CAPÍTULO DIECISIETE

PODRÍA OÍRSE CAER UN ALFILER.

John es el primero en hablar.

—¿Cómo te lo dijo? ¿Qué quieres decir? —le pregunta a mi padre.

—Me lo dijo en persona.

—¿Estás diciendo que conociste a Pittacus Lore? —exclama un escéptico Nueve.

—¿Cómo es posible? —interviene Marina.

—En tu estudio encontramos un esqueleto que llevaba un colgante lórico… —John traga saliva y añade—: ¿Era él?

Mi padre baja la mirada.

—Me temo que sí. Cuando llegó, sus heridas eran tan graves que ya no pudimos hacer nada.

Y entonces se produce una lluvia de preguntas.

—¿Qué te dijo?

—¿Cómo llegó a la Tierra?

—¿Por qué te eligió a ti?

—¿Sabías que Johnny se cree que es Pittacus resucitado?

Mi padre intenta calmar los ánimos con las manos, tal como haría un director de orquesta para silenciar a los músicos. Parece entusiasmado de que le hagan tantas preguntas, pero, al mismo tiempo, le cuesta recordar las respuestas.

—No sé por qué se me eligió entre toda la población de la Tierra —explica mi padre—. Yo era astrónomo. Mi área de interés era el espacio… Más concretamente, establecer contacto con formas de vida alienígenas. Creía que en la Tierra había indicios de la presencia de extraterrestres, cosa que no me hacía precisamente popular entre algunos de mis colegas menos imaginativos.

—Pero tenías razón —dice Ocho—. La loralita está aquí. Y las pinturas que encontramos en esa cueva de la India.

—Exacto —prosigue mi padre—. La mayoría de mis colegas de la comunidad científica me tildaron de loco. Supongo que debí de parecerlo, proclamando a voces la presencia de visitantes extraterrestres. —Mira a todos los presentes y concluye—: Pero el caso es que estáis aquí.

—Gracias por el currículum —lo interrumpe Nueve—, pero ¿podríamos ir directamente a la parte de Pittacus Lore?

Mi padre sonríe.

—Empecé a mandar mensajes al espacio desde mi laboratorio, empleando ondas de radio. Creía que tenía algo. Lo hacía en mi tiempo libre. Me…, bueno, me despidieron de mi puesto en la universidad.

—Eso lo recuerdo vagamente —digo—. Mamá se enfadó mucho.

—No sé qué esperaba conseguir con esos experimentos. Desde luego, una respuesta. Tal vez señales de música alienígena o imágenes de una extraña galaxia. —Mi padre resopló y sacudió la cabeza al pensar en lo poco preparado que estaba—. Conseguí más de lo que esperaba. Una noche, un hombre apareció en mi puerta. Estaba herido y parecía extraviado: al principio, lo tomé por un chiflado o un vagabundo. Y entonces, justo delante de mis ojos, creció.

—¿Se hizo más alto? —pregunta Seis, levantando las cejas.

Mi padre se ríe.

—En efecto. Ahora, después de todo lo que he vivido, no me parece gran cosa, pero era la primera vez que veía un legado en acción. Me gustaría poder decir que hice gala de la debida curiosidad científica, pero la verdad es que me eché a gritar.

Asiento con la cabeza: típico de los Goode, por lo que parece.

—Un miembro de la Guardia en la Tierra —suspira Marina—. ¿Quién era?

—Me dijo que se llamaba Pittacus Lore.

Nueve se burla y, mirándome a mí, exclama:

—¡Todo el mundo se cree Pittacus!

—¿Estás diciendo que conociste a uno de los Ancianos? —pregunta John, sin hacerle caso a Nueve—. ¿O a alguien que decía ser uno de ellos?

—¿Qué aspecto tenía? ¿Qué dijo? —pregunta Ella.

—En primer lugar, me contó que esas heridas se las había hecho una raza alienígena hostil que no tardaría en llegar a la Tierra. También me aseguró que no sobreviviría a esa noche y… estaba en lo cierto. —Mi padre cierra los ojos, tratando de hacer funcionar su cerebro—. Pittacus me desveló más cosas en ese corto tiempo que le quedaba de vida, pero me temo que los detalles están borrosos. Me pidió que preparara a un grupo de humanos para que os recibiera, para que ayudara a vuestros cêpan a huir, para aconsejarlos. Yo era el primero de los anfitriones.

