CAPÍTULO OCHO
EL ÁTICO PARECE MAYOR EN CUANTO JOHN, SEIS Y SARAH SE han marchado. Aún no me he acostumbrado a las dimensiones de este lugar; es casi tan grande como para contener todo el Monasterio de Santa Teresa. Ya sé que es una tontería, pero aquí siempre voy de puntillas, como si tuviera miedo de estropear todas estas riquezas que Nueve y su cêpan han amasado.
El baño de Nueve tiene calefacción bajo el suelo: en realidad, las baldosas te calientan y te secan los pies cuando sales de la ducha. Me acuerdo de la cantidad de veces que me senté en mi colchón para sacarme las astillas que se me habían clavado en los pies después de caminar por los suelos de madera maltrechos de Santa Teresa. Pienso en lo que Héctor opinaría de este lugar, y sonrío. Luego me pregunto qué tipo de persona habría sido yo si, en lugar de a Adelina, hubiera tenido a Sandor de cêpan, un guardián ostentoso, pero entregado, frívolo a la hora de comprar, pero incapaz de abandonar sus obligaciones. No sirve de nada tener estos pensamientos, pero no puedo evitarlo.
Claro que si no hubiera estado tanto tiempo en Santa Teresa, mi camino y el de Ella no se habrían cruzado. Nunca habría viajado a las montañas con Seis, y no habría conocido a Ocho.
Al final, tantas dificultades valieron la pena.
Reprimo un bostezo con el reverso de la mano. Ninguno de nosotros descansó demasiado la noche pasada: eso de haber encontrado a Cinco nos exaltó los ánimos. Se suponía que era la noche que me tocaba dormir en la habitación de Ella para poder despertarla en caso de que las pesadillas llegaran demasiado lejos. En realidad, no creo que Ella pegara ojo entre la reunión y el rato que estuvo con Nueve vigilando la evolución de la señal de Cinco. Por lo que parece, prefiere pasar tiempo con Nueve antes que descansar. La verdad es que me gustaría poder ayudarla, pero me temo que mi legado sanador no es extensible al mundo de los sueños.
Me encuentro a Ella acurrucada en una silla, en el salón. Nueve está echado en el sofá de al lado, roncando escandalosamente, agarrando con las manos un tubo de metal que resulta ser la vara que le había visto emplear con una eficacia letal. Debe de haberla sacado de su Cofre cuando aún creía que tenía alguna posibilidad de que John se lo llevara con él a la misión. Nueve tiene cogida el arma como si se tratara de un osito de peluche, y probablemente sueña que se está cargando a un montón de mogadorianos.
—Tú también deberías dormir un poco —susurro.
Ella aparta de mí la mirada para posarla en Nueve, que sigue durmiendo.
—Ha dicho que solo quería descansar un poco los ojos y que luego me enseñaría algunas de sus técnicas rompeculos.
Me echo a reír. Es cómico ver a Ella repitiendo como un loro las palabras que emplea Nueve.
—Vamos, ya habrá tiempo para entrenar más tarde.
Nueve refunfuña algo en sueños y se da la vuelta, enterrando la cara en los cojines del sofá. Ella se levanta poco a poco y salimos de puntillas de la habitación.
—Me gusta Nueve —me anuncia mientras recorremos el corredor—. Pasa de rollos.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto, frunciendo el ceño.
—Nunca quiere saber si estoy o no estoy bien, ni se preocupa por mí. Se limita a contarme chistes groseros y me deja caminar sobre sus hombros por el techo.
Me río, pero la verdad es que me siento un poco herida. Todos hemos estado muy preocupados por Ella: siempre hemos tratado de que se abriera y hablara con tranquilidad de Crayton (aún se supone que debo hacer lo que me pidió John y descubrir lo que dice esa carta), y entonces aparece Nueve y le hace olvidar momentáneamente sus problemas con sus animaladas.
—Es solo que estamos preocupados por ti —le digo.
—Ya lo sé —repone Ella—. Pero es que a veces es mejor no pensar en ello.
Puede que sea un buen momento de darle a Ella ese empujoncito del que me habló John.
—Mi cêpan, Adelina, se pasó mucho tiempo tratando de no pensar en su destino… en nuestro destino. Pero al final no le quedó otro remedio. Tuvo que enfrentarse a ello.
