CAPÍTULO NUEVE

TE VOY A PONER EN FORMADECLARA NUEVE—. ASÍ, EN LA próxima misión, no nos dejarán aquí, sin hacer nada.

Ocho y yo estamos plantados en medio de la sala de entrenamiento, uno junto al otro, mientras Nueve va describiendo círculos a nuestro alrededor, evaluándonos como si fuera un instructor militar. La verdad es que no doy crédito, y Ocho apenas es capaz de reprimir la risa. De todos modos, me siento un poco culpable de que hayamos salido a hurtadillas, y un poco de ejercicio tampoco nos vendrá mal. Además, me parece que Nueve aún está algo afectado por haber quedado fuera de la misión de rescate que ha organizado Cuatro, y es evidente que se entrega en cuerpo y alma en eso de los entrenamientos, así que decido seguirle la corriente.

—¿O es que preferís ser de los que se quedan siempre en el banquillo? ¿Queréis ir de paseo y atiborraros de pizza mientras los demás nos encargamos de acabar con Setrákus Ra?

Nueve se detiene justo delante de nosotros con un gruñido, y nos mira de arriba abajo.

—No, señor —respondo, tratando de mantener la compostura.

Ocho estalla en una carcajada.

Por el momento, Nueve lo ignora y se concentra en mí.

—Sanación y visión nocturna. Es eso, ¿verdad?

—Y también puedo respirar bajo el agua —añado amablemente.

—Está bien —dice Nueve, considerando mis legados—, tal vez algún día desarrolles un buen legado de lucha, o tal vez no. Supongo que ahora mismo todos nosotros estaríamos muertos de no haber sido por ti. Ya sé que se supone que Johnny también es capaz de sanar, pero creo que solo cura a las chicas con las que sale, así que los demás aún te necesitamos. Bueno, tendremos que mejorar tu velocidad y tu agilidad para que puedas atendernos enseguida cuando uno de nosotros caiga. Y quizá tu capacidad curativa, no sé, evolucione hacia otra cosa si la ejercitamos lo bastante.

Me sorprendo al darme cuenta de que casi todo lo que ha dicho Nueve tiene sentido. Solo hay una cosa que me inquieta.

—¿Cómo vamos a ejercitar mis dotes curativas?

La sonrisa de Nueve es siniestra: me asustaría verla en pleno campo de batalla.

—Oh, ya lo verás. En cuanto a ti —prosigue, dirigiéndose a Ocho—, me pareciste un tío de puta madre cuando te conocí, y entonces dejaste que te clavaran una espada en el pecho a la primera de cambio. Buen trabajo.

La expresión de Ocho se ensombrece al recordar su encuentro con Setrákus Ra.

—Me engañó.

—Ajá —dice Nueve—. Creo que lo recuerdo… Estabas tan ocupado yendo detrás de la falsa Seis (bueno, abrazándote con ella) que te acabaron hiriendo. ¿Qué pasa, tío, que te dedicas a dar abrazos a la gente en plena batalla? Por favor, ¡usa un poco la cabeza!

—Pues a mí me parece que ahora mismo te vendría bien que te dieran uno —dice Ocho, con una sonrisa pícara en el rostro.

Antes de que Nueve sepa lo que está ocurriendo, Ocho adopta la forma del Visnú de cuatro brazos, pega un salto hacia delante y envuelve a Nueve en un abrazo, un abrazo que va estrechando cada vez más. Los hombros y los músculos del cuello de su oponente se tensan.

—Suéltame —le advierte Nueve con los dientes apretados.

—Tú mandas.

Ocho se teletransporta, llevándose a Nueve con él, y reaparece a solo unos centímetros del techo, desde donde deja caer a su presa. Nueve, desorientado, no tiene tiempo de reaccionar y se precipita de espaldas al suelo. Cuando impacta contra el pavimento, Ocho ya se ha teletransportado junto a mí.

—¡Tachán! —exclama, adoptando de nuevo su forma normal.

