CAPÍTULO TREINTA
ESTA NOCHE NADIE HA CONSEGUIDO PEGAR OJO. BUENO, salvo los dos a los que no logramos despertar, y esos son víctima de un sueño que nadie quiere compartir.
Mi padre y yo hemos acostado a John en la otra cama, al lado de Ella, y ahora están los dos juntos; se han convertido en dos piltrafas. Sarah se niega a abandonar la habitación; le coge a John la mano, estrechándosela delicadamente para animarlo a despertarse. Bernie Kosar también se ha quedado allí; se ha echado a los pies de la cama, hecho un ovillo, gimiendo de vez en cuando, acariciando con el hocico los pies de John y Ella.
Asomo la cabeza por la puerta unas horas después de que John haya entrado en ese trance. Sarah tiene la frente apoyada en el reverso de la mano de John. No sé si está dormida, y no quiero molestarla. John y Ella siguen igual. Tienen los músculos faciales crispados y, de vez en cuando, sus cuerpos se mueven con espasmos, como si hubieran tropezado en sueños y trataran de recuperar el equilibrio. Yo he soñado con cosas parecidas en más de una ocasión: he soñado que trastabillaba o me caía de la bicicleta, y siempre me he despertado antes de llegar al suelo. Está claro que no debe de ser eso lo que les ocurre a John y Ella.
Examino a John más de cerca. No hace más que un par de horas que está en ese estado, pero su piel ya ha adquirido un tono más pálido, parecido al de Ella, y le han aparecido sombras oscuras debajo de los ojos. Es como si le estuvieran chupando la energía o algo así. Ahora que lo pienso, Ella estaba bastante demacrada la mañana después del entreno. Me preocupa que esos sueños tengan una repercusión física, que los estén debilitando, o algo peor.
—¿Sarah? —susurro, y entonces me doy cuenta de que no tiene sentido que trate de ser sigiloso. Lo que queremos es que se despierten. Debería estar aporreando ollas y sartenes—. Todo el mundo se ha reunido en el salón.
Sarah se despierta y sacude un poco la cabeza.
—Yo me quedaré aquí —me dice en voz baja—. No quiero separarme de ellos.
Asiento y no insisto. Salgo de la habitación y me dirijo a la sala de vigilancia, donde mi padre se ha pasado la noche frente al ordenador. Cuando entro, montones de muestras de lenguajes recorren la pantalla, pero no parece que esté más cerca de descifrar esos documentos mogadorianos.
—¿Has encontrado algo? —pregunto.
—Aún no —responde, volviéndose hacia mí. Tiene que parpadear un par de veces, porque las pupilas se le han dilatado después de estar tanto rato pendiente de la pantalla—. He instalado un descodificador automático para no tener que estar aquí gestionando todo el proceso. Es de la vieja escuela. Estoy un poco desfasado en cuanto a software se refiere, pero al final será capaz de descifrarlo. Solo espero hacerlo antes de que sea demasiado tarde.
Me quedo mirando las páginas mogadorianas escaneadas que aparecen en la pantalla.
—¿Crees que algo de esto puede estar relacionado con las pesadillas?
—No lo sé. La verdad es que coinciden en el tiempo.
—Sí. —Me fijo en el teléfono móvil que mi padre tiene en la mesa. Le acerco el dedo y le pregunto a mi padre—: ¿Has tratado de llamar a Adam de nuevo?
No creía que fuera posible, pero el rostro de mi padre se desencaja aún más.
—Sí. Pero tampoco he conseguido nada con eso.
Le doy una palmadita en el hombro.
—Vamos. Los demás están reunidos y quieren que nosotros nos unamos a ellos.
Los guardianes esperan en el salón. Están hablando sobre la situación que ha provocado esta pesadilla, exactamente lo mismo que hemos estado haciendo durante las dos últimas horas sin llegar a ninguna parte.
—Ella me lo hizo una vez —dice Marina en voz baja—. Me absorbió en su sueño. Debería haber advertido a John, debería haberos advertido a todos. Pero ya la había tocado en otro momento, al tratar de despertarla, y no sucedió nada. Me asusté tanto…
Ocho, que también está sentado en el sofá, a su lado, rodea a Marina con el brazo.
—No te preocupes —la tranquiliza mientras ella se recuesta en él—. No podías saber que sucedería algo así.
