CAPÍTULO DIECISÉIS

REALMENTE MARINA SE HA EXCEDIDO CON LA CENA. HAY bandejas repletas de arroz y judías, tortillas recién hechas, boles de gazpacho bien frío, una receta de berenjena caramelizada y como una docena más de platos españoles que ni siquiera sé cómo se llaman. Me había olvidado de lo buena que es la comida casera, así que me lo zampo todo e incluso vuelvo a por más.

Estamos todos sentados bajo la araña de cristal del salón de banquetes del comedor de Nueve. John se encuentra en un extremo de la mesa; mi padre, en el otro, y los demás, en medio. Yo me he acomodado entre papá y Nueve.

—Esto es una locura —masculla Nueve, metiéndose un trozo de tortilla en la boca—. Nunca había tenido a tanta gente sentada a esta mesa.

Todo el mundo está relajado, charlando y pasándoselo bien. Cinco come mucho, pero no dice demasiado. Ella, que está sentada a su lado, picotea su comida; parece cansada, pero sonríe e incluso suelta alguna que otra carcajada cuando alguien cuenta un chiste. Tengo a Seis justo delante de mí. Trato de controlarme y no mirarla demasiado. Cuando hemos terminado de comer, John se levanta y reclama la atención de todo el mundo. Le dirige a Sarah una mirada y ella le devuelve una sonrisa alentadora. John se aclara la garganta. No cabe duda de que le ha dado muchas vueltas a lo que está a punto de decirnos.

—Es realmente increíble que estemos aquí todos juntos. Hemos venido de muy lejos y hemos pasado por mucho. Estar aquí… me da esperanzas, me hace pensar que podemos llegar a ganar esta guerra.

Nueve suelta un fuerte «hurra» que hace reír a todo el mundo e incluso transfigura por unos momentos la expresión seria que ha acompañado el rostro de John durante su discurso. Cinco mira a todo el mundo con una sonrisa discreta en la cara, como si empezara a sentirse más a gusto.

—Algunos de nosotros acabamos de conocernos —prosigue John—. Así que he pensado que podría ayudar que nos sentáramos alrededor de una mesa y nos contáramos nuestras historias.

—Un tema para mondarse —murmura Seis.

Pero John está decidido.

—Ya sé que algunas de las historias (vale, probablemente todas) no son muy alegres. Pero creo que es importante que recordemos cómo llegamos hasta aquí y contra qué estamos luchando.

Le echo una ojeada a Cinco y me doy cuenta de lo que pretende John. Espera que, al oír la trayectoria de los demás, el miembro más reciente de la Guardia empiece a abrirse un poco.

—Como recién llegado, la verdad es que me gustaría conocer todo por lo que habéis pasado —reconoce mi padre.

—Sí —interviene Cinco, sorprendiéndonos a todos—. A mí también.

—Vale —dice John—. Empezaré yo.

John se pone a contar una historia que me resulta más que familiar. Empieza con su llegada a Paradise, después de haber pasado años en la carretera. Habla de cuando nos conoció a Sarah y a mí, y de que cada vez le resultó más difícil mantener sus legados en secreto.

John concluye su relato con la batalla que tuvo lugar en nuestro instituto, la oportuna llegada de Seis y la muerte de Henri. Después de eso, nos quedamos todos en silencio, sin saber muy bien qué decir.

—Oh, mierda —murmura Nueve—. Casi me olvido.

Mete la mano debajo de la silla y extrae una botella de champán bien fría de un cubo lleno de hielo. Le lanzo una mirada rápida a mi padre, pero no parece que esté de humor para hacer el papel de adulto responsable: simplemente se limita a levantar su copa. Nueve no tarda en pasearse alrededor de la mesa, sirviendo champán a todo el mundo. Incluso Ella tomará un poco.

—¿De dónde ha salido eso? —pregunta Ocho.

—De mi reserva secreta. No te preocupes. —En cuanto acaba de servir a todo el mundo, Nueve levanta su copa y dice—: Por Henri.

Todos lo imitan. John mantiene la compostura, pero está claro que el gesto de Nueve lo ha conmovido. Baja la mirada e inclina ligeramente la cabeza para darle las gracias. Vaya, Nueve me ha sorprendido incluso a mí: entre esto y la pequeña charla que hemos mantenido antes, en la entrada, tal vez deba ascenderlo de chulo integral a cretino a secas.

