CAPÍTULO DOS
ES ALTO Y FLACO, TAL VEZ UNOS POCOS AÑOS MAYOR que yo, y un mechón de pelo negro le cae encima de la cara. Parece como si acabara de pelearse: tiene la piel del rostro cubierta de sudor y de mugre. Me lo quedo mirando con los ojos muy abiertos: hace una eternidad que no veo a nadie. Parece casi tan sorprendido de verme como yo a él.
Hay algo extraño en ese chico. Algo que no me cuadra.
Su piel es demasiado pálida. Y luego está esa sombra que le rodea los ojos. Es uno de ellos.
Me retiro al fondo de la celda, ocultando el cubo detrás de la espalda. Si entra, le voy a golpear con él con todas las fuerzas que me queden.
—¿Quién eres? —le pregunto, tratando de hablar con aplomo.
—Estamos aquí para ayudar —responde el tipo.
Parece algo incómodo, como si no supiera muy bien qué decir.
Antes de que me dé tiempo a preguntarle qué significa ese «estamos», un hombre lo empuja hacia un lado. Tiene las arrugas de la cara muy marcadas, y lleva una barba larga y desaliñada. Me quedo con la boca abierta, sin dar crédito, y retrocedo otro paso más, de nuevo sorprendido, pero esta vez por una razón muy distinta. No sé por qué esperaba que tuviera el mismo aspecto que en las fotos que colgaban de las paredes del salón de casa, pero el momento es exactamente tal como me lo había imaginado siempre. Han pasado muchos años; sin embargo, bajo esas arrugas profundas aún reconozco a ese hombre, especialmente cuando me sonríe.
—¿Papá?
—Estoy aquí, Sam. He vuelto.
Me duele el rostro y tardo unos instantes en darme cuenta del porqué. Estoy sonriendo. De oreja a oreja. Es la primera vez que uso estos músculos desde hace semanas.
Nos abrazamos a través de los barrotes de hierro, que se nos clavan dolorosamente en las costillas. Pero no me importa. Está aquí. Está aquí de verdad. Había fantaseado un montón de veces con que los miembros de la Guardia venían a rescatarme, pero nunca, ni en el más descabellado de mis sueños, se me había ocurrido que fuera mi padre quien acudiera a sacarme de este lugar. Creo que siempre había pensado que iba a ser yo quien lo rescataría a él.
—Te… te he estado buscando —le digo.
Me paso el antebrazo por los ojos; ese extraño mogadoriano sigue merodeando por allí y no quiero que me vea llorar.
Mi padre me estrecha contra los barrotes.
—Cuánto has crecido —murmura con una nota de tristeza en la voz.
—Chicos —lo interrumpe el mogo—, tenemos compañía.
Los oigo acercarse. Varios soldados penetran en el edificio carcelario desde la parte de abajo, y la pasarela metálica resuena bajo el peso de sus botas a medida que van subiendo las escaleras hacia nosotros. Al final he encontrado a mi padre; está justo delante de mí: ¡todavía no me lo creo!
El mogadoriano lo aleja de delante de la reja, se vuelve hacia mí y me dice con voz autoritaria:
—Quédate de pie en el centro de la celda y cúbrete la cabeza.
Mi instinto me dice que no es de fiar. Es uno de ellos. Claro que ¿para qué uno de los mogadorianos habría traído a mi padre hasta aquí? ¿Por qué querría tratar de ayudarnos? Ahora no hay tiempo de pensar en eso: otros mogadorianos (unos que sin duda no están aquí para ayudar) nos están rodeando.
Hago lo que me ha ordenado.
El mogadoriano mete las manos entre los barrotes de mi celda y se concentra en la pared que tengo detrás. Tal vez sea porque he estado pensando en ello, pero, por alguna razón, me vienen a la cabeza esos primeros días en los que probábamos los legados de John en el patio trasero. Algo me resulta familiar en la actitud que adopta este mogadoriano a la hora de concentrarse: la determinación de sus ojos diezmada por el temblor de sus manos, como si no supiera muy bien lo que hace.
Un temblor recorre rápidamente el suelo en el que estoy plantado, como una ola de energía. Y entonces, con un chasquido ensordecedor, la pared del fondo de la celda se viene abajo. También cede una parte del techo, que va a estrellarse encima del inodoro. El suelo tiembla, se agita bajo mis pies, y yo acabo cayendo al suelo. Es como si un pequeño terremoto hubiera sacudido el edificio entero. Todo está torcido. Tengo el estómago revuelto, y no es únicamente por el temblor del suelo. Es el miedo. Ese mogadoriano acaba de derribar una pared solo con la fuerza de su mente. Es como si hubiera empleado un legado.
Pero eso es imposible, ¿no?
Mi padre y el mogadoriano se han golpeado la espalda contra la barandilla de la pasarela que discurre delante de la celda. La puerta de la reja es ahora algo absurdo: el metal está retorcido y hay espacio suficiente para que cualquiera se cuele entre los barrotes.
