CAPÍTULO SIETE

SI CINCO ESTÁ TRATANDO DE LOCALIZARNOS, NO POdría haber encontrado un modo peor de hacerlo —dice Nueve.

—Tal vez esté asustada y sola —argumenta Marina, suavemente—. Siempre pendiente de no ser descubierta.

—Ningún cêpan en su sano juicio se dedicaría a prenderle fuego a un campo de cultivo, así que debe de estar sola. Aun así… —La voz de Nueve se va apagando y su frente se llena de arrugas—. Un momento… ¿Cómo que asustada y sola? ¿Acaso Cinco es una pava?

Marina levanta la mirada hacia el cielo al oír lo de «pava», y a continuación sacude la cabeza.

—No lo sé. ¿A ti qué te parece?

—Pegarle fuego a un campo parece algo más propio de chicos —observa Seis.

—Recuerdo que una vez Henri me leyó una historia acerca de una chica que le sacó un coche de encima a alguien en Argentina —comento—. Siempre pensamos que podría tratarse de Cinco.

—A mí me parece una de esas historias que publica la prensa amarilla —opina Seis.

—¿Qué más da que sea chico o chica? —interrumpe Nueve, agitando la mano hacia los monitores—. Estar asustado no es sinónimo de ser estúpido.

Estoy de acuerdo con Nueve. Suponiendo que esto sea un mensaje de Cinco y no alguna elaborada trampa mogadoriana, es una forma pésima de captar nuestra atención. Porque si nosotros nos hemos dado cuenta, también lo habrán hecho los mogadorianos.

Nos hemos reunido todos en el antiguo taller de Sandor. Nueve ha detenido la grabación justo en el plano elevado del símbolo lórico y, mientras, los demás tratamos de pensar qué hacer a continuación. Tengo el macrocosmos de mi Cofre abierto, y el sistema solar lórico holográfico flota tranquilamente en el espacio, encima de la mesa.

—No debe de tener su Cofre abierto —digo—. Si así fuera, esto se convertiría en un globo.

Ocho está de pie junto a mí, con el cristal comunicador rojo que sacó de su Cofre en la mano. Es como el que encontramos en el de Nueve; solíamos emplearlo para tratar de enviarle mensajes a Seis cuando estaba en la India.

—¿Estás ahí, Cinco? —Ocho le habla al cristal—. Si estás ahí, tal vez deberías dejar de prenderle fuego a las cosas.

—Me parece que solo te puede oír si tiene su Cofre abierto —explico—. Y, en ese caso, aparecería en el macrocosmos.

—Ah —dice Ocho, bajando el cristal—. ¿Por qué no nos metieron teléfonos móviles en esos cofres?

Mientras tanto, Nueve ha conectado nuestra tableta localizadora a uno de los ordenadores de Sandor. La imagen del telediario desaparece de la pantalla y es sustituida por un mapa de la Tierra. En Chicago se observa un conjunto de puntos azules intermitentes: somos nosotros. Más al sur, hay otro punto que se desplaza a gran velocidad desde los dos estados de Carolina hacia el centro del país. Nueve se vuelve para mirarme.

—Ha recorrido muchos kilómetros desde que lo he visto esta mañana. Además, es la primera vez que sale de las islas.

Seis señala la pantalla y traza una línea hacia el lugar donde ardió esa cosecha.

—Tiene sentido. Sea quien sea, está huyendo.

—Pero se mueve realmente deprisa —observa Sarah—. ¿Es posible que haya tomado un avión en algún lugar?

De pronto, el punto que parpadea en la pantalla gira abruptamente hacia el norte, a través de Tennessee.

—Me temo que los aviones no se mueven así —dice Seis, frunciendo el ceño.

—¿Supervelocidad? —pregunta Ocho.

El punto azul avanza a través de Nashville, sin reducir la velocidad ni cambiar de rumbo en ningún momento.

—No me explico cómo ha podido cruzar una ciudad a esta velocidad y además en línea recta —confiesa Seis.

—Hijo de puta —gruñe Nueve—. Creo que ese o esa idiota puede volar.

—Tendremos que esperar a que se detenga —digo—. Tal vez entonces abra el Cofre y podamos mandarle un mensaje. Haremos turnos para vigilar. Tenemos que encontrar a Cinco antes de que lo hagan los mogadorianos.

