CAPÍTULO TRECE
—¡LA PIEDRA XITHARIS! —LE GRITO A SEIS—. SI NOS HACEmos todos invisibles, podremos escapar antes de que nos atrapen.
Seis empieza a rebuscar en su bolso y finalmente la saca, pero ya es demasiado tarde. Antes de que tenga tiempo de hacer nada, el aire que nos rodea empieza a crepitar: la primera oleada de mogadorianos ha disparado sus cañones.
Mi brazalete se expande justo a tiempo de interceptar dos disparos que habrían ido a alojarse en mi pecho.
En lugar de eso, el fuego aterriza en el suelo, lo bastante cerca de Seis como para hacerla trastabillar hacia atrás. Mientras está cayendo, le lanza a Cinco la piedra Xitharis, pero él se queda contemplándola, sin saber qué es. No hay tiempo para enseñárselo. Detrás del primer grupo de mogadorianos, veo a muchos más deslizándose por cuerdas que cuelgan de las entrañas de la nave. Pronto serán demasiados para nosotros.
Sarah ya se ha escondido detrás de un coche que hay ahí aparcado. Echada en el suelo, aprieta el gatillo de su pistola. Los primeros dos disparos levantan tierra a los pies del mogadoriano más cercano, pero el tercero le da de pleno en el esternón. El mogo se desintegra y Sarah busca un segundo objetivo.
Seis se vuelve invisible en cuanto toca el suelo. No estoy seguro de dónde se encuentra, pero, de pronto, veo agitarse nubes de tormenta allí donde, hace solo unos instantes, el cielo nocturno estaba claro y despejado. No cabe duda de que se prepara para atacar.
Cinco está junto a mí, ahí plantado, contemplando aún la roca que sostiene en la mano. Mi escudo sigue recibiendo el impacto de muchos disparos. De no haber estado a mi lado, probablemente Cinco ya habría resultado herido.
—¿Qué haces? —le grito, agarrándolo del brazo con violencia—. ¡Tenemos que irnos!
Tiene los ojos muy abiertos y su mirada es inexpresiva. Tiro de él, sin que oponga resistencia alguna, y lo arrojo al suelo, justo detrás de la estatua de Boggy Creek Monster. La figura de madera no tarda en saltar en mil pedazos carbonizados, pero, de momento, la base de cemento resiste el envite de las llamas. Dejo que mi lumen se encienda en la mano que no sostiene el escudo y formo una bola de fuego del tamaño de la palma. Cinco me observa, mirando conmocionado el remolino de llamas. De momento, no le hago caso y asomo la cabeza por encima de la base de cemento para arrojarles la bola de fuego al grupo más cercano de mogos. Se traga a tres de ellos y los convierte en cenizas al instante. Los demás se dispersan.
Empieza a llover, pero ni una de las gotas me toca. De hecho, parece que la lluvia está localizada justo encima de la nave mogadoriana. De pronto retumba un trueno. No sé qué habrá planeado Seis, pero confío en ella.
—¿Estás bien? —le grito a Sarah.
El coche tras el que se ha ocultado se encuentra a unos pocos metros, pero es como si estuviera al otro extremo de un campo de batalla.
—¡Estoy bien! —me responde—. ¿Y tú?
—Bien, pero creo que Cinco está conmocionado o algo así.
Descubro a tres mogadorianos que atajan por una calle para rodear a Sarah. Antes de que lo consigan, los alcanzo con mis poderes telequinésicos y les arrebato las armas. Al verlos, Sarah dispara al que tiene más cerca justo en medio de los ojos. Antes de que los demás tengan tiempo de desenvainar sus espadas, una silueta los embiste ágilmente desde las sombras.
Es Bernie Kosar en su forma de pantera. Su pelaje negro apenas se distingue en la oscuridad de la noche. Le arranca el cuello a un mogadoriano que tiene arrinconado y le cruza a otro el rostro con su garra. Una vez eliminado ese grupo, BK se escabulle tras el coche y se queda cerca de Sarah.
«Mantenla a salvo», le digo mentalmente a BK.