Mientras empuja a mi padre hacia el interior de la celda, el mogadoriano me señala la abertura que ha hecho en la pared que tengo a mis espaldas.
—¡Vamos! —me grita—. ¡Corre!
Vacilo unos instantes, y le lanzo una mirada a mi padre, que ya está pasando entre los barrotes. Me tranquiliza pensar que viene detrás de mí.
Toso. Supongo que el polvo que ha levantado la pared al derrumbarse se me ha metido en los pulmones. A través del boquete de la pared, veo las entrañas de la base: tuberías, conductos de ventilación, puñados de cables y material de aislamiento.
Rodeo una de las tuberías más largas con las piernas y, poco a poco, voy dejándome caer. Siento como si alguien me clavara alfileres en mis piernas debilitadas y, por un momento, temo acabar soltándome y precipitándome en el vacío. Pero entonces la adrenalina me espolea y me agarro más fuerte. La salida está tan cerca que hago de tripas corazón.
Veo la sombra de mi padre en el boquete que tengo por encima. Está dudando.
—¿Qué haces? —le grita mi padre al mogo—. ¿Adam?
—Vete con tu hijo, ¡vamos! —oigo que le responde el mogadoriano, ese tal Adam, con voz decidida.
Mi padre empieza a bajar por la tubería, detrás de mí. Yo, sin embargo, me he detenido. Pienso en lo que supondría que te abandonaran en un lugar como este. Mogadoriano o no, Adam me ha sacado de la celda y ha vuelto a reunirme con mi padre. No debería enfrentarse solo a esos soldados.
Levanto la cabeza y le grito a mi padre:
—¿Vamos a dejarlo ahí, sin más?
—Adam sabe muy bien lo que se hace —responde papá, pero detecto cierta inseguridad en su voz—. ¡Vamos, sigue bajando, Sam!
Otra vibración: he estado a punto de caer. Justo cuando levanto la mirada para comprobar que mi padre está bien, otra sacudida le hace perder el arma que llevaba metida en la parte de atrás de los pantalones. Estoy tan bien agarrado a la tubería que no soy capaz de cogerla, y la pistola acaba cayendo en picado hasta perderse en la oscuridad.
—¡Mierda! —lo oigo gruñir.
Los mogos deben de haber rodeado a Adam y se está defendiendo. Poco después de la sacudida, se oye un sonido metálico estremecedor, un estruendo que solo puede ser una cosa: el derrumbe de la pasarela metálica. Me la imagino desprendiéndose de la parte exterior de las celdas y arrastrando con ella toda la estructura. Un par de ladrillos sueltos caen desde arriba, y papá y yo escondemos la cabeza hasta que volvemos a estar a salvo.
Al menos, Adam les está poniendo las cosas difíciles a los guardias mogadorianos. Pero tenemos que movernos deprisa si no queremos que, cuando acabe derrumbándose la planta, nos caigan todos los escombros encima.
Sigo deslizándome hacia abajo. El espacio que queda entre las paredes es escaso: es una pesadilla claustrofóbica, con tornillos y cables sueltos que me rasgan la ropa.
—Sam, sube aquí. Ayúdame con esto.
Mi padre se ha detenido delante de una salida de ventilación que se me había pasado por alto. Resbalo un poco cuando trato de escalar tubería arriba, pero papá alarga el brazo para sujetarme. Juntos, introducimos los dedos en la rejilla de metal y tiramos de ella hasta que se suelta.
—Por aquí deberíamos llegar al exterior.
En cuanto empezamos a arrastrarnos por el conducto de respiración, una violenta explosión nos sacude. Nos detenemos en seco mientras el tubo de metal rechina y chirría; ambos estamos convencidos de que cederá, pero finalmente aguanta.
Oímos gritos y sirenas a través de las paredes de la base. El combate que habíamos oído antes no ha hecho más que intensificarse.
—Parece que se está librando una guerra ahí fuera —observa mi padre, arrastrándose de nuevo por el conducto.
—¿Has traído a los miembros de la Guardia? —le pregunto, esperanzado.
—No, Sam. Estamos solo Adam y yo.
—Qué oportuno, papá. ¿Tú y la Guardia siempre os las arregláis para aparecer al mismo tiempo?
—Creo que esta familia necesitaba un poco de buena suerte —repone mi padre—. ¡La verdad es que nos han servido de maniobra de distracción! Limitémonos a estar agradecidos y salgamos de aquí de una vez.
—Estoy seguro de que son ellos los que están luchando. Lo sé. Son los únicos lo bastante valientes como para atreverse a atacar una base mogadoriana. —Hago una pausa y, olvidándome por un momento del peligro que corremos, caigo en la cuenta de que mi padre acaba de asaltar una base mogo y no puedo evitar sonreír—. Papá, estoy muy contento de verte y todo eso, pero tienes que explicarme muchas cosas.