CAPÍTULO SEIS
YA VUELVO A ESTAR EN EL TEJADO DEL JOHN HANCOCK Center. Esta vez, sin embargo, tengo compañía.
—No hay por qué hablar de ello si no te sientes preparada —digo cariñosamente, mirando cómo se acurruca junto a mí, sentada con las piernas cruzadas.
A pesar de que no hace demasiado frío, Ella lleva una manta por encima de los hombros. Parece más pequeña de lo habitual. Me pregunto si el estrés la está devolviendo a una edad más temprana. Debajo de la manta, lleva una de las viejas camisas de franela de Nueve. Le llega hasta las rodillas. Últimamente parece que solo consigue dormir bien por las tardes. Es probable que hoy ni siquiera habría salido de la cama si Marina no le hubiera insistido para que subiera al tejado a hablar conmigo.
—Lo intentaré —dice. Su voz casi queda ahogada por el soplido del viento—. Marina me ha dicho que tú tal vez puedas ayudarme.
«Gracias, Marina», pienso. Apenas he hablado a solas con Ella desde que nos conocimos en Nuevo México. Supongo que esta es una buena oportunidad para estrechar más nuestra relación, aunque la verdad es que me hubiera gustado que las circunstancias fueran distintas. Me encantaría poder ayudarla, pero no creo que sepa cómo hacerlo. No soy un especialista en esas visiones, ni tampoco un psiquiatra, suponiendo que sea eso lo que necesita. Es el tipo de conversación del que normalmente se ocuparía un cêpan, pero, tal como Nueve acaba de recordarme, ya no nos queda ninguno.
—Marina tiene razón —le digo tratando de inspirar seguridad—. He tenido sueños parecidos en el pasado.
—¿Has soñado con él? —me pregunta Ella; el tono sombrío de su voz me deja muy claro de quién me está hablando.
—Sí —respondo—. Ese ser repugnante se ha pasado tanto tiempo dentro de mi cabeza que debería haberle cobrado un alquiler.
Ella esboza una sonrisa. Se levanta y empieza a juguetear con la gravilla suelta del tejado con el pie. Vacilo un instante, y le pongo la mano en el hombro. Ella deja escapar un suspiro, como si se sintiera aliviada.
—Siempre empieza igual. Estamos en la base, luchando contra Setrákus y sus secuaces. Bueno, ya sabes, estamos perdiendo.
—Sí, recuerdo muy bien esa parte —digo, asintiendo con la cabeza.
—Recojo un pedazo de metal del suelo. No sé muy bien lo que es, tal vez el fragmento de alguna espada. Cuando lo toco, empieza a brillar en mi mano.
—Espera un momento —la interrumpo, tratando de comprender—. ¿Esto es lo que pasó o lo que soñaste?
—Es lo que pasó —me dice—. Estaba asustada y cogí lo primero que encontré. Mi gran plan era arrojarle cosas a Setrákus hasta que dejara de golpear a Nueve.
—Desde donde yo estaba, parecía una especie de dardo —digo recordando la lucha, un auténtico caos envuelto en humo—. Un dardo brillante. Creía que era algo que habías encontrado en tu Cofre.
—Yo nunca he tenido Cofre —responde Ella, taciturna—. Supongo que se olvidaron de prepararme uno.
—Ella, ¿sabes lo que creo? —Mi intención es tranquilizarla, pero me resulta difícil impedir que mi estado de excitación se refleje en mi voz—. Creo que allí desarrollaste un nuevo legado, pero la situación era tan crítica que ninguno de nosotros se dio cuenta.
Ella baja la mirada y se queda unos instantes contemplando sus manos.
—No lo entiendo —dice al fin.
Cojo un puñado de piedras sueltas del suelo y se las ofrezco.
—Creo que le hiciste algo a ese pedazo de espada. Y cuando atacaste a Setrákus Ra con él, lo heriste.
—Oh —responde, al parecer nada entusiasmada.
—¿Crees que podrías hacerlo de nuevo?
Le ofrezco las piedrecitas.
—No quiero —responde bruscamente—. Me pareció… mal.