Nueve camina arriba y abajo de la habitación; es un avance importante, teniendo en cuenta que hasta ahora no ha parado de pasearse por el techo. Probablemente aún estaría dando vueltas alrededor de la araña si Seis no le hubiera espetado que estaba molestando. Por una vez, no ha protestado y se ha limitado a buscar un lugar en el que incordie menos. Me mira esperanzado cuando me ve entrar.
—¿Y bien? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—Todo sigue igual. Todavía no se han despertado.
Cinco descarga las manos sobre sus piernas, visiblemente frustrado.
—Esto es una mierda. Me siento inútil aquí sentado.
Cuando he entrado en el salón, Seis tenía la frente arrugada, torturada por la preocupación; sin embargo, ahora, al oír las palabras de Cinco, levanta la mirada y asiente lentamente, pensativa.
—Deberíamos hablar de ello.
—¿De qué? —pregunta Marina.
—De seguir adelante con la misión. El Cofre de Cinco no vendrá solo.
Nueve se detiene en seco y sopesa lo que Seis acaba de decir.
—¿Queréis marcharos? —pregunta Marina, horrorizada ante la idea de continuar con la misión—. ¿Os habéis vuelto locos?
—Seis tiene razón —interviene Cinco—. No sirve de nada que sigamos aquí sentados.
—Nuestros amigos están ahí echados, en estado de coma, ¿y vosotros queréis abandonarlos? —susurra Marina.
—Lo dices como si no tuviéramos sentimientos, pero yo solo trato de ser práctica —se defiende Seis.
Pienso en lo que me decía en el tejado, que es reacia a empezar una relación por miedo a que llegue un momento en que las cosas vayan a peor. Parece que ese momento ya ha llegado.
—Puede que sea práctico, pero eso no significa que esté bien —murmuro. No quería decirlo en voz alta, pero ha sido una noche muy larga y tengo muchas cosas en la cabeza.
Una sombra de dolor recorre el rostro de Seis, pero desaparece en cuanto aparta la mirada de mí. Se vuelve hacia Nueve y le pregunta:
—¿Qué piensas tú?
—No lo sé —responde él—. No me gusta abandonar a John y a la escuchimizada.
—Si incluso Nueve se echa atrás, está claro que es una mala idea seguir adelante con esa misión —suelta Marina, exasperada—. ¿Y si nos necesitan, Seis?
—No los abandonaríamos —dice Cinco con voz inexpresiva—. Al menos, no más que estando aquí sentados mientras mantenemos esta discusión inútil. Los humanos se encargarán de ellos, tal como lo hacen ahora.
—Por supuesto —asegura mi padre—. Haremos todo lo que esté en nuestra mano.
—Tenemos que descubrir qué está pasando —urge Marina—. Saber qué está provocando las pesadillas o, al menos, qué ha hecho Ella para dejar a John inconsciente.
—¿Os habéis fijado en que la mano se le ha iluminado de rojo cuando lo ha tocado? —pregunto—. Era como un legado, o algo así.
—¿Qué tipo de legado hace eso? —pregunta Nueve, alargando el brazo hacia la habitación.
—John creía que Ella usó algún nuevo legado para asustar a Setrákus Ra, en México —dice Marina, reflexionando—. Nunca tuvimos la oportunidad de comprobarlo.
—O quizá le ha fallado la capacidad telepática. Tal vez entró en la cabeza de Setrákus y perdió el control —sugiere Ocho—. Apenas ha empezado a desarrollar sus legados. Quién sabe de lo que es capaz.
Pienso de nuevo en nuestros días en Paradise, en lo mucho que le costó a John llegar a controlar su lumen durante esas primeras semanas. Yo diría que la telepatía de Ella es un legado aún más difícil de dominar. Cinco asiente lentamente con la cabeza, como si también estuviera recordando algo.
—Cuando desarrollé mi Externa, tuve problemas a la hora de recuperar el estado normal de mi piel —nos explica—. Albert usó esa especie de prisma que tenía en el Cofre y me ayudó; no sé, de algún modo me relajó y conseguí recuperar mi piel.
—Ahí lo tienes —interviene Seis—. Otro argumento para ir a los Everglades y recuperar esa cosa, sea lo que sea.
Nueve asiente y, dirigiéndose a Cinco, dice:
—No me lo puedo creer, pero creo que has dado con algo.
—Bueno, un momento —salta Cinco, levantando las manos—. Ni siquiera sé si funcionaría con Ella. O si funciona.
—Yo sigo pensando que no deberíamos dejarlos así —insiste Marina.
