CAPÍTULO VEINTINUEVE

ME QUEDO DE PIE JUNTO A MI PADRE MIENTRAS ÉL ESCAnea los documentos en el sistema del ordenador de Sandor. En cuanto ha terminado, papá descarga un software traductor junto con un programa pirata que se supone que es capaz de sortear firewalls y cosas así.

—¿Crees que vas a poder traducirlo? —le pregunto.

—El primer paso es ser capaz de identificar el programa adecuado.

—Y tú, ¿lo has identificado? —Veo que mi padre ha abierto y minimizado una copia del iTunes. Señalo en la pantalla y le digo—: ¿Pensabas escuchar algo de música?

—No… No tenían iTunes cuando me encarcelaron. He pensado que tal vez… —Mi padre se encoge de hombros, poco satisfecho—. Tendré que probar con ensayo y error, ¿vale?

—¿Y ahora qué?

—Lo estoy planteando desde todos los ángulos. Todos los lenguajes (incluso los alienígenas) tienen cosas en común. Solo se trata de aislar una y usarla para descodificar el resto. —Me mira por encima del hombro—. Es un trabajo bastante tedioso, Sam. No hace falta que te quedes aquí haciéndome compañía.

—No, si me gusta —le aseguro—. Quiero quedarme.

—¿En serio? —pregunta, mirándome de arriba abajo—. Creía que tenías otros planes.

Observador, como siempre. Voy vestido con mis mejores galas, teniendo en cuenta que solo dispongo de tres opciones. Llevo un aburrido jersey gris y los tejanos menos cochambrosos. Me he estado preparando mentalmente para hacer lo que me ha aconsejado John: tratar de tener con Seis una conversación acerca de mis sentimientos, carpe diem y todo eso. A pesar de que solo involucra papeleo, esta última crisis es una buena excusa para sacar a relucir todo eso.

—Pueden esperar —digo, poco convencido, fingiendo que estudio la pantalla del ordenador mientras van apareciendo las muestras de distintos lenguajes.

—Mmm. —Mi padre sonríe con discreción, volviendo de nuevo la mirada a la pantalla—. Oye, estarán en Florida hasta mañana. Después de eso, probablemente tendrán otra misión. Y vete a saber lo que vamos a sacar de estos documentos. Son muchas cosas.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Puede que tardemos en volver a tener un momento de tranquilidad como este —me dice—. No lo dejes pasar.

Encuentro a Seis en el tejado; al parecer es el lugar que eligen los miembros de la Guardia cuando quieren estar solos. Es de noche y el viento sopla con más fuerza de lo normal, probablemente debido a la influencia de Seis. Tiene las dos manos levantadas y, a medida que las mueve hacia delante y hacia atrás, el cielo responde. Me hace pensar en una clase de arte, en el modo en que creábamos un nuevo tono mezclando las acuarelas: Seis está haciendo lo mismo con las nubes. Si esta noche algún hombre del tiempo se dedica a observar el cielo, probablemente estará alucinando.

Al principio no digo nada; no quiero interrumpir. Me quedo de pie junto a ella, contemplándola: el viento agita sus cabellos negros y azota con ellos su rostro, bañado por las luces rojas intermitentes del borde del tejado. Adivino una sonrisa incipiente en las comisuras de sus labios. Si no la conociera tan bien, diría que se siente satisfecha.

Poco a poco, como si le supiese mal detenerse, Seis va bajando las manos y me mira. El viento deja de soplar de inmediato y las nubes vuelven a surcar el cielo nocturno con su curso perezoso habitual. Tengo la sensación de que estoy interrumpiendo algo.

—Eh, no tenías por qué parar.

—No pasa nada. ¿Qué ocurre? —dice—. ¿Ha descubierto ya tu padre lo que pone en alguno de los documentos?

—Mmm, no. Aún nada. Solo quería hablar contigo.

—Oh —responde Seis, contemplando el cielo de nuevo—. Claro.

—Aunque tampoco es nada importante —me apresuro a decirle, sintiéndome algo estúpido—. Puedes volver a practicar o lo que sea. Te dejaré sola.

