe.
—No te preocupes —la tranquiliza Nueve, guiándonos hacia la puesta de sol—. Cinco dijo que sabía adónde íbamos. ¡A ver si es útil, para variar!
Miro al cielo, en busca de Cinco. Hace quince minutos que ha emprendido el vuelo, después de asegurarnos que le resultaría más fácil localizar el Cofre desde las alturas. El cielo está empezando a teñirse de ese tono rosáceo que por lo general me parece hermoso, pero que aquí me da mala espina.
—No querría parecer gallina —digo con cautela, colocándome un mechón de cabello empapado detrás de la oreja—, pero os aseguro que no quiero estar aquí en cuanto haya anochecido.
—Yo tampoco —comenta Ocho y, golpeando con el dedo el mapa que Seis sostiene en las manos, añade—: Especialmente si nuestra estimada guía no sabe cómo devolvernos a la civilización.
Seis mira a Ocho con los ojos entornados, pero no se digna responderle. Nueve se echa a reír. Tiene la camiseta cubierta de enormes manchas de sudor, y los insectos zumban incansablemente a su alrededor sin que él parezca notarlo. De hecho, yo diría que está disfrutando de todo esto: la humedad, la sensación de que todo se pega, el peligro acechante. Está en su elemento.
—Estaba pensando que después podríamos ir de camping —propone.
Ocho y yo soltamos un gruñido. Si no hubiera caimanes surcando el agua, habría aprovechado la oportunidad para echar a Nueve por la borda. Vuelvo a mirar al cielo tratando de localizar a Cinco y concluyo:
—Seguro que estará de vuelta enseguida.
No hay razón para no ser optimista. Hasta ahora, la misión se ha desarrollado sin problemas. Aún no me siento bien por haber dejado a John y a Ella en ese estado, pero los demás tenían razón. No podíamos hacer nada por ellos allí en Chicago. No he llegado a los niveles de entusiasmo de Nueve, pero la verdad es que estoy mejor haciendo algo, buscando un modo de ayudar a nuestros amigos y de ganar esta guerra.
Siempre y cuando no nos perdamos en este pantano. No creo que eso nos trajera nada bueno.
Una sombra surca el cielo. Es Cinco. Se cierne unos instantes sobre el bote y luego baja suavemente para posarse a nuestro lado. Está sudando profusamente y tiene la camiseta empapada.
Nueve suelta una risita.
—Si nos quedamos por aquí mucho más tiempo, vas a acabar perdiendo peso, ¿eh, grandullón?
Cinco hace rechinar los dientes, mientras se despega la camiseta mojada del cuerpo con timidez. Todos estamos sudados y desaseados, pero, por alguna razón, Nueve no puede evitar meterse precisamente con Cinco. Yo esperaba que la sesión de entreno de la bandera les habría ayudado a solventar algunos de sus problemas, pero sigue habiendo tensión entre ellos.
—No le hagas caso —le digo a Cinco—. ¿Has encontrado tu Cofre?
Cinco asiente con la cabeza y señala justo hacia donde nos dirigimos.
—Hay una pequeña extensión de tierra firme un kilómetro más adelante. Es ahí.
Nueve deja escapar un suspiro.
—¿Y se puede saber por qué no has cogido el Cofre y lo has traído hasta aquí?
Cinco le sonríe burlonamente y responde:
—No escuchaste cuál era el plan, ¿verdad? Votamos que tú te encargarías del trabajo de machaca.
—¿Qué? —Nueve mira a Ocho, confundido, y le pregunta—: ¿Lo dice en serio?
Ocho se encoge de hombros, siguiéndole a Cinco la corriente.
—Tú limítate a pilotar el puto bote, Nueve —le espeta Seis tras chasquear la lengua, exasperada.
—Vale, vale, capitán —responde él, agitando los dedos—. ¡Marchando un Cofre!
Seis se vuelve hacia Cinco. Ha estado más callada de lo habitual.
—¿Por qué no te has traído el Cofre contigo? —le pregunta con aspereza.
Cinco se encoge de hombros.
—Está oscureciendo y es un buen lugar en el que pasar la noche si necesitamos hacerlo.
—¿Lo ves? —grita Nueve, encantado—. ¡A acampar!
—De eso nada —zanja Ocho, sacudiendo la cabeza con vehemencia—. Dale caña a este trasto para que podamos salir de aquí cuanto antes.