—La verdad es que yo creo que separaros a todos de John y Ella es una buena idea —opina mi padre—. ¿Quién os dice que esto no vaya a propagarse, especialmente si está relacionado con su telepatía? No podemos permitirnos que nadie más acabe en estado catatónico.
—¿Cómo vamos a combatir esto? —pregunta Nueve bruscamente, con el ceño fruncido, después de haber agotado todos los modos posibles de acabar con las pesadillas—. Quiero decir que, si Setrákus Ra puede sumirnos en una especie de coma, ¿cómo se supone que vamos a luchar contra eso?
—Ya nos ha provocado estos sueños en otras ocasiones —recuerda Ocho—. Y nos hemos despertado sin ningún problema.
—Esta vez es diferente —persiste Marina.
—Johnny se despertó del último sueño —dice Nueve—. Eso significa que esta cosa se ha hecho más fuerte.
—O quizá la diferencia sea Ella —sugiere Seis—. Tal vez Setrákus Ra se ha concentrado en ella, porque sabía que así conseguiría perturbar sus poderes psíquicos.
Me vuelvo hacia Cinco y le pregunto:
—¿Y crees que esa especie de prisma de tu Cofre podría ser la solución?
Me responde encogiéndose de hombros y luego me dice:
—Ni siquiera sé exactamente qué hace, solo que me ayudó. Aunque ir a buscarlo me parece mucho más productivo que quedarnos aquí sentados.
Nueve da una palmada y exclama:
—¡Yo estoy con Cinco! ¡Larguémonos de aquí!
Marina no ha abierto la boca desde que se ha manifestado en contra de ir a los Everglades. Ahora Seis alarga la mano para tocarle el brazo.
—¿Estás de acuerdo con esto? —le pregunta.
Marina asiente lentamente.
—Si creéis que este es el mejor modo de ayudarlos, estoy con vosotros.
Bajo al garaje para despedir a los guardianes. Sarah no se separará de John y mi padre ha vuelto a la sala de vigilancia para comprobar en qué punto se encuentra el traductor mogadoriano. Tengo en la mano una carpeta que contiene los documentos que John me hizo preparar con la ayuda del ordenador de Sandor: carnés de conducir falsos para todos los miembros de la Guardia, algunos papeles que certifican un supuesto viaje escolar y el itinerario de su vuelo directo desde Chicago hasta Orlando. Con todo esto deberían poder viajar sin ser descubiertos.
Saco la documentación de John de la carpeta y me la meto en el bolsillo.
—Supongo que esto ya no lo necesitaréis —digo, entregándole el resto a Seis. Tardo unos segundos más de la cuenta en soltar la carpeta, y Seis acaba arrebatándomela de un tirón—. Lo siento. Es que estoy algo nervioso.
—Es lo correcto, Sam. Todo irá bien.
Nueve me da una palmadita en el hombro y se va a buscar un coche para ir al aeropuerto. Cinco lo sigue sin molestarse en despedirse. Para mi sorpresa, Marina me envuelve en un abrazo.
—Cuídalos, ¿vale? —me dice.
—Por supuesto —respondo, tratando de tranquilizarla—. Estarán bien. Vosotros apresuraos en volver.
Ocho asiente con la cabeza, y luego él y Marina siguen los pasos de Nueve, así que me quedo a solas con Seis. Parece muy ocupada revisando los documentos que le he entregado, pero enseguida me doy cuenta de que está haciendo tiempo: quiere decirme algo.
—Está todo aquí —le digo.
—Lo sé. Solo lo estaba comprobando —responde, mirándome—. Deberíamos estar de vuelta mañana por la noche, como muy tarde.
—Ten cuidado —le pido.
—Gracias —me dice tocándome el brazo.
Se produce una pausa extraña en la que ninguno de los dos sabe muy bien lo que hacer. Ojalá pudiéramos haber dispuesto de unos quince minutos más en el tejado. Creo que con eso habría bastado para saber lo que hay entre nosotros. Ahora estamos el uno frente al otro, como una pareja que ha vuelto de una primera cita algo rara; ninguno de los dos está seguro de lo que piensa el otro ni tampoco de si este es el momento adecuado para dar un primer paso. Bueno, tal vez Seis intuya exactamente lo que estoy pensando, pero no sepa qué hacer con la información. Yo no tengo ni idea de lo que se le está pasando por la cabeza. Creo que debería decir o hacer algo, pero entonces se pasa el momento, Seis me retira la mano del brazo y me da la espalda para ir a reunirse con los demás. Si hay algo entre nosotros, tendrá que esperar.