Marina se ofrece voluntaria para hacer el primer turno. Me quedo en la sala de vigilancia cuando los demás ya se han ido. A pesar de esta noticia excitante acerca de Cinco, no me he olvidado de nuestros demás problemas, sobre todo de Ella y sus pesadillas.

—Hoy he hablado con Ella —empiezo a decir—. En sus pesadillas, Setrákus Ra le pregunta si ha abierto no sé qué carta. ¿Tienes idea de lo que puede ser?

Marina aparta la mirada de la trayectoria que está describiendo la señal intermitente de Cinco a través de Oklahoma.

—¿Tal vez la carta de Crayton?

—¿Su cêpan?

—En la India, justo antes de morir, Crayton le entregó a Ella una carta. —Marina frunce el ceño y añade—: Con todo lo que ha ocurrido, casi lo había olvidado.

—¿No la leyó? —pregunto, algo exasperado—. Oye, ¡que estamos librando una guerra! ¡Podría ser importante!

—No creo que para ella sea tan fácil, John —me dice Marina, sin alterarse—. Esa carta contiene las últimas palabras de Crayton. Leerla sería como admitir que realmente se ha ido y que ya no volverá.

—Es que se ha ido —replico, rápidamente; tal vez demasiado.

Hago una pausa y pienso en cuando Henri fue asesinado. Había sido como un padre para mí, incluso más que eso: era la única constante en una vida en la que no hacía más que huir. Para mí, la idea de Henri era casi como la idea de hogar; estuviera donde estuviera, con él me sentía a salvo. Al perderlo tuve la sensación de que el mundo se abría bajo mis pies. Y era mayor que Ella cuando eso sucedió. No debería esperar de ella que no le diese importancia.

Me siento al lado de Marina y dejo escapar un largo suspiro.

—Henri, mi cêpan, también me dejó una carta. Me la dio cuando se estaba muriendo. No fui capaz de reunir el valor necesario para leerla hasta al cabo de días de viaje por carretera.

—¿Lo ves? No es tan fácil. Además, si Setrákus Ra se me apareciera en sueños y me dijera que hiciera algo, seguro que haría exactamente lo contrario.

Asiento con la cabeza.

—Sí, es verdad. Necesita superar el duelo. No quiero parecer insensible. Cuando todo esto haya terminado, cuando hayamos ganado, todos tendremos tiempo de llorar a la gente que hemos perdido. Pero, hasta entonces, debemos recabar toda la información que podamos para encontrar algo que nos dé ventaja. —Alargo la mano hacia la pantalla que muestra la localización de Cinco—. Tenemos que dejar de esperar a que se produzca la próxima crisis y empezar a actuar.

Marina piensa en lo que acabo de decirle mientras contempla el macrocosmos holográfico de la Tierra que hemos dejado activado por si Cinco abre su Cofre. Probablemente esto es lo que esperaba que le dijera esta mañana, cuando me ha preguntado de forma sutil si tenía algún plan para nosotros. Entonces no lo tenía —y tampoco acabo de tenerlo ahora—, pero no me cabe la menor duda de que el primer paso es saber con qué debemos trabajar, y Ella es la clave para eso.

—Hablaré con Ella —digo—. Pero no la forzaré a hacer nada.

Entonces levanto ambas manos y añado:

—Tampoco te pido que lo hagas tú. Pero vosotras estáis muy unidas. Tal vez podrías darle un empujoncito…

—Lo intentaré —responde, al rato.

Ocho aparece en la puerta de la sala de vigilancia, con una taza de té en cada mano. El rostro de Marina se ilumina cuando lo ve, pero enseguida aparta la mirada, mostrándose de pronto muy interesada en el macrocosmos. Veo que el rubor asciende por sus mejillas.

—¡Eh! —exclama Ocho, dejando las tazas—. Lo siento… Esto… Solo he preparado dos.

—Tranquilo —respondo viendo en sus ojos una mirada significativa que me está diciendo que sobro—. Yo ya me iba.

