CAPÍTULO VEINTITRÉS
JOHN ACERCA A LA LUZ EL CARNÉ DE IDENTIDAD DE ILLInois. Lo dobla ligeramente con los dedos y toca la fotografía con la uña del pulgar. Luego vuelve la cabeza hacia mí y me sonríe de oreja a oreja.
—Es un trabajo genial, Sam. Tan bueno como los que solía hacernos Henri.
—Por fin —suspiro, aliviado.
Tengo una docena de carnés parecidos, cada uno con algún que otro defecto, amontonados junto al ordenador central de Sandor. Todos llevan la foto de John al lado del nombre John Kent.
—Deberías hacerte uno para ti —me sugiere John—. Tal vez tu alias podría ser Sam Wayne.
—¿Sam Wayne?
—Sí, como Bruce Wayne, Superman cuando no tenía poderes. Por eso elegiste para mí el apellido de Kent, ¿no? Es una referencia al superhéroe.
—No creía que fueras a pillarlo —respondo—. Ni siquiera sabía que te interesaran los cómics.
—Y no me interesan, pero a los extraterrestres nos gusta tenernos controlados los unos a los otros.
John rodea el escritorio al que estoy sentado y, tras esquivar uno de los muchos montones de material electrónico que llenan el taller, se queda mirando la pantalla por encima de mi hombro.
—¿Todo esto estaba en el ordenador de Sandor?
—Sí —respondo, guiando el cursor por encima de los programas de falsificación de documentos y las bases de datos piratas del Gobierno que hay instalados en el ordenador del que fue cêpan de Nueve—. Solo era cuestión de abrirlos. Y…, bueno, claro, también descubrir cómo usarlos bien —añado señalando el montón de carnés defectuosos.
—Genial —dice John—. Vamos, preparemos identidades nuevas para todo el mundo. Así nos resultará más fácil viajar cuando vayamos a buscar el Cofre de Cinco.
—Pero ¿no podría Ocho simplemente teletransportaros hasta allí?
John menea la cabeza.
—Solo puede hacer desplazamientos de largo alcance entre esas grandes piedras de loralita que mencionó anoche. Y, si hacemos tramos cortos, nos arriesgamos demasiado a que alguien nos vea aparecer de la nada, o a acabar teletransportados dentro de una pared.
—Ya… Eso debe de doler.
Ajusto la webcam que está sujeta en la parte superior del ordenador para que apunte bien hacia mí. Cuando mi imagen aparece en la pantalla, me tomo unos segundos para peinarme un poco y luego exhibo mi sonrisa más cursi.
—Perfecto —aprueba John, aún pendiente de la pantalla.
—¡Qué puedo decir! Soy fotogénico.
—Siempre me había preguntado por qué el día dedicado a hacernos las fotos en el instituto de Paradise era conocido como la Jornada de Agradecimiento a Sam Goode.
—Pues ahora ya lo sabes.
Arrastro la foto por la pantalla y la descargo en uno de los programas que Sandor instaló en el ordenador. Inmediatamente, la imagen empieza a cambiar de dimensiones hasta que encuentra las adecuadas para un carné de conducir.
—Bueno —empiezo a decirle a John no muy convencido, sin encontrar otra palabra que me sirva de pie para lo que quiero preguntarle—. Me gustaría que me aclarases una cosa.
—Dime.
—¿Qué pasa contigo y con Seis ahora que se sabe que Sarah no es una traidora?
John se echa a reír.
—La verdad es que hablamos de ello camino de Arkansas. Creo que ahora estamos bien. Durante un tiempo, me sentí algo raro. Pero estoy con Sarah. Al cien por cien.
—Vale, genial —respondo, tratando de mostrar indiferencia.
Pero no debo de hacerlo muy bien, porque John me da con el codo y me dice:
—Es toda tuya.
Con solo oírlo, ya me arde la cara.
—No te lo preguntaba por eso.
—No, claro que no —exclama John, arrojándome un tornillo suelto que ha recogido de encima del escritorio—. ¿Ya te has olvidado de lo que ocurrió antes de que se fuera a España? ¡Te dijo que le gustabas de verdad! ¡Y te besó!
Me encojo de hombros y le devuelvo a John el tornillo.
—Mmm, ahora que lo dices… La verdad es que algo me suena, pero apenas he pensado en ello.
Al decir eso, me acuerdo del abrazo que Seis me dio cuando nos encontramos de nuevo en Arkansas y me sonrojo aún más.
Por suerte, antes de que John pueda pitorrearse más de mí, aparece mi padre. Nos sonríe mientras se limpia la grasa de las manos con un trapo viejo. Se le ve cansado. Ha trabajado muchas horas en la maquinaria de la sala de entrenamiento, pero lleva una sonrisa satisfecha en el rostro. No cabe duda de que rebuscar entre piezas de tecnología lórica es mucho mejor que consumirse en una prisión mogadoriana.
—¿Cómo ha ido? —le pregunto.
—La mente humana es algo asombroso, Sam —reflexiona mi padre—. Cuando se tienen lagunas en la memoria, como me pasa a mí, se aprende a apreciar lo que se recuerda. Si has realizado una labor el tiempo suficiente para haberla interiorizado, tus manos la repiten sin que tengas siquiera que pensar. ¿Quién necesita legados cuando se dispone del poder infinito de la mente humana?
