CAPÍTULO VEINTIOCHO
—¿QUÉ PASA? —ME PREGUNTA SARAH CUANDO ME SEPAro de ella de repente.
—El brazalete me está avisando. Algo ocurre —respondo, mirando alrededor—. Algo va mal.
—No me digas que ya estamos con lo mismo —dice ella sin dar crédito, refiriéndose al incidente con BK de la noche anterior.
—No, esto es distinto. Peor.
Me toco instintivamente el brazalete al sentir las descargas heladas que me recorren el brazo. Estamos en una calle bastante concurrida de Chicago. Me fijo en las caras de las personas que tenemos alrededor; gente que vuelve a casa del trabajo, parejas que van a cenar, todos ellos humanos. No veo a nadie con cara pálida y ropas oscuras. Pero hasta ahora el brazalete no me ha engañado nunca. El peligro está cerca.
—Deberíamos volver a casa —opina Sarah—. Avisar a los demás.
Niego con la cabeza:
—No. Si nos siguen y no logramos despistarlos, podríamos acabar conduciéndolos hasta los demás.
—Mierda. Tienes razón. Entonces ¿qué hacemos?
—Tenemos que encontrarlos.
Cojo a Sarah de la mano y caminamos algunos pasos calle abajo. El hormigueo que sentía en la muñeca empieza a desvanecerse, lo cual significa que el peligro está en la otra dirección. Me vuelvo y me dirijo hacia allí, aunque la verdad es que no veo nada fuera de lo normal.
—John… —me advierte Sarah, estrechándome la mano entre las suyas.
Trata de esconder el brillo que de repente está despidiendo mi piel. Se ha accionado mi lumen y mis dos manos se han iluminado, listas para luchar. Tomo aire y trato de tranquilizarme con la intención de apagar el brillo. Afortunadamente, nadie parece haberse fijado.
—Allí —digo, y conduzco a Sarah hacia la entrada de un oscuro callejón.
El brazalete prácticamente me está avisando a gritos, y el intenso hormigueo me ha dejado todo el brazo entumecido: es como si me estuvieran clavando mil agujas. Me deslizo junto a la pared y asomo la cabeza por el callejón.
Veo a tres de ellos. A juzgar por su aspecto, son exploradores mogadorianos. Ni siquiera se han esforzado mucho para pasar por humanos: llevan sus cabezas blanquecinas afeitadas, pero sin tatuajes, y van vestidos con chaquetas oscuras de aspecto militar que asustarían a cualquiera. No sé lo que deben de estar haciendo ahí, pero estoy convencido de que no se esperan que nadie los descubra. Dos de ellos se encargan de vigilar mientras el tercero pasea las manos por debajo de un contenedor. Despega algo de la estructura de metal, una especie de sobre.
—Son tres —le susurro a Sarah. Ella está de pie junto a mí, con la espalda pegada a la pared—. Deben de ser probetas, según dijo Malcolm. Pálidos y feos.
—¿Qué hacemos aquí?
—No lo sé —respondo—. Pero son un blanco muy fácil.
—No se me ha ocurrido coger un arma para salir de paseo contigo —me susurra Sarah—. No me lo esperaba.
—No te preocupes —le digo—. No nos han visto.
Sarah me mira las manos.
—No podemos dejar que sigan haciendo lo que están haciendo, sea lo que sea, ¿no?
—Claro que no —respondo, y entonces me doy cuenta de que tengo los puños apretados. Por una vez, los mogadorianos me lo han puesto en bandeja. Quiero saber qué están tramando. Se acabó salir corriendo, asustado—. Si las cosas van mal, ve a buscar ayuda.
—Las cosas no van a ir mal —responde Sarah con firmeza, y siento crecer en mi interior la seguridad en mí mismo—. Prende fuego a esos gilipollas.
Me meto en el callejón y avanzo hacia los mogos. Sus ojos vacíos enseguida se fijan en mí. Por un instante, esa sensación de escalofrío que tan familiar me resulta, ese sentimiento de fugitivo, me recorre las venas, pero enseguida me la sacudo de encima; esta vez elijo luchar en lugar de huir.
—¿Os habéis perdido? —les pregunto tranquilamente mientras me acerco a ellos.
—Lárgate de aquí, chaval —sisea uno mostrando sus dientes diminutos.
El mogo que tiene al lado se abre el abrigo y me enseña la empuñadura del cañón que lleva metido en el pantalón. Tratan de asustarme, como si fuera un humano que hubiera tomado un atajo peligroso para volver a casa. No se dan cuenta de lo que soy. Eso significa que no están buscándome a mí.
—Hace un poco de frío —comento, deteniéndome a unos metros—. ¿No os parece?
Sin esperar que me respondan, activo mi lumen. Una bola de fuego se forma en la palma de mi mano y, sin esperar un segundo, se la arrojo al mogo que tengo más cerca. Ni siquiera tiene tiempo de reaccionar: la bola le envuelve el rostro y, por un instante, lo enciende como una cerilla antes de que su cuerpo se desintegre en un montón de ceniza.