—Quizá deberíais haber reclutado a todo el pueblo de Paradise para que luchase por nosotros —sugiere Cinco—. Parece un lugar amistoso con los extraterrestres.

—Deberíamos adornar el coche con una pegatina que dijera: «El primero de mi clase luchó contra los alienígenas en el instituto de Paradise».

—Ahora me toca a mí —dice Seis.

Cuenta su historia deprisa. Empieza con su captura con Katarina, luego prosigue con su encarcelamiento y enseguida pasa a su huida.

—Por Katarina.

Esta vez es John quien dirige el brindis. Todos levantamos nuestras copas de nuevo y bebemos en honor de la difunta cêpan de Seis.

—Y por eso no te dedicas a colgar mierdas en Internet —comenta Nueve, haciendo referencia a la historia de Seis, pero mirando a Cinco con aire burlón.

El último miembro de la Guardia le devuelve la mirada sin hablar.

—Vosotros dos teníais una relación bastante cercana con vuestros cêpan —observa Marina—. Mi historia es un poco diferente.

Marina nos cuenta que creció en España y que Adelina, su cêpan, prácticamente no le hizo ningún caso y no se preocupó de que tuviera ni el entrenamiento ni los conocimientos que recibieron los otros miembros de la Guardia. Me choca un poco que un lórico se comportara así. Nunca se me había ocurrido que pudieran eludir sus responsabilidades. Tal vez sea una historia amarga, pero, tal como la cuenta Marina, resulta sobre todo triste. Detecto más calidez en su voz cuando nos habla de Héctor, el humano que la tomó bajo su protección. Es extraño, pero la historia casi tiene un final feliz: Adelina acaba aceptando sus obligaciones, aunque el precio sea la muerte. Ya sé que eso no sería precisamente el modelo de felicidad, pero, tal como Marina lo relata, al menos parece heroico.

Ocho levanta su copa y dice:

—Por Héctor y Adelina.

El siguiente es Nueve. Al parecer, fue culpa suya que todo fuera mal en su vida. Se enamoró de una muchacha humana que trabajaba secretamente para los mogadorianos y que acabó tendiéndoles a él y a su cêpan una trampa. Nueve relata por encima lo que les pasó en cuanto los capturaron. Después de haber vivido en mi propia piel las aberraciones que ocurrieron en Virginia Occidental, no me sorprende en absoluto la mirada sombría que veo en sus ojos al fin de su relato.

—Por Sandor —dice John.

—Por Sandor y su champán —añade Ocho, arrancándole así a Nueve una sonrisa.

—Supongo que tú has tenido suerte —le dice Cinco a John, lanzando su pulgar hacia Sarah—. También podría haber sido una espía de los mogos.

—Eh —repone Sarah—. No tiene gracia.

—La obligaron —gruñó Nueve, refiriéndose a la chica de la que se enamoró—. Ningún humano en su sano juicio trabajaría voluntariamente para esos hijos de puta.

—Excepto el Gobierno que… —digo, recordando a los agentes que me llevaron de Virginia Occidental a Dulce.

Nueve se vuelve hacia mí y me dice:

—Bueno, ningún humano que trabaje con esos monstruos albinos de las cenizas puede estar bien de la cabeza.

—O tal vez no lo hagan por voluntad propia —sugiere John—. Quiero creer que, si supieran la verdad, la mayoría de los humanos estarían de nuestra parte.

—Yo solía desconfiar de los humanos —confiesa Ocho—. A Reynolds, mi cêpan, lo traicionó una mujer de la que se enamoró. Me costó un tiempo superarlo, pero al final terminé creyendo en la bondad inherente de la humanidad.

Ocho prosigue contándonos cómo aprendió a controlar sus legados y diciéndonos que al final acabó contactando con las gentes del pueblo, que le creían la reencarnación del dios hindú Visnú. A pesar de que los mogadorianos conocían su localización, no fueron capaces de atraparlo, porque tenía la protección de todo un ejército humano.

Cinco estudia a Ocho, asintiendo con la cabeza, como si de pronto se le hubiera ocurrido algo nuevo y asombroso.

—Eso es genial —dice—. Los engañaste, les hiciste creer que eras uno de sus dioses.

—Yo no pretendía engañarlos —salta Ocho, con actitud defensiva—. Solo me arrepiento de no haber sido más sincero.