Los mogadorianos que he dispersado antes ya se están reagrupando, o tal vez se trate de otro grupo que ha bajado a tierra desde la nave. Les lanzo otras dos bolas de fuego. Eso debería tenerlos entretenidos durante un rato.
Agarro a Cinco y lo sacudo por los hombros hasta que me mira. Una parte de mi mano aún está caliente por el efecto del lumen, y su camiseta se chamusca ligeramente. Él se encoge, mirándome con los ojos muy abiertos.
—¿Qué demonios te pasa? —le grito.
—Lo… lo siento —tartamudea—. Nunca había visto a un mogadoriano.
Me lo quedo mirando sin dar crédito.
—¿Me tomas el pelo?
—¡No! Albert, mi cêpan, me habló de ellos. Nos entrenamos para… para luchar. Pero en realidad nunca lo he hecho.
—Genial —gruñe Seis, apareciendo de pronto—. Tenemos con nosotros a un novato total.
—Pue… puedo ayudar —masculla Cinco—. Es solo que me han pillado con la guardia baja.
No acaba de convencerme, la verdad, y, aunque nos hemos sacado de encima la primera oleada de mogadorianos, distingo nuevas siluetas moviéndose en la oscuridad cercana.
—¿Se acabó? —grita Sarah desde su posición—. ¡Porque ya casi no me quedan balas!
—¡Vienen más! —le respondo, y entonces me vuelvo hacia Seis y le pregunto—: ¿Crees que podrías derribar la nave?
Seis se concentra durante unos instantes. Un relámpago recorta el cielo nocturno justo donde se encuentra la nave mogadoriana, que empieza a balancearse hacia delante y hacia atrás. Algunos de los soldados mogos no consiguen sostenerse de las cuerdas y caen en picado quince metros hasta impactar contra el suelo. Seis ha generado una tormenta y está esperando a desatar toda su furia.
—Puede que hayan llegado hasta aquí —dice Seis—, pero te aseguro que no conseguirán regresar.
Bajo la mirada hacia Cinco. Sus manos temblorosas han vuelto a sacar esas dos bolas de sus bolsillos. La verdad es que no inspira precisamente confianza.
Le echo un vistazo a Sarah y la veo apuntando con la pistola y disparando a un mogadoriano que avanzaba de manera insidiosa hacia nosotros. Hace solo un tiempo, habríamos huido de una batalla de este tipo, orgullosos de poder escapar con vida. Ahora, sin embargo, estoy convencido de que es una lucha que podemos ganar.
—Mandémosle un mensaje a Setrákus Ra —le digo a Seis—. Si quiere llevarse a uno de los nuestros, tendrá que enviar a más de una nave.
—¡Por supuesto! —responde Seis, y levanta ambas manos hacia el cielo.
Las nubes negras que rodean la nave empiezan a agitarse y a arremolinarse, y tres descargas de rayos se abren paso a través del cielo tumultuoso para acabar impactando una tras otra en el lateral de la nave. Del casco, se desprenden pedazos de metal que acaban precipitándose hacia el suelo en barrena.
Los mogos, probablemente conscientes de que tienen problemas, tratan de ganar altitud para alejarse de esa tormenta local, mientras los que ya están en tierra redoblan sus esfuerzos para atraparnos. El fuego de sus armas crepita en el aire y yo me acerco más a Seis para protegerla con mi escudo. Sarah sigue agachada detrás del coche, disparando a ciegas por encima del capó.
—¡Tienes que darte prisa! —le grito a Seis con los dientes apretados.
—Ya casi está —me suelta frunciendo el ceño, muy concentrada.
Una lluvia de granizo descarga piedras como puños sobre la nave, que se agita erráticamente. Justo cuando parece lista para elevarse de nuevo, Seis hace girar las manos por encima de su cabeza y, de repente, todas las nubes se funden en una (noto la fuerza de los vientos desde donde estoy) y un tornado se arremolina justo debajo de la nave. La gran masa de metal se tambalea y luego se ladea peligrosamente: el piloto ha perdido el control.
La nave impacta contra el suelo, aterrizando en los bosques cercanos a la autopista con un ruido atronador. Al cabo de unos segundos, una torre de fuego se eleva en el cielo nocturno y, a continuación, se produce una gran explosión. Luego viene el silencio. La tormenta que se cernía sobre nuestras cabezas aclara y la noche recupera de nuevo la calma.