—Solo conseguirás que se enfade más —le susurro, pero él se limita a encogerse de hombros.

Nueve se planta sobre sus pies de un salto y sacude la cabeza de un lado a otro, haciendo sonar el cuello.

—Buen movimiento —reconoce, asintiendo, casi impresionado.

—Tal vez soy yo quien debería entrenarte a ti —bromea Ocho.

—Inténtalo otra vez.

Ocho levanta los hombros y cambia de forma de nuevo. Envuelve a Nueve en el mismo abrazo, esta vez acercándose a él con cautela, como si temiera que contraatacara. Yo también pienso lo mismo, y me encojo, temerosa de que Nueve le aseste un codazo en la cara. Sin embargo, sorprendentemente, no se defiende.

Ocho vuelve a teletransportarse con él, pero, esta vez, cuando lo suelta, Nueve levanta rápidamente la mano para tocar el techo. Me entra mareo solo de verlo; ha cambiado su gravedad, de modo que, en lugar de caer, se ha quedado arriba, haciendo el pino. Todo ha ocurrido en menos de un segundo.

Ocho ya se ha teletransportado de nuevo, y ha aparecido justo a mi lado, tal como su adversario esperaba. Un segundo antes, Nueve se ha dejado caer del techo y, en cuanto Ocho se ha materializado, ha caído en picado contra él. Ocho solo ha tenido un instante para darse cuenta de que Nueve no estaba echado en el suelo, donde se suponía que debía estar, y, al cabo de menos de un segundo, el pie de Nueve ha impactado contra su esternón y lo ha mandado directo al suelo.

Ocho se incorpora, apoyándose en los codos, respirando ruidosamente, resoplando, mientras Nueve está de pie delante de él, con las manos en las caderas.

—Predecible —le dice—. ¿Por qué te has teletransportado al mismo lugar?

Como respuesta, Ocho tose, frotándose el pecho, y Nueve se agacha y lo ayuda a ponerse en pie.

—Tienes que utilizar siempre el efecto sorpresa, tío —le explica—. Hay que tenerlos en ascuas.

Ocho se levanta la camiseta. Ya se le ha empezado a formar un cardenal en forma de huella de zapato encima de las costillas.

—Mierda. Ha sido como recibir un mazazo.

—Gracias —dice Nueve y, mirándome, añade—: Así podrás practicar un poco.

Coloco delicadamente las manos sobre el pecho de Ocho y siento en los dedos el hormigueo helado de mi legado, que fluye de mí hacia él. Es solo un moratón, así que no resulta difícil curarlo; ni siquiera tengo que concentrarme. Y menos mal, porque me cuesta un montón hacerlo cuando le estoy tocando el pecho a Ocho. Si en esto consiste el entreno, me será la mar de fácil acostumbrarme.

—Gracias —dice Ocho cuando retiro las manos.

Nueve está ahora en el otro extremo de la habitación, con uno de esos muñecos en forma de mogadoriano que empleamos para entrenar. Lo arroja al suelo, se planta junto a él y, mirándonos, dice:

—Muy bien: este es el juego. Vamos a fingir que este muñeco es, no sé, Número Cuatro. Lo han atacado varias veces, ¿vale? Así que está herido y, Marina, tú tienes que llegar hasta él y aplicarle tu magia. Ocho, tú la ayudarás.

—Y tú, ¿qué vas a hacer? —pregunto.

—Yo voy a ser el mogadoriano sorprendentemente guapo que se va a interponer en vuestro camino.

Ocho y yo intercambiamos una mirada.

—¿Dos contra uno? —pregunta él—. Parece fácil.

—Genial —repone Nueve extendiendo su vara y haciéndola girar por encima de la cabeza con aire amenazador—. A ver qué sabéis hacer.

Ocho me rodea con el brazo y me acerca a él.

—Espera que lo ataquemos directamente —susurra.

Asiento con la cabeza, captando enseguida el plan.