—Estabas asustada… —empiezo a decir, tratando de animarla, pero cuando se aleja un paso de mí, me doy cuenta de que he cometido un error. Aún está afectada por ese enfrentamiento, por esos sueños, por sus legados. Dejo caer las piedrecitas al suelo—. Todos lo estábamos. No pasa nada. Ya nos preocuparemos de eso más tarde. Acaba de contarme tus sueños.
Se queda en silencio durante unos instantes. Temo que se haya replegado en sí misma por completo. Sin embargo, al cabo de un momento, reemprende su relato.
—Le arrojo la pieza de metal —me dice—, y se le clava. Como ocurrió en la base. Excepto que en el sueño, en lugar de retirarse, Setrákus se vuelve para enfrentarse a mí. Todos los demás, incluidos vosotros, desaparecen, y él y yo nos quedamos solos en la sala infestada de humo.
Ella se frota los brazos con las manos; está temblando.
—Se arranca el dardo y me sonríe. Me sonríe mostrándome esos dientes horribles que tiene. Yo me quedo de pie ante él, como una idiota, incapaz de moverme, mientras se me acerca y me toca la cara. Me la acaricia con el reverso de la mano. Tiene un tacto helado. Y entonces me habla.
De hecho, yo también me he echado a temblar. La imagen de Setrákus Ra plantado delante de Ella, poniéndole encima sus manos asquerosas, me revuelve el estómago.
—Y ¿qué te dice?
—Um… —Hace una pausa y responde, bajando la voz—: Dice: «Aquí estás». Y luego añade: «Te he estado buscando».
—Y entonces ¿qué pasa?
—Se… se arrodilla. —Su voz es ahora un suspiro glacial—. Me toma una mano entre las suyas y me pregunta si he leído la carta.
—¿Qué carta? ¿Sabes a qué se refiere?
Ella se ajusta bien la manta a los hombros y, sin mirarme, responde:
—No.
Por el modo en que me ha respondido, sospecho que no ha sido del todo sincera. Hay algo acerca de esa carta (sea lo que sea) que la afecta casi tanto como las visiones de Setrákus Ra. Con lo que me ha contado, no puedo saber si sus sueños son como los que yo había tenido, como aquel en el que Setrákus torturaba a Sam para persuadirme de que luchara con él, ni tampoco si Seis tiene razón y esas pesadillas no son más que el resultado de todas las cosas terribles por las que Ella ha tenido que pasar. No quiero presionarla más: creo que está a punto de echarse a llorar.
—Me gustaría poder decirte que sé cómo ahuyentar esos sueños —le digo, y entonces me doy cuenta de que estoy tratando de imitar al mejor Henri—, pero no es así. No sé qué los provoca. Lo único que sé es lo dolorosos que pueden llegar a resultar.
Ella asiente con la cabeza, visiblemente decepcionada.
—Vale.
—Si vuelves a verlo en sueños, recuerda que no puede hacerte daño. Y cuando trate de cogerte de la mano, le das un puñetazo en toda la cara.
Ella esboza una leve sonrisa.
—Lo intentaré.
No sé si nada de lo que he dicho ha ayudado a Ella, pero no puedo dejar de pensar en un detalle de su relato. Estoy convencido de que aquello con lo que atacó a Setrákus Ra, fuera lo que fuera, estaba relacionado con el nuevo legado que desarrolló. Cargó ese proyectil y, de algún modo, hirió a nuestro enemigo, o al menos lo distrajo lo suficiente como para que nosotros pudiéramos recuperar nuestros legados. Ahora solo tengo que convencerla para que lo repita; y espero que podamos descubrir qué puede hacer ese nuevo legado suyo. Si funcionó una vez, tal vez vuelva a funcionar. Tengo que idear un plan para matar por fin a Setrákus Ra y voy a necesitar todas las armas que pueda tener a mi disposición.
Me dirijo a la sala de entrenamiento con la esperanza de encontrar algo que pueda ayudar a desencadenar el legado de Ella, ya sea dentro de mi Cofre o en el arsenal de Nueve. Recuerdo cuando Henri usaba conmigo una piedra especial para ayudarme a aprender a controlar el lumen. Me pregunto si algo así podría servirle de ayuda también a Ella.
Mientras estoy absorto en mis pensamientos, oigo el ruido amortiguado de disparos.