—¡Oh! —murmura Cinco.
—Buen trabajo —le digo a Seis.
Sus ojos ya están pendientes de su siguiente objetivo. Tal vez hayamos derribado la nave, pero aún hay por allí un montón de mogadorianos dispuestos a darnos caza. Al menos serán un par de docenas, con sus cañones mogos y sus espadas preparadas.
—Acabemos con ellos —dice Seis, volviéndose invisible.
Estoy impaciente por participar en la batalla. Primero, le echo un vistazo a Cinco, que contempla indeciso a los mogadorianos que se nos acercan.
—No te preocupes si no te sientes preparado —le digo—. Quédate aquí.
Cinco asiente sin decir nada. Me alejo de los restos de la estatua Boggy Creek Monster, y enseguida me topo con un mogadoriano que levanta su arma contra mí. Antes de que pueda disparar, algo le golpea en la parte trasera de las rodillas, desde detrás. Unas manos invisibles liberan la espada que llevaba sujeta entre los hombros y se la clavan en la columna. El mogo se desintegra al instante y, por un momento, a través de la nube de cenizas, adivino la silueta de Seis.
Me dirijo a la carrera hacia el coche tras el que Sarah sigue aún escondida. La parte del vehículo expuesta a los mogadorianos está fundida en algunos lugares, pero ella se encuentra bien. En cuanto me deslizo por el suelo para reunirme con mi novia, BK despliega sus alas, levanta el vuelo y se arroja de inmediato contra un par de mogos. Los mogadorianos que quedan en pie parecen más bien confusos. Su nave ha sido destruida y la mitad de los suyos están muertos: dudo que se esperaran una lucha así. Bueno, ¡tampoco está mal que, por una vez, sean ellos los que pasan miedo!
—¿Estás bien? —le pregunto a Sarah.
—Sí —responde casi sin aliento. Levanta el arma y me dice—: Me he quedado sin balas.
Empleo la telequinesia para levantar uno de los cañones mogadorianos que han quedado olvidados en el suelo y acercarlo a nosotros. Sarah lo recoge del aire.
—Cúbreme —le digo—. Vamos a terminar con esto.
Salgo de detrás del coche, prácticamente retando a los mogadorianos a que vengan a por mí. Un par de mogos que están agachados frente la gasolinera aprietan el gatillo. Despliego inmediatamente mi escudo y absorbo sus disparos. Considero la posibilidad de lanzarles una bola de fuego, pero no quiero volar la gasolinera. Ya hemos causado bastantes destrozos en este pobre pueblo de Arkansas.
Me hago con sus armas empleando de nuevo la telequinesia y las destruyo, aplastándolas contra el suelo. A continuación, levanto la mano hacia los mogos y les indico que se acerquen. Me sonríen, y veo sus dientecillos brillando bajo la luz de la luna, mientras desenvainan poco a poco sus espadas. Y entonces corren hacia mí.
En cuanto se encuentran a una distancia prudencial de la gasolinera, les lanzo una bola de fuego que se los traga a los dos. ¡Idiotas!
Otro grupo de mogos se ha reorganizado lo bastante como para lanzar un ataque focalizado. Cargan contra mí todos a la vez, tratando de rodearme. Antes de que puedan conseguirlo, siento que algo elástico me rodea con fuerza la cintura y me arroja hacia atrás, lejos de los mogos. Desconcertado, bajo la mirada. Tengo un brazo enrollado en la cintura. Un brazo muy largo, muy estirado.
En cuanto estoy a salvo, Sarah empieza a disparar al grupo de mogadorianos con el cañón.
Me vuelvo justo a tiempo para ver cómo el brazo de Cinco recupera su longitud normal y regresa a su camiseta. El chico me mira, avergonzado.
—Perdona si te he interrumpido —dice—. Me ha parecido que podían rodearte.
—¿Qué has hecho exactamente? —le pregunto, con curiosidad y al mismo tiempo cierta repugnancia.