—Pues a mí no me importaría tener alguno, la verdad —admito. Luego me vuelvo hacia John y le digo—: Perdona, a veces se pone filosófico con los temas relacionados con la ciencia.
—No pasa nada —responde John con una sonrisa melancólica, mirándonos alternativamente a mi padre y a mí.
—No me resulta fácil reparar todo eso —prosigue papá—. Sandor hizo un trabajo impresionante, y yo he estado fuera de juego durante mucho tiempo. Todo funciona tal como yo recordaba, pero es más reducido. Me parece que la Lectern es demasiado complicada para mí… No sé si podré conseguir que funcione al cien por cien. He logrado reparar los controles, y algunas de las trampas deberían funcionar también. No cabe duda de que no está todo perfecto, pero algo es algo.
—Estoy seguro de que irá genial —dice John—. Todo lo que pueda mejorar nuestros entrenamientos será bienvenido. Me gustaría poder celebrar una sesión de grupo antes de ir a Flo…
Nueve abre la puerta del taller de Sandor con tanto ímpetu que casi la saca de sus goznes. Avanza a grandes zancadas y, de pronto, le arrea una patada a un montón de piezas y cables sueltos: circuitos electrónicos y trozos de metal vuelan hacia nosotros. Me protejo la cara con las manos, pero John detiene la metralla de la rabieta con su telequinesis.
—¡Por el amor de Dios! —le grita a Nueve—. ¡Cálmate!
Nueve levanta la mirada, sorprendido, como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de que estábamos aquí.
—Lo siento —murmura, y se acerca a John pisando fuerte. Luego le tiende una mano derecha terriblemente hinchada—. Cúrame esto.
—Vaya —digo—. ¿Qué te ha pasado?
—Le he dado a Cinco un puñetazo en la cara —responde Nueve, como si fuera la cosa más normal del mundo—. Y no ha ido bien.
«Bueno, han tardado menos de lo que esperaba», pienso. Nueve ha estado chinchando a Cinco desde que llegamos. La verdad es que estoy más que sorprendido de que sea Nueve el que necesite una cura. No me imaginaba que la pelea fuera a terminar así. Me muerdo la lengua y dejo que John se las arregle con su perro de pelea herido. Lo coge del brazo, tal vez con más fuerza de la necesaria, y deposita la mano encima del puño destrozado del guardián herido. Pero no lo cura.
—Tienes que calmarte —le aconseja John, mirándole a los ojos—. No debes atacar a nuestros amigos ni tampoco retarlos a pelear contigo en el tejado. Basta de tonterías, ¿vale?
Nueve fulmina a John con la mirada y, por un momento, temo que le vaya a asestar un puñetazo también a él. Pero no lo hace. En lugar de eso, le sonríe de oreja a oreja, como si todo hubiese sido una broma.
—Soy el peor comité de bienvenida que habías visto nunca, ¿a que sí?
—En Paradise, la madre de Sarah solía hacer galletas para los vecinos que acababan de mudarse al barrio. Tal vez tú deberías hacer lo mismo cada vez que le arrees a alguien —sugiero.
John se echa a reír y, mientras se dispone a curar la mano de Nueve, me dice:
—Me encanta la idea, Sam.
—Yo no hago galletas —gruñe Nueve, dedicándome una mirada mortífera.
Mi padre se aclara la garganta y todos nos volvemos hacia él. Está ahí plantado, de pie, con las manos a la espalda, y nos mira como debía de mirar a sus alumnos de la universidad.
—Nueve, me preguntaba si querrías ayudarme en la sala de entreno.
—¿Con qué?
—Fue tu cêpan quien instaló todo este equipo. He pensado que tal vez tendrías alguna idea de cómo funciona.
Nueve se ríe, sin dar crédito.
—Ya, pues lo siento, tío. Yo le dejaba este tipo de chorradas a él.
—Entiendo —responde mi padre; no ha dejado que la actitud fanfarrona de Nueve lo afecte lo más mínimo—. En este caso, tal vez podríamos tratar de descubrir juntos cómo funciona. ¿O estás demasiado ocupado dando puñetazos a diestro y siniestro?
Ante mi sorpresa, Nueve toma en consideración las palabras de mi padre. Veo en su rostro la misma mirada nostálgica que tenía John hace un momento y se me ocurre que ambos deben de haber pensado en sus cêpan. Y entonces me doy cuenta de la intención de mi padre: llegar al muchacho rabioso tratando de involucrarlo en un proyecto. Es una táctica típica de los padres, pero la admiro.
—Está bien, sí —accede Nueve—. Es mi mierda. Debería saber cómo funciona. Vamos.
Mientras Nueve y papá se dirigen a la sala de entreno, John se vuelve hacia mí y me dice:
—Tu padre es un buen tío. Deberíamos nombrarlo cêpan honorario.
—Gracias —respondo, con una sonrisa frágil.
Se me forma un nudo frío en el estómago: sé lo que les ha pasado a los cêpan de los miembros de la Guardia, lo que les pasa a los adultos. Es un pensamiento oscuro, soy consciente de ello, pero no puedo evitarlo. Acabo de recuperar a mi padre… y no quiero perderlo. Sin darme cuenta, he empezado a frotarme las cicatrices que tengo en las muñecas. John debe de haber intuido lo que estoy sintiendo, porque me pone la mano en el hombro y me dice:
—No te preocupes, Sam. No vamos a perder a nadie más.
Espero que tenga razón.