—No, quédate —salta, de pronto—. No me resulta fácil pasarme todo el día encerrada en este piso. Desde que desarrollé este legado, me he sentido conectada con el tiempo. Me gusta seguir vinculada a él… No sé si tiene mucho sentido…

—Sí, claro que sí —respondo, como si lo supiera todo acerca de eso de estar conectado con el tiempo—. Hoy lo hacías genial en el entrenamiento. Siento haberlo fastidiado todo.

—Vamos, Sam —me dice, levantando la mirada hacia el cielo—. Basta ya de disculpas. ¿No me digas que has venido a hablar de eso?

—No —respondo, con un suspiro. A la mierda. Me decido a limitarme a seguir el consejo de John y voy a por ello—. Me preguntaba si… no sé… si algún día podríamos pasar un rato juntos.

Vale, tal vez no sea el modo más romántico de pedirle a alguien para salir. Seis levanta una ceja con aire juguetón.

—¿Pasar un rato juntos? Pero si aquí prácticamente vivimos unos encima de otros. Pasamos todos los ratos juntos.

—Bueno, me refiero a nosotros dos.

—¿Acaso no es lo que estamos haciendo ahora mismo?

—Sí… Bueno… —tartamudeo. Y entonces me doy cuenta de la sonrisa endiablada que tiene Seis en el rostro—. ¿Me estás tomando el pelo?

—Un poco —confiesa ella, cruzando los brazos—. ¿Así que me estás pidiendo si quiero salir contigo?

—Sí, y lo estoy haciendo de pena.

—Tampoco te ha salido tan mal —me asegura ella, amablemente, acercándose un poco más a mí—. Pero estamos lidiando una guerra, Sam. No tenemos ni un momento libre para salir por ahí. Ya lo sabes.

—Esto…, bueno, hoy John y Sarah han ido al zoo.

—Pero yo no quiero tener contigo la misma relación que mantienen John y Sarah —me suelta Seis, como si fuera la cosa más evidente del mundo.

—Oh… —Tengo la sensación de que me han dado un puñetazo en el estómago—. Yo creí… Bueno, cuando volviste de España, John me dijo lo que sentías por mí y, en Arkansas, cuando me diste ese abrazo… Mierda, soy un idiota. Debería haber imaginado que no te interesaría alguien como yo.

—Eh, eh, para… —me ruega Seis cogiéndome de la mano antes de que desaparezca por la puerta—. Lo siento, Sam. No quería decir eso. Tú me gustas.

—Solo que no de ese modo —me apresuro a añadir para completar la clásica frase.

—Yo no he dicho eso. Sí me gustas de ese modo. O podrías gustarme. —Seis levanta las manos y exclama—: ¡No lo sé! Mira, es que John y Sarah creen que su relación les pone las cosas más fáciles, pero no es así. Solo les causa problemas.

—A mí me parece que son felices —opino.

—Sí, ahora sí —dice Seis—. Pero ¿qué me dices cuando ocurra algo? Mira, John es un buen líder y todo eso, pero no es realista. ¿Crees que vamos a luchar contra un ejército entero de mogadorianos sin tener ni una sola baja?

—Dios, qué pensamiento más oscuro.

—Es la verdad. Al final todo acabará mal, Sam. —Alarga la mano y me quita un hilo suelto de la parte de delante de mi jersey—. Me gustaría que pudieses mantenerte alejado de nosotros. Vete a algún lugar en el que estés a salvo. Cuando todo esto termine, tal vez las cosas puedan ser diferentes…

Suelto una carcajada, sin dar crédito.

—¿Hablas en serio? Esto es, no sé, el tipo de mierda que Spider Man le suelta a Mary Jane cuando trata de romper con ella. ¿Te das cuenta de lo embarazoso que resulta que te hablen como si fueras la novia de algún superhéroe?

Seis también se echa a reír, sacudiendo la cabeza.

—Lo siento. No pretendía que sonara así. Ahora mismo me siento como una hipócrita. Estoy haciendo exactamente lo contrario de lo que le aconsejé a John con respecto a Sarah.

