CAPÍTULO DIECIOCHO
ESTA NOCHE NO HE PODIDO PEGAR OJO. Y DEBERÍA HABER dormido como un bebé en ese fantástico sofá del salón de revista de Nueve. Hay una distancia abismal entre eso y las camas de motel duras y decrépitas a las que mi padre y yo estamos acostumbrados, por no hablar de los magníficos aposentos con que me agasajó Setrákus Ra.
Tengo demasiado en lo que pensar. Por fin me he reunido con los miembros de la Guardia y con mi padre, y ya estoy listo para empezar la lucha contra los mogadorianos, pero me siento intranquilo. Intranquilo por lo que pueda depararnos el futuro. Intranquilo ante la posibilidad de no encajar entre los lóricos.
Me pregunto cómo estará durmiendo papá. Parecía exhausto después de la cena: responder las preguntas de los guardianes con su memoria fracturada sin duda supuso un esfuerzo adicional para él.
Tal vez solo me sienta algo raro después de conocer a tantos nuevos miembros de la Guardia. En su momento, dispuse de tiempo suficiente para forjar amistad con John y Seis, y acostumbrarme a todo el rollo alienígena. Pero estar con los demás en cierto modo me ha desestabilizado. Me veo capaz de manejar las bravatas de Nueve, y Marina y Ella parecen bastante normales. Pero luego está Ocho, con esa historia acerca de engañar a los humanos para que lucharan por él. Y Cinco… Bueno, supongo que nadie ha acabado de entender de qué va. A veces, parece la persona socialmente más inepta del mundo, y otras se ríe de forma astuta de los demás.
¿Cuál va a ser mi papel en ese grupo? ¿El colega del instituto de John y su valiente secuaz? Me gustaría que mi contribución fuera algo más allá. Pero no estoy seguro de que pueda conseguirlo.
Un poco sí debo de haber dormido, dando vueltas y revolviéndome en el sofá. Las recargadas manecillas del reloj de pie del rincón, una pieza antigua y sin duda escandalosamente cara, marcan que es realmente temprano. Debería levantarme y hacer algo: no puedo dejar de mover las manos nervioso. ¿Y si voy a la sala de entrenamiento y empiezo el trabajo del que mi padre quería encargarse? No puedo reconstruir un ordenador central ni nada por el estilo, pero estoy bastante seguro de que seré capaz de conectar algunos de los cables cortados.
Avanzo por el ático envuelto en un silencio espeluznante. En cuanto el suelo de madera del pasillo chirría bajo mis pies, se abre la puerta de la habitación de Cinco. La verdad es que me llevo un buen susto. Aún está vestido, cosa que me extraña. Es como si hubiera estado agazapado tras la puerta, esperando saltar ante la primera señal de problemas. Una de sus manos se mueve con gesto nervioso, jugueteando con un par de bolas del tamaño de una canica.
—Hola —susurro—. No pasa nada, soy yo. Siento haberte despertado.
—¿Qué haces levantado? —me responde con actitud sospechosa, también susurrando.
—Yo podría preguntarte lo mismo —respondo.
Cinco deja escapar un suspiro y parece recular un poco, como si quisiera evitar una confrontación.
—Sí, lo siento. No podía dormir. Este lugar me intranquiliza. Es demasiado grande. —Hace una pausa y se frota el rostro, como si estuviera abochornado—. Desde lo de Arkansas no puedo dejar de pensar que uno de esos monstruos aparecerá en cualquier momento y me atacará.
—Ya, conozco esa sensación. No te preocupes. Creo que aquí estamos a salvo. —Me dispongo a proseguir mi camino pasillo abajo, pero antes le propongo—: Me voy a trabajar en la sala de entrenamientos. ¿Quieres venir?
Cinco sacude la cabeza y me dice:
—No, gracias. —Empieza a cerrar la puerta de su habitación y de pronto se detiene—. Sabes, la verdad es que no creo que tú y tu padre seáis espías mogadorianos ni nada de eso. En la cena solo estaba haciendo…, bueno, de abogado del diablo.
—Ah. Gracias.
