CAPÍTULO TRES

UNA DESAGRADABLE NUBE DE HUMO NEGRO SE ELEVA hacia el cielo desde la base militar. El sonido agudo de las sirenas prácticamente ahoga el crepitar del fuego. Pasos contundentes avanzan con premura por el pavimento cercano, y voces humanas y mogadorianas gritan órdenes a diestro y siniestro. Es un auténtico caos. Y, a juzgar por las explosiones que se oyen a lo lejos, me atrevería a asegurar que la batalla no se limita únicamente a nuestra sección de la base. Algo muy gordo está sucediendo… y eso solo puede querer decir una cosa.

Es perfecto. Ahora mismo están demasiado distraídos para perseguirnos.

—¿Dónde demonios estamos? —pregunto soltando un suspiro.

—En Dulce —responde mi padre—. Una base secreta que el Gobierno tiene en Nuevo México y que comparte con los mogadorianos.

—¿Cómo me has encontrado?

—Es una historia muy larga, Sam. Te la contaré cuando hayamos salido de aquí.

Poco a poco, avanzamos bordeando un muro por detrás, tratando de mantenernos apartados del tumulto. Caminamos por la sombra, por si a alguno de los guardias se le ocurre alejarse de la locura que se está desatando en el interior de la base. Mi padre va delante, agarrando con la mano el acero retorcido de la rejilla del conducto de ventilación del que hemos salido. No es gran cosa como arma, pero algo es algo. De todos modos, lo mejor será evitar las peleas. No sé cuánta energía me queda después de lo que acabamos de pasar.

Mi padre señala un punto en la oscuridad, hacia el desierto, más allá del montón de ruinas de lo que antes era la torre de vigilancia.

—Nuestro vehículo está aparcado ahí —me dice.

—¿Quién ha echado abajo la torre de vigilancia?

—Nosotros —responde mi padre—. Bueno, Adam.

—¿Cómo…? ¿Cómo es posible? Se supone que no tienen poderes como este…

—No sé cómo es posible, Sam, pero puedo asegurarte que él es distinto de los demás. —Mi padre alarga la mano y, estrechándome cariñosamente el brazo, añade—: Me ha ayudado a encontrarte. Y bueno… Ya te contaré el resto cuando hayamos salido de aquí.

Me froto la cara: los ojos me escuecen por culpa del humo, y, además, me cuesta creer lo que está sucediendo. Mi padre y yo merodeando alrededor de una base del Gobierno, escapando de alienígenas hostiles. Es como un sueño hecho realidad. Seguimos avanzando con cautela, dirigiendo nuestros pasos hacia una zona de sombras desde la que solo tendremos que correr un último tramo para alcanzar la cerca y, finalmente, el desierto.

—No sé cómo os las habéis arreglado para llegar al mismo tiempo que los miembros de la Guardia.

—Nada nos asegura que se trate de la Guardia.

—Vamos, papá —digo levantando el pulgar hacia las llamas que se elevan al cielo—. Has dicho que esto es una base mogo y que el Gobierno está conchabado con los mogadorianos, así que sabemos que no se trata del ejército. ¿Quién sino la Guardia podría haber provocado todo esto?

Mi padre se me queda mirando fijamente, al parecer algo asombrado.

—Los conoces. No puedo creer que los conozcas —susurra sacudiendo la cabeza con una expresión de culpabilidad en el rostro—. Nunca quise meterte en todo esto.

—Y no lo has hecho, papá. No es culpa tuya que mi mejor amigo resultara ser un alienígena. En cualquier caso, ahora ya estoy metido y tenemos que ayudarlos.

A pesar de la oscuridad y el humo que nos envuelve, estoy casi seguro de que mi padre me está viendo tal como soy por primera vez. Diría que en nuestro encuentro apresurado en el interior de la base aún ha visto en mí al niño que era cuando él desapareció. Pero ya no soy ese niño. Y, a juzgar por su mirada (en la que adivino una mezcla de tristeza y orgullo), se acaba de dar cuenta de ello.