Me levanto y Ocho se sienta justo donde estaba yo, delante del macrocosmos. Incluso antes de que me haya dado tiempo de cruzar la puerta, le susurra a Marina algún chiste al oído, y ella se echa a reír con ganas. He estado tan concentrado en Sarah y en mi agonizante batalla para encontrar algún plan que no me he fijado en el tiempo que Marina y Ocho han estado compartiendo juntos. Está muy bien. Todos merecemos un poco de felicidad, teniendo en cuenta a lo que nos enfrentamos.

Cuando ya casi está amaneciendo, Ocho entra en nuestra habitación y nos despierta a mí y a Sarah. Todos los demás ya esperan reunidos en la sala de vigilancia. Seis está sentada delante de los monitores, junto a Marina.

—Otra maniobra descerebrada de nuestro compañero desaparecido —dice Nueve a modo de saludo.

Está de pie encima de la pared, usando su legado de antigravedad. Ella se ha sentado en su espalda, con las piernas cruzadas, y va envuelta en una manta. Levanto la ceja al mirarla y le pregunto:

—¿Has dormido algo?

—No quería —responde Ella.

—Me ha estado ayudando a mejorar mi fuerza —anuncia Nueve. Y entonces encorva los hombros y hace saltar a Ella, que está a punto de caerse de bruces. A pesar de ello, la muchacha suelta una risa (algo excepcional) y aguanta, dándole una palmada en la espalda como reprimenda—. Ni siquiera lo he notado.

Haciendo caso omiso de los demás, Seis se vuelve hacia mí y me dice:

—Hace una hora, Cinco ha dejado de moverse. Luego ha empezado de nuevo.

Le echo un vistazo a la pantalla de la tableta. Desde la última vez que consulté su posición, la señal de Cinco ha seguido su camino hacia el oeste. Ahora se encuentra cerca de la frontera oriental de Arkansas.

—El genio se ha detenido el tiempo suficiente para mandarnos otro mensaje —protesta Nueve.

Marina lo mira entornando los ojos.

—¿Realmente tenemos que andar criticando todo lo que hace Cinco? Ya sea chica o chico, lo más seguro es que esté cansado o asustado.

—Oye, yo me he pasado meses en una celda mogadoriana por culpa de mi estupidez. Me he ganado el derecho de poner algo de chispa a mis comentarios… ¡Au!

Ella azota a Nueve en la espalda de nuevo y él se calla. Yo sigo concentrado en Seis y en la pantalla del ordenador.

—Dime lo que ha ocurrido.

—Hace una hora, han colgado esto en la sección de comentarios dedicada a la noticia sobre el campo incendiado —me informa Seis, hablando con toda naturalidad.

A continuación, abre una ventana y la desplaza allí donde todos podamos verla, en pantalla completa.

Anónimo escribe: Cinco buscando a 5. ¿Estáis ahí? Estaré con los monstruos en Arkansas. Encontradme.

—Y eso ¿qué significa? —pregunta Sarah—. Parece un acertijo.

Seis abre un explorador de Internet y en la pantalla aparece una página web de algo llamado Boggy Creek Monster, es decir, «monstruo del arroyo cenagoso».

—Hemos encontrado esto en Google. Es una atracción turística chorra llamada Monster Mart, el mercado de los monstruos. Se encuentra en Arkansas.

—¿Crees que Cinco se dirige hacia allí?

—No lo sabremos hasta que se detenga —responde Seis señalando el punto azul que parpadea en la tableta—. Pero yo diría que sí.

—¿Acaso cree que los mogadorianos no tienen Google? —salta Nueve.

—De acuerdo con mi experiencia —interviene Seis—, los mogadorianos vigilan Internet como linces. Si nosotros estamos viendo esto, podéis apostaros lo que queráis a que ellos también lo han visto y están tratando de descifrarlo. Probablemente primero rastrearán su dirección IP e invertirán algún tiempo buscando su localización, lo cual es positivo, porque sabemos que se ha movido desde que mandó el mensaje. De todos modos, ellos también acabarán descubriéndolo.

—Entonces será mejor que nos movamos deprisa —digo.

—¡Sí, joder! —exclama Nueve, saltando de la pared y atrapando a Ella al vuelo, que ha caído tras él. La deposita en el suelo y, haciendo sonar los nudillos, exclama—: ¡Por fin algo de acción!