Ella no dice nada, pero, a juzgar por el modo como frunce el ceño, diría que está sopesando mis palabras.
Me doy cuenta de que, en lugar de dirigirme hacia las habitaciones, he vuelto a la sala de vigilancia. Me quedo de pie delante de la tableta, que sigue encendida, y contemplo los puntos que representan a Cuatro y a Seis y que poco a poco van acercándose al punto inmóvil de Cinco, en Arkansas.
—¿Estás preocupada por ellos? —pregunta Ella.
—Un poco —respondo, aunque la verdad es que sé que estarán bien.
Incluso después de conocer a Nueve, sigo pensando que Seis es la persona más dura y valiente con la que me he topado jamás. Y Cuatro es exactamente tal como Seis dijo que sería: un buen tío, el líder que necesitamos, aunque a veces sienta que todo esto lo supera.
—Espero que Cinco sea un chico —me confiesa Ella—. No hay bastantes para todas.
Me quedo con la boca abierta durante unos instantes, y luego me echo a reír.
—¿Ya nos estás emparejando, Ella?
Asiente mientras me mira con picardía.
—Por supuesto, están John y Sarah, y también tú y Ocho.
—Un momento —la interrumpo—. Entre Ocho y yo no hay nada.
—Pfffff —me corta Ella. Y entonces añade—: Y si crezco y me caso con Nueve, ¿quién le quedará a Seis?
—¿Quién decís que se casa?
Ocho está de pie en la puerta, justo detrás de nosotras, con esa sonrisa suya de suficiencia iluminándole el rostro. ¿Cuánto tiempo debe de llevar ahí? Ella y yo intercambiamos una mirada de sorpresa y nos echamos a reír.
—Vale —dice Ocho, acercándose para echarle un vistazo a la tableta—. No me lo digáis.
Nuestros hombros se rozan, pero yo no me aparto. Aún pienso en ese beso apasionado que nos dimos en Nuevo México. Probablemente fue el paso más atrevido que he dado en toda mi vida. Aunque me habría encantado, no hemos vuelto a besarnos desde entonces. Hemos hablado mucho, hemos compartido historias de nuestros días de fugitivos en la Tierra y comparado fragmentos de nuestros recuerdos de Lorien. Simplemente no ha llegado el momento adecuado para nada más.
—Se están tomando su tiempo, ¿eh? —comenta Ocho mientras contempla a Cuatro y a Seis avanzando hacia el sur.
—Es un viaje largo —respondo.
—Perfecto —repone él con una sonrisa—. Eso nos dará más margen a nosotros.
Ocho lleva unos tejanos y una camiseta roja y negra de algo llamado Chicago Bulls. Da un paso atrás y nos muestra su conjunto con las manos, como si quisiera que Ella y yo le diéramos nuestra aprobación.
—¿Parezco lo bastante americano con esta ropa?
—¿Estás seguro de que lo que estamos haciendo es una buena idea?
El ascensor desciende hacia el vestíbulo del edificio, y yo estoy muy nerviosa. Tengo a Ocho junto a mí, prácticamente brincando de excitación.
—Llevamos días aquí y aún no hemos visto la ciudad —me dice—. Me gustaría conocer otras cosas de Estados Unidos, aparte de bases militares y apartamentos.
—Pero ¿y si pasa algo mientras estamos fuera?
—Habremos vuelto antes de que ellos hayan llegado a Arkansas. No les pasará nada de camino hacia allí. Y, si algo ocurriera, Ella puede avisarnos con su telepatía.
Pienso en Nueve, que aún estaba dormido en el sofá cuando Ocho y yo hemos pasado con sigilo junto a él. Ella se ha limitado a observarnos mientras nos marchábamos, mostrándome una sonrisa conspiratoria desde la silla en la que se ha acomodado junto a Nueve.
—¿No crees que Nueve se enfadará si se despierta y no estamos ahí?
—¿Qué es? ¿Nuestra niñera? —Ocho rompe a reír alegre, alargando los brazos para zarandearme ligeramente por los hombros—. Vamos, relájate. ¡Seamos turistas por un par de horas!
Desde las ventanas del ático de Nueve, nunca he tenido una auténtica sensación de lo atiborradas que están las calles de Chicago. Salimos bajo el sol de mediodía e inmediatamente chocamos con un muro de ruido: gente hablando, bocinas de coches sonando… Me recuerda al mercado que había en España, pero multiplicado por mil. Ocho y yo levantamos la cabeza, tratando de hacernos una idea de los edificios que se elevan hacia el cielo. Caminamos despacio, y la gente nos lanza miradas de irritación cada vez que se ve obligada a esquivarnos.