—¿Qué más te dijo? —lo instiga John, echándose hacia delante con impaciencia.

—Una de las cosas que recuerdo es lo que dijo sobre vuestros cofres. Las herencias. Me contó que cada uno contendría algo (creo que lo llamó Piedras Fénix) procedente del corazón de Lorien. A pesar de que lo llamó «piedras», no creo que debamos tomárnoslo literalmente. Las Piedras Fénix podían presentarse en cualquier forma. Y, una vez devueltas a vuestro planeta, deberían ayudar a recuperar el ecosistema. Creo que estáis en posesión de las herramientas para devolver vuestro mundo a la vida.

Marina y Ocho se miran, emocionados, quizá pensando en el Lorien exuberante del que John no para nunca de hablar.

—Pero ¿y qué pasa con los cofres que ya hemos perdido? —pregunta Seis—. Creía que su contenido quedaba destruido cuando el miembro de la Guardia a quien pertenecían moría.

Mi padre sacude la cabeza.

—Lo siento, no tengo respuesta para eso. Solo espero que las herencias que quedan sean suficientes.

—Muy bien, eso de recuperar Lorien es genial y todo eso —dice Nueve—, pero aún no he oído nada que pueda ayudarnos a acabar con los mogadorianos, a proteger la Tierra.

—Mi cêpan me dijo que cada uno de nosotros heredaría los legados de un Anciano —explica Ocho—. Yo siempre he pensado que era Pittacus, pero… —Mira a John y se encoge de hombros; entonces añade—: ¿Te dijo algo de eso?

—No —responde mi padre—. Al menos, no que yo recuerde. Tal vez cuando tu cêpan te dijo que heredarías los legados de un Anciano, no lo decía en sentido literal. Puede que fuera una metáfora acerca de los papeles que acabaréis desempeñando en la sociedad del nuevo Lorien. No puede ser tan simple como que os convirtáis en los Ancianos, porque ya habéis perdido a tres de los miembros. Y la presencia de Ella aquí parece indicar que las cosas no cuadran tan bien.

—Así que estamos tan a oscuras como antes —concluye Seis, secamente. Luego me mira y añade—: Aunque admito que la historia es interesante.

—Un momento —interviene John, dándole vueltas todavía a lo que ha dicho mi padre—. No cabe duda de que al menos parte de la información puede sernos útil. Los cofres, por ejemplo. Tenemos que hacer un inventario, ver si podemos averiguar cuál de los objetos que contienen son esas Piedras Fénix o como se llamen.

—Probablemente todo lo que no sirva para acuchillar, disparar o hacer volar algo por los aires —sugiere Nueve.

—Trataré de ayudaros a descubrirlo, si puedo —se ofrece mi padre—. Tal vez ver el contenido de los cofres me ayude a recuperar algunos recuerdos.

—¿Qué les pasó a los otros anfitriones? —pregunta Cinco—. ¿Aún siguen con vida?

La expresión de mi padre se ensombrece. Ahora llegamos a la parte de la historia que conozco. Y muy pronto abordará el capítulo «Un mogadoriano bueno nos salvó de la muerte». Mi padre todavía no ha perdido la esperanza con Adam; de hecho, ha tratado de llamarlo de nuevo justo antes de la cena. Pero hace ya tanto tiempo que no se ha puesto en contacto con nosotros que estoy empezando a pensar que no logró escapar. Además, ya esté vivo o muerto, no sé muy bien cómo se tomarán los miembros de la Guardia su existencia y nuestro vínculo con él.

—Yo mismo reunía a los anfitriones. Eran gente en la que podía confiar (científicos de ideas afines a las mías que trabajaban al margen de lo establecido). Pero no puedo recordar sus rostros ni tampoco sus nombres. Los mogadorianos se ocuparon de que así fuera.

Mi padre coge una copa de champán con mano temblorosa y toma un sorbo. Hace una mueca, como si no le hubiera ayudado a aliviar el dolor de sus recuerdos. O de la ausencia de ellos.