Nueve acelera, e inmediatamente el bote levanta espuma a ambos lados.
Supongo que el lugar al que nos conduce Cinco podría describirse generosamente como una isla. En realidad, no es más que un montón de barro en medio del pantano sobre el que se levanta un árbol enorme y retorcido que parece que haya estado creciendo desde el principio de los tiempos. Sus raíces son tan gigantescas, alcanzan hasta tan lejos, que Nueve tiene que guiar el bote con cautela para no quedarse atrapado en alguna de ellas. Desembarcamos. Nuestros pies se hunden en el barro y resbalan al pisar las protuberancias desiguales de las raíces. Estamos rodeados por un anillo de hierba alta que crece en el agua, y son tantas las ramas que nos cubren la cabeza que toda la isla ha quedado en la sombra en cuanto hemos desembarcado. De hecho, aquí estamos a cinco grados menos que en el agua.
—La verdad es que este lugar es genial —le digo a Cinco.
Veo que se le hincha un poco el pecho al oír el halago: no está acostumbrado.
—Sí. Pasé aquí una noche. Este viejo árbol es asombroso. Pensé que no me costaría encontrarlo de nuevo.
—Felicidades —refunfuña Nueve, aplastando de una palmada un bicho que tenía en el cuello—. A ver, ¿y dónde está ese dichoso Cofre?
Cinco nos conduce a la base del árbol. Bajo nuestros pies, se extiende un entramado de raíces; es como si el árbol fuera un puño hundido en la tierra y las raíces, sus dedos, que estrujan el barro con fuerza. Cinco se arrodilla bajo un nudo de raíces, una zona en la que se apiñan un poco, casi como un nudillo. Mete la mano bajo las raíces, donde espera una suave bolsa de barro.
—Está aquí debajo —dice Cinco, rebuscando con la mano—. Casi lo tengo.
El barro hace un ruido de ventosa cuando Cinco tira del Cofre, como si fuera reacio a soltar su presa. Su dueño se arrodilla delante de él y aparta el fango que recubre la superficie de madera.
Ocho me toca el hombro y señala un lugar donde el anillo de hierba se abre. Veo aparecer la cabeza plana y los ojos amarillos de un caimán, tal vez el mismo con el que nos hemos cruzado antes.
—Parece que alguien tiene hambre —comenta Ocho en tono de guasa.
—¿Nos están siguiendo? —pregunto medio en broma, pero también un poco asustada.
Me acerco un poco a Ocho.
—Aquí hay muchos caimanes —observa Cinco con aire distraído, levantando su Cofre.
—Tú hablas con los animales, ¿verdad? —le pregunto a Nueve—. Dile a ese bicho que no queremos problemas.
—Igual me lo quedo como mascota. O me hago un abriguito con él —responde Nueve, entornando los ojos al centrar la mirada en el animal, que cada vez está más cerca. De pronto, algo cambia en su rostro—. Esperad…
La cabeza de un segundo caimán aparece al lado del primero y, al cabo de unos segundos, una tercera cabeza emerge también del barro. Al principio, creo que un grupo de caimanes ha venido a acecharnos, suponiendo que algo así sea posible. Pero entonces tres cabezas surgen del agua como una sola, conectadas a un único cuerpo por un cuello grueso y cubierto de escamas. Las escamas desaparecen bajo un abrigo de piel negra y aceitosa que recubre la parte del torso del animal. De pronto, el bicho despliega un par de alas de murciélago y se sacude el agua de encima violentamente. Al final, acaba poniéndose en pie sobre un par de piernas casi humanoides: debe de medir unos cuatro metros y medio. Se inclina hacia delante y, con sus seis ojos amarillentos, nos mira, hambriento.
—¡Cuidado! —grita Seis cuando la criatura bate sus alas y se eleva hacia el cielo.
El animal se acerca hacia mí. Es curioso las cosas en las que uno se fija en momentos como este. El monstruo tiene unos pies enormes, y garras curvadas tanto en cada uno de los tres dedos de cada pie como en los talones. Las plantas de los pies, sin embargo, parecen suaves y tienen un par de cicatrices en forma de S marcadas en la piel, como si un científico mogadoriano hubiera firmado su obra.
Me fijo en todo eso mientras se abalanza sobre mí.
—¡Cuidado!