El piso de Nueve parece más grande ahora que está casi vacío. Me paseo por los pasillos desiertos y las habitaciones interminables sin estar muy seguro de lo que hacer. Acabo volviendo al dormitorio de Ella justo cuando Sarah sale por la puerta. Es la primera vez que se separa de John desde que lo vio perder el conocimiento.
—Tu padre me ha mandado comer algo —me explica con aire hosco; se ha pasado despierta toda la noche y se la ve agotada.
—Sí, tiene esa manía de impedir que la gente se muera de hambre —respondo.
Sarah esboza una sonrisa, y yo le pongo la mano en la espalda y la acompaño hasta la cocina. Me apoya la cabeza en el hombro mientras caminamos.
—Hemos tenido tantas discusiones acerca de la posibilidad de que uno de los dos acabara resultando herido… Es la pelea más frecuente de nuestra relación. —Se ríe con amargura y añade—: Lo gracioso es que siempre he pensado que sería yo, no John. Se suponía que él era intocable.
—Por favor, Sarah, hablas como si lo hubieran cortado por la mitad o algo así. Lo más probable es que se despierte dentro de una hora y se ponga como una fiera porque se han ido a la misión sin él. —Trato de parecer optimista. Sarah está demasiado cansada para detectar la incertidumbre de mi voz.
—Si lo hubieran cortado por la mitad, lo más seguro es que pudieran curarlo —dice—. Esto es algo distinto. Veo el dolor en su rostro. Es como si lo estuvieran torturando delante de mis narices y, sin embargo, no puedo hacer nada para evitarlo.
Le sirvo a Sarah un vaso de agua y saco de la nevera algunas sobras de comida china. No me molesto en calentarlas. Comemos en silencio, picando arroz frito frío y costillas sin hueso directamente de la caja de cartón. Repito mentalmente la frase «estará bien» una y otra vez, como un mantra, hasta que estoy seguro de que podré decirla con convicción, aunque tenga mis dudas de que sea cierta.
—Estará bien —le digo a Sarah con firmeza.
Mientras Sarah vuelve junto a John y Ella, yo trato de descansar un poco en el salón. Supongo que cuando acabas de ver que tu mejor amigo ha caído en un estado de sueño perpetuo, echar una siesta puede ser un poco estresante. A pesar de ello, el cansancio de mi cuerpo es mayor que la fortaleza de mi ansiedad, y acabo durmiendo durante al menos unas cuantas horas.
Lo primero que hago al despertarme es ir a ver a John y a Ella: todo sigue igual.
Me dirijo a la sala de entrenamiento pensando que tal vez me venga bien entrenarme un poco. Quizá si hago puntería con el arma más ruidosa del arsenal de Nueve consiga interrumpir el sueño de John y Ella.
Me paro en la sala de vigilancia de camino. Está vacía. Mi padre debe de haber ido a su habitación a descansar un poco.
La tableta aún está enchufada. Cinco puntos azules se dirigen a Florida; en este momento, se mueven lentamente por el extremo sur. Eso está bien: significa que Seis y los demás no han tenido problemas al presentar su documentación falsa en el aeropuerto y que no había exploradores mogadorianos esperando para recogerlos. Todo parece que está yendo tal como había planeado John. ¡Ojalá estuviera despierto para verlo!
Algo parpadea en un rincón de una de las pantallas del ordenador. Es el programa traductor que mi padre ha instalado. Debe de haber estado trabajando con el piloto automático hasta ahora. Restauro la página y se abre una ventana.
«TRADUCCIÓN COMPLETADA. ¿IMPRIMIR AHORA?».
Trago saliva. No estoy seguro de que me corresponda ser el primero en ver estas traducciones mogadorianas, pero aun así decido hacer clic en «SÍ». Una impresora que hay debajo del escritorio cobra vida y escupe un documento. Cojo la primera página antes de que el resto haya terminado de imprimirse.
Algunas de las palabras son confusas o están mezcladas, lo cual demuestra que el programa no es preciso al cien por cien. Pero, a pesar de algunas palabras mal colocadas, reconozco el documento de inmediato: ya lo había visto antes.
Contengo el aliento y mis dedos agarran los papeles con tanta fuerza que acaban arrugándolos. Me he quedado petrificado: el miedo y el descrédito bloquean mis funciones motoras.
Tengo en mis manos una copia de las notas que mi padre tomó acerca de la herencia de la Guardia. Añadido al final aparece la dirección del John Hancock Center.