CAPÍTULO DIEZ

Querida Ella:

Si estás leyendo esto, entonces me temo que ha ocurrido lo peor. Por favor, quiero que sepas que te he querido como si fueras mi propia hija. No se suponía que tuviera que ser tu cêpan. El papel se me asignó la noche en que cayó nuestro planeta, y no era algo para lo que estuviera preparado ni para lo que hubiera sido entrenado. A pesar de ello, no cambiaría los años que he pasado contigo por nada del mundo. Espero haber hecho lo bastante por ti. Sé que estás destinada a hacer grandes cosas.

Espero que algún día puedas entender todo lo que he hecho, las mentiras que te he contado, y encuentres en tu corazón lo necesario para perdonarme. Cuando eras pequeña, te dije una mentira. Y esa mentira no tardó en acarrear otras muchas que se convirtieron en nuestra vida. Lo siento, Ella. Soy un cobarde.

Sois diez, y solo diez fueron los miembros de la Guardia que sobrevivieron al ataque de Lorien. Sin embargo, tú no eres el décimo. No formabas parte del plan de los Ancianos para preservar la raza de los lóricos, de ahí que no te mandaran a la Tierra con los demás. Por eso no tienes las mismas cicatrices que Marina y que Seis. Nunca has estado bajo la protección del hechizo lórico.

Los Ancianos no te seleccionaron. Fue tu padre.

Procedes de una de las familias más antiguas y prestigiosas de Lorien. Tu bisabuelo fue uno de los diez Ancianos que gobernaban nuestro mundo. Esto fue antes de que nuestro planeta natal alcanzara todo su potencial, antes de que nuestra gente liberara el poder de Lorien y recibiera los legados a cambio de haber sabido vivir en armonía con él. Nuestro joven planeta estaba en una encrucijada: tenía al mismo tiempo el deseo de desarrollarse rápidamente y la necesidad de proteger lo que es natural, lo que preserva la vida.

Eran días de muerte, días envueltos en un halo de misterio incluso para nuestros mayores historiadores. Durante esas épocas oscuras, la guerra se propagó entre nuestra gente. Muchos murieron en conflictos superfluos, pero al final las fuerzas de la paz prevalecieron. Una nueva era amaneció en Lorien: la época dorada en la que tú naciste y a la que los mogadorianos pusieron fin tan brutalmente.

Tu abuelo fue una de las bajas de las Guerras Secretas, un conflicto entre mogadorianos y lóricos que nuestro Gobierno encubrió para preservar las ilusiones de un Lorien utópico.

Cuando era joven, tu padre, Raylan, se obsesionó con esa guerra. Sabes, después del conflicto, cuando los Ancianos volvieron a reunirse, limitaron su número a nueve en lugar de seguir siendo diez, como al principio. Tu padre creía que la plaza vacante pertenecía a tu familia. Nuestros Ancianos nunca fueron elegidos por linaje o herencia; tu padre, sin embargo, seguía creyendo que, en cierto modo, la historia había perjudicado a tu familia.

Estas obsesiones lo convirtieron en un hombre amargado y receloso que acabó siendo una especie de recluso. Se construyó una casa para él, en las montañas (más que un hogar, parecía una fortaleza), y su única compañía era una colección de quimeras.

A mí me contrataron para ocuparme de los animales de tu padre. Lo único que le interesaba eran sus historias secretas y sus animales.

Hasta que conoció a tu madre.

Erina era un miembro de la Guardia, y los Ancianos le encomendaron la tarea de vigilar a tu padre, que algunos consideraban un peligro para nuestra gente. Erina, sin embargo, vio algo más en él. Vio a un hombre que podía ser rescatado de sí mismo.

Tu madre era muy hermosa. Tú me recuerdas a ella cada día más. Tenía los legados del vuelo y del Elecomun, el poder de manipular la corriente de la electricidad. Así que sobrevolaba la casa de tu padre y creaba esos hermosos espectáculos, como fuegos artificiales hechos de luz.

Tu padre desconfiaba de Erina y ponía abiertamente en duda sus razones para ir a las montañas. Sin embargo, noche tras noche, él aparecía en el patio trasero para ver a tu madre volando con la quimera.

Uno de los legados de tu padre le permitía manipular el espectro de la luz. Parece una tontería (como tu Aeturnus), pero tiene muchas aplicaciones. Podía oscurecer la zona donde se encontraba un enemigo para dificultarle así la visión. O, en el caso del cortejo de tu madre, podía cambiar los colores de sus rayos luminosos. Rosas y naranjas brillantes cruzaban el cielo nocturno. Tu padre, por primera vez en muchos años, se lo estaba pasando bien.

Se enamoraron y no tardaron en casarse. Y entonces llegaste tú.

Erina había hecho amigos durante su servicio en la Guardia, amigos que iban a visitarlos y que eran bienvenidos por tus padres. Ahora ya no están entre nosotros.

Llegaron los mogadorianos y nuestro planeta fue pasto de las llamas.

Durante sus días como recluso, tu padre amasó una colección considerable de reliquias que habían pertenecido a tu familia. Incluso se gastó una cantidad de dinero nada despreciable en restaurar una vieja nave espacial que creía que había utilizado tu bisabuelo en la última guerra lórica. Cuando Erina se trasladó a vivir con él, convenció a tu padre para que donara muchos de esos objetos a un museo, incluida la nave. Cuando llegaron los mogadorianos, lo primero que hicieron fue destruir nuestros aeropuertos, eliminando así cualquier medio convencional para escapar. Tu padre enseguida pensó en la vieja nave que esperaba dormida en el museo.