—Quiero decir que, si yo fuera mogadoriano y tuviera que encargarme de reclutar a espías, elegiría a humanos que parecieran más duros de pelar, ¿entiendes?
—Ya —le respondo, cruzándome de brazos—. No sabes cuándo conviene dejar de hablar a la hora de disculparte, ¿verdad?
—Vaya, lo siento. Ha sonado muy mal —responde Cinco, llevándose los nudillos a la frente—. No tengo muchas habilidades sociales. ¿Crees que los demás lo habrán notado?
—Bueno…
Cinco sonríe.
—Era broma, Sam. ¡Por supuesto que lo han notado! Sé perfectamente que soy un capullo rematado. Tal como has dicho, a veces no sé mantener la boca cerrada.
—Si se han acostumbrado a Nueve, podrán acostumbrarse a ti también —le aseguro.
—Ya… Supongo que eso es, bueno, tranquilizador —suspira Cinco—. Buenas noches, Sam. No hagas ningún plan diabólico en la sala de entreno.
Cinco cierra la puerta. Yo me quedo de pie en el pasillo, escuchando el crujir de sus pasos en su habitación. Está claro que es un poco irritante, pero entiendo muy bien que se sienta algo angustiado en compañía de los demás miembros de la Guardia. A mí me ocurre lo mismo.
Me sorprendo al ver que las luces de la sala de entrenamiento están encendidas. Sarah está ahí de pie, en la zona de tiro. Lleva una camiseta sin mangas y unos pantalones de chándal. Además tiene una ballesta en las manos y está lista para disparar. Es una de las visiones más extrañas que he tenido jamás.
—¿Puedo hacerte una foto para el anuario? —le pregunto.
Mi voz resuena en ese espacio vacío.
Sarah da un respingo, y la flecha pasa zumbando sin tocar el perfil mogadoriano que está colgado al fondo de la habitación. Sarah se vuelve con una sonrisa en los labios, blandiendo la ballesta y apretando los dientes con aire amenazador. Disparo la foto con una cámara imaginaria.
—Los niños de Paradise no se lo van a creer —digo—. Pero eres la favorita para el premio a la Mutilada más probable.
Sarah se ríe.
—Dios, qué lejos quedan ahora las reuniones de los anuarios, ¿verdad?
—Sí, y que lo digas.
Sarah deposita la ballesta en el suelo y me sorprende con un abrazo.
—¿A qué ha venido eso?
—Me ha parecido que necesitabas uno —responde, encogiéndose de hombros—. Oye, no les digas nada a los demás, pero es muy agradable tener a otro humano cerca.
Me doy cuenta de que, aparte de mí, Sarah es la única adolescente de la Tierra que sabe lo que significa ser amigo de un hatajo de alienígenas que están librando una guerra intergaláctica. Nunca hemos hablado de ello, pero ambos hemos vivido el mismo tipo de experiencias terribles.
—Deberíamos formar un grupo de apoyo de dos personas —sugiero.
—Sabes, si me lo hubieras preguntado el año pasado, te habría dicho que la cosa más terrible por la que había pasado era un examen final de química —dice Sarah, con una sonrisa—. Y ayer vi a mi novio luchando con una especie de gusano gigante.
Me río.
—En poco tiempo la vida se ha convertido en una locura.
—No me extraña que no podamos dormir por las noches.
Me acerco a la Lectern y empiezo a examinar algunos de los cables en los que mi padre estaba trabajando ayer. Sarah se sienta junto a mí con las piernas cruzadas y se pone a observar lo que hago.
—¿Así que, cuando no puedes dormir, vienes aquí a practicar con la ballesta?
—Me va tan bien como tomarme un vaso de leche caliente —responde ella—. En realidad, estoy aprendiendo a disparar, pero no quiero despertar a nadie con el ruido de los disparos.
—Sí, no sería muy buena idea. Todo el mundo está un poco nervioso, ¿verdad?
—Decir eso es quedarse muy corto.
Miro a Sarah. Cuesta creer que sea la misma muchacha con la que iba al instituto. Lo que más me desconcierta es que estemos aquí manteniendo una conversación sobre prácticas de tiro y cosas así.