—Mi cêpan lo llamaba Externa —explica Cinco. Me enseña la bolita de goma con la que ha estado jugueteando desde que hemos aparecido—. Es uno de mis legados. Puedo adoptar las cualidades de cualquier cosa que toque.
—Genial —respondo.
Tal vez el nuevo no sea tan inútil como parecía.
Uno de los mogadorianos se las apaña para esquivar el fuego de Sarah y se abalanza contra nosotros. Cinco se me adelanta. De pronto, su piel resplandece bajo la luz de la luna: la tiene brillante y plateada. Me acuerdo de la otra de las bolitas que tenía en la mano: era un cojinete de metal. El mogo describe con la espada un arco que debería haberle partido a Cinco la frente, pero, en lugar de eso, el filo rebota en la cabeza del muchacho con un sonido metálico. El mogo se queda desconcertado, y Cinco termina el trabajo asestándole con su mano de hierro un revés que le parte el cráneo.
Cinco se vuelve hacia mí y me dice:
—Nunca lo había probado hasta ahora… —Y se echa a reír, aliviado.
—¿En serio? —No puedo evitar reírme yo también. La energía de Cinco es contagiosa—. ¿Y si no hubiera funcionado?
Nos volvemos y vemos a dos mogadorianos huyendo hacia el bosque mientras Bernie Kosar les pisa los talones sin dejar de gruñir. Antes de que alcancen la primera línea de árboles, Seis aparece delante de ellos y los atraviesa con la espada mogadoriana que ha tomado prestada de alguna de sus víctimas.
Miro alrededor. Parece que está todo despejado. Monster Mart está cubierto de agujeros causados por los disparos de los cañones, y en los bosques aún se observa una columna de humo elevándose hacia el cielo. Dejando a un lado las manchas oscuras que los mogadorianos muertos han dejado en el suelo al convertirse en cenizas, ya no hay rastro de nuestros atacantes. Los hemos barrido del lugar.
Sarah se nos acerca, con el cañón mogadoriano apoyado en el hombro.
—¿Ya está?
—Creo que sí —respondo, controlando la voz. Tengo ganas de levantar el puño y chocar los cinco con los demás, pero trato de contenerme—. Por una vez, creo que los hemos pillado por sorpresa.
—¿Siempre es tan fácil? —pregunta Cinco.
—No —le respondo—. Pero ahora que estamos todos…
Me callo para no tentar a la mala suerte.
La batalla no podría haber ido mejor. De acuerdo, aquí solo había una nave mogadoriana, y en Virginia Occidental tenían apostado a todo un ejército, por no hablar de Setrákus Ra. A pesar de ello, los masacramos en un tiempo récord, y creo que ninguno de nosotros resultó herido. Ayer, cuando Nueve estaba tan exaltado por volver a Virginia Occidental y desquitarnos con Setrákus Ra, traté de transmitirle que no creía que estuviéramos preparados para eso. En cambio, ahora, después de nuestra actuación aquí, empiezo a pensar que tal vez sea hora de reconsiderar nuestras posibilidades.
—¿Dónde está Seis? —pregunto, mirando a un lado y a otro—. Seguro que alguien habrá oído estrellarse esa nave. Tenemos que salir de aquí antes de que aparezca la policía.
Me responde un ruido sordo procedente del bosque, de la zona donde ha caído la nave mogadoriana. Enciendo mi lumen hacia esa dirección justo a tiempo de ver a Seis corriendo hacia nosotros, agitando las manos.
—¡Que viene! —nos grita.
—¿Qué viene? —pregunta Cinco, tragando saliva.
—Parece un piken —respondo.
Se oye un chasquido: el sonido que podría producirse al arrancar un árbol y partirlo por la mitad. Algo enorme se acerca a nosotros.
—Retrocede —le digo a Sarah poniéndole la mano en el hombro—. Es mejor que te quedes detrás de nosotros.
Ella me mira cogiendo con fuerza el cañón mogadoriano. Por un momento, temo que empiece a discutir, aun sabiendo perfectamente que enfrentarse a un piken no tiene nada que ver con mantener una lucha armada contra un grupo de mogadorianos. Disparar estando a cubierto es una cosa, y luchar codo con codo con un monstruo al que los impactos de bala no le hacen más que cosquillas, otra muy distinta. Sarah me acaricia la mano, mantiene el contacto por unos instantes y luego se separa y corre a buscar refugio cerca del edificio de correos.