—Tal vez tengas razón y las cosas acaben yendo a peor —digo—. Pero eso no significa que tengas que aislarte, que debas pensar únicamente en la guerra. Eso no puede ser bueno. Tal vez deberías pasar el noventa y cinco por ciento del tiempo siendo Seis y el cinco por ciento restante conmigo, siendo Maren.

No tenía preparado ese pequeño discurso, pero el antiguo nombre humano de Seis me ha venido a la cabeza de repente. Seis abre un poco la boca, sin decir nada: el nombre la ha pillado desprevenida.

—Maren —susurra—. Ni siquiera sé si me acordaré de cómo ser ella.

Veo algo nuevo en su forma mirarme, como si de pronto se hubiera olvidado de la prudencia. No tiene el tipo de mirada despreocupada que me hubiera esperado de ella; en sus ojos, descubro cierta vulnerabilidad, como si hubiera decidido bajar un poco la guardia. Yo no le suelto la mano.

—Prométeme que no vas a morir —me dice, sin rodeos.

En este momento le prometería cualquier cosa.

—Te lo prometo.

Me estrecha la mano con más fuerza y entrelaza los dedos con los míos, acercándose un poco más a mí. De pronto, se levanta algo de viento y, al alargar la mano para apartarle del rostro un mechón de cabello, decido dejarla ahí, en su mejilla.

Y entonces Ocho se teletransporta al tejado.

Seis se aleja de mí de un salto, como si se hubiera quemado. Ahora mismo podría estrangular a Ocho y no sentiría el menor remordimiento. La verdad es que estoy esperando que suelte alguna de sus bromitas, pero al mirarlo me doy cuenta de que tiene el rostro serio y parece preocupado.

—Chicos, ¡os necesitamos abajo! —exclama.

—¿Qué pasa? —pregunta Seis, mirándolo, expectante—. ¿Los mogos?

Ocho niega con la cabeza.

—No, es Ella.

Parece que mi padre se equivocaba al pensar que esta sería una noche tranquila.

Ocho nos coge a los dos de la mano y enseguida tengo la sensación desconcertante de que alguien se ha llevado el mundo de debajo de mis pies. Cierro un momento los ojos y, al abrirlos, me encuentro de pie en medio de la habitación que Marina comparte con Ella.

Ella está echada en la cama, totalmente destapada y rígida como una tabla de madera. Cierra los ojos con fuerza. Tal vez lo más espeluznante sea ese hilito de sangre que se le escapa por la comisura de los labios. Se ha mordido lo bastante fuerte como para sangrar.

Marina está arrodillada junto a la cama, limpiándole la sangre de la cara con un pañuelo. No para de susurrar el nombre de Ella, una y otra vez, tratando de despertarla, pero el miembro más joven de la Guardia no mueve ni un solo músculo del cuerpo, salvo las manos, con las que agarra las sábanas con fuerza.

—¿Cuánto tiempo hace que está así? —pregunta mi padre.

—No lo sé —dice Marina, visiblemente asustada—. Ha ido a acostarse antes que yo; me ha dicho que estaba cansada por el entrenamiento. Luego me la he encontrado así, y ya no ha habido modo de despertarla.

Miro alrededor, sin saber muy bien lo que debería hacer. Diría que los demás comparten conmigo ese mismo sentimiento. Están todos allí: algunos han acudido a la habitación; otros están plantados en el pasillo, delante de la puerta, con una mirada incierta en los ojos.

—¿No le había pasado nunca? —le pregunto a Marina.

—Tú estuviste aquí cuando tuvo el peor episodio, cuando gritó de ese modo —me responde—. Hasta ahora siempre se había despertado.

—Esto no me gusta nada —refunfuña Nueve desde la puerta.

Bernie Kosar parece estar de acuerdo con él: se ha echado a los pies de la cama y olisquea el aire como un perro guardián que ha encontrado un rastro sospechoso.

—Está sudando mucho —advierte Marina.

—¿Tiene fiebre? —pregunta John.

—Nunca ocurrió nada de esto durante mis visiones —observa Ocho—. ¿Y en las vuestras, chicos?

John y Nueve niegan con la cabeza.

Marina saca una toalla del cajón de la mesilla de noche y empieza a secarle la frente a Ella, pero le tiemblan mucho las manos; tanto, que Sarah acaba remplazándola mientras le dice con tono cariñoso:

—Dame, ya lo hago yo.