—Tú teletransporta el cuerpo hasta donde yo estoy, y listo.

Ocho sostiene la mano en alto para chocar los cinco conmigo y luego se vuelve para dirigirse a Nueve.

—¿Preparado? —le pregunta.

—¡Adelante!

Ocho se pone en marcha y Nueve se acerca al centro de la habitación para interceptarlo. En cuanto ha conseguido alejar al supuesto mogadoriano del muñeco, Ocho desaparece y vuelve a materializarse junto al falso herido. No es que Nueve no se haya dado cuenta de las intenciones de Ocho, es solo que no le importan. De pronto, lo veo correr directamente hacia mí. Me pilla con la guardia baja, y me pongo más que nerviosa al darme cuenta de que su objetivo soy yo, así que trato de retroceder a toda velocidad. Pero Nueve es demasiado rápido para mí.

Cuando Ocho reaparece con el muñeco, Nueve tiene el extremo de su vara pegado al lateral de mi cuello.

—Buen trabajo —le dice a Ocho—. Ahora tienes a un amigo herido y a una sanadora muerta.

Nunca me había entrenado así hasta ahora: ver a Nueve cargando directamente contra mí es realmente intimidante. Tengo que superar este sentimiento. Seguro que Seis no habría permitido que le pusiera esa cosa en el cuello. Debo demostrarles que, aun sin tener su capacidad ofensiva, puedo contraatacar.

Aprovecho que Nueve está distraído con Ocho y aparto de mi cuello su vara.

—Aún no está muerta —digo mientras arremeto contra él dándole un puñetazo en la boca: una descarga de dolor me recorre la mano y la muñeca.

Nueve se tambalea hacia atrás mientras Ocho suelta un hurra, alegremente sorprendido. Mi contrincante vuelve la cabeza hacia mí y me ofrece una sonrisa; un hilo de sangre se escapa entre sus dientes.

—¡Bien! —grita, encantado—. ¡Ya empiezas a pillarlo!

—Creo que me he roto el pulgar —respondo, examinándome los nudillos hinchados.

—La próxima vez, no te lo cojas con los dedos cuando des el puñetazo —me aconseja Ocho, levantando el puño para enseñármelo.

Asiento con la cabeza, sintiéndome por un lado algo idiota por haber cometido un error tan básico y, por el otro, emocionada de haberle dado un puñetazo a Nueve. Al parecer, él también ha sabido apreciarlo, porque me mira con un respeto inédito mientras se limpia la sangre de la cara. Me toco la mano herida y siento de nuevo el frío sanador de mi legado, esta vez con mayor intensidad; siempre ocurre así cuando actúa sobre mí misma.

Nueve ha recogido el muñeco y lo ha arrojado al otro extremo de la habitación.

—¿Listos para intentarlo de nuevo? —nos pregunta.

Ocho y yo volvemos a reunirnos.

—Tal vez debería presentarle a mi viejo amigo Narasimha.

—¿Y ese quién es?

—Montones de brazos y garras.

—Suena muy bien —digo—. Tú entretenle y yo lo adelantaré por el costado.

Nos separamos y, de inmediato, Ocho se transforma en uno de sus devastadores avatares. Sus rasgos atractivos se desvanecen y son sustituidos por el rostro gruñón y la melena dorada de un león. Se hace treinta centímetros mayor y le crecen diez brazos a cada costado, todos ellos acabados con una garra de uñas afiladas. Nueve suelta un silbido.

—Esto ya es otra cosa —dice—. Uno de tus padres debe de haber sido una quimera. Probablemente tu madre.

—Muy gracioso —responde Ocho, que tiene una voz realmente grave cuando adopta esta forma.

Me quedo detrás de él mientras se acerca con actitud peligrosa a Nueve, y espero a encontrar un hueco por el que colarme y llegar hasta el muñeco. Ocho avanza despreocupado, cortándole el camino a Nueve con todos sus brazos, obligándolo a agacharse y a retroceder, mientras para algunos de los golpes de su vara. Nueve lo espolea con su arma, tratando de mantenerlo a raya, al tiempo que busca una apertura por donde escapar.