Me resulta un poco agobiante estar aquí fuera. Todo este gentío, el ruido, es mucho más de lo que estoy acostumbrada. Sin siquiera proponérmelo, cojo a Ocho del brazo, solo para asegurarme de que no nos separemos por accidente y acabemos perdidos en la multitud. Él me sonríe.
—¿Hacia dónde? —me pregunta.
—Por allí —le digo señalando una dirección elegida al azar.
Acabamos en la orilla del lago Michigan. Aquí todo está mucho más tranquilo. Los humanos que pasean junto al agua son como nosotros: no tienen prisa por llegar a ninguna parte. Algunos se sientan en un banco y comen allí su almuerzo, mientras otros corren o pasan en bicicleta, haciendo ejercicio. De pronto, me siento triste por esta gente. Tanto en juego y ellos sin saberlo.
Ocho me toca el brazo con delicadeza.
—Estás frunciendo el ceño.
—Lo siento —respondo, forzando una sonrisa—. Solo pensaba.
—Pues no pienses tanto —me dice con dureza fingida—. Hemos salido a dar una vuelta. Nada más.
Trato de apartar de mi mente los pensamientos sombríos y actuar como una turista, como ha dicho Ocho. El lago está transparente y hermoso; unos cuantos botes surcan perezosamente su superficie. Paseamos sin ninguna prisa junto a esculturas y terrazas de cafés. Ocho se muestra interesado por todo; trata de embeberse de toda la cultura local posible y se esfuerza para que yo me anime y aprenda a disfrutarlo todo.
Nos detenemos delante de una enorme escultura plateada que parece una mezcla de platillo volador y patata a medio pelar.
—Creo que esta obra humana estuvo secretamente influenciada por el gran artista lórico Hugo Von Lore —dice Ocho, acariciándose pensativo la barbilla.
—Te lo estás inventando.
—Solo trato de ser mejor guía turístico —dice encogiéndose de hombros.
Su entusiasmo despreocupado es contagioso, y pronto me veo metida en su juego: nos inventamos historias descabelladas para cada lugar emblemático por el que pasamos. Cuando por fin me doy cuenta de que hemos estado más de una hora a orillas del lago, me siento culpable.
—Tal vez deberíamos volver —le sugiero; tengo la sensación de que estamos eludiendo nuestras responsabilidades, aun sabiendo que no podemos hacer nada más que esperar.
—Un momento —me dice, señalando algo con el dedo—. Mira eso.
Me habla tan bajo que espero ver algún espía mogadoriano en nuestro camino. Sin embargo, al seguir su mirada, descubro a un viejo regordete detrás de un carrito de comida que vende lo que anuncia como «Chicago-Style Hot Dog». Le entrega uno a un cliente; el perrito caliente está cubierto de trocitos de pepinillo, rodajas de tomate y cebolla picada, y apenas cabe en el panecillo que lo contiene.
—Es la cosa más monstruosa que he visto en mi vida —dice Ocho.
Se me escapa una risa contenida y, cuando, de pronto, mi estómago se queja, esa risa se convierte en una carcajada en toda regla.
—Pues a mí me parece que tiene bastante buena pinta —consigo articular.
—¿Te había dicho alguna vez que soy vegetariano? —me pregunta Ocho, mirándome con repugnancia fingida—. Pero si lo que te apetece es comerte ese espeluznante perrito caliente al estilo de Chicago, que así sea. Nunca te he dado las gracias como es debido.
Cuando Ocho se dispone a dirigirse hacia el vendedor, lo agarro del brazo y lo acerco hacia mí.
—¿Has cambiado de opinión? —me pregunta con una sonrisa.
—¿Qué quieres decir con que nunca me has dado las gracias como es debido? —le pregunto—. ¿Darme las gracias por qué?
—Por haberme salvado la vida en Nuevo México. Rompiste la profecía, Marina. Setrákus Ra me atravesó con su espada y tú… tú me devolviste la vida.
No puedo evitar sonrojarme.
—No fue nada —susurro, mirándome los pies.
—Para mí lo fue todo, literalmente.