Me encojo automáticamente, encorvándome; noto que se me calientan las manos: mi lumen se está encendiendo. Es instintivo. Conozco la diferencia entre los cañones mogadorianos y la colección de armas de Nueve con la que algunos de los demás se han dedicado a practicar. También sé que aquí estamos a salvo, al menos de momento; si los mogos supieran dónde estamos, todos juntos, su ataque sería bastante más escandaloso que el disparo aislado de un arma. A pesar de todo, tengo el corazón desbocado y estoy preparado para luchar. Me temo que Ella no es la única que está alterable desde el enfrentamiento de Nuevo México.
Abro las pesadas puertas dobles de la sala de entrenamiento con las manos aún resplandecientes: todavía estoy en guardia. Espero encontrarme a Nueve enfundándose el arma con una pirueta, como los bandidos, o apuntando a objetivos de papel para matar el tiempo.
En lugar de eso, veo a Sarah vaciando las últimas balas de un pequeño revólver. El proyectil atraviesa el hombro de un mogadoriano de papel que está colgado al fondo de la habitación.
—No está mal —opina Seis, mientras se quita el protector de los oídos.
Está de pie junto a Sarah, mirando por encima de su hombro.
Seis usa la telequinesia para acercar la silueta mogadoriana de papel. La mayoría de los disparos de Sarah han rasgado el borde del papel, o han herido al mogadoriano en los brazos o en las piernas. Uno, sin embargo, se ha alojado justo entre sus ojos. Sarah introduce el dedo en el agujero.
—Puedo hacerlo mejor —asegura.
—No es tan fácil como hacer de animadora, ¿verdad? —pregunta Seis con toda naturalidad.
Sarah saca los cartuchos vacíos y carga el arma de nuevo.
—Cómo se nota que nunca has intentado hacer un mortal agrupado.
—Ni siquiera sé qué es eso.
Al presenciar esta escena, de pronto y de manera inexplicable me siento nervioso. No puedo negar que la imagen de Sarah manejando un arma tiene algo peligrosamente excitante de lo que nunca me había dado cuenta. Pero también me hace sentir culpable, como si yo fuera la razón de que ella estuviera allí, haciendo prácticas de tiro, en lugar de haber vuelto a Paradise, donde podría llevar una vida normal. Además, está el detalle de que no le he mencionado a Sarah que besé a Seis, y ahora las dos están juntas, pasando el rato. Sé que debería sincerarme con Sarah. Al final lo haré. Tal vez cuando no tenga un arma cargada en la mano.
Me aclaro la garganta y trato de parecer relajado.
—Eh, ¿cómo va eso?
Las dos se vuelven hacia mí. Sarah me sonríe de oreja a oreja y levanta la mano con la que no sostiene la pistola para saludarme.
—Eh, cariño —me dice—. Seis me estaba enseñando a disparar.
—Genial. No sabía que querías aprender.
Seis me mira con una expresión extraña, como diciendo: «¿Quién demonios no querría aprender a disparar?». Se produce un momento incómodo: casi me enfado con ella por darle a Sarah esas clases sin mi permiso. Bueno, no es que Sarah necesite mi permiso para hacer nada… No sé, esta situación me pone nervioso, y debe de notárseme, porque Seis retira la pistola de la mano de mi novia, coloca el seguro y la mete en la funda.
—Creo que ya es suficiente por ahora —decide—. Ya seguiremos mañana.
—Oh —responde Sarah, algo decepcionada—. Está bien.
Seis le da un par de palmaditas en el brazo y le dice:
—Buen disparo. —Luego me dedica una sonrisa tensa que no sé muy bien cómo interpretar—. Hasta luego, chicos —se despide, y pasa como una exhalación junto a mí, camino de la puerta.
Sarah y yo nos quedamos en silencio durante unos instantes, acompañados del zumbido de las luces que cuelgan del techo.
—Bueno —empiezo a decir, algo incómodo.
—Estás raro —opina mirándome con la cabeza inclinada hacia un lado.
Recojo el perfil del mogadoriano y me dedico a examinar la obra de Sarah mientras trato de pensar en qué decir.
—Lo sé. Perdona. Es que nunca había creído que eras de ese tipo de mujeres peligrosas a las que les gustan las armas.
Sarah frunce el ceño sin dejar de mirarme.
—Si voy a estar contigo, no quiero ser siempre una damisela en apuros.