Nueve está totalmente pendiente de Ocho, y, cuando hace girar su vara, listo para contraatacar, veo mi oportunidad y le arrebato el arma sirviéndome de la telequinesia. Como no se lo esperaba, el tirón le hace perder el equilibrio y acaba cayendo justo en las garras de Ocho, que lo estaba esperando. Nueve recibe un zarpazo en el pecho: su camiseta queda hecha trizas y la piel de debajo, cubierta de cortes lo bastante profundos como para necesitar varios puntos. Tanto Ocho como yo vacilamos al ver las heridas.

—No pretendía hacerte tanto daño —se disculpa Ocho, pero su rugido de león no transmite mucha compasión.

Los ojos de Nueve, sin embargo, se han iluminado.

—¡No es nada! —grita—. ¡Vamos, sigue!

No había visto nunca a nadie tan emocionado ante la visión de su propia sangre.

Y, de repente, se da a la fuga. Ocho corre tras él, pero la forma que ha adoptado le impide moverse con agilidad. Nueve, en cambio, es asombrosamente rápido gracias a su legado de supervelocidad, así que, en un abrir y cerrar de ojos, se encarama a la pared más cercana, salta encima de Ocho y se las arregla para aterrizar en su espalda y rodearle el cuello con un brazo. Al ser tan ancho de hombros, Ocho no consigue alcanzarlo con ninguna de sus garras, cosa con la que probablemente ya contaba el falso mogadoriano. Aprovechando la mano que le queda libre, Nueve empieza a darle puñetazos a su adversario, concentrándose especialmente en esas orejas puntiagudas que sobresalen entre los mechones de su melena.

Ocho ruge de dolor y recupera su forma normal, cayendo redondo bajo el peso de Nueve.

Mientras, aprovechando que Nueve está distraído, corro tan deprisa como puedo hacia el muñeco.

—¡Cuidado, Marina! —grita Ocho.

Oigo retumbar las pisadas de Nueve detrás de mí. Detrás de mí y por encima de mí. Me lanzo a un lado justo cuando se descuelga del techo, dispuesto a repetir el mismo salto con que ha sorprendido a Ocho. Al no lograr alcanzarme, opta por rodar por el suelo y colocarse entre el muñeco y yo.

Tengo su vara a solo unos centímetros de mí. Cuando Nueve empieza a acercarse, le arrebato el arma con mi telequinesia y se la arrojo a la cabeza con todas mis fuerzas.

Nueve recibe el golpe en la parte trasera del cráneo y no puede evitar tambalearse. Esto me proporciona la oportunidad de salir a la carrera y dejarlo atrás. Él, sin embargo, no tarda en recuperarse, y enseguida lo tengo pisándome los talones.

Con el rabillo del ojo, veo que Ocho se ha levantado con dificultad.

—¡Deslízate por el suelo! —me grita.

Me limito a obedecerlo, sin perder ni un segundo. Me lanzo al suelo y me deslizo por el parquet como lo haría un jugador de básquet. Ocho da un puñetazo en el aire y, cuando su brazo aún está en movimiento, se teletransporta y reaparece justo delante de mí. Yo sigo mi camino entre sus piernas y veo que su puño pasa volando por encima de mi cabeza para ir a aterrizar en la mandíbula de Nueve, que, al correr a toda velocidad y ser detenido de pronto por un derechazo, queda extendido en el suelo.

Me pongo en pie de un salto y alargo los brazos para coger al muñeco. En cuanto le he puesto las manos sobre la herida imaginaria, grito:

—¡Curado!

La habitación queda en absoluto silencio excepto por la respiración agitada de los tres. Ocho se deja caer en un asiento mientras se frota suavemente el rostro. Me doy cuenta de que tiene la oreja y el cuello hinchados, justo allí donde Nueve le ha asestado los golpes; al parecer, los daños que recibe al adoptar sus otras formas se mantienen cuando recupera su aspecto habitual.