—¿Qué demonios es esto? —pregunta Cinco, aún de pie junto a mí, extendiendo el dedo hacia la masa boscosa.
Los dos vemos aparecer el monstruo a la vez, irrumpiendo entre los árboles y cerniéndose sobre Seis. Pero no le doy a Cinco una respuesta. La verdad es que no puedo responderle, porque, sea esa cosa lo que sea, no tengo un nombre para ella. Es como un ciempiés del tamaño de un camión cisterna, cuyo cuerpo, similar al de un enorme gusano, está cubierto de una piel parecida a un cuero agrietado. Cientos de bracitos retorcidos sobresalen de su cuerpo y remueven la tierra mientras avanza pesadamente con una rapidez sorprendente. En la parte delantera, tiene un rostro que recuerda al de un pit bull: chato, con un hocico húmedo y una boca babeante que, al abrirse, descubre varias hileras de dientes afilados. En el centro del rostro tiene un solo ojo inyectado en sangre y lleno de malicia que no parpadea jamás. Recuerdo la horda de criaturas que los mogadorianos encarcelaron en Virginia Occidental; de todas las bestias repugnantes que vi, esta es la peor.
A pesar de ser muy veloz, Seis no consigue correr más que esa cosa. El ciempiés la alcanza y se propulsa a un lado. Su mitad trasera (la cola) se levanta y, después de mantenerse por encima de Seis como una torre, descarga todo su peso en el suelo.
Seis se echa a un lado justo antes de que esa cosa pueda aplastarla. Pedazos de roca salen disparados allí donde aterriza la cola: ha hecho una enorme hendidura en el suelo. Seis vuelve a ponerse en pie enseguida y hunde la espada en el cuerpo del ciempiés. El bicho apenas parece notarlo, y su cuerpo recula lo bastante deprisa como para arrancarle el arma a Seis de las manos.
—¿Cómo se supone que vamos a matarlo? —pregunta Seis, dando un paso atrás.
Mi cerebro se acelera tratando de encontrar una respuesta. ¿Qué ventajas tenemos sobre ese gusano de un solo ojo? Es rápido, pero gigantesco, y está condenado a arrastrarse por el suelo…
—Puedes volar, ¿verdad? —le pregunto a Cinco.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta, sin apartar la mirada de la bestia—. Sí, sé volar.
—Cógeme —le digo—. Tenemos que mantenernos por encima de esta cosa.
Cuando el ciempiés arremete de nuevo contra Seis, Bernie Kosar se planta de un salto encima de su espalda. Ha vuelto a adoptar la forma de pantera y hunde sus garras en la piel del monstruo. El bicho suelta un grito de irritación y se revuelca por el polvo, forzando a BK a saltar al suelo para no acabar aplastado bajo su cuerpo. Esa distracción basta para que Seis pueda alejarse cierta distancia de la bestia y volverse invisible.
—Será más fácil si te cuelgas de mi espalda —dice Cinco, arrodillándose delante de mí.
Ir a caballito a lomos de Cinco me hará sentir como un tonto, pero es una situación de vida o muerte. En cuanto me monto en su espalda, Cinco se eleva en el aire. No es como la levitación temblorosa que conseguimos al usar la telequinesia; él vuela deprisa, con precisión y control. Cinco se eleva unos diez metros, justo por encima del ciempiés. Empiezo a bombardear la criatura con bolas de fuego, arrojándoselas tan pronto como las genero. Se le abren llagas carbonizadas en la espalda, y una peste insoportable infesta el aire.
—Es asqueroso —susurra Cinco.
El ciempiés ruge de dolor, retorciéndose sobre sí mismo, mientras su enorme ojo barre el campo de batalla frenéticamente. Su cerebro diminuto no consigue comprender de dónde procede el dolor. Yo prosigo con mi ataque, con la esperanza de poder matar a esa cosa desde arriba antes de que se dé cuenta de lo que está ocurriendo.