—No lo eres.
—Por favor… —resopla—. A saber cuánto tiempo habría estado pudriéndome en Nuevo México si no hubierais aparecido. Y además, John, me devolviste la vida.
Le paso el brazo por la cintura, tratando de no recordarla a mis pies, casi muerta.
—Nunca habría dejado que te ocurriera nada.
Se zafa de mí.
—De eso no puedes estar seguro. No puedes conseguirlo todo, John.
—Sí —le digo—. Estoy empezando a darme cuenta.
Sarah levanta la mirada hacia mí y me dice:
—Sabes, hoy he estado pensando en llamar a mis padres. Han pasado semanas. Quería decirles que estoy bien.
—La verdad es que no es muy buena idea. Puede que los mogadorianos o el Gobierno hayan pinchado el teléfono de tu casa. Tal vez nos estén buscando.
Le he hablado tan fríamente que enseguida me arrepiento de haber pronunciado esas palabras: qué deprisa adopto los modos de líder paranoico y práctico.
—Ya lo sé —me dice, asintiendo con la cabeza—. Es exactamente lo que he pensado, y por eso no lo he hecho. No quiero ir a casa. Quiero quedarme aquí con vosotros y luchar. Pero no tengo superpoderes lóricos. No soy más que un peso muerto. Por eso quiero aprender a disparar, para servir de algo.
—Tú sirves de mucho… —le aseguro cogiéndole la mano—. Te necesito aquí, conmigo. En realidad, eres lo único que impide que me vuelva loco.
—Entiendo —me dice—. Tú vas a salvar el mundo y yo voy a ayudarte. ¿Tiene algo que ver con eso de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer? Puedo ser eso para ti, John. Es solo que me gustaría ser una gran mujer con puntería.
No puedo evitar echarme a reír: la tensión entre nosotros ha desaparecido. Levanto la mano de Sarah y se la beso. Ella me rodea la cintura con los brazos y nos abrazamos. No sé por qué estaba tan confuso; tener a Sarah a mi lado lo hace todo más fácil. ¿Que tengo que pensar un plan para acabar con los mogadorianos? No hay problema. Y ese beso con Seis simplemente ya no parece tener ninguna importancia.
Ocho se teletransporta en la habitación levantando una ráfaga de aire. Tiene los ojos muy abiertos y se lo ve muy exaltado, pero, al vernos, de repente adopta una actitud tímida.
—Vaya —nos dice—. Lo siento, no esperaba contemplar besuqueos.
Sarah se ríe y yo miro a Ocho con aire bromista.
—Será mejor que valga la pena —le digo.
—Deberías ir a la sala de vigilancia y verlo con tus propios ojos. Yo tengo que ir a buscar a los demás.
Tras darme este mensaje críptico, Ocho se teletransporta a otra parte. Sarah y yo intercambiamos una mirada y, a continuación, salimos a toda prisa de la sala de entrenamiento y entramos en el viejo taller de Sandor.
Nueve ya está allí, contemplando con los brazos cruzados el conjunto de monitores que recubren la pared. Todos muestran la misma imagen: el telediario de una cadena local de Carolina del Sur. Nueve aprieta el botón de pausa en cuanto nos ve entrar y congela la imagen de un presentador de cabello cano.
—El otro día me puse a ejecutar algunos de los programas informáticos de Sandor —explica Nueve—. Hay uno que repasa retransmisiones de noticias curiosas que podrían estar relacionadas con los lóricos.
—Sí, Henri también lo tenía.
—Ya… El típico material aburrido de los cêpan, ¿no? Excepto que esto ha aparecido esta noche.
Nueve vuelve a poner la retransmisión y el presentador continúa leyendo.
«Las autoridades no se explican el vandalismo de que ha sido víctima el campo de un granjero local esta mañana. La teoría que prevalece es que se trata de una broma de estudiantes de instituto, pero otros sugieren que…».
Bajo el volumen cuando aparece en imagen el plano elevado de un campo de maíz parcialmente quemado, cuya zona calcinada tiene la forma de un emblema tortuoso y laberíntico. Tal vez al presentador del telediario le parezca una broma juvenil, pero nosotros lo reconocemos enseguida. Ese campo está marcado con el símbolo lórico de Cinco.