Ocho me agarra de la cintura y los dos nos teletransportamos unos metros atrás. Las garras del caimán mutante cercenan un pedazo de la raíz en la que yo tenía puestos los pies.
—¿Cómo demonios nos han encontrado? —gruñe Nueve, extendiendo su vara plateada.
—Yo no veo a ningún mogadoriano —grito yo, girando sobre mí misma para echarle un vistazo a todo el pantano—. ¿Crees que puede estar solo?
—Se lo preguntaré.
Nueve entra a la carga. La bestia hace chasquear una de sus tres bocas tratando de pillarle, pero Nueve extiende su bastón, lo introduce en la boca que le queda más cerca y le arranca un par de colmillos amarillentos. Mientras una de sus cabezas ruge de dolor, el monstruo arremete contra Nueve con el ala, y este salta hacia atrás.
Cinco suelta su Cofre en el suelo y lo abre.
—Pero, bueno, ¿no has visto esta cosa cuando has explorado el terreno? —le grita Seis, agarrándolo del hombro.
—Ha salido de debajo del agua. ¿Cómo querías que la viera? —Cinco habla con voz calmada; parece muy tranquilo, nada que ver con la actitud de la que John fue testigo en la última batalla—. No os preocupéis —prosigue—. Tengo la cosa aquí dentro.
—¡¿Necesitas ayuda?! —grita Nueve retrocediendo de un salto para librarse de la dentellada de una de las bocas del monstruo.
Ocho se teletransporta justo encima de las tres cabezas de la criatura. Le asesta una patada a uno de los hocicos y se teletransporta de nuevo junto a Nueve. El bicho deja escapar un rugido de frustración mientras agita las alas para elevarse del suelo. Nueve y Ocho se separan tratando de flanquear a la bestia.
Mientras Cinco rebusca en su Cofre, Seis lanza las manos al aire.
—Marina, cúbreme mientras hago esto.
Oigo las primeras gotas de una lluvia tormentosa abriéndose paso a través del follaje.
Cinco extrae una especie de manga de piel de su Cofre e introduce dentro el antebrazo. Al flexionar la muñeca, una brillante hoja de unos treinta centímetros aparece por la parte inferior del brazo. Cinco sonríe de oreja a oreja.
—Te he echado de menos —le dice a su artilugio-manga mientras flexiona el brazo de nuevo para que la hoja vuelva a esconderse.
—¡A ver si cae ya ese rayo, Seis! —grita Nueve.
El monstruo se abalanza sobre él. Todo lo que puede hacer es mantener su vara en el aire, esquivando las dentelladas del trío de bocas repletas de colmillos. Nueve retrocede ciegamente, tropieza con una rama y acaba aterrizando de culo en el suelo. Justo cuando la bestia se dispone a saltarle encima, Ocho cambia de forma y adopta el aspecto de una criatura enorme, medio hombre, medio jabalí, que supongo que debe de ser uno de los avatares de Visnú. Agarra al monstruo por su cola de caimán y tira de él hacia atrás para evitar que acabe devorando a Nueve.
La bestia rodea a Ocho y le hunde los dientes en el hombro. Su hocico de cerdo brama estrepitosamente y su forma empieza a desdibujarse. La mordedura le ha dolido tanto que le resulta difícil mantener la concentración.
—¡Ocho! —grito.
Quiero correr hacia él para curarlo, pero no puedo dejar a Seis mientras está absorta generando una tormenta.
—¡Ve a ayudarlo! —me grita con los dientes apretados—. Esto ya está.
Salgo a la carrera, decidida a alcanzar a Ocho. Antes de que el caimán volador pueda hincarle el diente de nuevo, un rayo baja del cielo directo hacia él y lo deja extendido en el suelo. El bicho echa humo y se agita con espasmos. Ahora llueve aún con más fuerza: Seis ha intensificado la tormenta.
Nueve se ha puesto en pie de nuevo. Sale disparado mientras la bestia lucha por levantarse del suelo, y apalea a la criatura con su vara con todas sus fuerzas. Los golpes, no obstante, apenas consiguen hacer mella en su piel cubierta de escamas.
Ahora que Nueve ha vuelto a la lucha, Ocho se aleja del monstruo a trompicones, conservando aún su forma de Visnú. Cuando por fin llego hasta él, recupera su aspecto normal y veo las profundas laceraciones dentadas que cubren su hombro derecho. Deposito mis manos sobre las heridas y presiono, dejando que la sensación helada fluya de mí hacia él. Las heridas enseguida se cierran ante mis ojos.