Levanto la mirada, tratando de ofrecerle mi mejor versión de la sonrisa provocativa de Ocho.
—En este caso, creo que me merezco algo más que un vulgar perrito caliente.
Ocho se lleva las manos al pecho, como si lo hubiera herido.
—¡Tienes razón! ¿Cómo he podido pensar que mi vida podía cambiarse por un perrito caliente? —Me coge la mano y se arrodilla ante mí—. Salvadora mía, ¿qué puedo hacer para pagarte tu favor?
Me siento algo cohibida, pero no puedo evitar echarme a reír. Dedico miradas de disculpa a la gente que tenemos alrededor; la mayoría observa el número de Ocho con una sonrisa curiosa. Debemos de parecer dos adolescentes normales, haciendo el tonto y flirteando.
Tiro de Ocho para que se ponga en pie y, sin soltarle la mano, continúo el paseo hasta la orilla del lago. La luz del sol titila sobre la superficie del agua. No es el mar al que debo mi nombre, pero aun así es muy hermoso.
—Puedes prometerme más días como este —le digo a Ocho.
Me estrecha la mano con fuerza.
—Dalo por hecho.
Ocho y yo volvemos por fin al ático, con el estómago lleno de la grasienta pizza típica de Chicago. Aún faltan horas para que Cuatro y Seis lleguen a Arkansas, y Ella no nos ha mandado ningún aviso telepáticamente. Todo está tal como lo habíamos dejado.
Excepto que Nueve se ha despertado y nos espera plantado tan cerca de la puerta del ascensor que casi chocamos con él al entrar.
No se mueve ni un milímetro cuando nos ve llegar: se limita a quedarse allí de pie, con los brazos cruzados, fulminándonos con la mirada.
—¡Dios! —exclama Ocho, rodeando lentamente la mole de Nueve—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, esperándonos? ¿No te duelen los pies?
—Solo hemos salido un momento —explico. La presencia de Nueve me intimida. Me recuerda a cuando me pillaban merodeando por el orfanato después del toque de queda y, por un momento, me lo imagino tratando de azotarme en los nudillos con una regla—. ¿Todo va bien?
—Todo va bien —espeta Nueve, dirigiéndose más a Ocho que a mí—. No podéis salir a pasearos por las calles de la ciudad sin decirme nada.
—¿Por qué no? —pregunta Ocho.
—Porque es una mierda —gruñe Nueve. Puedo ver cómo trabaja su mente: trata de pensar en algo mejor que decir—. Es irresponsable y negligente. Es una estupidez.
—Solo han sido un par de horas —protesta Ocho, levantando la mirada, exasperado—. Ahórrame el discursito de cêpan.
Tiene su gracia ver a Nueve tan enfadado con nosotros, perdiendo los papeles, sobre todo cuando pienso en las historias que le he oído contar a Cuatro acerca de los días que pasaron juntos en la carretera. Y lo curioso es que, al mismo tiempo, me parece adorable. Siempre va de duro, de potro desbocado, y luego resulta que, cuando al despertarse no nos encuentra, se preocupa realmente por nosotros.
Le pongo la mano en el brazo con la intención de calmar un poco la situación y le digo:
—Siento haberte preocupado.
—Da igual, no estaba preocupado —gruñe Nueve, zafándose de mí y volviéndose de nuevo en contra de Ocho—. ¿Crees que esto era un discursito? Tal vez debería enseñarte el tipo de discursos a los que yo estaba acostumbrado cuando era un tonto del culo presuntuoso.
Ocho agita los dedos delante de Nueve, azuzándolo aún más. La mayoría de las veces, sus bromas son agradables, pero este es uno de esos momentos en los que preferiría que se contuviera. Nueve se le acerca; sus narices se tocarían si Ocho fuera solo un poquito más alto. Ocho no retrocede y sigue sonriendo, como si todo fuera una broma.
—Vamos —le dice Nueve, casi con un susurro—. Te he visto con Seis en la sala de entrenamiento, pasando el rato con vuestros jueguecitos de niños. Aún no te has entrenado conmigo.
Ocho dirige la mirada a su muñeca para consultar un reloj imaginario.
—Claro, tío. Ahora mismo tengo un ratito libre.
Nueve sonríe. Se vuelve y me mira por encima del hombro.
—Tú también, enfermera Marina. Tu novio te va a necesitar.