Marina se aleja de la cama y Ocho la coge del brazo y le acaricia la espalda. Ella se apoya en él, agradecida.

—¿Creéis que deberíamos tratar de curarla? —pregunta Seis—. ¿O tal vez usar una de las piedras sanadoras?

—No hay nada que curar —responde John—. Al menos nada que podamos ver. Y lo de usar la piedra… ¿Quién sabe lo que podría pasar? ¿Y si le empeora el dolor o algo así?

—¿Habéis intentado abrirle los ojos? —sugiere Cinco. Todo el mundo le dedica una mirada extraña, como si fuera una sugerencia insensible, pero lo cierto es que no parece mucho peor que dejar que Ella siga sufriendo con esa pesadilla—. ¿Qué? ¿Acaso tenéis una idea mejor?

Mi padre levanta delicadamente uno de los párpados de Ella: tiene el globo ocular completamente girado hacia dentro; solo le vemos el blanco del ojo. De pronto recuerdo esa vez en clase de gimnasia, cuando Mark James me asestó un golpe y me hizo caer de la cuerda de la que estaba colgado. Tuvieron que someterme a varias pruebas para determinar si tenía una contusión cerebral y me iluminaron los ojos con una linterna.

—John, quizá podrías usar tu lumen —sugiero—. Es muy brillante; tal vez la despierte.

John alarga el brazo, enciende su mano como si fuera una linterna y la acerca al ojo de Ella. Por un instante, la tensión que domina su cuerpo desaparece y Ella parece relajarse.

—Algo está pasando —digo, con un suspiro.

—Ella, despierta —la insta Marina.

De pronto, la mano de Ella se dispara hacia arriba y le agarra a John la muñeca con tanta fuerza que lo sobresalta. Me recuerda a una de esas películas de miedo en las que un espíritu demoníaco posee a una niñita. La mano se le ilumina de rojo allí donde está en contacto con la piel de John.

—¿Qué está haciendo? —pregunta Sarah, sin aliento.

Por un instante, John parece desconcertado. Se dispone a decir algo, pero de pronto se le ponen los ojos en blanco y su cuerpo empieza a contorsionarse, como si todos sus músculos sufrieran un calambre al mismo tiempo… Y entonces toda la tensión se desvanece y John se desploma en el suelo, junto a la cama de Ella, como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos que la sostienen.

—¡John! —grita Sarah.

Ella aún tiene la muñeca de nuestro líder agarrada con la mano.

—¡Apartad su mano de él! —se desgañita Nueve, entrando a la carrera en la habitación.

—¡Alto! —grita Marina, barrándole el paso—. ¡No la toquéis!

Sin siquiera escucharla, Sarah se agacha y aparta la mano de Ella de la muñeca de John. Él no se mueve, no reacciona, ni siquiera cuando Sarah lo abraza y lo zarandea. No sé qué le habrá ocurrido, pero el efecto del tacto de Ella en los humanos no parece ser el mismo, porque no ha afectado a Sarah en absoluto.

Seis se acerca unos pasos, y Ella levanta la mano hacia ella, apretando y relajando el puño una y otra vez.

—Cuidado —le advierto a Seis, agarrándola por la camiseta y tirando de ella.

Los demás miembros de la Guardia se percatan también de la mano ávida de Ella y se alejan prudentemente. En cuanto no tiene a ningún miembro al alcance, la mano de la muchacha se desploma sobre las sábanas, sin vida. Tiene el mismo aspecto que al principio, como si estuviera atrapada en una pesadilla. Pero ahora John se ha unido a ella.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —pregunta Nueve.

—Ella le ha hecho algo —suspira Cinco.

Sarah acoge la cabeza de John en su regazo, y le acaricia el pelo, mientras mi padre levanta delicadamente las manos de Ella y las mete debajo de las sábanas. Miro a los miembros de la Guardia. Están acostumbrados a huir de un lado a otro, a enfrentarse a amenazas físicas contra las que pueden luchar. Pero ¿cómo se supone que pueden escapar de algo que los ataca desde dentro, cómo vencerlo?