—No tenías por qué —prosigue Cinco—. Quiero decir que es genial poder hacerse amigo de los humanos, como le ha ocurrido a John con Sarah, pero, si eso no es posible, mejor tenerlos luchando por ti que intrigando contra ti, ¿no? —Y, mirando a Nueve, añade—: Es preferible tener el control que andar persiguiendo ciegamente a las chicas humanas de por ahí.

Nueve se echa hacia delante, como si estuviera a punto de saltar de la silla, y le espeta:

—¿Se puede saber qué estás tratando de decir?

—Hemos cometido errores —interviene John, prudente—, pero tenemos que recordar que los humanos combaten el mismo enemigo que nosotros, aunque no todos se hayan dado cuenta de ello. No podemos lidiar solos esta batalla.

—Por la humanidad —digo, bromeando, con la copa en alto.

Todos me miran y yo bajo mi copa, algo mareado.

Se respira la tensión durante unos instantes. Nueve aún sigue sin apartar la mirada de Cinco. Entonces Ella levanta la mano y dice:

—Me gustaría compartir mi historia con vosotros.

Su relato no tiene nada que ver con ninguno de los que he oído. No la enviaron a la Tierra con los demás miembros de la Guardia; su padre, un tipo rico y más bien raro, la metió en una nave espacial junto con el mayordomo de la familia y un montón de quimeras. Al mirar a los demás, me doy cuenta de que muchos de los guardianes no estaban al corriente de esa historia. John parece especialmente desconcertado, y Seis escucha, toda oídos.

—Oh, Ella —suspira John—. ¿Cuándo te has enterado de esto?

—Ayer —responde ella con total naturalidad—. Estaba en la carta de Crayton.

—Por Crayton. Un gran cêpan —dice Marina levantando la copa.

Todos la imitan. Ella se queda en silencio: no cabe duda de que ese Crayton significó mucho para ella.

—Piensa un momento —cavila Cinco—. Si nuestra nave no hubiese llegado a la Tierra, tendrías que haber salvado el planeta tú sola.

Ella abre los ojos como platos.

—No había pensado en eso.

—Lo habrías conseguido —opina Nueve con una sonrisa.

—Bueno… —dice John mirando a Cinco—. Todos hemos contado cómo llegamos hasta aquí. Te toca: ¿cómo te las apañaste para mantenerte oculto durante tanto tiempo?

—Sí, tío —interviene Ocho—. Escúpelo.

Cinco se encoge en la silla. Por un momento, creo que se limitará a quedarse ahí, en silencio, esperando que todos se olviden de él, como si fuera uno de esos niños que se esconden al fondo de la clase. Es un experto interrumpiendo los relatos de los demás con sus comentarios incisivos, pero se muestra más que reacio cuando le llega el momento de contar su propia historia.

—No es, bueno…, emocionante como vuestras historias —empieza a decir Cinco al cabo de unos instantes—. No hicimos nada especial para ocultarnos. Supongo que simplemente tuvimos suerte. Encontramos lugares en los que los mogadorianos no vinieron a buscarnos.

—¿Exactamente dónde estuvisteis? —pregunta John.

—En islas —responde Cinco—. Islas pequeñas en las que a nadie se le ocurriría mirar. Algunas ni siquiera aparecen en los mapas. Fuimos de una isla a otra, del mismo modo que vosotros os trasladasteis de pueblo en pueblo. Cada pocos meses íbamos a alguno de los lugares más poblados (a veces a Jamaica o a Puerto Rico) e intercambiábamos nuestras gemas por provisiones. El resto del tiempo estábamos solos.

—¿Qué le ocurrió a tu cêpan? —pregunta Marina, suavemente.

—Oh, supongo que esta es la parte que tenemos en común: murió. Se llamaba Albert.

—¿Mogadorianos? —pregunta Nueve, con dureza en la voz.

—No, no, no fue así —responde Cinco, titubeante—. No hubo ninguna gran batalla ni tampoco un valiente sacrificio. Simplemente enfermó y, al cabo de un tiempo, murió. Creo que era mayor que vuestros cêpan, a juzgar por cómo los habéis descrito. Podría haber sido mi abuelo. Me parece que no lo benefició el viaje hasta la Tierra. Siempre estaba enfermo. Supongo que los climas cálidos lo ayudaban. Estábamos en una isla muy pequeña, al sur del Caribe, cuando se puso tan mal. No sabía cómo ayudarlo…

Cinco se detiene. Los demás nos quedamos en silencio, dejando que se tome su tiempo.