De pronto, tengo la sensación de que una luz se enciende en mi cabeza y, después de días dándole vueltas a nuestra posición, se me ocurre un plan.

—Aquí lo bueno es que nosotros conocemos exactamente la localización de Cinco. Esperemos que esto nos dé cierta ventaja con respecto a los mogadorianos. Tenemos que ser rápidos y astutos. Seis y yo iremos a Arkansas. Gracias a su capacidad para volverse invisible, tal vez podamos encontrar a Cinco sin levantar la liebre. También nos llevaremos a Bernie Kosar.

—Oh, ¿el perro también va? —dice Nueve, inexpresivo.

—Nos resultará más fácil explorar el terreno con su capacidad por cambiar de forma —argumento—. Y puede venir a buscaros si algo va mal. Si nos capturan, Ocho, espero que, en menos de veinticuatro horas, teletransportes a mi celda a nuestro violento amigo Nueve. Y, si ocurre lo inimaginable…

—No ocurrirá —me interrumpe Seis—. Hagámoslo.

Miro a los demás.

—¿Estáis todos de acuerdo?

Ocho y Marina asienten con la cabeza. Tienen en el rostro una expresión sombría, pero resuelta. Ella me dedica una sonrisa incipiente desde el lugar que ocupa junto a Marina. Nueve no parece muy emocionado con la idea de quedar fuera de la misión, pero suelta un gruñido para expresar su aprobación. Sarah no dice nada y mira hacia otro lado.

—Bien —digo—. Deberíamos estar de vuelta como muy tarde dentro de dos días. Seis, coge todo lo necesario y pongámonos en camino.

He necesitado unos cuantos días, pero por primera vez me siento como un líder.

Por supuesto, esta sensación no dura mucho. Estoy en mi habitación, metiendo en una mochila una muda y algunos objetos de mi Cofre: la daga, el brazalete, una piedra sanadora. Sarah entra con una pistola de la colección de Nueve metida en una funda y, sin decir palabra, la guarda en una mochila y la cubre luego con algo de ropa.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto.

—Voy contigo —responde mirándome, desafiante, como quien espera tener una pelea.

—Eso no estaba en el plan —digo sacudiendo la cabeza, sin dar crédito.

Sarah se cuelga la mochila a la espalda y se me queda mirando con los brazos en jarras.

—Sí, bueno, tampoco estaba en mis planes enamorarme de un extraterrestre, pero a veces los planes cambian.

—Podría ser peligroso —le advierto—. Trataremos de encontrar a Cinco antes que los mogadorianos, pero no sé si lo conseguiremos. Tendremos que ser muy cautos, y Seis solo puede volver invisibles a dos personas a la vez.

Sarah se encoge de hombros.

—Seis me ha dicho que podemos llevarnos a la Xithi-no-sé-qué. La piedra. Puede utilizarla para reproducir sus poderes.

Levanto las cejas, sorprendido. Es una buena idea. Pero estoy más interesado en otro detalle.

—¿Ya has hablado con Seis?

—Sí, y a ella le parece bien —responde Sarah—. Lo comprende. En esta vida ya no hay nada que no sea peligroso. Ya me estoy acostumbrando a la idea de que mi novio tenga que librar una guerra intergaláctica, pero nunca me acostumbraré a limitarme a observar desde la barrera y esperar a que todo vaya bien.

—Pero estar detrás de la barrera es más seguro —le respondo sin mucho entusiasmo, convencido de que no voy a ganar esta discusión.

—Me sentiré aún más segura estando contigo. Después de todo lo que ha pasado, no quiero volver a separarme de ti, John. Sean cuales sean los peligros a los que tengas que enfrentarte, quiero estar a tu lado.

—Yo tampoco quiero separarme de ti, pero…

Antes de poder plantear otra protesta, Sarah da un paso hacia delante y me hace callar con un beso rápido. No es justo que pueda hacer eso en medio de una discusión.

—No sigas —me dice con una sonrisa—. Ya has hecho el número del caballero, ¿vale? Es genial, me encanta, pero no voy a cambiar de opinión.

Dejo escapar un suspiro. Supongo que una parte de ser un buen líder es saber aceptar las derrotas. Será mejor que también coja la piedra Xitharis del Cofre.