—Todos éramos conscientes de los riesgos —prosigue, al rato—. Los asumimos felizmente. Nos parecía una gran oportunidad formar parte de algo tan asombroso. Y sigo creyendo que lo era —dice con una nota de orgullo, mirando a todos los miembros de la Guardia allí presentes—. Los mogadorianos no solo iban detrás de vosotros: también nos perseguían a nosotros. Obviamente les resultaba más fácil encontrarnos, porque llevábamos toda la vida viviendo en la Tierra, ¿sabéis? Teníamos familias. Nos fueron localizando uno a uno. Nos conectaron a máquinas, trataron de arrebatarnos nuestros recuerdos en busca de algo que pudiera ayudarlos a encontraros. Por eso tengo tantas cosas en una nebulosa. No sé si el daño que me hicieron podrá repararse nunca.

Ella le lanza una mirada a Marina, y luego a John.

—¿Podríais curarlo? —les pregunta.

—Podemos intentarlo —responde Marina, estudiando a mi padre—. La verdad es que nunca he tratado de curar la mente de nadie.

Mi padre se pasa la mano por la barba, frunciendo el ceño.

—Fui el único que sobrevivió. He perdido años con esos bastardos. —Y, mirándome a mí, añade—: Esta pienso devolvérsela.

—¿Cómo lograste escapar? —pregunta John.

—Alguien me ayudó. Los mogadorianos me tuvieron años sedado, en un estado catatónico, y solo me despertaban cuando tenían que hacerme alguno de sus experimentos mentales. Al final, no obstante, un chico me liberó.

—¿Un chico? —pregunta Marina, levantando las cejas.

—No lo entiendo —confiesa Ocho—. ¿Quién podría apañárselas para colarse en una base mogadoriana? ¿Era uno de los agentes del Gobierno? Y ¿por qué te ayudó?

Antes de que mi padre pueda responder, Cinco interviene. A juzgar por el modo como escruta a mi padre, ya se ha hecho una composición de toda la historia.

—No era humano, ¿verdad?

Mi padre mira primero a Cinco, luego a John y, finalmente, a mí.

—Se hacía llamar Adam, pero su auténtico nombre era Adamus. Era mogadoriano.

—¿Te ayudó un mogadoriano? —pregunta Marina casi en un susurro, mientras los demás contemplan a mi padre en silencio, estupefactos.

Nueve se pone en pie de repente y, mirando a John, le espeta:

—Tío, esto lleva el nombre de trampa escrito por todas partes. Tenemos que cerrar este sitio a cal y canto.

John levanta la mano, tratando de calmarlo. Todos los demás han seguido sentados, lo cual es un alivio. A pesar de ello, se miran unos a otros con una expresión de angustia en el rostro. Pondría la mano en el fuego por los miembros de la Guardia, pero, de pronto, me da miedo que no confíen en mi padre.

—Tranquilo —le dice John a Nueve—. Necesitamos conocer toda la historia. Malcolm, lo que acabas de contarnos es una locura.

—Lo sé, créeme —responde mi padre—. Hay dos tipos de mogadorianos, de eso sí me acuerdo. Algunos son hijos de la ingeniería genética: los llaman «los probetas». Creo que son como los soldados desechables con los que os habéis encontrado tan a menudo, esos bichos horrendos que nunca podrían pasar por humanos. Han sido creados solo para matar. Y luego están aquellos a los que llaman «los auténticos». Son la clase dirigente. Adam era uno de ellos: era hijo de un general mogadoriano.

—Interesante —dice Ocho—. Nunca me había preguntado cómo funciona su sociedad.

—Y ¿a quién le importa eso? —gruñe Nueve. Sigue de pie, con las manos en el respaldo de la silla, como si estuviera a punto de arrojársela a alguien—. Vayamos a la parte que demuestra que esto no es una especie de ardid mogadoriano.

—Experimentaban con Adam empleando las mismas máquinas que habían usado con mi memoria —prosigue mi padre, nada afectado por la creciente tensión—. Tenían el cuerpo de uno de los miembros de la Guardia (creo que Número Uno) y trataban de descargar todos sus recuerdos en Adam, con la esperanza de que eso los ayudase a encontraros a los demás.

—Su cuerpo —murmura Marina—. Es horrible.

Mi padre asiente con la cabeza.