—No… No me dejó que fuera a buscar a un médico. Creía que, si lo examinaban, tal vez encontrarían algo que podría poner sobre aviso a los mogadorianos. Yo ni siquiera había llegado a ver a ninguno. Casi me parecían una invención. —Cinco se ríe con amargura, como si estuviera enfadado consigo mismo—. Durante un tiempo, incluso me convencí a mí mismo de que Albert era un loco que me había secuestrado. Que me había hecho esas cicatrices en las piernas mientras dormía.

Trato de imaginarme cómo debe de haber sido la vida para ese chico, relacionándose únicamente con un hombre viejo y enfermo. Empiezo a comprender que se comporte de manera tan extraña con nosotros.

—No empecé a creer a Albert hasta que se manifestó mi capacidad telequinésica. Y eso ocurrió cuando se puso realmente enfermo. En su lecho de muerte, me hizo prometerle que cuando todos mis legados se hubieran desarrollado por completo, trataría de encontraros. Hasta entonces, me dijo que siguiera ocultándome.

—Hiciste un buen trabajo —opina Seis.

—Siento lo de Albert —añade Ella.

—Gracias —dice Cinco—. Era un buen hombre, y me hubiera gustado escucharlo más. Después de que se fuera, seguí mecánicamente con la vida que habíamos llevado hasta entonces. Fui saltando de una isla a otra, manteniéndome siempre alejado de los demás. Supongo que me sentí… solo. Los días pasaron como en una nebulosa. Al final, mis otros legados se desarrollaron, y me vine a América con la esperanza de encontraros.

—¿Qué le ocurrió a tu Cofre? —pregunta John.

—Ah, sí, eso —repone Cinco, visiblemente nervioso. Y prosigue, rascándose la cabeza—: Viajé sobre todo en barco. Albert me había enseñado a encontrar el tipo de embarcaciones que levantaban menos sospechas. Cuando llegué a Florida, había mucha más gente de la que estaba acostumbrado. Un niño solo cargado con ese dichoso Cofre… Sentí que la gente me miraba. Como si hubiera encontrado un tesoro escondido en alguna de las islas, o algo así. Tal vez estuviera paranoico, pero tenía la sensación de que todo el mundo quería robármelo.

—Y ¿qué hiciste con él? —le presiona John.

—No me pareció muy buena idea ir a todos lados con ese Cofre. Encontré un lugar apartado en los Everglades y lo enterré allí. —Cinco nos mira a todos—. ¿Fue una mala idea?

—Yo enterré el mío más o menos por la misma razón —responde Seis—. Y cuando volví a por él, alguien se lo había llevado.

—Oh —balbucea Cinco—. Mierda.

—Si eres tan bueno escondiendo cofres como ocultándote, seguro que aún estará allí —asegura Ocho con optimismo.

—Tendremos que ir a buscarlo cuanto antes mejor —dice John.

—Sí, por supuesto —responde Cinco, asintiendo, efusivo—. Recuerdo exactamente dónde lo puse.

—Los cofres son imprescindibles —suelta mi padre, y entonces se pellizca el puente de la nariz, un gesto que he notado que hace cuando se esfuerza por recordar algo—. Cada uno de los cofres contiene algo… No sé exactamente qué ni cómo funciona…, pero en esos cofres hay cosas que os servirán para entrar en contacto con Lorien en cuanto llegue el momento.

Todos lo miramos, extasiados.

—¿Cómo sabe eso? —pregunta John.

—Lo… lo acabo de recordar —responde mi padre.

Nueve me mira a mí, y luego vuelve a centrarse en papá.

—¿Cómo?

—Supongo que ha llegado el momento de contaros mi historia —dice, contemplando sus rostros expectantes—. Debo advertiros de que hay lagunas en mi memoria. Los mogadorianos me hicieron algo. Trataron de arrancar de mi cerebro todo lo que sabía. Ahora los recuerdos van volviendo poco a poco, en pedacitos. Os diré todo lo que pueda.

—Pero ¿cómo descubriste eso de los cofres? —pregunta Ocho—. Nosotros ni siquiera entendemos lo que contienen.

Mi padre hace una pausa y mira uno a uno a todos los miembros del grupo.

—Lo sé porque me lo dijo Pittacus Lore.