—Te has convertido en un muchacho muy valiente —me dice—, pero supongo que te das cuenta de que no podemos volver ahí dentro, ¿verdad? Aunque los miembros de la Guardia estén aquí, no pienso arriesgarme: no voy a ponerte en peligro.

Y entonces emprende el camino de nuevo. Yo le sigo. Ambos avanzamos con la espalda bien pegada al muro, esperando alcanzar una esquina de la muralla exterior de la base. Mis pies se mueven perezosamente, pero no es por cansancio: el corazón me dice que no deberíamos huir, y mi cuerpo reacciona como protesta. El caos que reina en la base me recuerda a la cueva de Virginia Occidental y también a lo que ocurrió después (las cadenas, la tortura); y pienso que eso mismo podría sucederle a Adam si lo dejamos ahí, o a los miembros de la Guardia, si es que realmente están metidos en la pelea. Quiero hacer algo, algo que no sea huir.

—¡Podemos ayudarlos! —le suelto a mi padre de pronto—. ¡Tenemos que hacerlo!

Él asiente con la cabeza.

—Y lo haremos. Pero no ayudaremos a nadie dejando que nos maten mientras regresamos a ciegas a una base militar fuertemente fortificada que, además, resulta que está en llamas.

El discurso me resulta familiar. Tardo solo un segundo en darme cuenta de que es exactamente el tipo de consejo que yo solía darle a John cada vez que pretendía hacer algo valiente y estúpido.

Mientras me esfuerzo para contraatacar con algún argumento sensato que lo convenza a volver a la base, mi padre asoma la cabeza por la esquina del muro con prudencia y la retira de inmediato. Al cabo de un segundo, oigo los pasos de dos personas que se acercan a la carrera.

—Mogos —susurra mientras se agacha—. Son dos. Probablemente están vigilando el perímetro.

Cuando el primer guardia mogadoriano aparece corriendo por la esquina, mi padre balancea la rejilla de metal cerca del suelo y la descarga directamente contra la espinilla de su víctima. El mogo se tambalea y acaba cayendo de bruces contra el suelo.

El segundo guardia trata de levantar el cañón, pero mi padre se abalanza sobre él y los dos empiezan a luchar por el arma; mi padre tiene la ventaja de la sorpresa y la adrenalina, pero el mogadoriano es más fuerte y lo arroja contra el muro de un empujón, sin soltar el arma. Con el impacto, papá deja escapar el aire de golpe.

Me apresuro a alcanzar el primer guardia antes de que tenga tiempo de recomponerse y le asesto una patada en la sien con tanta fuerza que enseguida siento que los dedos de los pies se me hinchan en el interior de las deportivas gastadas. Le arrebato el cañón mogadoriano, doy media vuelta y disparo.

El rayo perfora el muro con un ruido crepitante, muy cerca de la cabeza de mi padre. Apunto de nuevo y vuelvo a disparar.

Mi padre escupe cenizas negras cuando el mogadoriano se desintegra delante de él. Para no correr ningún riesgo, disparo también al mogadoriano que yace a mis pies. Su cuerpo explota formando una nube de hollín que se esparce por el suelo. Es una visión bastante agradable.

Cuando levanto la mirada, descubro a mi padre contemplándome con una mezcla de orgullo y asombro en los ojos.

—Buen disparo —dice. Recoge el cañón del segundo mogadoriano y de nuevo asoma la cabeza por la esquina—. No hay moros en la costa, pero seguro que vendrán más mogos. Será mejor que nos movamos.

Le echo un vistazo a la base y me pregunto si mis amigos aún seguirán allí, luchando por sus vidas. Mi padre se da cuenta de que vacilo y me coge suavemente del hombro.

—Sam, ya sé que lo que voy a decirte no te servirá de mucho ahora, pero tienes mi palabra de que haremos todo lo que esté en nuestra mano por la Guardia. Salvarlos, proteger la Tierra… es el motivo por el que vivo.

—También el mío —respondo, y al hacerlo me doy cuenta de que esas palabras son ciertas.