El segundo mogadoriano consigue al menos llevarse la mano a la empuñadura del cañón, pero ya no tiene tiempo de nada más. La bola de fuego le alcanza el hombro. Deja escapar un grito tenue y, después de convertirse en una nube de cenizas, se reúne con su compañero en el suelo del callejón.
No ataco al tercer mogo con el lumen: es el que tiene el sobre y no quiero arriesgarme a destruirlo. Quiero saber qué pretenden los mogadorianos, qué misión secreta estaban cumpliendo esos mogos en Chicago. Se me queda mirando fijamente, con el sobre pegado al pecho, como si esperara que acabara con él con la misma facilidad con que lo he hecho con los demás. Cuando se da cuenta de que dudo unos instantes, sale disparado callejón abajo.
Un mogadoriano huyendo de mí. ¡Eso sí que es un cambio!
Levanto el contenedor recurriendo a la telequinesia y se lo arrojo antes de que haya tenido tiempo de llegar muy lejos. El lateral metálico del contenedor chirría al rozar contra la pared del callejón, golpea al mogo y lo deja atrapado: oigo cómo le crujen los huesos.
—Dime qué estás haciendo aquí y terminaré con esto rápidamente —le digo mientras me acerco a él.
Para demostrárselo, empleo la telequinesia para ejercitar presión sobre el contenedor con la intención de que aplaste aún más su cuerpo arruinado. Un hilo de sangre oscura le recorre la barbilla. Su grito de frustración y dolor me hace dudar. Nunca había hecho nada parecido. Siempre que he matado a un mogo lo he hecho en defensa propia y todos han muerto deprisa. Espero no haber ido demasiado lejos.
—Vais… vais a morir todos —escupe el mogo.
Estoy perdiendo el tiempo. Dudo de que vaya a descubrir nada importante de un explorador solitario. Le doy al contenedor otro empujón más y acabo con él. Luego, aparto el contenedor de la pared y recojo el sobre que yace entre el montón de cenizas mogadorianas. Lo examino: está lleno de papeles.
—¿Qué es? —me pregunta Sarah desde el callejón.
Enciendo una de mis palmas en la oscuridad para ver lo que contienen los papeles. Sostengo entre mis manos tres páginas repletas de una escritura que parece una mezcla de los jeroglíficos egipcios y los caracteres chinos. Por supuesto, está escrito en mogadoriano. Supongo que habría sido tener demasiada suerte pillar a los mogos mandando órdenes secretas en inglés. Sostengo los papeles en alto para que Sarah pueda verlos.
—¿Conoces a algún traductor de mogadoriano? —le pregunto.
De vuelta al ático, reúno a todo el mundo en el comedor para explicarles mi encuentro con los mogadorianos. Nueve me da una palmadita en la espalda cuando llego a la parte en la que mato a los tres mogos.
—Deberías haber traído al tercero aquí —me dice—. Podríamos haberle sonsacado algo bajo tortura como ellos hicieron con nosotros.
Niego con la cabeza y me vuelvo hacia Sam, que he empezado a frotarse subrepticiamente las cicatrices que tiene en las muñecas.
—Nosotros no actuamos así —recuerdo—. Somos mejores que eso.
—Esto es la guerra, Johnny —replica Nueve.
—Y eso ¿qué significa? —pregunta Marina—. ¿Saben dónde estamos?
—Lo dudo —respondo—. Si hubieran estado aquí en Chicago por nosotros, no solo me habría encontrado a tres. Ni siquiera me han reconocido cuando me he acercado a ellos.
—Ya… Y eso que tú eres un famoso asesino de mogadorianos —dice Ocho—. Qué raro.
—Si hubieran venido por nosotros, ya habrían pasado por aquí —añade Seis—. No destacan precisamente por su sutileza. Tenemos que descubrir qué dicen estos papeles. Podría ser algún plan de invasión.
—Como en mi pesadilla —susurra Ella.
Los papeles en cuestión han pasado de mano en mano, y todo el mundo ha echado un vistazo a los símbolos incomprensibles que llenan las páginas.
Malcolm los coge, frunciendo el ceño.
—He estado mucho tiempo en cautividad, pero nunca he aprendido su lenguaje.
—Seguro que habrá algún programa traductor en el ordenador de Sandor —sugiere Nueve—. Pero no creo que entre las lenguas que traduce esté el mogadoriano.
Malcolm se acaricia la barba con la mano, sin apartar la mirada de los papeles.
—Aquí habrá patrones, como en todos los lenguajes. Podemos descifrarlos. Si me enseñáis ese programa, tal vez pueda usarlo.
Todos los que estamos en la mesa parecemos nerviosos. Es el primer contacto que tenemos con los mogadorianos desde Arkansas.
—Esto no cambia nada —digo—. Haya lo que haya en estos documentos, estoy convencido de que los mogos no quieren que lo sepamos. Eso podemos usarlo en nuestro favor. Pero, hasta que no descubramos exactamente qué contienen, seguiremos con nuestro plan original. Vayamos todos a descansar: mañana por la mañana salimos para Florida.