Mi siguiente bola de fuego se desvía de su objetivo: de pronto, Cinco ha caído unos metros hacia el suelo. Con la sacudida, me agarro con fuerza de él hasta que recupera el control del vuelo. Tiene la camiseta empapada en sudor.
—¿Estás bien? —pregunto, gritando para que me oiga a pesar del ruido del viento y los aullidos del ciempiés.
—No es fácil ir cargado con un lanzador de bolas de fuego a la espalda —me dice, tratando de bromear; la fatiga, no obstante, se percibe en su voz.
—Solo un minuto más. ¡Aguanta un poco!
El ciempiés voltea la cabeza hacia atrás tratando de localizarnos con su único ojo. Vuelve a gruñir, esta vez casi con alegría, y entonces arroja el cuerpo hacia delante, acariciando el aire con sus bracitos diminutos. Su rostro abominable se lanza hacia nosotros, haciendo rechinar los dientes. Cinco suelta un grito y da un salto hacia atrás mientras la bestia se traga el espacio vacío que ocupábamos hace solo un instante.
Con la sacudida del cambio repentino de dirección, me suelto de la espalda de Cinco y me precipito al vacío, no sin agarrar con la mano un pedazo de su camiseta.
Gracias a la telequinesis, consigo amortiguar la caída. De no haber sido por eso, probablemente me habría roto una pierna al impactar contra el suelo. A pesar de todo, el golpe casi me deja sin aire en los pulmones. Y, para empeorar aún más las cosas, aterrizo justo delante del monstruo.
Oigo a Seis y a Sarah a lo lejos, diciéndome a gritos que eche a correr. Ya es demasiado tarde para eso. Solo me separan unos treinta metros del ciempiés y ya se está acercando a mí. Tiene la boca muy abierta y de la oscuridad de su garganta emana un hedor nauseabundo.
Hago de tripas corazón y enciendo mi lumen por todo mi cuerpo. Si esa cosa quiere convertirme en su comida, me aseguraré de arder como un rescoldo mientras recorro su esófago. Si consigo saltar esas hileras de dientes, probablemente podré abrirme camino a través de esa cosa. Debo admitir que acabar siendo pasto de un ciempiés mogadoriano no es mi mejor plan, pero solo dispongo de unos segundos antes de que ese bicho se me trague y no se me ocurre nada más.
A medida que el monstruo se me va acercando, distingo una mancha roja reflejada en su único ojo, como el rayo de un puntero láser. ¿Y eso de dónde sale?
Un único disparo procede de algún lugar detrás de mí.
El ojo del monstruo explota y, al estar solo a unos metros, acaba recubriéndome de una sustancia pringosa. El bicho chilla como un poseso y retrocede a toda prisa, sin acordarse ya de mí. Aprovecho la oportunidad para huir, no sin lanzarle bolas de fuego al estómago mientras me alejo. El bicho empieza a tener convulsiones y agita la cola con tanta fuerza que hace vibrar el suelo bajo mis pies. Después de un último espasmo descomunal, el ciempiés se desploma y empieza a desintegrarse poco a poco.
Cinco aterriza junto a mí, con las dos manos en la cabeza.
—Tío, siento mucho que te hayas caído.
—No te preocupes —respondo con aire distraído, empujándolo a un lado y saliendo a la carrera hacia Monster Mart.
Ninguno de nosotros llevaba un rifle de precisión consigo, así que ¿de dónde habrá salido ese disparo?
Seis y Sarah se acercan a toda prisa a un hombre alto y barbudo de mediana edad que se baja de lo alto de una vieja cafetera de coche. En una mano, lleva un rifle con mira láser. Al principio pienso que tal vez se trate de un buen samaritano (¿quién no le dispararía a un gusano gigante que estuviera desmandado por nuestro barrio?). Pero hay algo en él que me resulta francamente familiar.
Y entonces me fijo en que no está solo: alguien lo está ayudando a bajar de su posición de francotirador. Seis se acerca algo más y casi le da un abrazo a ese segundo personaje. Yo me quedo con la boca abierta y, al cabo de un segundo, echo a correr hacia él. Es Sam.