Vuelve a asomar la cabeza y enseguida me hace señales para que me mueva. Corremos a toda prisa por el espacio abierto hacia lo que queda de la torre de vigilancia, donde, según dice mi padre, encontraremos un paso en la valla de la base. Tengo la sensación de que, de un momento a otro, algún arma abrirá fuego a nuestras espaldas, pero no es así. Contemplo por encima del hombro el humo que se arremolina hacia el cielo. Espero que los miembros de la Guardia y Adam salgan de esta con vida.

El viejo Chevy Rambler de mi padre está aparcado justo donde había dicho. Conducimos a través del desierto, hacia el este, hasta que entramos en Texas. No nos encontramos con ninguna barricada y tampoco nos persigue ninguno de esos lóbregos coches patrulla del Gobierno; las carreteras están oscuras y vacías hasta que nos acercamos a Odessa.

—Bueno —empieza a decir papá con aire relajado, como si fuera a preguntarme cómo me ha ido el día en la escuela—, ¿cómo acabaste haciéndote tan amigo de uno de los miembros de la Guardia?

—Se llama John —respondo—. En realidad, su cêpan fue a Paradise a buscarte a ti. Nos conocimos en la escuela y, bueno, teníamos amigos en común.

Miro por la ventana y veo pasar Texas. Hacía mucho tiempo que no pensaba en el instituto, en Mark James, en el estiércol que metieron en mi taquilla y en ese paseo psicótico en el vagón de heno. Ahora me cuesta creer que considerara que Mark y su pandilla eran la gente más peligrosa del mundo. Se me escapa una sonrisa y papá me mira.

—Cuéntamelo todo, Sam. Tengo la sensación de que me he perdido tantas cosas…

Y así lo hago. Empiezo con mi primer encuentro con John en la escuela, luego le cuento lo de la pelea en el campo de fútbol, y acabo con la huida y mi captura. Tengo montones de cosas que preguntarle, pero la verdad es que me hace sentir muy bien conversar con él. No es solo que haya pasado semanas sin compañía alguna en esa celda; echaba de menos hablar de tú a tú con mis padres.

Es tarde cuando nos detenemos en un motel en las afueras de la ciudad. A pesar de que tanto papá como yo vamos hechos unos zorros (tenemos pinta de haber escapado de alguna cárcel arrastrándonos por un túnel, cosa que en realidad hemos hecho), el viejo de aspecto fatigado que alquila las habitaciones no nos hace preguntas.

Nuestra habitación está en el segundo piso y tiene vistas a la olvidada piscina del motel, llena a partes iguales de agua turbia y oscura, hojas secas y envoltorios de patatas fritas. Antes de subir las escaleras, volvemos un momento al coche para recoger algunas cosas. Mi padre saca una mochila del maletero y me la entrega.

—Esto era de Adam —me dice, algo incómodo—. Dentro debe de haber algo de ropa limpia.

—Gracias —respondo escrutándolo con la mirada. Descubro cierta preocupación en su rostro—. Se lo guardaré para cuando vuelva.

Papá asiente con la cabeza, pero me doy cuenta de que piensa lo peor. Está preocupado por ese muchacho mogadoriano y, de pronto, me pregunto si se habrá preocupado tanto por mí todos estos años que hemos estado separados.

Con un gruñido, me cuelgo la mochila de Adam a la espalda y me dirijo a la habitación del motel. Me doy cuenta de que entre mi padre y Adam había un vínculo que no acabo de entender, y una parte de mí empieza a sentirse algo celosa. Pero entonces, mientras caminamos juntos, me pone la mano en el hombro y recuerdo todo el tiempo que he estado buscándolo, así como el pequeño detalle de que ha venido a salvarme y ha dejado allí a Adam para conseguirlo. Ha abandonado al mogadoriano que ha desarrollado un legado para liberarme. Aparto de mi mente esos pensamientos sin importancia y trato de pensar racionalmente en lo que todo eso significa.

—¿Cómo conociste a Adam? —le pregunto mientras abre la puerta de la habitación.