—No funcionó tal como los mogos esperaban. Después de estar expuesto a los recuerdos de Uno, Adam empezó a albergar dudas acerca de su gente. Y se rebeló. En el proceso, me ayudó a escapar y a encontrar a Sam.

Nueve sacude la cabeza e insiste:

—Es justo la típica mierda de doble agente que tanto les gusta.

—¿Conociste a ese chico mogadoriano? —me pregunta Seis.

Ahora todos me escrutan con la mirada con el mismo detenimiento con que acaban de hacerlo con mi padre. Me aclaro la garganta. La verdad es que me siento incómodo.

—Sí —respondo—. Estaba en la base Dulce. Se enfrentó a un escuadrón de mogos mientras mi padre y yo escapábamos.

Papá frunce el ceño y baja la mirada.

—Me temo que no sobrevivió a la batalla.

—Bueno, eso sería un alivio —refunfuña Nueve, por fin tomando asiento de nuevo.

—Hay otra cosa… —confieso mirando dubitativo a mi padre, mientras me pregunto exactamente cómo debería exponer esta siguiente revelación.

—¿Qué ocurre, Sam? —pregunta John.

—Durante la batalla, él… hizo temblar el suelo. Es como si tuviera un legado.

—¡Y una mierda! —rugió Nueve.

—Es verdad —confirma mi padre—. Me había olvidado de eso. Algo le ocurrió durante el experimento.

Ella interviene con una sombra de miedo en la voz.

—¿Es eso cierto? ¿Pueden robarnos nuestros poderes?

—No creo que robara el legado —aclara mi padre—. Me dijo que era un regalo de los lóricos.

Ocho mira alrededor y pregunta a sus compañeros:

—¿Recordáis haberle hecho algún regalo a un mogadoriano?

John se cruza de brazos.

—No parece que eso sea posible.

—Siento que estas noticias os inquieten —dice mi padre—. He querido contároslo todo, incluso los detalles desagradables.

—¿Tan malo es? —pregunta Marina—. Quiero decir que, si uno de los mogadorianos es capaz de comprender que están actuando mal, tal vez los demás…

—¿Ahora quieres esperar que sean comprensivos? —le espeta Nueve, y Marina se muerde la lengua.

Y entonces, de repente, se me ocurre algo. Tal vez porque hemos estado hablando largo y tendido del modo en que los miembros de la Guardia desarrollaron sus legados, tal vez porque mi padre ha desvelado nuevos detalles acerca de su mundo natal.

—Vuestros legados proceden de Lorien, ¿verdad? —pregunto.

—Eso es lo que me dijo Henri —responde John.

—Y también Katarina —añade Seis.

—Entonces, si es así, no parece algo que pueda arrebatarse mediante un poco de tecnología mogadoriana. Quiero decir que, si pudieran hacer eso, a estas alturas habrían robado más poderes de Lorien, ¿no?

—¿Qué quieres decir? —pregunta John, levantando las cejas.

—Bueno, supongo que digo que… ¿Y si Adam heredó ese legado porque Uno lo quiso?

Nueve resopla con aire burlón a mi derecha, mientras, a mi izquierda, mi padre hace un ruido cortés con la garganta.

—Interesante historia —dice, acariciándose la barbilla.

—Sí, claro —protesta Nueve inclinándose hacia delante para mirar a mi padre más de cerca—. ¿Estás seguro de que esto no es algún tipo rebuscado de trampa mogadoriana? ¿Estás seguro de que no os han seguido?

—Completamente —responde mi padre con autoridad.

Cinco se ríe desde el otro extremo de la mesa. Ha estado en silencio durante casi toda la discusión acerca de Adam, y ahora nos mira a todos sin dar crédito.

—Perdonad, pero la mitad de las historias que acabáis de contarme tenían que ver con humanos que os traicionaban y se ponían al lado de los mogadorianos. —Extiende la mano hacia nosotros y añade—: Estos dos, de hecho, han estado en contacto con los mogos hasta hace solo unas semanas. Y ¿vais a confiar en ellos?

John no duda ni un momento.

—Sí —asegura, mirando a Cinco directamente a los ojos—. Confío en ellos totalmente. Y si ese desertor mogadoriano está vivo, lo vamos a encontrar.