—En realidad, vengo mucho por aquí —prosigue Sarah—. John no duerme demasiado. Y, cuando lo hace, no para de dar vueltas en la cama. Y luego se escapa a primera hora de la mañana para subir al tejado a meditar. Se cree que no lo noto, pero no es así.
Sonrío a Sarah con suficiencia, levantando una ceja.
—¿O sea, que compartís cama?
Ella me da una patadita, alegremente.
—Vamos, Sam. Tampoco hay tantas habitaciones. No es lo que piensas. No veo que haya mucho de romántico en ocultarse de unos invasores alienígenas asesinos, ¿no te parece? Sin mencionar que no me gusta la idea de que Ocho se teletransporte a nuestro dormitorio o algo así. —Ahora entorna los ojos y añade—: Pero aun así no se lo digas a mis padres.
—Tu secreto está a salvo conmigo —le aseguro—. Los humanos tenemos que apoyarnos.
Consigo conectar de nuevo los cables y, de pronto, oigo un zumbido en el interior de la Lectern. Uno de los paneles de la pared sobresale de repente, como un pistón, y luego se retrotrae.
—¿Para qué será? —pregunta Sarah.
—Supongo que debe de ser algo para la simulación de combates. Nueve me dijo que su cêpan tenía todo tipo de obstáculos y trampas preparados para eso.
Sarah golpea el suelo con la mano, justo delante de ella. Algo metálico tintinea bajo sus dedos y ella se echa hacia atrás de un tirón.
—Tal vez debería vigilar dónde me siento.
Dejo de manosear los cables: prefiero esperar a mi padre antes de seguir adelante y acabar activando por accidente algún tipo de trampa punzante oculta debajo de Sarah.
—Oye, y tú, ¿por qué no estás durmiendo? —me pregunta tocándome el brazo con delicadeza.
Me doy cuenta de que, sin pretenderlo, me estoy frotando las cicatrices que tengo en las muñecas.
—Tuve mucho tiempo para pensar cuando estuve prisionero —le digo.
—Ya te entiendo.
Bueno, he ahí otra cosa que Sarah y yo tenemos en común.
—Me pasé mucho tiempo pensando en John y los demás. En cómo ayudarlos.
—¿Y?
Extiendo las manos y le muestro a Sarah todo lo que saqué: un montón de nada.
—Oh —murmura—. Bueno, siempre tienes la ballesta.
—Me da miedo no ser capaz de ayudar. Como si, más tarde o más temprano, fuera a acabar prisionero de nuevo, o algo peor, y eso terminara perjudicando a los demás. Y entonces oigo una historia como la que Ocho contó anoche, y me pregunto si no hubiera sido mejor que John me hubiera dejado en Paradise, del mismo modo que Ocho dejó a esos soldados. Tal vez las cosas le hubieran resultado más fáciles si no hubiera tenido que preocuparse por mí.
—O por mí —añade Sarah, frunciendo el ceño.
—No quería decir eso —me apresuro a puntualizar.
—No pasa nada —me tranquiliza Sarah poniéndome la mano en el brazo—. No pasa nada, porque te equivocas, Sam. John y los demás nos necesitan. Y hay cosas que podemos hacer.
Asiento con la cabeza, esforzándome por creerla, pero entonces bajo la mirada hacia las cicatrices de mis muñecas y recuerdo lo que me dijo Setrákus Ra en Virginia Occidental. Me quedo en silencio. Sarah se pone en pie de un salto, levantando la mano.
—Para empezar —propone—, podríamos preparar el desayuno. Probablemente no nos nombrarán lóricos de honor por eso, pero es un comienzo.
Fuerzo una sonrisa y me levanto. Sarah no me suelta la mano: está mirando las cicatrices moradas de mis muñecas.
—No sé lo que te habrá ocurrido, Sam —me dice, aguantándome la mirada—, pero ahora ya pasó. Estás a salvo.
Antes de que pueda responder, un grito lacerante surge de una de las habitaciones.