—Me rescató. Los mogadorianos me tenían prisionero. Experimentaban conmigo.

La habitación del motel es pequeña y tan cutre como me esperaba. Al encender la luz, una cucaracha desaparece a toda prisa de nuestra vista. La estancia huele a moho. Hay un pequeño cuarto de baño y, a pesar de que la bañera está salpicada de islas de moho, me muero de ganas de pegarme una ducha. Comparado con tener que lavarme con el agua helada de ese cubo de metal, este lugar es el paraíso.

—¿Qué tipo de experimentos?

Mi padre se sienta a los pies de la cama. Yo me acomodo junto a él y ambos contemplamos nuestro reflejo en el espejo malogrado del motel. Formamos una pareja curiosa: ambos sucios y demacrados por nuestro reciente encarcelamiento. Padre e hijo.

—Trataban de penetrar en mi mente para conseguir cualquier información útil que pudiera tener acerca de la Guardia.

—Porque eras uno de los que entraron en contacto con los guardianes cuando llegaron a la Tierra, ¿verdad? Encontramos el búnker en el patio trasero. Encajé algunas piezas.

—Los anfitriones —dijo mi padre con voz triste—. Conocimos a los lóricos cuando aterrizaron, y los ayudamos a recuperarse del viaje y también a huir. Esos nueve niños estaban todos muy asustados. Y, sin embargo, debo reconocer que el aterrizaje de esa nave es una de las cosas más asombrosas que he visto nunca.

Sonrío al pensar en la primera vez que descubrí a John usando sus legados. Fue como correr una cortina detrás de la que se escondía un universo de posibilidades. Todos esos curiosos libros sobre extraterrestres que había leído durante años y que tanto había deseado que fuesen verdad… de pronto lo eran.

—Supongo que nosotros éramos más fáciles de atrapar que los miembros de la Guardia. Teníamos familias. Vidas que no podían desarraigarse así, sin más. Los mogadorianos nos encontraron.

—¿Qué les ocurrió a los demás?

Vi que a mi padre le temblaban un poco las manos.

—Los mataron a todos, Sam. Yo soy el último que queda —dijo con un suspiro.

Contemplo en el espejo la mirada asustada que tiene en el rostro. Encarcelado por los mogadorianos durante todos esos años… Me siento mal por hacerle revivir todos esos recuerdos horribles.

—Lo siento —digo—. No tenemos por qué hablar de ello.

—No —responde, resuelto—, te mereces saber por qué no… por qué no he estado en tu vida todo lo que debería.

Mi padre frunce el rostro, como si tratara de recordar algo. Le dejo que se tome su tiempo y me agacho para desabrocharme los zapatos. Después de darle a ese mogo esa patada en la cara, se me han puesto los dedos como chorizos. Me los froto con suavidad, para asegurarme de que no me he roto ningún hueso.

—Trataban de conseguir información de nuestros recuerdos. Cualquier cosa que pudiera servirles de ayuda para atrapar a la Guardia. —Se pasa la mano por el cabello y luego se rasca la cabeza—. Lo que me hicieron… me dejó lagunas. Hay cosas que no consigo recuperar. Son cosas importantes…, cosas que sé que debería recordar, pero que no puedo.

Le doy una palmadita en la espalda.

—Encontraremos a los guardianes y tal vez ellos tengan, no sé, algún modo de reparar lo que te hicieron los mogos.

—Optimismo —dice mi padre, sonriéndome—. Hacía tanto tiempo que no lo sentía.

Se pone en pie y coge su mochila. Saca uno de esos teléfonos móviles de plástico de pinta barata que se venden en las estaciones de servicio y se queda mirando la pantalla tristemente.

—Adam tiene este número —me explica—. A estas alturas ya debería haber hecho la llamada de control.

—La base era un caos. Puede que haya perdido el teléfono.

Mi padre empieza a teclear un número. Sostiene el aparato junto al oído y escucha. Al cabo de unos segundos de silencio, cuelga.

—Nada —dice, sentándose de nuevo—. Creo que esta noche me han matado a ese chico, Sam.