—Ahora mismo te besaría —me dice Ocho.
—Quizá después de que acabemos con esa cosa —respondo yo.
El monstruo se encabrita y derriba a Nueve descargando contra él una de sus alas de piel. En cuanto Nueve queda fuera de combate, Seis se apresura a crear dos rayos más y los dirige de nuevo contra el bicho. Los rayos le agujerean la membrana de una de las alas, pero la criatura se limita a trastabillar hacia atrás y soltar uno de sus rugidos poco amistosos. Parece que lo único que estamos consiguiendo es ponerla más furiosa.
—¿Qué se necesita para pararle los pies a este hijo de puta? —grita Nueve.
Un pitido se adueña del aire. Suena tan fuerte y tan agudo que me pone la piel de gallina, como cuando alguien pasa las uñas por la superficie de una pizarra. Al volverme, veo a Cinco con una intrincada flauta en los labios, un instrumento tallado en piedra obsidiana. Cuando esa nota estridente se apodera del ambiente, Cinco mira fijamente al monstruo, sin siquiera parpadear.
Y, de pronto, es como si se le hubieran pasado todas las ganas de pelear. Pliega sus enormes alas junto al cuerpo y se inclina hacia el suelo, con sus tres cabezas pegadas al pecho, como si estuviese haciendo una reverencia.
—Oh —suspira Ocho.
—¿Lo ves? —dice Cinco mirando alrededor con la flauta en las manos—. Fácil.
—Si tenías esta cosa, ¿por qué no la has usado desde el principio? —le suelta Nueve.
—He pensado que querrías entrenarte un poco —le responde, sonriéndole fríamente.
Seis sacude la cabeza y dice:
—¿Podría alguno de vosotros matar a esa cosa para que podamos salir de aquí?
—¡Con mucho gusto! —exclama Cinco, y su piel adquiere la textura metálica del hierro. Avanza unos pasos hacia la bestia arrodillada, pero se detiene junto a Seis y dice con aire distraído—: Yo he creado el bicho… Lo menos que puedo hacer es sacrificarlo.
—¿Que tú qué? —pregunto, sin dar crédito.
Cinco lanza su puño metálico con una fuerza que no había visto en él hasta ahora, y le asesta a Seis un buen gancho.
El impacto levanta en el aire todo el cuerpo de Seis, que acaba aterrizando justo a mis pies; tiene los ojos en blanco y un par de hilos de sangre le salen de los agujeros de la nariz. En el mejor de los casos, tendrá una conmoción cerebral; en el peor, se habrá fracturado el cráneo. Me acerco de manera instintiva hacia ella para curarla, pero, cuando trato de agacharme, algo me golpea en el pecho, aunque no con demasiada fuerza, ni siquiera la suficiente para dejarme sin aliento: es telequinesia. Cinco me está manteniendo a raya. Levanto la mirada hacia él, mientras lágrimas de confusión me empañan los ojos.
Ocho rompe ese momento de desconcierto silencioso.
—¿Por qué has hecho esto? —exclama.
Pero el grito de Nueve ahoga sus palabras.
El cuerpo de Cinco ha adquirido la consistencia del caucho y su brazo se ha alargado como un tentáculo y ha dado dos vueltas alrededor del cuello de Nueve. Él trata de liberarse, pero Cinco lo levanta del suelo sin el menor esfuerzo. Su brazo se extiende aún más y, en cuanto ha elevado a su víctima unos tres metros del suelo, vuelva a arrojarla con fuerza contra él. Luego, la hunde en el barro y la mantiene ahí, con la intención de ahogarla.
Tanto Ocho como yo nos quedamos petrificados al ver que Cinco se vuelve hacia nosotros. La expresión de su rostro es, para nuestro desconcierto, afable, teniendo en cuenta que su interminable apéndice mantiene a Nueve bajo el barro y que Seis yace inconsciente a mis pies por culpa del puñetazo descomunal que le ha dado. El brazo de Cinco está vibrando: es probable que Nueve lo esté golpeando en un intento de liberarse. Sus golpes, sin embargo, no deben de causarle a Cinco ningún dolor, porque apenas parece notarlos.
Se sienta en su Cofre y nos mira.
—Creo que los tres deberíamos tener una charla —dice con toda tranquilidad.