Nueve está echado sobre su espalda, gimiendo. El zarpazo de Ocho le ha dejado el pecho hecho trizas; tiene uno de los ojos morado y le sale un hilito de sangre allí donde le he dado con la vara. De pronto, sus gemidos se convierten en una carcajada.

—¡Ha sido genial! —grita.

A pesar de que su devoción por la violencia me parece psicótica, me sorprendo a mí misma riendo. La verdad es que estoy de acuerdo con él: ¡ha sido un entrenamiento fantástico! Me he sentido muy bien al descubrir que soy capaz de tener tanto arrojo en una situación que no era de vida o muerte.

—Caray —dice Nueve, recomponiéndose para levantarse del suelo—, era imposible esquivar este último revés. ¡Bien hecho, tío!

Ocho vuelve su rostro magullado hacia Nueve.

—Sí. Te debía una. O tal vez diez.

Me arrodillo junto a Ocho y empiezo a curarle las heridas. La sensación helada ya no me desconcierta tanto; de hecho, cada vez me parece más natural.

—¿Por qué has vuelto a tu forma habitual? —pregunta Nueve, tocándose los cortes que tiene en el pecho—. El león ese me estaba machacando.

—Tengo que concentrarme mucho para mantener una forma —explica Ocho—. Y que te golpeen en la cabeza no ayuda mucho.

—Vale —repone Nueve, dando vueltas a las palabras de Ocho—. Sandor tenía armas no letales guardadas en alguna parte. Deberías dejarme que te disparara con ellas para ayudarte a mejorar la concentración.

—Sí, claro —dice Ocho, secamente—. Genial.

En cuanto las magulladuras desaparecen del rostro de Ocho y él recupera su aspecto habitual y mucho más atractivo, empiezo a trabajar con las heridas de Nueve.

—¿Sabes una cosa? —le digo—, eres realmente bueno en esto.

—¿Luchando? Bueno, sí, ya lo sé.

—No solo luchando, sino también pensando el mejor modo de hacerlo.

—Creando estrategia —interviene Ocho—. Marina tiene razón. No creo que se me hubiera ocurrido teletransportarme para asestarte ese puñetazo si tú no me hubieras presionado. Y, a pesar de que eso de que te disparen no suena muy bien, creo que no estaría nada mal practicar un poco.

Nueve se hincha como un pavo, incluso más de lo habitual.

—Bueno, muchas gracias.

—Pero no dejes que se te suba a la cabeza —le advierto, concentrada en el último corte de su pecho, que poco a poco se cierra bajo mis dedos.

Al levantar la mirada, veo que Nueve está pendiente de la puerta.

—Eh, Ella —dice—. ¿Te hemos despertado?

Me vuelvo, y veo a Ella allí de pie, a punto de entrar en la sala de entrenamiento. Lleva ropa de calle: es la primera vez desde hace días que no va en pijama o vestida con alguna de las enormes prendas de franela de Nueve. Habría pensado que era un progreso, de no ser porque tiene los ojos rojos de tanto llorar. No nos mira a ninguno de los tres: tiene la mirada fija en el suelo.

—¿Qué ocurre, Ella? —le pregunto, acercándome unos pasos.

—So… solo quería despedirme —responde—. Me voy.

—De eso nada —dice Nueve—. Ya está bien de paseítos por hoy.

Ella sacude la cabeza y su cabellera flota en el aire, de un lado al otro.

—No, tengo que irme. Y no voy a volver.

—¿Qué mosca te ha picado? —le pregunto.

Entonces me doy cuenta. Tiene en las manos un pedazo de papel, prácticamente arrugado por la fuerza con que lo agarra: es la carta de Crayton.

—No soy una de vosotros —suspira Ella, con lágrimas en los ojos.