Nueve sube al ascensor con nosotros, y, juntos, bajamos al parking. Es evidente que aún está enfadado, incluso más que antes ahora que sabe que Sarah participa en la misión.

—Dejaremos la tableta aquí, por si algo anda mal y tienes que venir a buscarnos —le digo a Nueve—. Espero que Cinco se quede quieto durante un tiempo. Si no podemos encontrarlo en cuanto lleguemos a Arkansas, nos pondremos en contacto con vosotros para que nos informéis de sus movimientos.

—Vale, vale —repone Nueve, mirando a Sarah de reojo—. En lugar de una misión de rescate, esto se parece cada vez más a un viaje de placer con dos tías buenorras —protesta.

Sarah mira al cielo, exasperada.

—No es nada de eso —le digo a Nueve, fulminándolo con la mirada—. Sabes que necesitamos que te quedes aquí, por si ocurre algo.

—Sí, soy el plan de apoyo —gruñe—. Johnny, ¿tengo que empezar a salir contigo para vivir algo de acción?

—Podría ayudar —repone Sarah, guiñándole el ojo.

Nueve me echa una mirada y opina:

—No sé si lo vale.

Seis y Bernie Kosar nos están esperando al pie de las escaleras. Nueve nos muestra el montón de plazas reservadas para la extensa colección de coches de Sandor y, finalmente, levanta la lona que protegía un Honda Civic plateado. Es el vehículo menos vistoso: no queremos atraer la atención mientras estamos en la carretera. BK enseguida salta al asiento de pasajeros, excitado por la partida.

—Es rápido —explica Nueve—. Sandor tuneó todos los vehículos por si, en algún momento, teníamos que mover el culo deprisa.

—¿Tiene sistema de óxido nitroso? —pregunta Sarah.

—¿Qué sabes tú del óxido nitroso, cariño? —repone Nueve.

Sarah se encoge de hombros y responde:

—Siempre me han gustado los programas de coches. Vamos, enséñame cómo funciona. Siempre he querido conducir uno de estos coches superrápidos.

—Vale, está bien —dice Nueve, mostrándome una sonrisa—. Después de todo, puede que tu novia sirva de algo, John.

Mientras Nueve le enseña a Sarah los mandos del Civic, yo me reúno con Seis junto al maletero y empezamos a cargar nuestras cosas. Aún no acabo de creerme que Sarah vaya a venir con nosotros y, por lo visto, tengo que culpar de ello a Seis.

—Estás enfadado conmigo —me dice antes de que haya tenido tiempo de abrir la boca.

—Te agradecería que me avisaras la próxima vez que invites a mi novia a acompañarnos en una misión peligrosa.

Seis suelta un gruñido y cierra el maletero de un portazo. Luego se vuelve hacia mí y me suelta:

—Por favor, John. Ella quería venir. ¡Me parece que sabe pensar por sí sola!

—Ya lo sé —susurro para que Sarah no me oiga—. Nueve también quería venir. Tenemos que considerar lo que es mejor para el grupo.

—No querrás que se sienta como un peso muerto, ¿no? Esta es una buena manera de enseñarle que no lo es.

—Un momento: ¿un peso muerto? —Pienso en la conversación que hemos mantenido con Sarah en la sala de entreno. Esas son exactamente las palabras que ha empleado ella—. ¿Nos has estado escuchando a escondidas?

Seis parece sentirse algo culpable de que la haya descubierto, pero ante todo se la ve enfadada. Casi le salen chipas de los ojos al mirarme.

—¿Y qué? Creía que al final tendrías lo que hay que tener y le dirías que nos besamos.

—Y ¿por qué habría de hacer tal cosa? —le suelto, esforzándome para no levantar la voz.

—Porque cuanto más lo postergas más raro resulta, y estoy empezando a hartarme. Porque Sarah se merece…

Antes de que Seis pueda terminar la frase, el Civic se pone en marcha. Sarah aprieta varias veces el acelerador y Nueve se aleja unos pasos de la ventanilla del conductor, visiblemente complacido por la actitud de mi novia al volante. Sarah asoma la cabeza por la ventanilla y, volviéndose hacia nosotros, grita:

—Y vosotros dos qué: ¿venís o no?