Mientras otros habitantes de nuestro planeta luchaban contra la invasión, tu padre planeaba escapar. De algún modo, sabía que nuestra gente estaba condenada.

Tu madre no quería huir e insistió en que se unieran a la lucha. Discutieron: fue la peor discusión que habían tenido nunca.

Tú fuiste el motivo del acuerdo. Raylan prometió quedarse solo si se te permitía escapar. Aún recuerdo el rostro empañado en lágrimas de tu madre cuando te dio el beso de despedida. Tu padre te colocó entre mis brazos y me ordenó que preparara una huida desde el museo. La colección de quimeras de Raylan nos acompañó e hizo las veces de guardaespaldas. Muchas murieron por el camino.

Y así fue como me convertí en tu cêpan.

Contemplé la muerte de nuestro planeta desde las ventanillas de una nave espacial. Me sentí como un cobarde. Ella, solo recupero mi dignidad cuando te miro y me doy cuenta de lo que salvó mi actitud cobarde.

Lo que está hecho, hecho está. No formabas parte de los planes de los Ancianos. Sin embargo, esto no te hace menos lórica, ni menos digna de ser miembro de la Guardia. Los números no importan. Tú eres capaz de grandes cosas, Ella. Eres una superviviente. Un día, sé que serás el orgullo de nuestra gente.

Te quiero.

Tu eterno y fiel servidor,

Crayton

DEJO DE LEER EN VOZ ALTA Y APARTO LA CARTA DE Crayton de delante de mi rostro con manos temblorosas. Tengo lágrimas en los ojos. Ni siquiera puedo llegar a imaginar cómo me sentiría si me hubieran arrancado una parte tan importante de mi identidad. Todo el mundo está en silencio, incluso Nueve. Ella resopla débilmente, mientras se abraza con fuerza.

—Sigues siendo uno de los nuestros —le susurro—. Eres un lórico.

Ella se echa a llorar, y un torrente de palabras entrecortadas empieza a salir de sus labios.

—So… Soy un fraude. No soy como vosotros. Soy solo la hija de un tipo rico y si salí del planeta es porque mi padre era un sinvergüenza.

—Eso no es cierto —interviene Ocho, cogiéndola del hombro.

—A mí no me eligieron —repone Ella, entre lágrimas—. No me eligieron… Eran todo mentiras.

Nueve me arrebata la carta de las manos sin dejar de mirar a Ella.

—¿Y qué? —dice con desdén.

—¿Y qué? —repone Ella, con los ojos muy abiertos.

—Se ha roto el encanto —prosigue Nueve—. Los números no significan nada. Puedes ser Diez o Cincuenta y cuatro: no importa. ¿Qué más da?

Nueve suena tan insensible… No le da la menor importancia a una situación que para Ella es un golpe terrible. Parece anonadada. Ni siquiera estoy segura de que haya oído a Nueve.

—Lo que trata de decirte con tan poca delicadeza —interviene Ocho— es que no importa de qué modo hayas llegado hasta aquí. El hecho de que viniéramos en naves distintas no quiere decir que no seamos lo mismo.

—Joder —protesta Nueve—, me habría gustado que hubiera habido más gente egoísta como tus padres. ¡Así podríamos ser un ejército entero!

Lo fulmino con la mirada, y Nueve levanta las manos y finge cerrar la boca con una cremallera imaginaria. A pesar de su falta absoluta de tacto, parece que entre los tres hemos conseguido calmar a Ella. Sus sollozos se están sosegando y, al cabo de un instante, suelta en el suelo la bolsa que ha preparado con tantas prisas.

—Es que me siento tan perdida sin Crayton —me susurra con voz ronca—. Murió pensando que era un cobarde por no haberme contado nunca la verdad y… y no lo era. Era bueno. Me habría gustado poder decírselo.

Se viene abajo y, cuando se echa a llorar, una nueva remesa de lágrimas me humedece el cuello. Así que este es el auténtico problema: no tanto lo que Ella ha descubierto sobre sí misma, que sin duda habrá sido impactante, sino lo que ha descubierto sobre Crayton. Le acaricio el cabello, dejando simplemente que se desahogue.

—Cada día me asalta el deseo de tener aunque solo sea una conversación más con mi cêpan —dice Ocho casi para sí.

—A mí también —coincide Nueve.

—No es fácil —prosigue Ocho—. Simplemente tenemos que seguir adelante. Estar a la altura de lo que ellos esperaban que fuéramos. Crayton tenía razón, Ella. Un día, serás el orgullo de nuestra gente.

Ella nos envuelve a mí y a Ocho en un abrazo. Nos quedamos así un buen rato, hasta que Nueve se adelanta para darle una palmadita en la espalda. Ella se queda mirando.

—¿Esto es todo lo que sabes hacer? —le pregunta.

Nueve suspira dramáticamente y susurra:

—Vale.

Y entonces deposita sus enormes brazos sobre nosotros y nos estrecha a los tres con fuerza, prácticamente levantándonos del suelo. Ocho gruñe y Ella deja escapar un sonido que tiene parte de risa y parte de jadeo. A mí también me están estrujando, pero no puedo evitar sonreír. Miro a Ella a los ojos y, de pronto, me doy cuenta de que este es el único lugar en el que ella querría estar.